CAPÍTULO II

Gerona iba a ser, una vez más, la piedra de toque de lo que había de ocurrir en todas y cada una de las capitales españolas, especialmente en las recién "liberadas". El Ejército, la Iglesia, el Partido y la Autoridad Civil se adueñaron de la población y de la provincia, de acuerdo con los principios establecidos. Estos cuatro instrumentos de poder trabajarían comunitariamente, en contacto continuo, para llevar a feliz término "el mandato de los muertos".

Al mes escaso de haber terminado la guerra, las jerarquías depositarías del Nuevo Orden ocupaban ya sus puestos. Representante del Ejército lo era, con todas las prerrogativas, el general Sánchez Bravo, que había sido nombrado gobernador militar. El general Sánchez Bravo se había instalado en los Cuarteles de Infantería, los cuarteles de Santo Domingo. Tenía cincuenta y dos años de edad y era oriundo de León, donde su padre, fallecido antes del Alzamiento, había ejercido de oftalmólogo. El general decía siempre que la profesión paterna le había impreso huella, acostumbrándolo a mirar con fijeza a los ojos de los demás y despertándole viva afición por los prismáticos, los catalejos, los telescopios y otros instrumentos de observación.

Sirvió a la Causa desde el 18 de julio de 1936 -por entonces era coronel- y tomó parte activa en la batalla del Norte, en la llegada al Mediterráneo y en el asalto a Cataluña. Bajito de estatura, de cuello corto, era enérgico y poco sentimental. Hablaba tajante y tenía una hermosa voz. Su rasgo más característico era la rectitud. Hubieran podido llamarlo "el insobornable". No admitía apaños y predicaba siempre con el ejemplo. Cuantos habían servido a sus órdenes guardaban de él un grato recuerdo. Su coronel ayudante, el coronel Romero, dividía los generales en dos clases: los que al término de una batalla decían "hemos sufrido tantas bajas" y los que decían "he perdido tantos hombres". El general Sánchez Bravo era de estos últimos.

La muerte de un soldado le dolía como una mutilación y, debido a su prodigiosa memoria, se acordaba de los nombres y apellidos de muchos de ellos, a los que gustaba de sacar motes. A su asistente lo llamaba Nebulosa, debido a que el muchacho, cuando abusaba del aguardiente veía turbio y parecía andar a tientas.

Llegado a Gerona, se comportó a tenor de su temperamento. Su primer acto de servicio fue ordenar el adecentamiento de los cuarteles, que las "hordas" habían dejado hechos un asco. A continuación, se dirigió al monumento levantado en la Plaza de San Agustín en honor de su glorioso antecesor Álvarez de Castro, héroe de la guerra de la Independencia, y se cuadró ante él. Luego subió a lo alto del Castillo de Montjuich, contempló a Gerona en la llanura, los campanarios y los tejados, y murmuró: "¡Hum! Hay aquí mucho que hacer…" De regreso al cuartel dirigió una proclama a la población advirtiéndole que estaba dispuesto a cortar de raíz cualquier intento de sabotaje: "La victoria ha costado mucha sangre y no nos la dejaremos arrebatar".

El notario Noguer y 'La Voz de Alerta', que se habían convertido en sus mentores y que lo acompañaban por todas partes con una mezcla de orgullo y timidez, advirtieron muy pronto que el gobernador militar que les había tocado en suerte era hombre de ideas precisas, dispuesto a avanzar en línea recta, y sospecharon que prefería la acción a la cultura. En efecto, en su obligada visita a la ciudad antigua, el general pasó como un rayo por delante de las bellezas arquitectónicas, incluidos los Baños Árabes, y se fue directo a las murallas, donde se estuvo más de dos horas. Su comentario fue: "Estas defensas están bien construidas. No me sorprende que los franceses cayeran aquí como moscas". ¡Como moscas! 'La Voz de Alerta' le explicó que precisamente existía una leyenda según la cual del sepulcro que había contenido los restos de San Narciso, primer obispo y patrón de la ciudad, salían moscas, cada una de las cuales mataba con su picadura a un francés. El general sonrió. "He ahí -dijo- un arma que no figura en los manuales de nuestras Academias".

'La Voz de Alerta' y el notario Noguer advirtieron muy pronto que la apreciación que habían hecho acerca del carácter del general era correcta. En efecto, resultaba difícil hablar con él de cuestiones no militares, aunque pudiera muy bien atribuirse a la proximidad de los acontecimientos. Por supuesto, se negó rotundamente a ir al cementerio a rendir honores póstumos al comandante Martínez de Soria, alegando que la decisión de éste de rendir Gerona a los milicianos fue injustificada y cobarde. "¡Imagínense ustedes que el Capitán Cortés, en Nuestra Señora de la Cabeza, hubiera hecho otro tanto! ¡Y el general Aranda en Oviedo! ¡Y Queipo de Llano en Sevilla! No, no, la obligación del comandante Martínez de Soria era defender esto a toda costa".

El notario Noguer sintió por el general espontánea simpatía, lo que le sorprendió, habida cuenta de que los uniformes, en principio, le inspiraban serios temores. Estimó que las dotes de mando de aquel recio castellano garantizaban que el inicio de la paz, siempre difícil, contaría con un buen puntal. Le agradaba de él que anduviera con parsimonia, procurando que sus botas no resonaran enfáticamente. También le agradaba que fumase en pipa. El notario había llegado a la conclusión de que los hombres que fumaban en pipa acertaban, en los momentos de crisis, a dominar sus nervios. También le gustó que comiera el mismo rancho que los soldados. "¿Es eso una costumbre, mi general?". "¡No, no! Es un deber…" La respuesta tenía rigor clásico. Sin embargo, 'La Voz de Alerta', amante de los estratos jerárquicos, valoró el detalle de distinta manera. "Pues a mí me parece que eso es un error -le dijo a su amigo, el notario Noguer-. La mesa de un general no ha de ser nunca la mesa de un soldado".

– Mi general, ¿está usted contento de que lo hayan destinado a Cataluña?

La pregunta sonó como un disparo en la Sala de Armas, donde el gobernador militar y sus mentores se hallaban reunidos. El general se atusó el bigote, blanquecino, y echó una mirada al enorme mapa de España que cubría la pared.

– Pues, si he de serles franco, no. Hubiera preferido Castilla, Levante o Andalucía…

El general se explicó, pues no quería equívocos. Sabía lo que Cataluña valía y significaba. No iba a cometer la torpeza de minimizar aquella tierra ilustre, laboriosa y amante del estudio. Pero le molestaba el problema separatista.

– La guerra me ha demostrado que hay entre ustedes muy buenos patriotas. He tenido a mi servicio varios oficiales catalanes y doy fe de que cumplieron como los mejores. Ahora bien, la mayoría de ellos han pedido ya la baja del Ejército… Es un detalle, ¿no les parece? Sí, hay algo, hay algo que no acaba de encajar… Apenas entré en Lérida me di cuenta de que entre ustedes y el resto de la nación existe una diferencia. Y lo demuestra el hecho de que hablan ustedes otra lengua.

