CAPÍTULO VI

'La Voz de Alerta', por su condición de alcalde, era en cierto modo el gran triunfador de Gerona. Su bastón de mando no lo podía todo, pero podía mucho. 'La Voz de Alerta' se daba cuenta de ello cuando entraba en cualquiera de los cines de la ciudad y el acomodador lo conducía a la fila de butacas reservada para las autoridades, fila señalada con un cordón rojo en el pasillo. Aquel cordón rojo era la línea divisoria entre los demás y la jerarquía, entre los demás y él. También tomaba conciencia de su poder cuando al pasar por la calle algunos transeúntes, que ni siquiera conocía, lo saludaban quitándose el sombrero o la gorra.

'La Voz de Alerta' desarrollaba una actividad comparable a la del Gobernador Civil. Sus colaboradores en el Ayuntamiento, los concejales, pretendían que dispersaba un tanto sus energías, que en resumidas cuentas se ocupaba poco de las tareas específicamente municipales; pero él argumentaba que el presupuesto de que disponía era tan menguado que no cabía hacer más. Bastante había conseguido: la Brigada de Limpieza iba cicatrizando el aspecto de la capital; había reorganizado el Parque de Bomberos; había reabierto la Biblioteca de la Rambla; el Matadero funcionaba con normalidad; y pronto se iniciarían las obras de la nueva plaza de Abastos, cuyos planos, publicados en Amanecer, habían encandilado a las amas de casa. ¿Qué más podía pedirse?

Limpieza de la ciudad… 'La Voz de Alerta' quería que Gerona volviera a tener el aspecto señorial que tuvo cuando la Dictadura de Primo de Rivera. Quedó tan harto del ensayo de "calzar a España con alpargatas", que ahora iba a probar lo contrario; vestirla de frac en la medida de lo posible. Por lo pronto, además de revisar el alcantarillado, había reabierto el Casino de los Señores para que pudieran acudir a él las personas -¡ay, qué pocas quedaban!- que todavía sabían sentarse en un butacón, darle órdenes al camarero y desplegar el periódico. Además, fundó la Sociedad de Tiro de Pichón, que celebraría sus campeonatos en la Dehesa. Pensaba organizar Concursos Hípicos. Y sobre todo, quería elevar el nivel del lenguaje que empleaba la gente, su vocabulario. Consideraba esto esencial, pues, quien más quien menos, todos los gerundenses se habían contagiado de la ordinariez de los 'rojos' y nadie conseguía hilvanar una frase sin intercalar alguna expresión soez. Incluso había pensado pedirle al Gobernador que impusiera multas a los mal hablados; pero el Gobernador, con eso de hacerse llamar camarada y con su mama de apadrinar niños pobres, le contestó: "Se puede imponer una multa a quien blasfeme. ¡Pero no a quien diga ¡porra! en vez de ¡válgame Dios!".

A 'La Voz de Alerta' le hubiera gustado mucho que sus coincidencias con las demás autoridades no se hubieran limitado al plano patriótico; pero había acabado por desanimarse. El Gobernador, salvando las distancias, a veces parecía una réplica del socialista Antonio Casal. El general Sánchez Bravo tenía buenas maneras, pero su repertorio ideológico era tan menguado como el presupuesto del municipio. Mateo… era el Mateo de antes y de siempre. Borracho de juventud y levantando el brazo hasta las estrellas. Mosén Alberto, indignado porque también en el Ayuntamiento había letreros prohibiendo hablar en catalán. En el fondo, 'La Voz de Alerta' no había conectado psicológicamente más que con el notario Noguer y con el señor obispo. ¡Ah, el señor obispo, doctor Gregorio Lascasas! Sabía adonde iba y distinguía lo blanco de lo negro. 'La Voz de Alerta' acudía a Palacio con frecuencia para echar una parrafada con él. ¡Cuánto se reían los dos contando chistes baturros! El señor obispo conocía un montón de ellos y los soltaba con mucho donaire, extremando su acento aragonés. "No sé lo que me ocurre con usted -le decía a 'La Voz de Alerta'-, que en cuanto le veo siento la necesidad de contarle chistes baturros". Claro que, a lo largo de sus entrevistas, hablaban también de cosas serias. De la doctrina de Santo Tomás; de las apariciones de Fátima; de la conveniencia de abrir en la diócesis algunas causas de beatificación entre los mártires habidos en la guerra. A veces el doctor Gregorio Lascasas le hacía incluso confidencias un tanto delicadas. Por ejemplo, últimamente le dijo que la semideificación de que era objeto José Antonio por parte de algunos falangistas iba adquiriendo caracteres tales, que nada tendría de extraño que la Iglesia se viera obligada a intervenir.

