Manolo Fontana, teniente jurídico honorario a raíz de la guerra, no podía con su alma. Las tareas de represión o, como las llamaba 'La Voz de Alerta', de limpieza, proseguían en todas partes; en Gerona, con ritmo acelerado, pues los detenidos en el Seminario -de acuerdo con la apreciación de la Torre de Babel- sumaban una cifra enorme, suministrada en gran parte por los pueblos. Ello suponía que lo menos tres veces a la semana Manolo debía actuar de "defensor de oficio" y muy a menudo, al entrar en la Sala, no había tenido tiempo siquiera de abrir el sumario de turno. "¿Comprendes, Esther? -decía Manolo-. Sin conocer el sumario, ¿cómo puedo yo defender a esos hombres?".
Manolo Fontana era hijo del prestigioso abogado barcelonés José María Fontana Vergas, hombre ponderado, ecuánime, que amaba la buena administración de las leyes como doña Cecilia, ¡a esposa del general Sánchez Bravo, amaba los sombreros y los collares, y como mosén Falcó, el dinámico consiliario de Falange, amaba "la santa intransigencia".
El doctor Chaos, pues, aun sin ser psiquiatra de profesión, hubiera podido diagnosticar con facilidad lo que le ocurría a Manolo en Gerona, el porqué de su creciente inconformismo, de sus reiteradas protestas. Manolo había aprendido en el bufete Paterno el respeto a la legalidad jurídica y no conseguía adaptarse a los procedimientos empleados en Auditoría de Guerra. Ésa era la clave de la cuestión. Tales procedimientos diferían hasta tal extremo de los consejos que su padre le dio desde que empezó a estudiar Derecho, que cada día se sentía más incómodo vistiendo el uniforme. De talante deportivo y alegre -de ahí su barbita a lo Balbo, la flexibilidad de su léxico y su Pasión por los chistes y por la música de jazz-, veía agriarse Paulatinamente su carácter. Esther sufría por él. Y también los dos hijos del matrimonio, Jacinto, de siete años, y Clara de cinco. "Papá, ¿por qué no nos llevas a hombros como antes?". "Papá, ¿cuándo volverás a hacernos sesiones de títeres?". ¡Ah, todo resultaba inútil! Las quejas de Manolo se perdían en las aguas del Oñar. El mecanismo puesto en marcha era arrollador. Las leyes, encabezadas por la de Responsabilidades Políticas, pecaban de ambigüedad, puesto que hablaban de "oposición al Movimiento Nacional con actos concretos o pasividad grave"; del delito de haber pertenecido "a partidos o agrupaciones de análoga significación"; de "adhesión al Frente Popular por el solo hecho de serlo"; etcétera.
– ¿Te das cuenta, Esther? Pasividad grave, análoga significación, adhesión al Frente Popular… ¿Desde cuándo estos términos tienen valor legal? Se prestan a toda suerte de equívocos y de abusos.
Por si fuera poco, si los firmantes de las denuncias eran personas como 'La Voz de Alerta' o Jorge de Batlle, no debían siquiera hacer acto de presencia en la Sala: con su firma bastaba. De los interrogatorios previos se encargaba la brigadilla Diéguez, utilizando procedimientos poco amables. En cuanto al Tribunal, formado por militares -habitualmente, un teniente coronel y cuatro capitanes-, sus deliberaciones eran a menudo muy breves y sus veredictos acostumbraban a ser duros.
Lo malo era que Manolo Fontana no se limitaba a desahogarse con Esther. Como es sabido, expresaba en voz alta sus opiniones dondequiera que se encontrase. En vano sus amigos le advertían: "Por favor, Manolo, repórtate… Esto va a acarrearte algún disgusto". Nada que hacer. "Lo digo y lo sostengo. Luché como el primero. Por tanto, no me neguéis ahora el derecho al pataleo…"
Por fortuna, surgió una persona -Esther no se lo agradecería nunca lo bastante- que consiguió hacerlo entrar en razón, gracias a que se había ido ganando en buena lid una muy buena autoridad moral sobre él, como antaño se la ganara sobre Mateo e Ignacio: el profesor Civil. El profesor Civil, desde la cumbre de sus años y de sus canas, con la ventaja de que se conocía también el Código al dedillo, hizo el milagro de convencer a Manolo de que gastar la pólvora en salvas era, no sólo arriesgado, sino poco inteligente.