Ésta era la clave de la cuestión. El general no ocultó que el asunto del idioma lo sacaba de quicio. "Oírlos hablar y no entenderlos me da la impresión de encontrarme en el extranjero". Por su parte, a gusto acabaría de un plumazo con semejante anomalía y se congratulaba de aquellos letreros -que tanto soliviantaban a mosén Alberto- y que decían: "Obligatorio hablar español". "En lo que de mí dependa, en este asunto seré implacable".

'La Voz de Alerta' y el notario Noguer se callaron. Comprendieron que el tema era tabú y que cualquier disquisición histórica caería en saco roto. Por lo demás, ambos sabían que el general había encontrado en la biblioteca de los Cuarteles de Artillería un montón de libros en catalán y que había ordenado hacer con ellos una inmensa hoguera, que crepitó como si protestase.

El notario Noguer no se arrepintió de su intervención, ya que prefería saber a qué atenerse. Pero decidió cambiar de tema. Le preguntó al general si era cierto que le interesaba la Astronomía y el general contestó que sí, que lo era. "Aquí donde me ven, en el frente, si había calma, me pasaba largos ratos mirando la luna y las estrellas". Podía decirse que aquélla era su distracción favorita. La bóveda celeste ofrecía un espectáculo impar. "En realidad -bromeó, mientras se atusaba de nuevo el bigote- mi mayor deseo hubiera sido servir en antiaéreos".

El notario Noguer, que había vivido la guerra desde lejos, desde Francia, valoró debidamente el inciso y aprovechó la oportunidad para sonsacarle al general varias opiniones respecto al desarrollo de la contienda. Ahí el gobernador militar se despachó a gusto, mientras se paseaba con los brazos a la espalda. Preguntado por la acción bélica que, técnicamente, consideraba más perfecta, declaró sin vacilar: "La batalla del Ebro". Preguntado sobre la acción heroica que tenía en mayor estima, declaró: "La defensa del Alcázar. Tengo un hijo y puedo juzgar debidamente el sacrificio del general Moscardó". Preguntado sobre la clase de tropa que mejor comportamiento había tenido a lo largo de la campaña, contestó: "Entiendo que la infantería española es, toda ella, la mejor del mundo. Pero, puesto a elegir, elegiría los Tercios de Requetés, que han estado insuperables".

La presencia del general inspiró a los gerundenses un respeto casi supersticioso. Su biografía empezó a ser conocida. El hecho de que hubiera dirigido victoriosamente varias batallas lo convertía casi en un mito; el hecho de que en esas batallas muchos hombres hubiesen encontrado la muerte, añadía a la circunstancia un sabor amargo. La gente no acabó de conectar con él, si bien es cierto que tampoco el general lo pretendió. No era su intención hacerse popular entre la población civil. Todo lo que ocurriera fuera de los cuarteles se le antojaba un poco ajeno.

Visitó la frontera, el Castillo de Figueras, restos de baterías instaladas en la costa. Se hizo una composición de lugar. Se interesó especialmente por el Parque Móvil y por mantener en buen estado las líneas de Transmisiones.

– Es hermosa esta provincia. No cabe la menor duda. Y además, muy rica. No comprendo que hubiera aquí tantos anarquistas.

Tuvo el presentimiento de que se pasaría en Gerona una larga temporada… precisamente porque la zona, fronteriza y alérgica a la disciplina castrense, era difícil. Siempre le encomendaban misiones espinosas, lo que no dejaba de halagarlo, puesto que veneraba al Caudillo y estaba dispuesto a dar por él la vida.

Ahora bien, ello lo obligaba a acondicionar su vivienda en el propio cuartel -el general era friolero y quería estufas en todas partes- y a traerse cuanto antes a su mujer, conocida por doña Cecilia y que a la sazón se encontraba en Madrid. Ordenó al coronel Romero que le enviase un telegrama pidiéndole que se trasladase a Gerona en seguida, pues la necesitaba a su lado. La intención del general era que su hijo, el capitán Sánchez Bravo, que tenía veintiséis años y se encontraba de guarnición en Almería, pudiera también reunirse con ellos en Gerona. Pero no estaba seguro de que sus gestiones al respecto dieran resultado.

El general quería a su mujer. Se habían conocido de niños, en León. A los doce años ya flirteaban… y hasta ahora. ¡Cuánto tiempo a su lado! Doña Cecilia había sido una compañera fiel que había soportado los mil inconvenientes de la vida militar sin protestar nunca. Tal vez la peor época la pasaron en África, cuando la dictadura de Primo de Rivera. El clima africano y "el olor moruno" asfixiaban a doña Cecilia, quien no cejó hasta conseguir que su marido fuera devuelto a la península. También a doña Cecilia el general le había sacado un mote. La llamaba Venus, lo que a los demás podía parecerles una calumnia.

El día 14 de abril, aniversario de la República, recibió un telegrama que decía: "Salgo en coche ahora mismo para Gerona". El general, mientras con un raspador vaciaba su pipa, regalo de un aviador alemán, contempló en el mapa de España -¡cuántas veces lo miraba al cabo del día!- el trayecto desde Madrid. Calculó los litros de gasolina que su mujer gastaría en el viaje. No le gustaban las ventajillas, pero ¡qué remedio! Doña Cecilia tenía sus pequeños caprichos: le gustaba cambiar a menudo de sombrero, llevar guantes blancos y pasearse en automóvil mirando a uno y otro lado…

La Prensa publicó la noticia. El nuevo obispo de Gerona, el representante de la Iglesia en la ciudad, había sido nombrado.

– ¿Cuándo llega?

– No se sabe la fecha exacta. Pero es de suponer que no tardará.

– ¿De dónde es?

– De Zaragoza.

– ¿Joven?

– ¡Quia! Sesenta años…

Se llamaba Gregorio Lascasas. Canónigo de la Seo de Zaragoza, el nombramiento lo pilló desprevenido. Nunca había soñado en ser elevado a tan alta dignidad. Sin embargo, el hecho no le desagradó. Tenía sus ideas y tal vez ahora, desde su sede episcopal, pudiera, ¡por fin!, llevarlas a la práctica.

El doctor don Gregorio Lascasas preparó en seguida su viaje. Llevaría consigo a un joven sacerdote, mosén Iguacen, que era diligente y que conocía su manera de hacer.

– ¿Tiene usted algún inconveniente en acompañarme?

– ¡Ninguno! Le agradezco mucho que me haya elegido.

– Pues andando.

