El doctor Andújar, con toda su sabiduría a cuestas, con toda la autoridad moral que se había ganado entre los gerundenses, conseguía no sin apuros cubrir mensualmente el presupuesto familiar.
Trabajaba mucho en el Manicomio; pero en la consulta particular, muy poco. Las previsiones del doctor Chaos se habían cumplido: la gente no estaba preparada para conceder beligerancia a un psiquiatra. La gente admitía de buen grado cualquier tipo de diagnóstico -tuberculosis, hepatitis, reúma, falta de glóbulos rojos-, pero si se le hablaba del "mecanismo nervioso y emocional", se colocaba a la defensiva. Las palabras "angustia", "ansiedad", "descompensación", "psique", provocaban reacciones verdaderamente curiosas. "Doctor, ¿me quiere usted decir de qué me está hablando? Oiga. No creerá usted que estoy loco, ¿verdad?". Mateo, en cierta ocasión, le había dicho al doctor Andújar: "A mi entender la cosa está clara: es un problema de educación". "¡Toma! -había contestado el psiquiatra-. A eso le llamo yo descubrir el Mediterráneo…"
Todo ello era tanto más injusto cuanto que el doctor Andújar, pese a todo, había obtenido ya algunos éxitos. Por ejemplo había conseguido remontar el ánimo de la viuda de don Pedro Oriol. La viuda de don Pedro Oriol se había quedado tan patitiesa con la boda de 'La Voz de Alerta' -después que éste la había obsequiado a ella con infinidad de atenciones y con muchos ramos de flores- que creyó morir. El doctor Andújar acertó a consolarla, buscándole una ocupación, que en este caso fue el diseño de figurines. La viuda de don Pedro Oriol descubrió, gracias a un test exhaustivo a que la sometió el doctor Andújar, que tenía talento para ello, y ahora se pasaba el día modelando, modelando figurines…, ninguno de los cuales se parecía a 'La Voz de Alerta'.
Otro éxito: el alférez Montero, el que acompañaba a veces a Marta. El muchacho, que durante mucho tiempo había mandado los piquetes de ejecución con automatismo de subordinado, de pronto, en el cementerio, empezó a experimentar náuseas y luego, por las noches, a tener pesadillas. En cuestión de unas semanas cayó en una depresión profunda. Habló con el doctor Andújar y éste le dijo: "No tienes más remedio que darte de baja del Ejército y empezar una vida nueva, que borre poco a poco de tu subconsciente estas imágenes". El alférez lo obedeció. Y al verse vestido de paisano y al empezar a trabajar en algo completamente ajeno a Auditoría de Guerra y al cuartel -aficionado a la literatura, fue nombrado provisionalmente encargado de la Biblioteca Municipal-, volvió a sonreír como antes y a frecuentar el Casino y la casa de la Andaluza.
Otro éxito del doctor: Marta. Gracia Andújar fue quien cuidó de que la muchacha acudiera a la consulta de su padre. "Comulgar está bien, ¡no faltaba más! Pero necesitas también alguna medicina que te ayude. Y alguna orientación… concreta". El doctor Andújar le dio ambas cosas a Marta. Un tranquilizante que se evidenció muy eficaz -la muchacha notó que se insensibilizaba un poquito, que sufría menos- y al propio tiempo la convenció para que se sumergiera más que nunca en su trabajo de siempre, es decir, en su tarea en la Sección Femenina. "No ganarías nada acurrucándote en un rincón. Lo que necesitas es evadirte; y no hay mejor evasión que el trabajo. Por otra parte, ¡hay tanto que hacer! La Sección Femenina sin ti se vendría abajo. Y nadie te lo perdonaría. Ni el Gobernador, ni Mateo, ni mi hija Gracia, ni yo…"
El doctor Andújar, que descubrió en Marta hermosas cualidades, pero que intuyó que no era, por supuesto, la mujer idónea para Ignacio, con quien había coincidido en varias ocasiones, fue tan persuasivo que la muchacha sin darse cuenta se sorprendió tomándose otra vez en serio las consignas que María Victoria le enviaba desde Madrid… Estaba triste; pero esto era normal en ella, sobre todo desde que su padre murió.