– Cuando no puedas más, cuando sientas necesidad de salir al balcón e improvisar un mitin, vente a casa y tomaremos juntos una copa de coñac.
El profesor Civil hablaba de este modo, primero porque la postura de su joven amigo le inspiraba respeto y segundo porque en su fuero interno sufría sustancialmente idéntica incomodidad. Además, el profesor se encontraba solo, con su esposa enferma, en la cama. Había perdido con la guerra a su hijo Benito, de Falange; y su otro hijo, Carlos, casado y con tres hijos pequeños, había encontrado en Barcelona un buen empleo en una inmobiliaria y se había trasladado allí. "Sí, hombre, ven a verme. Se me han llevado incluso a mis nietos. También yo necesito desahogarme…"
Manolo le hizo caso. ¡Cuántos diálogos sostuvo con el profesor Civil, los muebles de cuyo despacho -a excepción del piano- eran muy semejantes a los que el padre de Manolo tenía en su bufete de Barcelona!
Naturalmente, el profesor Civil, que en la cárcel había aprendido a dominar sus impulsos, procuraba no echar leña al fuego… Aun a sabiendas de que no había testigos, creía que su obligación era en última instancia calmar a Manolo y encauzarlo a pesar el pro y el contra de los hechos. Pero ocurría que los datos que Manolo aportaba eran con frecuencia tan rigurosos, que al profesor le costaba lo suyo mantenerse en su papel de catalizador.
– ¿Se imagina, mi querido profesor Civil, la cifra de detenidos que arrojarían todas las cárceles de España? ¿Y si pudiéramos llevar la cuenta de las sentencias diarias? En el campo de concentración de Albatera, en Alicante, hay veinte mil prisioneros… En el Norte, ¡quién sabe! Nosotros juzgamos aquí un promedio de treinta diarios: exceptuando los domingos, claro. Los domingos la Audiencia permanece cerrada, tal vez porque los jueces deben consagrar su jornada al Señor…
El profesor Civil, encorvado en su mesa, miraba a Manolo por encima de las gafas.
– De todos modos, Manolo, piensa que la guerra ha sido feroz y que en la zona roja la cosa era mucho peor. Por ejemplo, que yo sepa, en Gerona no funciona ninguna checa…
– ¡Pero la guerra ha terminado! ¿No cree usted que eso cambia las cosas? Además, ¿vamos a ponernos al nivel de los Tribunales rojos? El presidente aquí es un teniente coronel del Ejército, no un carterista del "Metro" o un delincuente común…
– Tienes razón, hijo… Pero se da la circunstancia de que a ese teniente coronel los anarquistas, como tú sabes, le mataron en Albacete a la mujer y a un hijo de tu edad. ¿Entonces?
– ¡Entonces habría que prohibirle que ejerciera! La justicia ha de ser neutral.
– ¡Huy, estimado Manolo! Eso es pedir peras al olmo. Eso funciona a base de escalafón, como en todas partes. Además, ¿qué ganarás protestando por ahí? Destrozarte los nervios, nada más. Desde que entraste por esa puerta no has parado de fumar un pitillo tras otro…
Manolo aplastaba 'ipso facto' la colilla en el cenicero.
– Compréndalo, profesor… Me encuentro solo en Auditoría. Mis compañeros "de oficio" no quieren complicaciones. Se limitan a levantarse y decir: "Pido para el acusado la máxima clemencia", sin aportar testigos a su favor ni atenuantes de ninguna clase.
– Te comprendo, Manolo. Pero no vayas a creer por eso que tu papel es el peor. ¿Conoces al alférez Montero?
– Sí, es amigo mío.
– Pues dile que te cuente… Cuando le toca mandar el piquete de ejecución, ha de acercarse luego a los fusilados y pegarles el tiro de gracia…
– Lo sé, profesor. Pero él no hace más que obedecer. Yo, en cambio, participo en los procesos y me siento responsable…
– ¿Por qué? Haces lo que puedes, ¿no?
