CAPÍTULO XLIII

Las alusiones del Gobernador y de Ignacio a las disposiciones tomadas últimamente por el señor obispo respondían a una realidad. Y es que también el doctor Gregorio Lascasas había efectuado un balance a raíz de la visita pastoral que giró por la diócesis y de los informes enviados por los párrocos, habiendo llegado a la conclusión de que, en cuestión de unos meses, a caballo del relajamiento que trajo consigo el verano y del "sálvese quien pueda" provocado por la inundación, el espíritu colectivo de piedad que caracterizó la inmediata posguerra y que tan de manifiesto se puso en la pasada Cuaresma había sufrido un colapso. No en vano San Pablo había repetido una y otra vez que lo difícil era perseverar.

De modo que, analizando las cosas, el señor obispo no hacia más que adoptar en su terreno una actitud similar a la que en el suyo había adoptado el Gobernador. ¿O acaso la disciplina cívica era más importante que la moral?

Lo malo es que… exageró, en opinión de muchos. En efecto, bien estaba organizar una "Semana de la Joven" y ocuparse de la decencia pública. Pero de eso a insultar con la palabra "compañeras" -réplica de la denominación dada por los 'rojos' a sus mujeres- a las novias o a las prometidas que permitieran que el varón las cogiera del talle o les pasara el brazo por encima del hombro… De eso a lanzar una tremenda diatriba contra la letra de las tonadillas en boga entre las muchachas de la Sección Femenina: El que tenga un amor que lo cuide, que lo cuide. La salud y la platita que no la tire, que no la tire. O aquella otra: Yo te daré… una cosa que yo sólo sé: ¡café!… Naturalmente, el señor obispo sabía muy bien que dichas tonadillas fueron cantadas por los soldados en el frente. "Ahora bien -se preguntaba-. ¿Qué significa este café y a qué viene esa alusión a la platita?".

Mosén Iguacen, que compartía minuto a minuto el estado espiritual y físico del doctor Gregorio Lascasas, estaba en el secreto de que en la reacción de éste habían influido varios factores. El primero, el espaldarazo que en esa línea había recibido nada menos que de la mismísima Subsecretaría de Gobernación, la cual dictó desde Madrid una orden que decía: "A partir de la fecha, en los cines deberá haber la iluminación justa para que la película pueda ser vista sin dificultad por los espectadores; pero la distribución de las luces o focos deberá ser tal que impida a las parejas cometer actos contrarios a la moral cristiana". Otro espaldarazo lo recibió precisamente del doctor Andújar. Cierto, el doctor Andújar organizó en Gerona, con la contagiosa sinceridad que imprimía a todas sus acciones, la Congregación de Caballeros del Pilar, los cuales, como primera manifestación, habían decidido peregrinar colectivamente a Zaragoza, a la Basílica de la Excelsa Patrona, al objeto de jurar ante los Evangelios su voluntad de defender las piadosas creencias en la Asunción y Mediación de María, antes de la declaración dogmática que a la sazón y sobre el particular se estaba estudiando en el Vaticano. "Que un hombre de ciencia como el doctor Andújar -dijo el señor obispo- haya tenido este rasgo no sólo demuestra una vez más que las grandes inteligencias hincan a menudo la rodilla ante la fe, sino que me obliga a velar para que su ejemplo cunda entre el resto de los fieles". Además, el señor obispo había sufrido, todo a la vez, una decepción, una grave advertencia para su salud y la pérdida de un entrañable amigo. Ello lo llevó a densificar su mundo religioso interior, sin medir en toda su amplitud que acaso la población no marchara a compás de lo que a él pudiera ocurrirle.

La decepción le provino a través de Amanecer. De pronto algunos pintores locales, entre los que figuraba Cefe, aquel que había querido exponer desnudos en la Biblioteca Municipal, publicaron anuncios pidiendo modelos. Todo el mundo sabía lo que una modelo significaba en el estudio de un pintor, y al señor obispo no se le escapaba que no estaba en su mano prohibir aquello. Ahora bien, se daba la circunstancia de que tales pintores eran los mismos a los que el doctor Gregorio Lascasas había encargado las pinturas murales de las iglesias que se habían reconstruido, lo que supuso para ellos un considerable beneficio. Tratábase, pues, de un flagrante acto de ingratitud, o de asepsia espiritual, que denotaba que los pinceles de aquellos hombres lo mismo servían para pintar en un altar la figura del Padre Eterno que para reproducir en el taller "carne pecadora".

La advertencia para su salud le llegó en forma de un tumor en la garganta, que de buenas a primeras tuvo la apariencia de maligno. Durante unos días el prelado vivió con la convicción de que iba a morir y su resignación edificó a cuantos lo rodeaban. Por suerte, el doctor Chaos pudo darle al final la buena noticia de que se trataba de una falsa alarma, que quedó radicalmente resuelta con unas sesiones de radioterapia.