Y con todo, el mayor triunfo del doctor Andújar, el único que trascendió con eficacia a la población, fue el obtenido con Jorge de Batlle.
Jorge de Batlle fue dado de alta por el doctor el día 18 de enero; exactamente el día en que, según Amanecer, habían sido identificados en Toledo los restos de Luis Moscardó, el hijo sacrificado por el héroe del Alcázar.
Jorge salió de allí con inhibiciones todavía… Con angustia todavía… Pero amando otra vez la vida; y amando, sobre todo, a Chelo Rosselló, que había sido su ángel tutelar y la demostración palpable del poder taumatúrgico de una alma capaz de compartir el dolor de otra alma.
Lo cierto es que Jorge de Batlle se pasaba el día cantando las alabanzas del doctor Andújar. "Es un sabio. Me ha convencido. ¡Quiero vivir! Y no denunciaré a nadie más, a nadie más… Y me casaré con Chelo en cuanto esté restablecido del todo y hayamos encontrado un piso que a ella le guste".
¡Jorge de Batlle jurando que no denunciaría a nadie más! Se habló de ello en las tertulias en las barberías de Raimundo y de Dámaso y en todas las demás. ¿Qué le había ocurrido? ¿En qué consistía eso del cardiazol? ¿De modo que una sustancia, una descarga líquida, podía convertir en mansedumbre la cólera? Así, pues, el doctor Chaos, en aquella disertación suya en que puso en entredicho la libertad del hombre y que tanto escándalo armó, no andaba del todo descaminado…
He ahí otro de los rompecabezas del doctor Andújar… La gente confundía los términos en seguida. Si él no curaba a los enfermos era un botarate, un pedante que usaba palabras raras y que gozaba preguntándole a uno "si había precedentes en la familia" o "si guardaba de la infancia algún recuerdo desagradable". Si los curaba, demostraba que eso del espíritu eran zarandajas y que lo que privaba era la bioquímica.
Gracia Andújar, su duende particular, lo animaba: "Podrías dar un ciclo de conferencias de divulgación. O charlas por la radio. ¿Por qué no lo intentas? ¿Quieres que me ocupe de eso?". El doctor se mostraba escéptico, mientras acariciaba el cabello de oro de su hija:
– A las conferencias no iría nadie. Sólo tú y la viuda de Oriol… En cuanto a la radio, la gente prefiere los seriales… y los discos dedicados.
El doctor Andújar sabía que existían en Gerona determinadas personas que hubieran podido colaborar con él eficazmente: los sacerdotes… Pero no encontró en ese terreno la menor facilidad. Su único "proveedor", como él lo llamaba, era el padre Forteza. Efectivamente, el jesuíta era el único religioso de la ciudad capaz de decirle a un penitente, en su celda o en el confesonario: "Voy a serle a usted franco. La absolución que yo pueda darle no va a resolverle a usted el problema. Necesitaríamos de la colaboración de un médico; por ejemplo, del doctor Andújar".