– No lo sé…
– Me consta que has conseguido más de una absolución.
– Exactamente, dos.
– ¿Te parece poco?
– ¡Bah! Las sentencias son absolutamente arbitrarias. El mismo delito igual puede ser castigado con seis años que con doce años.
– Es muy natural.
– ¿Natural?
– Claro… La arbitrariedad forma parte del juego. Cuando se juzga con impunidad, cualquier factor puede variar la sentencia. La prisa del Tribunal; una buena o mala digestión; si el día está nublado o hace calor…
Manolo se servía más coñac y se lo tomaba de un sorbo.
Diálogos agobiantes… Diálogos que acababan siempre con una alusión a la indiferencia que, pese a la gravedad del asunto, mostraba la población gerundense por lo que sucedía en Auditoría y en el cementerio. Sí, Manolo había comprobado que la gente se desentendía por completo del tema, lo mismo que se desentendía de lo que pudiera pasarles a los exiliados. ¡La historia de siempre! Los vencidos formaban un mundo aparte, virtualmente sepultado.
También ahí el profesor Civil intervenía con precisión.
– Eso es también natural… Cuando las personas han sufrido con exceso o tienen miedo, rehuyen los problemas ajenos, los simplifican. Las guerras son el invierno, ¿comprendes, Manolo?
– Sí, claro…
No podía decirse que Manolo saliera del hogar del profesor Civil con el problema resuelto. Ni siquiera se sentía confortado. Pero por lo menos recababa fuerzas para callarse en público por espacio de dos o tres días.
Lo malo era que al regresar a su casa sus hijos volvían a preguntarle: "Papá, ¿cuándo volverás a llevarnos a hombros?". Lo contrario de lo que ocurría en casa del profesor Civil. Allí, en cuanto Manolo había salido, el profesor se dirigía al cuarto de su esposa. Y ésta, que desde la cama no se había perdido una sílaba de la conversación sostenida por los dos hombres, le reprendía cariñosamente:
– ¿Por qué le has dicho que en cuanto una persona ha sufrido con exceso se desentiende de los demás? Tú has sufrido mucho y me cuidas que es un primor.
El profesor Civil estaba en lo cierto: la arbitrariedad era la nota descollante de los juicios sumarísimos. Pero ello no podía aplicarse exclusivamente a las personas que integraban el Tribunal. Eran también arbitrarios los fiscales, los testigos de cargo… y los propios acusados.
¡Cuántas reacciones imprevisibles! Sin ir más lejos, ahí estaba el caso de José Luis Martínez de Soria, hermano de Marta, que solía ejercer de "acusador". No era de ningún modo, como Manolo suponía, una máquina automática, implacable. Precisamente el muchacho se dejaba influir por elementos tan inefables como la simpatía o la antipatía, lo que lo afianzaba más que nunca en sus creencias sobre el aleteo de Satanás en torno al espíritu de los hombres. Para citar un ejemplo, el muchacho no olvidaría nunca lo que le ocurrió en el transcurso del juicio celebrado contra una bellísima muchacha llamada Elena, del pueblo de La Bisbal. Viéndola en el banquillo, fue tal su estremecimiento, que sobre la marcha escamoteó más de la mitad de los cargos que había acumulado contra ella. Y le salvó la vida. Ahora el recuerdo de Elena consolaba a José Luis más de una noche, lo reconciliaba consigo mismo y cada vez que se confesaba con el padre Forteza, tenía que morderse la lengua para no suplicarle al jesuíta que, cuando visitara la cárcel de mujeres, le explicara a la chica lo que por ella había hecho.
Algo parecido podía decirse de los testigos de cargo. ¿Por qué algunos de ellos, inesperadamente, en el momento de la verdad, se sentían invadidos por una oleada de compasión y declaraban en favor del acusado? Todo el mundo recordaba al respecto lo que le ocurrió a la viuda de un propietario asesinado en el pueblo de Vidreras. La mujer había sido citada para que, por mero formulismo, identificara a uno de los milicianos que habían participado en la detención y asesinato de su marido. La mujer lo reconoció en el acto, con sólo verlo. Sí, era él. Aquel hombre estuvo en su casa, una noche de luna. En la Sala se hizo un silencio que bien podía llamarse, por esa vez, sepulcral. Pues bien, la viuda, súbitamente incitada por algo superior al resentimiento, de improviso, musitó, con voz apenas audible: "No, no conozco a este hombre". El Tribunal se quedó estupefacto y el reo, que al principio abrió desmesuradamente los ojos, de pronto rompió a llorar de forma desgarrada. Luego, la viuda, de regreso al pueblo, declaró: "¿Quién soy yo para condenar a muerte a alguien?".