El agradable entendimiento entre el señor obispo y 'La Voz de Alerta' significó para éste un espaldarazo moral. ¡Eran tantos los que lo acusaban de intolerante que, en ocasiones, estaba a punto de chaquetear! El propio notario Noguer le decía: "¿No lo fatiga a usted firmar tantas denuncias? En la vida lo más hermoso es perdonar". Al oír esto, 'La Voz de Alerta' se estremecía. Pero entonces recordaba la dialéctica empleada por el doctor Gregorio Lascasas en favor de la "santa intransigencia" -y las palabras de Cristo: El que no está conmigo está contra Mí-, y cobraba fuerzas de nuevo.

Tal vez la única persona que hacía tambalear sus convicciones era su nueva criada, una rechoncha criatura llamada Montse, llegada a Gerona no se sabía cómo. La muchacha tenía veintidós años y para salir a la calle se perfumaba que era un placer. 'La Voz de Alerta' la contemplaba en ocasiones mientras ella fregaba de rodillas el suelo, y sentía violentas sacudidas en su carne pecadora. Sí, tenía la impresión de que, llegado el caso, ahí daría su brazo a torcer. "Con el permiso del señor obispo -se decía a veces- cualquier noche de éstas voy a cometer una barbaridad".

Dejando a un lado estas sacudidas provocadas por Montse, 'La Voz de Alerta' hacía honor a ese mote que adoptó como seudónimo en los primeros tiempos de la República. Tenía ojo para todo y los concejales lo ponían al corriente día a día de cuanto ocurría en la ciudad. Por cierto que tales informaciones a veces eran halagüeñas, a veces no. Era halagüeño, por ejemplo, que no existiera el paro obrero; que todas las calles tuvieran ya su nombre adecuado; que las madres pudieran pasear a sus hijos sin temor a huelgas o disparos; y, sobre todo, que la imagen de Laura, la mujer que fue su esposa, que murió lapidada junto con mosén Francisco, estuviera en verdad presente en el corazón de los ciudadanos, como se demostró con ocasión de los funerales celebrados en memoria suya, a los que asistió una gran multitud.

No era halagüeño, en cambio, que muchas personas hubieran descubierto de repente que tenían antepasados carlistas -"¿corno separar el grano de la paja?", se preguntaba el veterano tradicionalista- y que Gerona hubiera sido elegida para enviar a ella tantos depurados de otras provincias. "¿Se habrán creído que esto es una Casa de Salud?". Tenía noticia de que las tertulias que dichos depurados celebraban en el Café Nacional -a las que Matías Alvear se había ya incorporado- se criticaba a destajo y se propagaban toda clase de bulos. Un guardia urbano le habló de un tal Galindo, funcionario de Obras Públicas, quien por lo visto era un experto mecanógrafo que, utilizando sólo la letra 'm' y dos o tres signos, se dedicaba a hacer caricaturas de las autoridades, empezando por la suya. "¡Si consigue usted traerme uno de esos retratos, la caricatura se la haré yo!".

Tampoco consideraba halagüeño que los gerundenses se hubieran lanzado masivamente a leer tebeos. Era difícil saber qué mosca les habría picado. En todas partes, hombres hechos y derechos, lo mismo pertenecientes a la clase obrera que a la clase media, leían revistas infantiles. Caminaban por la calle absortos o se sentaban en lo bancos de los parques o en los cafés. Lo curioso era que no sonreían. Por el contrario, sus semblantes parecían dramáticamente hipnotizados por aquellos dibujitos y colorines. Fanny y Bolen, si los hubieran visto, habrían supuesto que leían a Nietzsche o a Rosenberg. ¿Qué ocurría? El concejal de Cultura, un hombre que vendía máquinas de coser, opinaba simplemente que aquellos gerundenses querían evadirse, bañarse de ingenuidad después de la tragedia pasada. Sin embargo, 'La Voz de Alerta' se preguntaba si detrás de tan singular fenómeno no se escondería algo más alarmante.