El nuevo obispo tenía el carácter autoritario. Su infancia, y casi toda su época de Seminario, lo habían templado con una serie de ásperas enfermedades, que lo llevaron a aprenderse de memoria el libro de Job. Siempre decía que le agradecía a Dios que le hubiera enviado semejantes pruebas. "El Señor me vacunó contra la frivolidad". Por si fuera poco, la guerra civil lo había también herido en la carne. Perdió a una hermana suya, monja en un convento de Huesca. Los 'rojos' se la llevaron y nunca más se supo de ella. Asimismo murió, en el frente, uno de sus sobrinos; una muerte ejemplar. Apenas si le quedaba familia, pero no renegaba de la soledad. "La soledad es una gran escuela para fortalecer el alma". Mosén Iguacen, que iba a ser su amigo y su familiar, mientras preparaba sus maletas escuchaba estas sentencias del nuevo obispo con una mezcla de admiración y de temor. Porque él era de talante quebradizo, extremadamente afectivo y desde el primer momento se preguntó si estaría a la altura de las circunstancias.

– ¡Por favor, no ponga usted esa cara! Dios no nos exige nunca nada que no podamos cumplir.

Todo a punto, el ilustrísimo y reverendísimo doctor Lascasas hizo su triunfal entrada en la ciudad de Gerona el 20 de abril; es decir, pocos días después que las tropas italianas ocuparan, sin más, Albania. Siguiendo una inveterada costumbre, pese a ser él hombre austero por naturaleza, entró en coche descapotado y bajo arcadas de flores que adornaban todo el recorrido. Los gerundenses lo obsequiaron con un recibimiento apoteósico, ávidos como estaban, después de tanto ayuno espiritual, de contar con un pastor que los guiase. Colgaduras en las fachadas, palmas, cohetes e incluso palomas mensajeras, traídas de no se sabía dónde. Y, por supuesto, el profesor Civil y su mujer, en el balcón. Y la viuda de don Pedro Oriol en el suyo. Y, en el suyo, frente al Café Neutral -que ahora se llamaba Café Nacional- la familia Alvear… ¡Oh, cómo gritó, cómo se desgargantó Carmen Elgazu al ver aparecer en la Rambla el coche descapotado del señor obispo! "¡Viva el señor obispo…!". "¡Viva el ilustrísimo y reverendísimo señor obispo…!". "¡Viva Franco! ¡Arriba España!". Matías Alvear, a su lado, intentaba calmarla y le decía, sonriendo: "Pero, mujer, ¿crees que su Excelencia Reverendísima va a oírte?".

El prelado siguió su marcha por la calle de las Ballesterías y se dirigió a San Félix, en cuya iglesia, limpia ya de chatarra y basura, penetró para implorar el auxilio del patrón de la ciudad, San Narciso, cuyas reliquias habían sido profanadas. Luego se dirigió a la Catedral, abarrotada como el día de la entrada de las tropas, y allí, rodeado de todas las autoridades, inició, como era de rigor, el canto del Te Deum, canto que fue coreado por la multitud. Finalmente, siempre acompañado por mosén Alberto, que había ido a esperarlo al término de la diócesis y que se había constituido en su lazarillo, dirigióse a tomar posesión del Palacio Episcopal, cuyos enormes salones vacíos recorrió a buen paso comentando: "¡Dios mío, cuánto costará reorganizar todo esto! ¡Cuánto costará…!". Hasta que, de pronto, en una de las habitaciones, la que había de ser su dormitorio, se detuvo vivamente impresionado, pues en la desnuda pared mosén Alberto había colgado un retrato del obispo predecesor, aquel que murió mártir en el cementerio, a mano de un grupo de milicianos capitaneados por Merche, la hija del Responsable. El nuevo obispo se arrodilló ante el retrato y rezó fervorosamente para que el cielo bendijese su labor.

El doctor don Gregorio Lascasas, esforzado pastor de la grey gerundense, desplegó desde el primer momento tal actividad que su figura, alta y ascética, con un mirar iluminado que contrastaba con su complexión atlética y con sus heredadas manos de campesino, se hizo muy pronto popular. Su tarea era, desde luego, tan ingente que concederse un minuto de descanso le hubiera parecido un pecado. Por suerte, a sus sesenta años cumplidos se sentía fuerte como un roble, excepto cierta propensión a resfriarse, sin apenas resabio de las dolencias que lo aquejaron en la juventud.

Cuantos los rodeaban se dieron cuenta en seguida de que el nuevo obispo era hombre metódico, tenaz y amante de las fichas y de las estadísticas. Oír las expresiones "más o menos", "aproximadamente", y, sobre todo, "es de suponer", lo ponía nerviosísimo. Mosén Iguacen, su familiar, se las vio y deseó para no verse sepultado por el alud de carpetas que en un santiamén invadieron el despacho de Secretaría y habitaciones contiguas, y el primer mueble que ingresó en el Palacio Episcopal fue un monumental archivador metálico que llegaba casi al techo. "A eso lo llamo yo un mueble práctico -comentó el doctor Gregorio Lascasas, probando una y otra vez los cajones correderos-. ¡Palabra que antes de un mes estará hasta el tope!".

El personal de Palacio fue elegido con tanto escrúpulo como el mueble archivador: una serie de monjas, algunas de las cuales habían ya servido al obispo anterior y que fueron seleccionadas con extremo cuidado por mosén Alberto. El doctor Gregorio Lascasas impresionó tanto a las monjas que cuando lo veían pasar iniciaban una genuflexión… "Por Dios, hermanas, nada de eso… ¡Hay otras cosas más urgentes que hacer!".

Tareas urgentes… La principal, encauzar debidamente la vida espiritual de las almas que le habían sido confiadas, almas que a lo largo de casi tres años no habrían vivido otro clima que el del ateísmo, sin poderle oponer siquiera, salvo en casos excepcionales, la insustituible gracia de los sacramentos.

Ahora bien ¿por dónde empezar? La mayoría de sacerdotes y religiosos de la diócesis habían sido sacrificados, y destruidos casi todos los templos. ¡Ni siquiera podría contar, de momento, con el Seminario, convertido en cárcel! El nuevo obispo, pensando en esto, se dirigía a los ventanales que daban a la Plaza de los Apóstoles y se quedaba plantado allí, respirando hondo. Lo estimulaba ver erguirse desde su base el campanario de la Catedral. Aquella flecha pétrea apuntaba al cielo y era símbolo de eternidad. "Las puertas del infierno no prevalecerán…" Pero ¿y mientras tanto?