¿Y los acusados?… Los había que entraban en la Sala temblando, absolutamente derrotados, y que luego, a medida que iban escuchando el pliego de cargos, iban serenándose y acababan oyendo la sentencia con una sonrisa casi irónica. Por el contrario, otros, de apostura desafiante, de pronto empezaban a palidecer y al final sufrían un desmayo o se humillaban desesperados pidiendo perdón.
Alguien creía saber que los acusados más valientes acostumbraban a ser los del litoral, muy por encima de los de montaña. ¿Sería ello cierto? ¿El yodo del mar infundiría valor a los hombres? ¿Y sería cierto que las mujeres demostraban, por lo general, mayor entereza?
Secretos del corazón humano, que tal vez el doctor Chaos, si se le daba otra oportunidad, revelaría en alguna de sus charlas…
A lo largo del mes de junio fueron juzgadas varias personas muy conocidas en la ciudad.
La primera de ellas, el coronel Muñoz, el cual al finalizar la contienda se encontraba en una fonducha de Alicante, dudando entre pegarse o no pegarse un tiro. El coronel fue localizado en esa fonda, identificado y enviado a Gerona, donde se le juzgó -a puerta cerrada, puesto que pertenecía a la Masonería- una mañana de nubes bajas… Dada su condición de militar que boicoteó el Alzamiento, no disfrutó de ninguna eximente, únicamente fue informado de que "si denunciaba a otro masón que no figurase en el fichero" ello podría servirle de atenuante. El coronel Muñoz no tomó en consideración la propuesta y fue condenado a muerte y ejecutado. Su muerte fue poco ruidosa. De hecho, apenas si se enteraron de ella media docena de gerundenses. El hombre, gris a pesar de todo, había sido olvidado.
La segunda persona juzgada fue Alfonso Reyes, el ex cajero del Banco Arús. Ahí la sorpresa fue mayúscula. Él hombre estaba convencido de que el fiscal de turno, un teniente llamado Barroso, no podía acusarlo sino de haber pertenecido a Izquierda Republicana y de haber levantado el puño con ocasión de algún desfile. Y se equivocó. Alguien, no se sabía quién, le había denunciado como participante en la quema de varias iglesias y como delator de varias personas derechistas, entre ellas, el señor Corbeta, que murió fusilado al lado de César.
Alfonso Reyes protestó e Ignacio, que había solicitado testimoniar en favor de su amigo, hizo cuanto pudo para poder entrar en la Sala. Hubiera querido decir: "Todo eso es falso. Le conozco bien. Tenía sus ideas, pero no denunció a nadie ni quemó ninguna iglesia. Y a mí me favoreció. Era simplemente de Izquierda Republicana".
Ignacio no consiguió entrar… Y el defensor de oficio se limitó, según la costumbre citada por Manolo, a levantarse y a decir: "Pido para el acusado la máxima clemencia". El Tribunal condenó al amigo de Ignacio ¡a la pena de veinte años y un día!, a cumplir en la penitenciaría de Alcalá de Henares, donde, según noticias, los reclusos se dedicaban a tallar cruces de madera con destino a las escuelas.
La mujer de Alfonso Reyes, también en la cárcel, quedó anonadada. En cuanto al hijo de ambos, Félix, recogido en Auxilio Social, después de llorar inconsolablemente, le preguntó al profesor Civil: "¿Y ahora qué voy a hacer?". El profesor le contestó: "No te preocupes. Cuidaremos de ti".