– ¿Qué podemos hacer para mejorar el nivel?

– ¡Bah! No hay más remedio que dejar pasar el tiempo… En otro orden de cosas, el alcalde se propuso atajar, en la medida de sus fuerzas, una epidemia que, según el comisario Diéguez, empezaba a propagarse por la ciudad: el homosexualismo. No quiso hablar de ello con el señor obispo para ahorrarle un disgusto. ¡Menuda parrafada -homilía- hubiera soltado el doctor Gregorio Lascasas, nacido en Zaragoza y antifeminista por convicción, apoyándose para ello en algunos textos de San Pablo! Pero no podía dudarse de que el homosexualismo era una realidad, con tres focos definidos: los cuarteles -lo que afectaba al general-; la cárcel -lo que afectaba al Jefe de Prisiones-; y el Manicomio -lo que afectaba al doctor Chaos-. Existían también algunos francotiradores dispersos por la localidad; pero ésos eran conocidos desde siempre por todo el mundo, no constituían peligro de contagio y de ellos se ocuparía el propio comisario Diéguez, quien por cierto llevaba siempre un clavel blanco en la solapa.

El general, advertido, reaccionó con violencia. "¡Eso lo acabo yo en una semana!". El Jefe de la Prisión prometió "tomar las medidas oportunas". El doctor Chaos, en cambio, al escuchar el aviso tuvo una expresión ambigua, los dedos de sus manos hicieron crac-crac y comentó: "Es algo inevitable en cualquier manicomio. Hay enfermos predispuestos a ello. Resulta muy difícil actuar".

¿Por qué resultaba difícil actuar en el manicomio? Otra circunstancia incomodaba a 'La Voz de Alerta'; pese a ser el director de Amanecer, su obligación era someter el periódico a la Censura. Las órdenes del Gobernador eran concretas al respecto. No podía publicar un simple anuncio sin enviar antes las pruebas de imprenta… a Mateo.

– Pero ¿qué pasa aquí? ¡Cuando Mateo andaba a gatas yo escribía ya los editoriales de El Tradicionalista!

– Eso no tiene nada que ver, amigo. No es cuestión de antigüedad. Mateo representa aquí a la Dirección General de Prensa y tiene sus normas.

Normas… ¡Sí, claro! Él mismo había repetido hasta la saciedad que sin disciplina no se podía ir a ninguna parte. Lo que ocurría era que existía una gran diferencia entre mandar y obedecer.

Bueno, no era cosa de hacerse mala sangre… ¡Existían tantas compensaciones! ¿No era el triunfador de la ciudad? El propio don Anselmo Ichaso, el de la hermosa barriga y los trenes miniatura, le había escrito desde Pamplona: "¡Le felicito a usted! ¡Ahora tendrá usted ocasión de llevar a la práctica sus proyectos, de organizar a su modo su querida Gerona!".

Era cierto. La naturaleza dual de 'La Voz de Alerta', pese a los pequeños inconvenientes, podía manifestarse a gusto. Para cerciorarse de ello no tenía más que recordar su situación cuando quien ocupaba el sillón de la Alcaldía era Gorki. Este solo pensamiento le bastaba para ser feliz, a lo que sin duda contribuía un equilibrio físico envidiable, gracias al cual el cuerpo no era para él un lastre; antes al contrario, un venero de sensaciones placenteras.

Semejante estado lo predisponía, como siempre, a dar rienda suelta a su vertiente afectiva, que existía, ¡cómo no!, en su interior. Aquella vertiente que lo llevó antes de la guerra a ocuparse de los problemas que solían atosigar a su fiel criada, Dolores. En esos meses de clima tibio, los beneficiarios de su explosión sentimental eran los ancianos. Sí, el flamante alcalde se ocupaba ahora de los ancianos gerundenses, de los que quedaron abandonados, como si de sus padres se tratase. Había internado a gran número de ellos en los Establecimientos previstos a tal fin y se las ingeniaba para obtener a su favor, milagrosamente, las debidas subvenciones. Además, consiguió que Marta lo ayudase en esa tarea. Las chicas de la Sección Femenina visitaban periódicamente a esos viejos asilados, protegidos de 'La Voz de Alerta', haciéndoles un rato de compañía y llevándoles pequeñas fruslerías que distrajeran su ánimo.