Falta de "operarios para la viña del Señor"… Ésa iba a ser la más dolorosa dificultad. El prelado aragonés debería arreglárselas con los supervivientes, por fortuna más numerosos de lo que en principio se sospechó, y asignar a cada uno la misión más conveniente, de acuerdo con su estado de salud -¡qué aspecto tenían, Virgen Santa, la mayoría de ellos!- y con sus aptitudes. Algunos sacerdotes deberían ocuparse, en el campo, de varias parroquias a un tiempo y en los conventos, sobre todo en los dedicados a la enseñanza, resultaría imposible completar la plantilla. En cuanto a las nuevas vocaciones, si es que llegaban -mosén Iguacen afirmaba que sí, que llegarían, en virtud de la llamada de la Gracia, presente siempre después de las persecuciones-, tardarían años en formarse y convertirse en sacerdotes. "Eso es lo malo -decía el señor obispo-. Una boda puede arreglarse en quince días. ¡Pero formar un ministro de Dios!".

– ¡Ah, si tuviera la suerte de que los jesuítas volvieran a Gerona! Significarían para mí una ayuda inapreciable… San Ignacio los marcó con el signo de la eficacia.

Segunda dificultad: la reconstrucción de los templos. El doctor Gregorio Lascasas fue informado de que podría utilizar para ello a determinado número de prisioneros, pues los había que querían redimir, de acuerdo con la ley, sus penas por el trabajo. ¡Buena noticia! Sin embargo, la tarea sería también lenta y costosa. El doctor Gregorio Lascasas lo comprobó con sus propios ojos, al recorrer una por una las iglesias de la capital y las de los pueblos vecinos, ante cuyo aspecto tuvo que esforzarse para contener las lágrimas. Los muros aparecían ennegrecidos por los incendios, faltaban los confesonarios y los púlpitos, algunas sirvieron de garajes, ¡o de cuadras!, y nunca faltaba en cualquier rincón un brazo del Niño Jesús, un tronco de la Dolorosa con las espadas clavadas, o los restos del Sagrario…

– Dios mío, Dios mío… ¿Por qué todo esto?

Mosén Alberto, al oír esta frase se estremeció, por cuanto también él se había formulado mil veces la misma pregunta.

El doctor Gregorio Lascasas, que pareció adivinar la reflexión de mosén Alberto, comentó:

– Necesitaré la ayuda del Estado y, por supuesto, la cooperación de los fieles. Tal vez Zaragoza me eche una mano.

Bueno, eso lo dijo sin demasiada convicción. Zaragoza había sido siempre "nacional" y era difícil que allí se hicieran cargo de lo que fue realmente la zona 'roja'. Él mismo se había llevado la mayor sorpresa, pese a haber leído innumerables descripciones de lo que en ésta había ocurrido.

La gran ventaja del nuevo obispo, doctor Gregorio Lascasas, era su indiscutible sinceridad. Su alma era fuerte como una roca, sin fisuras. Todos sus actos, todos sus pensamientos y todas sus palabras respondían a un sistema de creencias que parecía haber madurado, como algunos metales y como algunos líquenes, a través de siglos. Pero es que, además, no se limitaba a ser un realizador. Era también hombre de oración. "Al modo como el sarmiento no puede de suyo producir si no está unido con la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo". Era, además, hombre de penitencia. "Velad, pues, vosotros, ya que no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor". A diario se imponía sacrificios, sobre todo contra su tendencia a la cólera y a la gula, y el primer decreto que pensaba firmar se referiría a la obligación de guardar ayuno y abstinencia en todos los hoteles y fondas de la diócesis en los días de vigilia. Por añadidura, y completando el cuadro, era hombre de estudio… De hecho, hubo un tiempo en que el santo varón aragonés prefirió el silencio abisal de la Teología a enfrentarse directamente con las almas. Pero tuvo que renunciar. No obstante, ahora, acorde con su estado de ánimo, se prometió a sí mismo profundizar todos los días, por espacio de diez minutos lo menos, en el libro de los Salmos, que era su preferido. En él había encontrado siempre el consuelo necesario y seguro que encontraría también la necesaria fortaleza. "Porque tú, Señor, bendecirás al justo; con tu benevolencia, como escudo, le rodearás".

El doctor Gregorio Lascasas, ante el torbellino de responsabilidades que le había caído encima, se acordó del sempiterno consejo que le diera el anciano canónigo que, en Zaragoza, fue durante años su director espiritual: "Nada se consigue sin amor. La gente está sedienta de amor. El amor lo puede todo. Si no amas, todo se volverá en contra tuya. Repite sin descanso: debes amar".

He ahí el dilema. ¿Valía este consejo para la ocasión? Por que, en el libro de los Salmos podía leerse: "No eres tú Dios a quien agrade la maldad". "Aborreces a todos los que perpetúan crímenes, destruyes a todos los que hablan mentira".

La desventaja del doctor Gregorio Lascasas era ésta. A semejanza del general Sánchez Bravo, creía que sin castigo, sin disciplina y obediencia ciegas, todo se derrumbaba en la sociedad y en el interior de cada individuo y que no se conseguía progresar. Frase suya era: "en los asuntos de Dios no caben componendas".

¿Qué hacer? ¿Cómo actuar para equilibrar la balanza? ¿Debía permitir espectáculos insanos, bailes, el impudor en las playas, la inmodestia en el vestir? ¿Debía permitir las blasfemias? Seguro que no… ¿Debía permitir, en las bibliotecas, en los periódicos, en los discursos, escarceos volterianos? Seguro que no. Antes que todo, sumisión a la Santa Madre Iglesia. Los dogmas eran los dogmas, y el paso de un huracán no podía haber hecho mella en las verdades inmutables predicadas por Cristo. ¡Cabía la posibilidad de que lo tacharan de intransigente! Bien, estaba acostumbrado… En Zaragoza le habían dicho en varias ocasiones, con cierta sorna, que su mentalidad apostólica era más la de Pedro que la de Pablo o la de Juan. Bueno, ¿y qué? ¿A quién entregó Cristo las llaves? Se las entregó a Pedro y fue éste el primer apóstol al que lavó los pies. Por otra parte, no podía olvidar que Gerona estaba muy cerca de Francia… La diócesis entera era tierra de misión.

Así, pues, la conclusión caía por su peso. Amaría a las personas, pero perseguiría al pecado. Y desencadenaría una propaganda masiva en favor de la religión, movilizando para ello todos los medios a su alcance: la radio, las procesiones, los Círculos de Estudios. La religión en los hogares, en las escuelas, ¡en la calle! ¿Por qué no? ¿No había sido éste el sistema empleado por el enemigo? Y la salvación del mundo ¿no estaba en su cristianización? Los partidarios de recluir la Iglesia a las sacristías eran, o bien fariseos, o bien tontos de capirote.

– Mosén Alberto, ¿qué opina usted de los Ejercicios Espirituales?

– Una inspiración divina… Lo menos una vez al año, el retiro es conveniente para todos.

– ¿Y de la Santa Misión?

– La experiencia demuestra que, si los predicadores son buenos, una Santa Misión es una lluvia de gracia para los feligreses. Y que al final, se producen muchas conversiones…

El doctor Gregorio Lascasas, al oír esto, tuvo un acceso de tos. Siempre le ocurría eso cuando comprobaba que sus planes de trabajo merecían la aprobación de los demás.