El tercer juicio, el más popular de cuantos se celebraron en la ciudad, fue el de los hermanos Costa. Los hermanos Costa, confirmando los rumores que circulaban al respecto, decidieron regresar a España y saldar cuentas. En la frontera fueron esposados y luego conducidos a Gerona, entre dos guardias civiles. Gracias a las gestiones de sus mujeres y de 'La Voz de Alerta' no ingresaron siquiera en el Seminario; permanecerían en Comisaría, en una habitación que se acondicionó ex profeso para ellos. Los hermanos Costa protestaron contra semejante deferencia. "¡Qué más da! Lo único que desearíamos es que nuestra causa se viera cuanto antes". Su petición, ¡cómo no!, fue atendida, contrariamente a lo que les ocurría a gran número de detenidos anónimos, que veían pasar las semanas sin que nadie pronunciara su nombre. Cuarenta y ocho horas después de su llegada, los hermanos Costa fueron llamados a presentarse en Auditoría de Guerra. "¡Vamos allá!", exclamaron a dúo. Y allá se fueron, con un aire tan pimpante que Mateo, que aquel día, acuciado por la curiosidad asistió al juicio, comentó: "No me extrañaría que de un momento a otro sacaran unos puros habanos e invitaran a los miembros del Tribunal".
El expediente de los ex diputados de Izquierda Republicana "llegaba al techo", con abundancia de fotografías en las que aparecían en tal o cual acto público al lado de Cosme Vila, del Responsable, de David y Olga… Por añadidura, se les imputaba no haber utilizado su influencia para impedir la acción criminal de los Comités -la "pasividad grave", de que se hizo mención- y que en el entierro de Porvenir se les oyera gritar: "¡Muera el fascismo!".
Por fortuna, en este caso la defensa, a cargo de un teniente llamado González, pudo demostrar que uno de los acusados había ocultado en su domicilio al mismísimo señor obispo; que el otro había ayudado a escapar de Barcelona a su cuñado, 'La Voz de Alerta', hecho que éste confirmó; que en Francia ambos habían prestado valiosos servicios al Movimiento Nacional, a través del SIFNE, a las órdenes del notario Noguer, etcétera. El Tribunal, que excepcionalmente deliberó por espacio de dos horas, condenó a los hermanos Costa a seis años y un día. Los hermanos Costa, al escuchar la sentencia, se abrazaron. "¡Gracias, muchas gracias!", gritaron. Sus esposas lloraron de emoción, pues tan corta pena implicaba -en virtud de los previstos indultos- que pronto se encontrarían en la calle. En resumen, los hermanos Costa, que en Francia, con cambalaches de toda índole, habían amasado una fortuna comparable a la de Julio García, entraron en la cárcel casi triunfalmente, repartiendo palmadas amistosas a los demás detenidos y diciéndoles: "Pero ¿qué caras son ésas? ¡Habrá que animar esto un poco!".
La población gerundense, en este caso, reaccionó. Quien más quien menos sentía por los hermanos Costa una admiración imprecisa y contó de ellos alguna anécdota divertida.
El día 20 de junio tuvo lugar el último de los juicios que en aquellas semanas llamaron la atención. Juicio que se apartaba de lo corriente y que había de repercutir por vía indirecta en el porvenir de varias personas: el acusado era el doctor Rosselló.
El comisario Diéguez se había salido con la suya. Desde que llegó a Gerona entró en sospechas de que el doctor -miembro de la Logia Ovidio, especializado en abortos y cirujano que en el Hotel Ritz, de Madrid, convertido en Hospital durante la guerra, hizo lo posible para salvar la vida de Durruti- estaba escondido en la ciudad. También entró en sospecha de que el Gobernador Civil lo protegía. De modo que siguió indagando por su cuenta, en espera de la ocasión propicia.
Y la ocasión se presentó con motivo de un viaje que el camarada Dávila, acompañado de Miguel, su chófer y hombre de confianza, tuvo que realizar a la capital de España; uno de esos viajes oficiales que le hacían exclamar a María del Mar: "¡Pero no hay manera de que te quedes en casa tres días seguidos!". El comisario Diéguez consiguió la autorización necesaria para que dos agentes suyos registraran el domicilio del doctor. Las hijas de éste, Chelo y Antonia, palidecieron, se echaron a llorar y querían impedirles la entrada a los policías; pero fue inútil. Éstos actuaban legalmente y sorprendieron al doctor en su habitación, leyendo tranquilamente, en mangas de camisa, Los miserables, de Víctor Hugo.