Con todo, los días eran largos y 'La Voz de Alerta', de repente, dejaba de ser feliz y se sentía abrumadoramente solo. Sobre todo al caer la tarde, no era raro que se pasease por el Piso, con las manos a la espalda, contemplando las paredes como si en ellas hubiera un jeroglífico. Entonces se preguntaba si no le convendría volver a abrir su consulta de dentista, tanto más cuanto que sólo habían quedado dos profesionales en la ciudad, que al parecer no daban abasto, puesto que las dentaduras se habían estropeado con la guerra tanto como los espíritus.

Montse, la rechoncha criada, no creía que la solución estuviera ahí. Montse pensaba que lo que le faltaba a aquel hombre era una mujer. "Lo que le convendría al señorito -se decía para sí, y cualquier día se lo soltaría por las buenas-, sería volverse a casar con una mujer joven y tener hijos". También 'La Voz de Alerta' había pensado en ello; pero había que dar tiempo al tiempo y esperar a que se difuminase un poco más el recuerdo de Laura.

Otro de los momentos en que 'La Voz de Alerta' se sentía solo era cuando, ya avanzada la noche, abandonaba la redacción de Amanecer. Era muy corriente que no se dirigiera directamente a su domicilio sino que se dedicara a deambular por la ciudad. Por regla general, se daba una vuelta por los Cuarteles de Artillería, donde inevitablemente se acordaba del comandante Martínez de Soria. Luego solía detenerse en el Puente de Piedra y allí, acodado en el pretil, contemplaba las lentas aguas del Oñar, soñando con poder canalizarlo un día, a fin de yugular el peligro de las inundaciones. Luego bajaba por la Rambla, o se internaba al azar por cualquier calle. Gerona estaba desierta a esa hora, desierta y oscura. Las guerras traían eso: luces de victoria, pero falta de bombillas. ¿Cuándo podría dotar a Gerona de una red eléctrica que asustase a las ratas e infundiese confianza a los hombres? 'La Voz de Alerta' escuchaba sus propios pasos de alcalde resonar en las aceras. Los serenos lo saludaban. La ciudad dormía, a excepción del Casino de los Señores, donde varias mesas de póquer se prolongaban hasta la madrugada; y a excepción del Convento de las Adoratrices, donde las monjitas se turnaban ante el Sagrario.

Gerona contó muy pronto con otro triunfador. Triunfador inédito, puesto que era forastero, puesto que llegaba de lejos. Era uno de los seis jesuitas llegados a la ciudad para cuidar de nuevo de la iglesia del Sagrado Corazón. Dichos jesuitas se instalaron en la Residencia aledaña al templo y en poco tiempo, confirmando las esperanzas del señor obispo -"¡ah, si los jesuitas volvieran a Gerona!", le había dicho el prelado a mosén Alberto-, se constituyeron en una célula viva y operante, que a buen seguro pesaría lo suyo en el remozamiento de la religiosidad gerundense.

Lo cierto es que la llegada de los representantes de la Compañía de Jesús había dado lugar a comentarios muy diversos, y no sólo en el Café Nacional.

– Los jesuitas son muy inteligentes, desde luego; pero van a lo suyo…

– No digas tonterías. Han sido siempre la flor y nata. Por eso la República los expulsó.

– ¿A ti te parece bien que jueguen a la Bolsa?

– ¿Y cómo sabes tú eso?

– Vamos hombre… ¡Verás lo que ocurre aquí! No habrá viuda rica que se les escape…

El padre Forteza, el más joven de la comunidad -el triunfador inédito de que se habló-, pareció llegar dispuesto a desmentir cualquier tipo de acusación. Nadie podía decir de él que se interesara por las viudas, fuesen ricas o pobres; más bien daba la impresión de que lo único que le importaba era glorificar a Dios y ocuparse del alma de la juventud.

– Si lo conocieras -le había dicho Alfonso Estrada a Jorge de Batlle-, podrías afirmar que has conocido a un santo. ¡Y cuidado que yo me resisto a emplear esta palabra!

Jorge de Batlle no puso en entredicho la declaración de su amigo Estrada, huérfano como él y que había combatido en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat. Jorge había visto de lejos al padre Forteza y le habían llamado la atención sus grandes ojeras -lo mismo que a Ignacio, cuando éste, al pasar por delante del Sagrado Corazón, vio al jesuíta-, así como sus calcetines blancos, que le asomaban escandalosamente por debajo de la sotana.