– Muchas gracias, mosén Alberto.

Un mes después de la triunfal entrada del doctor Gregorio Lascasas en la diócesis gerundense, todo andaba sobre ruedas. Los fieles respetaban a su pastor, aun cuando su cayado fuera nervudo.

– Es un santo varón. No permite el menor halago…

– Parece ser que lleva cilicio…

– Dicen que no come apenas…

– ¡Eso no lo creo! Quien no come es mosén Iguacen. No hay más que verlos a los dos.

El Palacio Episcopal fue restaurado con prontitud. La instalación eléctrica funcionaba de maravilla. Las monjas habían renunciado a la genuflexión… El archivo metálico estaba, en efecto, lleno hasta los topes y una de las carpetas, de los expedientes, que había en él, se refería a César Alvear…

De pronto, El Tradicionalista publicó una noticia que provocó en el señor obispo una crisis de alegría: los católicos alemanes preparaban el envío a España, con destino a la zona que fue 'roja', de una enorme cantidad de objetos para el culto: cálices, copones, casullas…

El doctor Gregorio Lascasas, colocándose con gracia el solideo, exclamó:

– ¡Bendito sea Dios!

El más alto representante del Partido en Gerona fue, como era de suponer, Mateo. El muchacho se tenía el puesto merecido, habida cuenta de que había fundado, el año 1933, en circunstancias más que adversas, la primera célula en la ciudad. Por otro lado, sus contactos personales, a lo largo de la guerra, con los camaradas Núñez Maza, Salazar y otras jerarquías -al parecer, muchos falangistas de los que defendieron el Alto del León tendrían ahora, en Madrid, mando nacional- lo capacitaba como a nadie para desempeñar sin desvíos su misión, que en resumidas cuentas no era otra que "devolverle al hombre español el orgullo de serlo".

Mateo Santos recibió, pues, el nombramiento de Jefe Provincial de FET y de las JONS y al propio tiempo, a petición propia, y puesto que concedía la máxima importancia a la formación política de las nuevas generaciones, el Jefe Provincial de las Organizaciones Juveniles. "Quiero controlar -había dicho- no sólo a los falangistas ya formados, sino a los hijos que de éstos nazcan". Mateo, pese a no haber obtenido todavía el licenciamiento militar, por lo que la estrella de alférez provisional seguía reluciendo en su pecho, consiguió ser reclamado y, por tanto, a fines de mayo había tomado ya posesión de ambos cargos.

El problema que suponía encontrar el local adecuado para las instalaciones del Partido, tuvo también feliz arreglo: el caserón palaciego de Jorge de Batlle, el caserón de las dos armaduras en la entrada, en el que durante tanto tiempo habían vivido el Responsable y los suyos. Jorge de Batlle, huérfano y combatiente en Aviación, comprendió desde el primer momento que ya nunca podría habitar aquella mansión en la que cayeron asesinados sus padres y todos sus hermanos, y la cedió a Mateo, quien la amuebló con muebles requisados aquí y allá. Por deseo expreso, por capricho personal, Mateo quiso que la mesa de su despacho fuese precisamente la que había utilizado el ex jefe socialista, Antonio Casal. Mateo afirmaba repetidamente que la Falange demostraría que se podían implantar las irreversibles conquistas del socialismo sin necesidad de armar al pueblo, ni de sacrificarlo todo a los esquemas económicos, ni de negar que el gallo cantó tres veces.

El programa de Mateo era amplio y lo era en direcciones múltiples. En primer lugar, debía organizar las jefaturas locales, constituir una red coherente. El empeño sería ingrato y, en parte, irrealizable, pues era evidente que no existía un hombre idóneo, un falangista cabal, para cada uno de los pueblos de la provincia. Había en ésta pueblos cuyos habitantes no tenían todavía idea de que los puntos de Falange fueran veintiséis y de lo que significaba el color azul. Al respecto no olvidaría nunca lo que ocurrió en Darnius, localidad próxima a Figueras, el día de la liberación. Los darniuenses se concentraron en la plaza y al oír el Cara al Sol que, extendido el brazo, cantaban los 'nacionales' desde el balcón del Ayuntamiento, supusieron que se trataba de alguna canción regional singularmente bienquista por los soldados, por lo que al término de ella aplaudieron y gritaron: "¡Que se repita! ¡Que se repita!".

Luego, Mateo debía atacar. Deshacer muchos prejuicios y edificar un bloque social operante, dinámico, cimentado principalmente en los Sindicatos. Los Sindicatos debían ser la obra básica, vertical, de su quehacer, que, como tantas veces había repetido -como le dijera años antes a Ignacio en sus diálogos bajo los soportales de la Rambla-, uniera en una labor común a empresarios, técnicos y obreros. "Costará mucho meter esta idea en la cabeza de las gentes -decía Mateo-, porque están acostumbradas a admitir corno un hecho insoslayable la lucha de clases. Pero con el tiempo comprenderán…"

Además, Mateo debía defenderse… La verdad es que el muchacho -Pilar se dio cuenta de ello en seguida- se había vuelto objetivo en extremo y no se dejaba embaucar ni por sí mismo. En consecuencia, abrigaba serios temores de que, si la Falange no estaba alerta, fracasara en su anhelo y, pese a sus flechas y a su entusiasmo, se apoderaran de la victoria los banqueros y los terratenientes. Mateo, hablando con Marta, quien compartía sus recelos, le había dicho: "Los capitalistas han sufrido mucho con la guerra y es lógico que quieran desquitarse. En Andalucía, en Ciudad Real y otros lugares están ocurriendo cosas que no me gustan ni tanto así. Debemos montar la guardia y vigilar, lo mismo que al preparar el Alzamiento vigilábamos a los militares sospechosos".

Al margen de estos y otros obstáculos, que de alguna forma se solucionarían, Mateo vivía con plenitud los comienzos de la posguerra. Su padre, don Emilio Santos, le decía a veces: "Hijo, me da la impresión de que has crecido". No había tal. Era el pisar fuerte de Mateo y la manera peculiar, victoriosa, con que el muchacho erguía la cabeza. Era su cabellera casi mosqueteril, negrísima y rizada a fuerza de enredársele en las alambradas enemigas. Lo que sí se le había transformado a Mateo -Pilar, ¡cómo no!, se dio también cuenta de ello- era el modo de mirar. Antes sus ojos eran exclusivamente negros. Ahora, como si se hubieran cansado de muerte, tenían irisaciones verdes. Mateo no quería oír hablar de "majaderías de ese tipo", pero las irisaciones verdes de sus ojos eran una realidad. "Son bonitos -le decía Pilar-. Pero a veces me dan un poco de miedo". Mateo le replicaba: "No te apures, pequeña. Los hombres, al llegar de la guerra, dan siempre un poco de miedo".