Media hora después, el doctor Rosselló ingresaba en la cárcel, en el Seminario. Miguel y el Gobernador fueron advertidos urgentemente de lo que ocurría y precipitaron su regreso a Gerona. Pero ¿qué podrían hacer? Los cargos contra el doctor eran determinantes, sin que nadie pudiese aportar, como en el caso de los hermanos Costa, una lista de servicios personales prestados por él en favor de la "Cruzada".
– Doctor Rosselló, ¿reconoce usted haber sido miembro de la Logia masónica instalada en la calle del Pavo, número 8, llamada Logia Ovidio?
– Sí, desde luego. Lo reconozco.
Aquello bastó para que el juicio se celebrara también a puerta cerrada.
Fueron horas de zozobra, pues existía el precedente de la sentencia dictada contra el coronel Muñoz. Por fortuna, el doctor no era militar. Y además, pesaron, en definitiva, los buenos auspicios del Gobernador y, sobre todo, los méritos de los hijos del acusado; de Miguel, vieja guardia falangista, y de sus hermanas, que tanto habían colaborado con Laura en el Socorro Blanco, durante la guerra.
En resumen, el doctor Rosselló salvó la vida. El Tribunal, después de aplazar por dos veces la sesión, dio a conocer su veredicto: treinta años y un día de reclusión, a cumplir en el penal del Puerto de Santa María. El doctor, al escuchar el fallo, pidió que lo mataran, que prefería la muerte; pero el Tribunal se ratificó en su decisión.
El traslado al penal se efectuó al día siguiente. Y como es obvio, los hijos del doctor, que en aquellos meses de convivencia habían llegado a quererlo de veras, al verlo subir al tren, esposado y escoltado, sintieron en la sangre un dolor profundo, tan profundo como el desprecio que les inspiró la actuación solapada del comisario Diéguez.
Por supuesto, el Gobernador hizo luego todo lo inimaginable por consolarlos, hablándoles, como era natural, de "los indultos posibles". Todo inútil. El camarada Rosselló barbotaba: "¡Treinta años y un día! ¿Es que mi padre es un criminal?". Chelo, que precisamente empezaba a salir con Jorge de Batlle, exclamaba, por su parte: "Esto es injusto, es injusto. ¡Mi padre es medico, un gran médico, y no hizo más que cumplir con una labor humanitaria!".
Con todo, la reacción más formal fue la de la menor de las dos hermanas, Antonia. Antonia, vista la hecatombe, sintió como si las cosas del mundo dejaran de interesarle y se planteó muy en serio si no estaba en su mano ayudar constructivamente a su padre por medio de un sacrificio total: el ingreso en religión. De momento se abstuvo de hablar de ello, pero le dio por irse a la iglesia y por pasarse horas allí, rezando para que su padre tuviera el valor necesario para soportar tan amarga prueba.
La opinión popular se ocupó también esta vez, por espacio de una semana, del juicio celebrado contra el doctor Rosselló. Raimundo, el barbero, comentó: "¡Pues se ha salvado por un pelo!". El patrón del Cocodrilo, recordando que el doctor, allá por el año 1928, le había sacado el apéndice, sin cobrarle un céntimo, dijo, detrás del mostrador: "Hay que ver. ¿Por qué no se marcharía a Francia cuando la retirada?".
Doña Cecilia, que apreciaba mucho a Antonia y a Chelo, le preguntó al general:
– Lo que no entiendo es eso de treinta años y un día. ¿A qué viene ese día? Es algo absurdo, ¿verdad?
El padre Forteza fue una de las personas afectadas por este juicio. Visitó al doctor Rosselló en su celda, en prueba de buena voluntad, y el doctor le rogó que se marchase. Lo mismo le había ocurrido con Alfonso Reyes. Y fracasó rotundamente en sus intentos de escuchar en confesión al coronel Muñoz, la noche que precedió a su fusilamiento. El coronel guardó la compostura, pero le dijo que la inminencia de la muerte no iba a hacerle cambiar las opiniones que sobre el tema religioso había defendido a lo largo de tantos años.