Por último, la pérdida de un entrañable amigo: el cardenal Gomá. Falleció en Madrid el cardenal Gomá, Primado de España y gran defensor de la palabra Cruzada aplicada a la guerra civil. El doctor Gregorio Lascasas lo había tratado mucho y sentía veneración por él. Al igual que ocurriera en toda España, dispuso funerales solemnes y preces de toda suerte por el alma del que estaba siendo llamado Atleta derribado; pero el doctor Gregorio Lascasas quiso llegar a más para honrar su memoria. De ahí que intensificara su natural obstinación. De ahí que dispusiera que fueran leídos en el pulpito capítulos enteros de doctrina extraídos de la obra escrita del cardenal. Y no podía dudarse de que algunos de ellos daban pábulo a discusiones de toda índole, como por ejemplo aquel en que venía a decirse que únicamente la Iglesia Católica había tenido en realidad mártires, habida cuenta de que mártir significaba testigo y no podían admitirse otros testigos de Cristo que los católicos. "¿Y los misioneros protestantes, pues?", preguntó el señor Grote, quien en Canarias había tratado a gente nórdica. "¿Y los comunistas? ¿No son también mártires de "su" fe?", preguntó Marcos, ferviente admirador de cualquier acto de valentía. "¿Y los anarquistas que yo he visto marcharse pecho descubierto al frente?", preguntaba el solterón Galindo, en el Café Nacional. El doctor Gregorio Lascasas, siguiendo la línea doctrinal del cardenal Gomá, replicaba diciendo que los comunistas y los anarquistas actuaban guiados por el odio y que para ser mártir la condición indispensable era el amor. En cuanto a los militantes de religiones no católicas, en el mejor de los casos no eran sino víctimas de superstición… Entonces intervino Matías diciendo: "Pues yo entiendo que hay mártires de muchas clases y que nadie puede atribuirse la exclusiva. En mi opinión, un hombre que se tira al agua para salvar a otro y se ahoga es un mártir, lo mismo si es católico, que budista, que ateo. Y un hombre como el doctor Chaos, para citar el primero que se me ocurre, que quema su vida en el quirófano extirpando tumores de todas clases, es también un mártir".

En resumidas cuentas, pues, en aquellos meses de octubre y noviembre el estado de ánimo del señor obispo no sincronizó como era deseable con el de la población. Sólo obtuvo buena acogida popular, por tratarse de un detalle tierno, una de sus intervenciones: la de instalar y bendecir la gran campana de la Catedral, la antecesora de la cual había sido fundida por Cosme Vila para convertirla en metralla.

En efecto, cuando dicha campana sonó por primera vez se produjo como un repentino silencio en toda la ciudad y el barrio antiguo se hizo más augusto todavía. Entonces el doctor Gregorio Lascasas, asesorado por mosén Alberto, aprovechó para informar a todos los feligreses de que el nombre de campana procedía de la región italiana, Campania, donde en el siglo III San Paulino implantó su uso en la Cristiandad. No faltaron melómanos, como Alfonso Estrada, que discutieron áridamente sobre el sonido de dicha campana. Unos decían que no emitía, como era su obligación, la nota 'la', sino la nota 'do'. Pero los profanos no entendían de tamañas sutilezas y se sintieron satisfechos con la venerable adquisición.

Mosén Iguacen se dio cuenta de lo que ocurría y con todo el respeto debido le sugirió al prelado aragonés la posible conveniencia de compensar con algo más amplio la tibia acogida que habían obtenido sus normas de inflexibilidad. El doctor Gregorio Lascasas, influido quizá por el temor a la muerte que vivió los días en que el doctor Chaos le tratara la garganta, se acordó entonces de aquella visita que tiempo atrás le había hecho el padre Forteza suplicándole que interviniera en favor de los detenidos que Auditoría de Guerra juzgaba… Y se decidió, ¡por fin!, a hacer una gestión en tal sentido, solicitando en lo posible una mayor clemencia.

Nadie hubiera podido asegurar que el cambio que se operó en Auditoría se debiera precisamente a esta gestión del señor obispo. Tal vez el tiempo que iba pasando paliaba por sí solo, por inercia, la actitud del Tribunal. Pero lo cierto es que las sentencias empezaron a ser más benignas. Lo fueron hasta tal punto que mucha gente se tiraba de los pelos pensando en algún familiar juzgado un año antes. "Si lo hubieran juzgado ahora le habrían salido seis años menos…" "Ahora lo hubieran absuelto, sin más.

El señor obispo, estimulado, pidió incluso que se aceleraran los procesos incoados por el Tribunal de Responsabilidades Políticas, que funcionaba con torturante lentitud y que juzgaba incluso a los muertos, pues tratándose de confiscación parcial o total de bienes había que tener en cuenta a los herederos. El señor obispo consiguió una mayor rapidez, aunque no pudo evitar que, en medio de muchas absoluciones y devoluciones de bienes -igualmente inimaginables un año antes- varios propietarios de mayor y menor cuantía, que tuvieron algún cargo en período 'rojo', fueran desterrados de la Península, enviados a posesiones españoles de África por un período de tiempo más o menos largo. O que fueran inhabilitados a perpetuidad para ocupar puestos públicos.

Como fuere, esa intervención del doctor Gregorio Lascasas llegó a conocimiento de los ciudadanos. No todo el mundo la aplaudió y Paz, por ejemplo, comentó: "Eso… ¡antes!". Pero qué duda cabe que se granjeó con ello muchas simpatías y que no faltaron quienes, gracias a ello, le perdonaron de buen grado su detonante inexorabilidad en materia de "pudor y de recato"; aquella inexorabilidad que lo llevó a insertar en la Hoja Dominical -Hoja que Matías cuidó muy bien de enviar, camuflada en medio de varias revistas, a Julio García, a Nueva York- una antigua redondilla dedicada a las mujeres y que decía:

A cualquier hombre atrapa -una mujer que se empeña-, más que por lo que enseña, por lo que tapa.

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