El piso de Mateo en la plaza de la Estación, el piso del que se incautara, en tiempos, el trotskista Murillo, había sido reamueblado con severidad, pero pintado con colores alegres. La habitación que Mateo remozó con más cariño fue aquella en que, cuando su llegada a Gerona, celebró las primeras reuniones clandestinas: el despacho. El despacho presidido por el retrato de José Antonio, que éste le dedicó en 1933 -retrato que Julio García le robó con ocasión del famoso interrogatorio en Comisaría- y por el pájaro disecado. Mateo colgó un retrato idéntico, aunque sin dedicatoria, consiguió otro pájaro, de pico un tanto más largo, y abarrotó la librería con un lote de volúmenes que requisara en Teruel y que Miguel Rosselló, en uno de los viajes que realizó con su camión, le trajo a domicilio.

El sosiego en este piso hubiera sido absoluto a no ser porque la nueva criada, Trini de nombre, sustituía de aquella Orencia que por cien pesetas denunciaba a un cura, se pasaba el día cantando folklore andaluz. Y, sobre todo, a no ser porque la desaparición del hermano de Mateo, en Cartagena, se había confirmado definitivamente, y porque don Emilio Santos estaba muy delicado de salud, de resultas de su estancia en la checa de Barcelona. Aparte la hinchazón de las piernas, tan enormes que parecían polainas, don Emilio Santos padecía una de las enfermedades características de la desnutrición, enfermedad llamada "mal de la rosa", con placas encarnadas en distintas zonas del cuerpo, cuya piel no soportaba los rayos solares. Además, las encías le sangraban y tenía espantosas diarreas.

Don Emilio Santos procuraba no complicarle la vida a Mateo.

– No te apures por mí -le decía, sentado en su sillón, con una manta sobre las rodillas-. Con que por las mañanas me acompañes en coche a la Tabacalera y por las tardes a casa de Matías, me basta. Tú a lo tuyo. Adelante con la Falange…

¡Adelante con la Falange! A Mateo le gustaba oír hablar así a su padre.

– Pilar… ¿puedo confiar en ti? ¿Me ayudarás?

– ¡Qué cosas tienes, tonto, más que tonto! ¿No ves que te quiero con toda mi alma?

El alto representante de la Autoridad Civil, con poderes y atribuciones tan amplios que Mateo, en broma, hablaba de "virreinato", lo fue en Gerona don Juan Antonio Dávila, montañés de origen. Don Juan Antonio Dávila, pisándole los talones al general Sánchez Bravo, llegó a la ciudad y tomó posesión del Gobierno Civil y al propio tiempo de la Jefatura de Fronteras. Hombre en plena madurez, de 44 años, perteneciente a la vieja guardia de las JONS, estuvo preso en Santander hasta que los 'nacionales' tomaron la capital, incorporándose luego a una Bandera de Falange y alcanzando, por méritos propios, el grado de capitán.

Don Juan Antonio Dávila era persona de mucho arrojo y entendimiento y se esperaba de él que realizase, desde el despacho que por espacio de tanto tiempo había ocupado el H… Julián Cervera, de la Logia Ovidio, una meritoria labor. Su máxima preocupación era mantener el orden público. En su primera alocución a los gerundenses dijo: "Mi obligación es velar para que la tranquilidad reine en las calles y en los hogares". También, naturalmente, cortaría de raíz cualquier conato de especulación. "Los tiempos en que el pez grande se comía al chico han terminado. El ideal del Movimiento es conseguir un reparto equitativo de la riqueza". Asimismo hizo saber a la población que dedicaría los mayores esfuerzos a solucionar el problema alimenticio. "Es preciso que el mercado esté abastecido, que a nadie le falte lo necesario. Hemos venido a traeros la norma, pero también el pan".

Don Juan Antonio Dávila, que vestía invariablemente camisa azul y boina roja -desde el primer momento fue ferviente partidario de la Unificación- tenía una facilidad de palabra comparable a la del Delegado Nacional de Prensa y Propaganda, camarada Núñez Mazas, pero sin el énfasis de éste. Por el contrario, hablaba en tono amistoso, coloquial, a la manera de ciertos diputados de la República que en los mítines soltaban sus discursos paseándose por el escenario. Poseía el arte de decir las cosas de forma sencilla y poética, sin renunciar a los golpes de efecto. Tenía una teoría: si una consigna era formulada con exceso de dramatismo, perdía la mitad de su poder. De ahí que en sus peroratas llamara a los muchachos de las Organizaciones Juveniles "los rapaces" y a las chicas de la Sección Femenina "esas guapas de azul". "Tengo el tórax tan ancho -le decía a Mateo, sonriendo, antes de empezar una alocución- que si me descuidara un poco me parecería a un tenor, que es el oficio que más hemos de detestar quienes hemos venido a gobernar a gente que ha sufrido".

La personalidad de Juan Antonio Dávila despertó pronto, en la ciudad y provincia, un incuestionable fervor. Todo el mundo hablaba de él.

– Es un tío espontáneo, franco, que dice las cosas por su nombre…

– Se le ven deseos de ayudar…

– ¿Sabéis lo que hizo ayer? Se presentó de improviso en Auxilio Social y se sentó a comer con las mujeres y los niños allí recogidos…

– Mientras no se le suban luego los humos a la cabeza…

Realista como Mateo, cuando sus interlocutores daban rodeos o se alargaban demasiado, les interrumpía con un ademán severo y les decía: "Por favor, que España tiene prisa…" Sus primeras decisiones fueron comentadas favorablemente. Para empezar, quiso ser llamado simplemente camarada Dávila. "Nada de tratamientos. Soy uno más entre vosotros". ¡Quiso que lo tutearan hasta los "flechas" y los conserjes! Seguidamente, anunció que su despacho estaría abierto para todo el mundo que le solicitara audiencia, sin distinción de matices sociales o políticos. Sólo exigía una cosa: lealtad. Que no le tendieran trampas ni intentaran jugar sucio, porque en ese caso se mostraría implacable, como si la guerra durase todavía.

Mateo, que era para él lo que mosén Alberto para el señor obispo, le advirtió:

– No sé si enfocas bien el asunto. Te expones a que te pierdan el respeto.

El Gobernador sonrió. Se tomaba la vida personal por el lado bueno.

– ¿Por qué me lo van a perder? Y si lo hacen, verán lo que les cae encima.

El camarada Dávila, que, como tantos otros falangistas, llevaba gafas negras y que tenía la costumbre de saborear caramelos de menta y de eucalipto -durante la guerra fumó demasiado, hasta que un día dijo: "basta"-, se ganó a los gerundenses con una facilidad que asombró al general, al notario Noguer, al Jefe de Policía, con el que había de colaborar estrechamente, y a todos los que estaban a su lado, entre los que destacaba el camarada Rosselló, al que nombró su secretario particular y su chófer, es decir, su hombre de confianza.