El jesuíta, que vivía día a día el drama de la cárcel y de los juicios de la Audiencia, que sabía que los condenados a la última pena llamaban al primer piso del Seminario, por lo que tenía de antesala, "El Purgatorio", se decidió por fin a visitar al señor obispo para suplicarle que interviniera de algún modo. No repitió la frase de mosén Alberto en Lérida: "¡Esto es un carnaval de sangre!". Más bien sus argumentos se parecieron, por extraña ironía, a los esgrimidos en Toulouse por el diputado comunista francés Verdigaud, amigo de Gorki: a su entender era la ocasión -ocasión tal vez única- para que la Iglesia española abriera brecha en el pueblo a base de volcarse en favor de los que, por haber perdido, sufrían ahora persecución.
El doctor Gregorio Lascasas, que tenía en gran estima al Padre Forteza, que lo había recibido en seguida y escuchado con extrema atención, después de oír sus palabras se acarició repetidamente el pectoral. Guardó un prolongado silencio, durante el cual sus mandíbulas se cuadraron todavía más. Por último contestó:
– Lo lamento, padre Forteza, pero no creo que, dadas las circunstancias, pueda yo mezclarme en los asuntos de la Justicia…
Dadas las circunstancias… El jesuíta parpadeó. ¿A qué se refería el señor obispo? ¿A las atribuciones omnímodas del Tribunal? ¿A los crímenes cometidos por los 'rojos'? A la necesidad de dar un escarmiento de rango histórico? ¿Es que un prelado, con su autoridad, no podía invertir los términos de la situación?
El padre Forteza olvidó por un momento que la persona que tenía delante era su superior jerárquico.
– Ilustrísima… -insistió-, permítame decirle que, en mi opinión…
El señor obispo cortó con una sonrisa.
– Hijo mío, ¿es que su opinión no ha quedado ya bastante clara?
El jesuíta parpadeó de nuevo. No acertaba a comprender. Sus grandes ojeras se convirtieron en bolsas amoratadas.
El señor obispo, advirtiéndolo, suavizó el tono.
– Padre -dijo-, hay una cosa que no debe usted olvidar: el ejército ha sido quien ha salvado a la Iglesia… La Iglesia se encuentra ahora en una situación delicada, que tal vez, los simples sacerdotes no estén en condiciones de valorar debidamente…
El padre Forteza, que entretanto había recobrado su vigor, replicó, sin darse cuenta:
– Es posible que Su Ilustrísima tenga razón. Pero hay unas palabras del Sermón de la Montaña que parecen bastante claras: "…Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian, para que seáis…"
El doctor Gregorio Lascasas, con voz que le salió más dura de lo que realmente hubiera deseado, cortó de nuevo:
– Padre, es usted un hombre de buena voluntad… Pero ¿no cree que es a mí a quien corresponde interpretar los textos del Evangelio?
Esta vez el padre Forteza notó como un dolor en la espalda. Y en cuanto al señor obispo, sintiéndose definitivamente molesto, se levantó y agregó:
– Ahora lo lamento; pero he de rogarle a usted que me deje solo…
El padre Forteza obedeció. Salió de Palacio. Y jugando con las palabras, como era su costumbre, barbotó, mientras bajaba a saltos los peldaños hacia la calle de la Forsa: "¡Ah, Gerona de mis amores! El Seminario es una cárcel; pero me temo que el Palacio Episcopal también lo sea".
Pero la persona más afectada por los últimos acontecimiento aun sin enterarse de la conversación sostenida por el señor obispo y el padre Forteza, fue -esta vez definitivamente- Manolo Fontana sentía una predilección especial por Miguel Rosselló. Y comprendió la dolorosa coyuntura en que el muchacho había quedado colocado. ¿Qué pensaría ahora cada vez que el Gobernador le dijera: "Llévame a la Audiencia"? ¿Qué pensaría cada vez que viera el gordinflón gendarme francés en el parabrisas del coche? Su padre, el doctor Rosselló, había luchado sin suerte toda su vida para que Miguel creyera en la enjundia y profundidad de la "cultura francesa", de aquella combinatoria mental que en París había subyugado a Antonio Casal, el ex jefe socialista gerundense.