Fuera de él, nada que hacer. ¡Y es que el señor obispo, a quien el doctor Andújar, valiéndose del notario Noguer y de Agustín Lago, tanteó sobre el asunto, no se decidió a ponerse de su parte! El doctor Gregorio Lascasas, pese a la estima que sentía por el psiquiatra, arguyó que el problema era muy delicado y que un ministro de Dios, antes de decidirse a "abandonar una alma" poniéndola en manos de la ciencia médica, debía pensárselo tres veces. Citó incluso un texto de San Marcos: "Y les dio a los doce el poder de curar enfermedades…" Lo cual no fue óbice para que el señor obispo meditara sobre la cuestión. En primer lugar, porque ni por un instante podía suponer que en los deseos del doctor influyeran para nada afanes materialistas. Y en segundo lugar, porque la tesis del mismo, según la cual los sacerdotes debían saber distinguir entre un conflicto religioso o moral y un trastorno psíquico, era correcta y respondía a una realidad. Él mismo, el señor obispo, había sentido a menudo auténtica preocupación al comprobar que muchas monjas vivían histéricas cuando él se dignaba visitar su convento; o al advertir que abundaban los sacerdotes que, sin darse cuenta, del odio al pecado habían pasado a odiar al pecador, y otros cuya actitud ante el Mal era tan agresiva que se veían incapacitados para acceder al plano sublime de su misión, que era el Amor. En tales casos, era obvio que las conciencias de los fieles que a ellos se confiasen recibirían influencias nocivas…
No obstante, el señor obispo consideró imprudente intentar modificar la postura mental de los sacerdotes que llevaban ya años ejerciendo su ministerio. En cambio, admitió la posibilidad de iniciar esta labor en el Seminario, de preparar en esa línea a los sacerdotes del futuro…
La actitud del señor obispo, que implicaba aplazamiento sine die, causó contrariedad al doctor Andújar, ¡sobre todo porque en su opinión el primer necesitado de ayuda era el propio señor obispo! Ciertamente, ésta era la raíz de la cuestión y el motivo por el cual el doctor Andújar no se atrevió a enfrentarse directamente con el prelado. No quiso ponerlo en guardia ni ofenderlo. Pero tenía la certeza de que el doctor Gregorio Lascasas hubiera debido someterse a tratamiento. ¿Neurosis de angustia? ¿La agresividad que atribuía a otros? ¿Obsesión por la minuciosidad, por los archivadores metálicos, por el sexto mandamiento? No, no. Algo mucho peor que eso: soledad.
El señor obispo, según el doctor Andújar, padecía de soledad. Su temperamento autoritario lo aislaba patéticamente. Se salvaba por la acción, por el trabajo cotidiano y por su indesmayable empeño apostólico; pero el doctor Andújar había advertido en los ojos del prelado ráfagas de honda tristeza. En su opinión cometía un grave error; escasez de consejeros. Escuchaba a los canónigos, a determinadas personas, pero en el momento de tomar una decisión rompía con los demás y la tomaba desde su más estricta y personal intimidad. Quería cargar él solo con la cruz. Se había tomado demasiado a pecho su papel de pastor. De ahí sus exageraciones en su Campaña Moralizadora. Y su reiterada lectura del Apocalipsis. De ahí sus resfriados… Sí, el doctor Andújar creía a pies juntillas que los estornudos del señor obispo eran de origen psíquico.
"¡Si mosén Alberto quisiera echarme una mano!", pensaba el doctor Andújar. Porque mosén Alberto era el confesor del señor obispo. Lo fue desde el día en que éste entró en Gerona para tomar posesión de la diócesis. Pero mosén Alberto se interesaba más por la arqueología que por la neurología. A la sazón era feliz porque los miembros de la institución "Amigos de Ampurias", fundada en Barcelona, habían respaldado su antigua teoría según la cual el apóstol Santiago había desembarcado en aquel lugar para iniciar su predicación por España.
El doctor Andújar, que veía a menudo al doctor Chaos, puesto que éste, desde su drama veraniego, se había puesto en sus manos con la mejor voluntad, le dijo:
– Amigo Chaos, estoy desolado. He de admitir que tenías razón. Es muy difícil trabajar aquí. Tanto o más que en Santiago de Compostela. Sí, estoy con los que creen que la nueva campana de la Catedral emite un sonido demasiado grave.