Su formación jurídica, de licenciado en Derecho, le confería rigor y precisión. El hecho de haber sido cuatro hermanos, "los cuatro Dávila", los que habían luchado en el frente, le confería autoridad moral. Su decidida admiración por el nacionalsocialismo alemán, que no ocultaba, era para muchos garantía de que se preocuparía de los problemas obreros. "No hay que olvidar -dijo en el acto de toma de posesión- que la revolución nazi, al igual que la revolución italiana, es de signo popular, se hace para el pueblo". Por último, tenía el don de la ubicuidad. De estatura mediana, cabeza grande y zancada larga, se levantaba temprano, a las siete de la mañana, tomaba una ducha fría, se desayunaba fuerte ¡y a trabajar hasta las tantas! Bajaba la escalera corriendo, pues sabía que lo esperaban en Figueras, en su calidad de Jefe de Fronteras, ya que muchos exiliados empezaban a repatriarse; que lo esperaban en el Servicio de Recuperación, en cuyos almacenes iban amontonándose cachivaches de todas clases, prestos a ser devueltos a quien acreditara ser su dueño; que lo esperaban en la Rambla, donde algunos comerciantes acaparaban el aceite, el azúcar, el jabón y otros artículos de primera necesidad y en cuyos bares se servía al público café que no sabía a café.

– No hagáis eso. Os lo aconsejo. Os lo advertí nada más llegar. Debemos colaborar todos a hacernos la vida agradable.

El camarada Dávila estaba convencido de que el error capital que cometieron los rojos fue ése: no asegurar el abastecimiento de la población. "Ello contribuyó a que perdieran la guerra; y si nosotros descuidáramos este capítulo, perderíamos la paz".

Al camarada Rosselló, que en el SIFNE había aprendido a leer los pensamientos que hervían debajo de la piel, le pareció adivinar en el Gobernador Civil, en el camarada Dávila, cierta desconfianza hacia la masa que había de gobernar. Vale decir que las sospechas del camarada Rosselló eran fundadas… El camarada Dávila había llegado a una conclusión: el hombre español se había atiborrado durante siglos de teorías de toda suerte y se había mostrado incapaz de digerirlas. En consecuencia, le convenía una cura de reposo mental. Unos cuantos que pensaran por todos, y eso bastaba. Y ello había de durar cinco, diez, quince años… Hasta que la desintoxicación fuera palpable. Hasta que hubiera pruebas de que el engranaje cívico empezaba a funcionar por sí solo y de que la gente, encarrilada, no operaba ya con espíritu de fragmento -como había hecho al votar en las urnas o al dirigirse, con extraños casquetes, al frente de Aragón-, sino pensando con menos envidia en los demás. La labor era sutil y entrañaba serios peligros, entre los que no era el menor el de la monotonía; pero no había otra salida. En consecuencia, la censura de Prensa, de cualquier espectáculo o noticia, de la radio, sería rígida para evitar la dispersión.

– Amigo Rosselló, ¿qué opinas de mi plan de trabajo? Anda, di lo que pienses…

Miguel Rosselló, a quien precisamente intimidaban las personas que se expresaban con naturalidad, contestó:

– No sé qué decir, la verdad… ¡Te veo tan seguro!

– ¡Claro que estoy seguro! Lo que la gente quiere son hechos, realidades. La gente quiere carreteras, buenos trenes, embalses. Si les damos eso, todos contentos.

Miguel Rosselló hizo un gesto que significaba: "¿Eso y nada más?". El Gobernador le correspondió con un ademán expresivo.

– ¡Por favor, utiliza un poco la inteligencia que Dios te dio!

Hay que ofrecerles también diversiones. Mucho cine y campos de deportes. Y conseguir que hagan muchas romerías a las ermitas de la comarca. Aunque de eso se encargará debidamente, ¡no cabe la menor duda!, el doctor Gregorio Lascasas.

El camarada Dávila, de quien el alemán Schubert hubiera dicho, por supuesto, que era "un dirigente nato", comprendió muy pronto que necesitaba un buen equipo de colaboradores. Al tiempo que hablaba con las personas las estudiaba a fondo, fijándose de un modo especial en sus tics y en el léxico que empleaban. Por fin se decidió a efectuar los primeros nombramientos. Al padre de Mateo, don Emilio Santos, en gracia a su dolorosa biografía, lo nombró Delegado Provincial de Ex Cautivos. A Jorge de Batlle, en gracia a su orfandad, lo nombró Delegado Provincial de Ex Combatientes. Al profesor Civil lo nombró Delegado de Auxilio Social, pues necesitaba para este cargo, en el que se manejaba dinero abundante, una persona honrada a toda prueba. ¡Un puesto importante por cubrir!: el de alcalde. Después de pensarlo mucho se decidió por 'La Voz de Alerta', en sustitución del notario Noguer, quien parecía un poco fatigado. "Al notario Noguer le asignaremos la presidencia de la Diputación, lo que le permitirá, sin menoscabar los intereses de nadie, levantarse un poco tarde". A 'La Voz de Alerta' lo confirmó además en su cargo de director del periódico local, aunque éste, en vez de llamarse El Tradicionalista, que sonaba arcaico, se llamaría, jubilosamente, Amanecer.

De momento, ello bastaba. Más tarde, cuando conociera de punta a cabo la provincia, nombraría los alcaldes de los pueblos y los titulares de otros Servicios. Por desgracia, muchos de estos últimos llegarían directamente designados desde Madrid, lo que no le hacía ni pizca de gracia. "Es arriesgado que un señor de Soria o de Jaén venga aquí y quiera imponer su mentalidad".

– Pero ¡tú eres de Santander! -le objetó Miguel Rosselló.

– ¡Ah, pero existe un dato a mi favor! En mi árbol genealógico hay ramificaciones catalanas. Tal vez por eso desde el primer momento me he sentido en Gerona como en mi propia casa.

Era cierto. El Gobernador, apenas hubo pisado la ciudad y realizado un par de excursiones por los alrededores, comentó: "No me importaría quedarme aquí unos cuantos años". Es decir, lo contrario de lo que le ocurriera al general Sánchez Bravo. Por otra parte, le gustaba que la provincia fuera fronteriza, pues el asunto de los exiliados le interesaba sobremanera. Y le gustaba también que el mar que bañaba la región fuera el Mediterráneo, en cuyas orillas, según él se había fraguado gran Parte del patrimonio cultural de Occidente.

Las perspectivas eran, pues, halagüeñas. Un hecho lo preocupaba: la reacción de su esposa, María del Mar. Su esposa, santanderina como él, tenía cuarenta años y era muy elegante, con unos ojos azules que se habían ganado por derecho propio un lugar preferente en el corazón del Gobernador. Además, la mujer le había dado dos hijos: Pablito, que acababa de cumplir 29 los quince años, y Cristina, que iba por los trece. Dos hijos que eran, cada cual a su modo, un primor. Pues bien, María del Mar, al término de la guerra, le dio la gran sorpresa: se entristeció. Le confesó llanamente que no le gustaba que él se dedicara a la política. "Hemos pasado tres años sin vernos apenas. ¡Yo confiaba en que ahora podríamos llevar una vida tranquila, familiar!".