El día 28 de junio, víspera de la jornada conmemorativa del mensaje que José Antonio, desde la cárcel de Alicante, envió a sus camaradas de Madrid, hecho que la Falange se disponía a festejar -Mateo estrenaría sin duda camisa azul; José Luis se abrillantaría las polainas…-, Manolo Fontana, pese a que precisamente aquella tarde había conseguido que el doctor Chaos declarase anormal a Rosa-Mari, la mujer protegida por el padre Forteza, lo que le salvó a ésta la vida, regresó a casa abrumado.
Regresó a pie desde la Audiencia, bajando la cuesta de San Félix y oliendo el mareante vaho que emanaba de los raquíticos colmados y, sobre todo, de las herboristerías del barrio. El sol acababa de morir, por lo que las estrellas empezaban a hablar entre sí de amores en el cielo veraniego.
Esther, enfundada en un pijama discretamente floreado, salía del baño. Al ver a Manolo, no advirtió en él nada de particular. Llevaba tiempo acostumbrada a su aspecto de fatiga, en especial a aquella hora. De modo que no hizo ningún comentario y fue a buscarle las zapatillas.
Pero he ahí que el teniente, en vez de dejarse caer en el sillón, como solía hacer, se acercó a la ventana, la abrió de par en par y respiró hondo el aire seco que llegaba de las Pedreras. Era evidente que quería hablarle de algo a su mujer. Y así fue.
– Esther… -le dijo, al cabo de un rato, sintiendo que su mujer estaba cerca, en actitud expectante-, ¿te importaría que me licenciara?
Esther, perpleja al principio, reaccionó en seguida y acercándose poco a poco a Manolo llegó a su lado y rodeó su cintura con el brazo.
– ¿Estás hablando en serio?
– No sabes hasta qué punto…
Esther suspiró profundamente y entornó los ojos, como si estuviera esperando aquello desde hacía tiempo.
– ¡Me encantaría, Manolo! ¡Si supieras las veces que…! -Marcó una pausa y reclinando la cabeza en el hombro de Manolo añadió-: Creo que nada he deseado tanto en toda mi vida…
Manolo disimuló la emoción que lo embargó al oír las palabras de su mujer.
– Pues si tú estás de acuerdo, creo que habría una posibilidad…
Esther levantó la cabeza y miró a su marido con sus grandes, andaluces ojos.
– Hazlo… ¡Hazlo, Manolo…! Me harías completamente feliz.
Sita, El teniente jurídico Manolo Fontana, alto, pictórico de juventud y de pensamientos, miró hacia los campanarios de San Félix y la Catedral, que se adivinaban desde su ventana.
– En el caso de que todo salga bien y consiga la licencia… -añadió, después de un silencio-, ¿te importaría quedarte en Gerona?
– ¿En Gerona? -preguntó Esther, sorprendida.
– Sí. Podría abrir mi bufete aquí… La provincia es rica y hay porvenir.
Esta vez quien guardó silencio fue Esther. Se oyó fuera el petardeo de una moto. Por fin la mujer habló, en tono dubitativo:
– Eso… me coge de improviso. ¡Claro, Gerona…! ¿Tú crees que…?
– Sí, creo que hay mucho que hacer aquí… Pero no quisiera condenarte a cadena perpetua, si es que Gerona no te gusta.
– ¡No es que no me guste, entiéndeme! Lo importante es estar a tu lado. Ocurre que ignoraba que ése fuera tu proyecto…
Manolo comprendió perfectamente a su mujer.
– Bueno… -dijo- no es necesario que lo decidamos ahora mismo, ¿verdad? Piensa en ello por tu cuenta, y yo haré lo mismo.
Permanecieron un buen rato callados, entrelazadas las manos. Por último, Esther habló, en tono dulce, mientras sentía cómo se le adherían a la piel las discretas flores de su pijama.
– Sí, lo pensaré, Manolo. Te lo prometo… Pero déjame repetirte que lo más importante para mí es estar a tu lado, donde a ti más te convenga.
Manolo se volvió hacia su mujer, la miró a los ojos y le acarició el mentón.
– Gracias, querida… De momento, estudiaremos la manera más elegante de colgar el uniforme.