– ¿De dónde es?

– De Palma de Mallorca.

Alfonso Estrada se había erigido en el gran propagandista del padre Forteza. Hablaba de él con todo el mundo; y todo el mundo le hacía caso, porque en verdad el jesuita se había hecho, por méritos propios, inmensamente popular.

Tenía unos cuarenta años, aunque aparentaba menos edad. Alto, de porte aristocrático, con lentes de montura de plata, su figura hubiera recordado a la de Pío XII, en el supuesto de que éste hubiese sabido sonreír. En las sienes le temblaban venillas azules. Su barbilla era afilada, lo que Alfonso Estrada atribuía a la abundancia de ayunos. Su expresión más característica era el asombro. "¡No es posible!", exclamaba siempre. Y después del asombro, la alegría. Su manera de andar y todos sus ademanes respondían a una íntima alegría interior.

El padre Forteza era efectivamente mallorquín, de ascendencia judía. Tenía un hermano, también jesuita, en la misión de Nagasaki, en el Japón. Siempre contaba que el relámpago de la vocación le había llegado una noche al salir de un baile. Dos hombres se peleaban en la calle y uno de ellos blasfemó. Aquella blasfemia se introdujo en sus oídos como si fuera un puñal. Regresó a su casa como tambaleándose, perseguido por un perro. Ya en su cuarto rompió a llorar, sin saber por qué. Quiso reaccionar silbando, pero aquella blasfemia le golpeaba una y otra vez el cerebro. Entonces miró el crucifijo incrustado en la cabecera de la cama, en la pared. Y cayó de rodillas, presa de un júbilo inexplicable. Al día siguiente, en misa, decidió consagrarse a Dios.

La cualidad predominante en el padre Forteza era la imaginación. Sus respuestas aturdían porque representaban lo insólito. Jugaba con las palabras como si fuesen gnomos domesticados. Si se le hablaba del cielo, al que llamaba "aldea futura", decía: "Allí podré quitarme los lentes". Si se le hablaba de Gerona, contestaba algo parecido a lo que antaño dijera José Alvear: "Las murallas no impiden entrar, sino salir". Si se citaba la bahía de Palma, su patria chica, cortaba rápido: "Nunca he comprendido del todo la utilidad del mar. Creo que podríamos prescindir de él; y por supuesto, sin él sería mucho más fácil llegar a Mallorca".

El padre Forteza, al ser expulsada de España la Compañía de Jesús, pasó una temporada en Roma, donde cursó estudios bíblicos, y luego se fue a Alemania, a Heidelberg. En Heidelberg vivió rodeado de libros, cuyas márgenes solía acotar con pintorescos comentarios. Al llegar a Gerona tuvo dos sorpresas. La primera, que la necesaria reconstrucción de la fábrica Soler se efectuara en el mismo sitio que ocupaba antes, en el centro del casco urbano. "¿No era la ocasión para destinar el solar a jardín? A esta ciudad le faltan zonas verdes". La segunda que circulara por todas partes tanta propaganda nazi. Los primeros muchachos que acudieron a él, y que constituirían el fermento de su gran obra, las Congregaciones Marianas, recibían la revista 'Signal', la revista 'Aspa' y toda clase de folletos. "Pero -les preguntaba el padre Forteza- ¿es que el Gobierno Español no está enterado de que, exactamente el 10 de abril de 1937, Pío XI condenó oficialmente el nazismo? ¿Y no está enterado de que Hitler persigue a los católicos?". Los muchachos, entre los que figuraban, además de Estrada, Pablito, hijo del Gobernador; Enrique Ferrándiz, hijo del Jefe de Policía; Ramón Montenegro, hijo del Director del Banco de España, etcétera, se encogían de hombros. No se les escapaba la contradicción, pero ¿qué hacer? Estaban influidos por la arrolladura ofensiva desencadenada en España por el Führer y sus seguidores. "Alemania empuja ¿no es cierto, padre? Trae un aire nuevo". El padre Forteza asentía, estupefacto y murmuraba: "Ya…"