El camarada Dávila hizo cuanto pudo para convencerla de que el deber era el deber y de que ambas cosas iban a ser compatibles; María del Mar no lo creyó así.

– Me iré contigo a Gerona porque soy tu mujer. Pero conste que yo hubiera preferido quedarnos en Santander y que tú reabrieras tu bufete.

Aquellas palabras eran extrañas, habida cuenta de que María del Mar sentía por la Causa "nacional" tanto entusiasmo como el propio Gobernador. Pero ahí estaban, como espinas diminutas.

– ¿Entonces vamos a tener lágrimas un día sí y otro también?

María del Mar se enfadó.

– Nada de eso. Conozco mi obligación y procuraré adaptarme.

El Gobernador se tranquilizó… a medias. Quería mucho a su esposa. Se casó con ella en la capital montañesa, en 1922, y desde entonces no conoció otra mujer. Y muchas veces, encontrándose en el frente, le había ocurrido que al recordarla había sentido ganas de desertar y de correr a su lado para abrazarla y decirle simplemente: "te quiero". ¿Qué ocurriría ahora? ¿Conseguiría ella su propósito, el propósito de adaptarse?

No era seguro. Por de pronto, la súbita tristeza de María del Mar se le había acentuado al llegar a Gerona. La ciudad le pareció desangelada, húmeda y ni siquiera el río Oñar, al que iban a parar los vertederos de las fábricas, le sugirió nada poético. Claro que podían influir en ellos muchos factores: el cansancio de la guerra, la separación de la familia… Pero tal vez la explicación radicara en cierta cobardía temperamental que sufría la mujer y que en los últimos tiempos se le había ido agravando. Sí, María del Mar vivió siempre sometida a fobias inexplicables. Por ejemplo, la asustaba el viento. Cuando soplaba el viento se excitaba lo indecible y si era de noche se apretujaba contra el cuerpo de su marido en busca de protección. ¡Ay, la tramontana de Gerona! "¿Te das cuenta, Juan Antonio? ¡Ese viento es horrible!".

A mayor abundamiento, el caserón del Gobierno Civil en que les tocó vivir le desagradó profundamente. La vivienda estaba situada en el tercer piso y era en verdad poco confortable. Claro que el Gobernador dio orden de acondicionarla como era menester; pero, así y todo… ¡aquellos techos tan altos!, ¡aquellos ventanales!

– Pero, mujer… Sé razonable, te lo ruego. Arregla esto a tu gusto. Elige los muebles. Pon lo que quieras. Vamos a instalar calefacción…

Nada que hacer. María del Mar asentía, pero aquella vivienda no podría agradarle nunca, entre otros motivos porque la mujer detestaba el polvo y allí no habría manera de luchar contra él.

– María del Mar, está en nuestras manos ser felices o desgraciados. ¡Parece mentira que la misión que me han asignado no te haga sentirte orgullosa! ¿No has visto la Dehesa? Pronto los árboles empezarán a florecer. Y dentro de un par de meses podrás irte a la playa, con los chicos…

Los chicos… Por el momento, constituían el único consuelo de la esposa del camarada Dávila. No sólo porque Cristina y Pablito eran dos notas alegres dondequiera que se encontrasen, sino porque se dio la circunstancia de que a ambos les gustó Gerona. A Pablito, que tenía su mundo, le gustó por sus callejuelas y por su halo de misterio. "Pero, mamá, ¿no has visto el barrio antiguo? ¡Es una maravilla!". En cuanto a Cristina, le gustó porque la ciudad era pequeña. "¿No te das cuenta? Ya todo el mundo nos conoce. ¡Hasta nos saludan al pasar!". Cristina era de suyo vanidosilla y saberse "la hija del Gobernador" le bastaba para acariciarse con delectación las rubias trenzas.

María del Mar se esforzaba en ceder a los argumentos de sus hijos.

– Es verdad, hijos, es verdad… Soy una tonta, lo reconozco.

El Gobernador, vista la reacción de Pablito y Cristina, se mostró optimista. Confió en que, con su ayuda, María del Mar conseguiría superar la crisis y volvería a ser para él el gran consejero y la entrañable compañía que siempre fue.

– ¿Queréis ir conmigo mañana a Tossa de Mar? ¡Es un pueblo precioso! Y las barcas tienen nombre de mujer…

María del Mar, ¡por fin!, sonrió.

– ¡De acuerdo! -dijo-. ¿Qué vestido quieres que me ponga?

Al tiempo que luchaba con esa imprevista dificultad, el Gobernador consiguió resolver airosamente la siempre delicada tarea de conectar con aquellos a quienes había empezado a llamar sus colegas: el general y el obispo.

Su primera entrevista con el doctor Gregorio Lascasas resultó modélica y dejó las cosas bien sentadas. Tuvo lugar en el Palacio Episcopal. El camarada Dávila se presentó vistiendo el uniforme de gala de Falange. El obispo, por su parte, se enfundó su mejor sotana y abrillantó su pectoral y su anillo hasta conseguir que despidieran ascuas.

El acuerdo entre ambas jerarquías no tardó en llegar. En todo cuanto afectase a la Religión, el Gobernador Civil obedecería al obispo sin pedir explicaciones. En todo cuanto afectase a la Patria y a la vida de los ciudadanos, el obispo obedecería al Gobernador sin decir esta boca es mía.

– ¿Extendemos un documento? -propuso, sonriendo, el santo varón de Zaragoza.

– No creo en los documentos -sonrió a su vez el camarada Dávila.

Su primera entrevista con el general Sánchez Bravo tuvo otros matices. Se celebró en los cuarteles de Santo Domingo, y en el pecho de ambas autoridades relucían muchas medallas. El general invitó al Gobernador a una copita de Jerez y, después de evocar las circunstancias de la toma de Santander y de hacer grandes elogios de su asistente, Nebulosa, del que dijo "que durante la guerra se tomaba a chacota la metralla enemiga", habló de las dificultades que sin duda habría que vencer para evitar interferencias en las labores de mando en la provincia.

– Tengo entendido -dijo el general- que usted y el obispo han solventado sin pegas la cuestión. Pero ¿qué va a pasar conmigo? En época de paz, el uniforme militar suele parecer inútil…

El camarada Dávila, que sintió sobre sí la mirada fija del general, el cual había encendido, expectante, su pipa, se mojó con aire divertido el labio inferior y contestó en tono irónico:

– Bien sabe usted, mi general, que aquí el verdadero amo va a ser usted…

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