CAPÍTULO LXI

El Gobernador Civil, camarada Dávila, pasó unas semanas como no se las hubiera deseado siquiera ni al hijo de Stalin, Jacobo Dzugasvili. Se dio cuenta de que sin Pablito y Cristina no podía vivir. Cuando llegaba la noche y se quedaba solo en casa, en el enorme caserón oficial, en vez de sentirse libre, como era el caso de Manolo, notaba que le faltaba el aire. A veces se pasaba un buen rato en el cuarto de Pablito, sentado en el sillón de éste, con una agobiante sensación de vacío. Luego se iba al cuarto de Cristina y seguía con la mirada los animalitos de trapo que la niña había alineado en un estante a lo largo de la pared. También la alcoba le parecía fría, pese al verano. Y cuando se decidía a llamar por teléfono a Santander, a María del Mar, lo hacía siempre desde la cama, porque le parecía más íntimo, utilizando el aparato que se había mandado instalar en la mesilla de noche.

El día 1 de septiembre decidió que la separación había durado ya bastante y emprendió viaje a su tierra, para recoger a los suyos. Pasaría antes por Madrid, para plantear en diversos Ministerios importantes asuntos que afectaban a la provincia, asuntos relacionados especialmente con Abastos y con la red de carreteras. El general le prestó un chófer del Parque Móvil, un muchacho de la provincia de Cóidoba, respetuoso y callado, que había servido con los 'rojos', por lo que llevaba movilizado desde el año 1936.

– Mucho cuartel, ¿verdad? -le preguntó el Gobernador.

– Sí, un poco -contestó el muchacho.

En Madrid, el Gobernador aprovechó bien el tiempo. Su ilusión hubiera sido pedirle audiencia al Caudillo para recabar de él su apoyo personal a las peticiones que llevaba en la cartera; pero el Caudillo se había ido a descansar a Galicia, al Pazo de Meirás, y a la sazón andaba de visita por el Norte, otorgando premios a las familias numerosas -un matrimonio de Gijón tenía veinticinco hijos y recibió veinticinco mil pesetas- y a las mujeres que daban a luz trillizos.

Pero no importaba. En los Ministerios fue bien atendido, especialmente en el de Trabajo, donde el titular, el falangista Juan Antonio Girón, recientemente nombrado, parecía dispuesto a dar un gran impulso a las cuestiones laborales y a los Seguros para los "productores". También en la Delegación Nacional de Sindicatos obtuvo la promesa formal de que el camarada Arjona, delegado de Gerona, recibiría el cese y sería sustituido por otro camarada más eficiente y enterado. "Antes de dos meses -le prometieron al Gobernador- tienes allí un Delegado tan activo que te arrepentirás de haber presentado tu queja". El Gobernador sonrió y se tocó las gafas negras. Eso no lo asustaba. Lo que él quería era trabajar.

Terminadas las visitas oficiales, sostuvo una larga conversación con su hermano, el coronel de Caballería que fue a Gerona por Navidad. El coronel estaba de muy buen humor, y lo recibió con extrema cordialidad.

– Tienes que ir sin falta al Museo del Prado -le dijo, de buenas a primeras-. El mariscal Pétain nos ha devuelto La Inmaculada, de Murillo, y la escultura La Dama de Elche. Allí están expuestas ambas obras. Son una maravilla. Y desde luego -añadió-, no puedes largarte a Santander sin ver la revista Déjate querer. Precisamente mañana celebran las cien representaciones. Las damitas que salen en el escenario no son de Elche… pero te juro que no importa.

El coronel le contó luego que el día en que Alemania declaró la guerra a Rusia y Serrano Súñer hizo aquel discurso gritando: "¡Rusia es culpable!", algunos falangistas se exaltaron de tal modo que se fueron a la embajada inglesa y tiraron piedras a las ventanas, rompiendo los cristales.