Según mosén Falcó, joven sacerdote nombrado consiliario de Falange, y que formaba parte de la Comisión Depuradora del Magisterio, la clave del éxito apostólico obtenido en pocas semanas por el padre Forteza se debía a la sabia combinación de ironía y piedad. No era fácil encontrar un hombre tan entregado a Dios y que al mismo tiempo supiera hacer el payaso. Así como Galindo, el funcionario de Obras Públicas, caricaturizaba con los signos de su máquina de escribir los rasgos faciales de la gente, el jesuíta imitaba sus gestos y sus posturas, incluyendo los de sus superiores jerárquicos. A mosén Alberto, por ejemplo, lo parodió muy pronto con extrema facilidad, a base de levantar coquetonamente la cabeza, de simular que se cambiaba de brazo el manteo y de tomar cualquier taza irguiendo el dedo meñique. Del profesor Civil hacía una auténtica creación, encorvándose un poco, mirando por encima de las gafas y echando a andar saludando con timidez a derecha y a izquierda. Y un día en que Mateo fue a visitarlo, para pedirle que diera una charla en el local de las Organizaciones Juveniles, el muchacho se quedó perplejo cuando el padre Forteza, al término de la conversación, le mostró la uña del pulgar derecho, en la que llevaba dibujadas con tinta china las cinco flechas. "¿Qué te parece? -le preguntó el jesuíta-. ¿Son así, o he cometido algún error?". Mateo se rió, recordando que Pilar acostumbraba a dibujarse en la misma uña una cara de monja. La expresión plástica de la personalidad del padre Forteza era su celda, en la que recibía a los congregantes. Tenía un aspecto revoltoso y deportivo que hubiera sacado de quicio al rígido Cosme Vila. Libros en desorden, un pajarito amarillo en una jaula, objetos mil y ropa tendida a secar. En efecto, siempre colgaban de una cuerda tensa, atada a la ventana, calcetines y pañuelos, pues el padre Forteza gustaba de lavarse él mismo esas prendas en el lavabo. Más de una vez había oído en confesión mientras lavaba una camisa. Porque el padre Forteza se negó desde el primer momento a confesar a los chicos en el confesonario. "El confesonario es para las mujeres, que no hacen más que contar chismes. Vosotros en mi celda, dándome la cara y recitando los pecados en voz alta, que es lo que os hará rabiar". La celda del padre Forteza cobró pronto tal celebridad que no faltaron muchachos que se inventaron graves culpas con el solo objeto de poder verla. Aunque el jesuíta, que no se dejaba engañar, después de escuchar con paciencia le decía al presunto arrepentido: "Ahora arrodíllate y confiésate de haberme contado esta sarta de embustes".

La Congregación Mariana perseguía dos objetivos principales: la devoción a la Virgen -por eso sus afiliados llevaban cinta azul celeste- y crear un sentimiento cristiano jubiloso. El padre Forteza no concebía el maridaje religión-tristeza. "¿Existe o no existe el reino de Dios?". "Yo, a veces, ante el Sagrario, sufro verdaderos ataques de risa, no lo puedo remediar". De ahí que la imagen de la Virgen que encargó para que presidiera el altar de los congregantes no fuera una Dolorosa, sino una Virgen-doncella, casi niña, con los párpados dulcemente bajos. Una virgen que invitara a la amistad, al coloquio íntimo, que provocara una sensación optimista. De ahí también que en sus conversaciones se abstuviese sistemáticamente de aludir al pecado original y a otras realidades similares.

– Padre Forteza, ¿y el infierno?

– Hablaremos de él cuando llueva.

– Padre Forteza, ¿y la muerte?

– Por favor, llamadla Hermana Muerte.

– Padre Forteza, ¿y la cruz?

– Es la más jovial silueta que existe.

– Padre Forteza, ¿podemos fumar?

– Yo, a vuestra edad, me fumaba unos puros que parecían cañones.

Los muchachos lo seguían; algunos, con fanatismo. Alfonso Estrada decía de él: "Tal vez esté loco. Pero si lo está, ¡viva la locura!".

El padre Forteza olía a agua de colonia. Frotarse con ella la nuca y el pecho era la única voluptuosidad que se permitía. Su redonda tonsura era visible a distancia y si le daba el sol despedía destellos. En cierto modo el jesuíta se parecía a Arco Iris, el miliciano que en el frente de Aragón se disfrazaba con tanto arte. Usaba un reloj de bolsillo del que, al levantar la tapa, brotaba una graciosa musiquilla, la melodía de los peregrinos de Lourdes. En la sacristía había colgado un calendario atrasado, del año 1929. "Ese año canté misa. Ahí me planté".