El peor defecto del doctor Andújar era que hubiera deseado sanar al mundo entero. Y que su cerebro no descansaba apenas, pues al encontrarse delante de otras personas leía, sobre todo en los ojos y en los tics de cada cual, en su interior, lo que resultaba fatigoso. ¡Menos mal que tales personas le daban a menudo grandes sorpresas, especialmente con respecto a su evolución, a su conducta! Ahí estaban, para citar dos ejemplos recientes, los casos de Paz y de Manuel Alvear. Paz, a los ocho días de morir su madre, decidió no llevar luto más allá de un mes y se personó en la Agencia Gerunda encargándole a la Torre de Babel que le buscara un piso mejor y más céntrico. En cambio Manuel, mucho más incapaz de evacuar las cargas del espíritu, no había vuelto a abrir un libro en el Instituto y se paseaba como alma en pena por las inmensas salas del Museo Diocesano, deteniéndose de vez en cuando ante la calavera que le habían regalado a mosén Alberto.
Por fortuna, el doctor Andújar se conocía a sí mismo y acertaba, en mayor grado aún que el Gobernador, con el método necesario para mantenerse en forma, pictórico de facultades y para no afectarse en demasía. Escuchar canto gregoriano lo ayudaba mucho. Y además era optimista por naturaleza. Estaba convencido de que, pese a todo, pese a las dificultades y al sonido grave de la campana, los gerundenses acabarían por rendirse a su anhelo de servidumbre, lo que le permitiría educar debidamente a sus hijos y que éstos continuaran riéndose cuando la nuez le subía y le bajaba con irresistible comicidad.
– Doctor Chaos, cada día estoy más convencido de que el hombre, para alcanzar el equilibrio, necesita darse, darse a los demás. Dicho de otro modo, el hombre necesita compañía. Y conste que ahora no me refiero a ti, a tu problema… Hay que abrirse, hay que abrirse… Abrir el corazón, como en el quirófano abres tú la barriga de tus pacientes.
El doctor Chaos no podía menos de preguntarse con quién se abría el doctor Andújar, aparte de su hija Gracia. Porque no cabía imaginar que su amigo pudiera compartir con su mujer, con la inefable doña Elisa, sus inquietudes profesionales, ni confiarle sus parciales fracasos. Claro que el doctor Andújar le hubiera dado "su" respuesta. Sin duda le hubiera dicho que le bastaba con que su matrimonio lo presidiera el amor. En ese campo, ciertamente, no podía quejarse. Doña Elisa lo quería con los entresijos del alma, y era una madre perfecta en materia de dulzura y de solicitud. Con sólo entrar en la casa ello era palpable: los muebles siempre intactos, la ropa siempre limpia, flores en la sala de espera, los hijos hablando en voz baja y merendando cada domingo, todos juntos, tostadas y chocolate caliente.
– Sí, te comprendo, amigo Andújar. Pero hay gente que se abre a los demás y no por ello es equilibrada ni halla la necesaria compensación. Si tu teoría fuera verdadera, todos los charlatanes serían felices.
– Esa objeción no es digna de ti, querido Chaos. Abrirse no significa precisamente hablar. Bien sabes a lo que me refiero; a veces basta con apoyar la cabeza en un hombro querido para sentirse consolado. Se trata de entregarse por dentro. A veces es suficiente con mirar, y hasta simplemente con sentir que la otra persona está cerca.
Eso lo conseguía sobradamente el doctor Andújar. Quería a su mujer y a sus hijos con la naturalidad y la hondura con que las raíces quieren al árbol que crece. Era un convencido de que una familia numerosa, si no era producto de la miseria, de la promiscuidad y del hastío, era un don de Dios. Y también quería a sus enfermos. Y, más aún, a quienes, estando enfermos, no acudían a él porque su título de psiquiatra los asustaba y porque temían que les preguntase si guardaban de la infancia algún recuerdo desagradable.
Por otra parte, ¡era tan hermoso sacar a alguien del pozo negro! A Marta; a la viuda Oriol; al alférez Montero; a Jorge de Batlle…
Pero ¡por Dios! ¿Y el Manicomio…? ¿Y cuándo podría sacar del pozo -del pozo de la agresividad- al comisario Diéguez?