Utilizaba un breviario de tapas rojas alegando que el color negro lo ponía nervioso.

No faltaban, en la ciudad, gentes que se mostraban escandalizadas por algunas de las singularidades del padre Forteza" En algunos conventos las monjas, al enterarse de que el jesuíta "soltaba carcajadas ante el Sagrario", se pusieron a rezar por él. "¡Dios mío, el diablo andará por ahí!". Doña Cecilia, la esposa del general, le oyó un sermón y diagnosticó: "A ese hombre le convendría hacer el servicio militar". Carmen Elgazu le censuraba que les hiciera poco caso a las mujeres. "Las mujeres influimos tanto en los hombres, que no escucharnos es una equivocación. Además, con eso lo único que consigue es que sábados y domingos hagamos cola en su confesonario". Era cierto. Las hermanas Campistol, y otras muchas mujeres corno ellas, esperaban con ansia a que llegara el fin de semana para ir a confesarse con el padre Forteza, sin que las desmoralizara que el jesuíta les impusiera, por cualquier nimiedad, penitencias tremebundas.

El padre Forteza tenía muchos proyectos. Pero antes de ponerlos en práctica quería conocer más a fondo la ciudad. Los años de ausencia de España lo habían desconectado un poco de ciertas constantes de la raza. Ahora, desde su regreso, vista la orientación de las autoridades y habiendo auscultado el pálpito de la gente, les decía a los muchachos:

– No entiendo nada de nada, ésa es la verdad. Vivo en el limbo.

Por supuesto, el padre Forteza sufría de una limitación: no había vivido la guerra, sólo supo de ella por los periódicos alemanes. Por tanto, al escuchar ahora los relatos directos iba de sorpresa en sorpresa. "¡No es posible!", exclamaba una y otra vez.

Tales relatos iban dirigidos, naturalmente, a convencerlo de que la consigna "ni perdonaremos ni olvidaremos" tenía amplia justificación. Ahí el jesuíta negaba con la cabeza. "Eso, ¡jamás! Eso no es evangélico".

– Usted no vivió esto, padre -argumentaban los propios sacerdotes-. Usted no conoció a Cosme Vila ni al Responsable. Le juro que si hubiera vivido en zona roja opinaría de otro modo.

Un día el padre Forteza habló del asunto con Agustín Lago, el Inspector Jefe de Enseñanza Primaria, quien también acudió a su estrambótica celda a confesarse con él. Agustín Lago le dijo:

– Ya conocerá usted la frase famosa: "Lo que para un italiano es un crucigrama y para un alemán un enigma, para un español es un problema en el que cree jugarse el honor e incluso la eternidad".

El jesuíta le objetó que, aun suponiendo que dicha frase encerrara una verdad, lo más perentorio era luchar contra ella y en consecuencia cancelar lo más urgentemente posible el clima de victoria.

– Perpetuar rencores es inadmisible, hijo mío. Hay que combatir el error, de acuerdo. Eso es lo que hace mi hermano, misionero en el Japón. Pero por encima de todo debe respetarse a las personas, tanto más cuanto más equivocadas están.

Así las cosas, la víspera del Corpus Christi, por la mañana, el padre Forteza recibió la orden de presentarse en el Palacio Episcopal. Mosén Iguacen, el familiar del señor obispo, le dijo:

– Esta tarde, a las cuatro.

El jesuíta supuso que el doctor Gregorio Lascasas quería darle el visto bueno a uno de sus proyectos: el de organizar, durante el verano, una serie de tandas de Ejercicios Espirituales, a puerta cerrada.

No fue así. El señor obispo le comunicó que le había elegido para asistir en la cárcel a los condenados a muerte.

El padre Forteza palideció, pues mosén Alberto le había hablado de las escenas vividas por él en la cárcel de San Sebastián.

– Pero… -murmuró el jesuíta.

El señor obispo, doctor Gregorio Lascasas, se levantó y al tiempo que le daba a besar el anillo le dijo:

– Estoy seguro de que realizará usted una magnífica labor.

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