– Y ahora verás cómo son esos ingleses -prosiguió-. Los falangistas pedían a voz en grito: "¡Gibraltar! ¡Gibraltar!". Entonces salió un secretario de la Embajada y, sin inmutarse, les dijo: "Por aquí no es…" Y, chico, la manifestación se disolvió.

Fue una conversación substanciosa. El Gobernador, gracias a su hermano, se enteró de muchas cosas. No en vano Madrid era el ombligo de la nación. Pasaron revista a las leyes fundamentales del Estado, promulgadas unos meses antes, y las elogiaron sin reservas. "Están redactadas con mucha astucia". Hablaron de la construcción del Valle de los Caídos, que costaría un dineral. "Parece que van a parar allí todas las multas que impone la Fiscalía de Tasas". Hablaron de la encarnizada campaña de los carlistas contra Falange y del poder que ostentaba el ministro Serrano Súñer, cuñado de Franco. "¿Te has enterado de la canción que corre por ahí? Pues agárrate: Dice así:

Tres cosas hay en España que no aprueba mi conciencia: El subsidio, la Falange y el cuñado de su Excelencia".

El coronel le confirmó luego al Gobernador que uno de los objetivos más concretos y esperanzadores del Caudillo era dotar al país de una red de pantanos. "Esto va ser una realidad. Se ha empezado ya la construcción de varias presas. Confiemos en que ningún Von Filken meta baza en el asunto". "¿Von Filken?", preguntó el Gobernador. "Sí, hombre. El alemán ese de la gasolina sintética".

La velada fue agradabilísima. Se prolongó hasta muy entrada la noche. Y al día siguiente, el Gobernador, que durmió hasta la hora de almorzar, soñando con que alguno de esos pantanos sería construido en la provincia de Gerona, emprendió el viaje a Santander, renunciando por partida doble al Museo del Prado y a la revista Déjate querer.

En Santander abrazó a María del Mar, a Pablito y a Cristina con toda la fuerza de que fue capaz. Los encontró cambiados y sumamente alegres.

– ¡La separación os ha sentado estupendamente!

– No digas eso… Hemos veraneado, nada más.

El Gobernador movió la cabeza. Por lo menos en lo que se refería a su mujer, María del Mar, era evidente que en Santander se encontraba en su elemento, mejor que en Gerona. Con su familia, con las costumbres, con el paisaje. "Sí, no puedo negar que esto me tira".

También le ocurría eso al Gobernador, pero sabía disimularlo. En compañía de Pablito recorrió la zona siniestrada en febrero y comprobó que la reconstrucción se había iniciado con buen ritmo. Habían afluido donativos de toda España y el Gobierno había ayudado mucho. Luego se fue al campo a saludar a sus dos otros hermanos, los que cuidaban del patrimonio familiar, del patrimonio Dávila. Se dio cuenta de que el menor de ellos, Mario Dávila, eludía el tema político. No hacía más que hablar de vacas, de terneras, de pastos y de las tierras de labranza. "A Mario le ocurre algo -pensó el Gobernador-. Estará decepcionado". Pero no estimó oportuno empezar con discusiones.

Permaneció en Santander día y medio y emprendió con la familia el regreso a Gerona. Pablito estuvo muy hablador durante el viaje. En aquellas semanas, era cierto, se había divertido de lo lindo. Se había bañado y había visitado una y mil veces los barrios en que transcurrió su infancia. Y había hecho excursiones por la provincia con sus primos hermanos y con antiguos condiscípulos. No estaba seguro de que le tirase mucho Santander. Había en Cataluña algo que lo atraía irresistiblemente. Algo que no sabía lo que era y que Manolo había definido como "el espíritu emprendedor". "Pero ¿qué es lo que quiero yo emprender? -había objetado Pablito-. Lo que yo quiero es estudiar y llegar a ser Cervantes o Aristóteles". "Pues no sé, chico -le había dicho Manolo-. Será que te atrae el catalán, ahora que ya empiezas a entenderlo".

Contrariamente a lo mucho que charló Pablito en el camino, el conductor cedido por el general, muchacho que mientras estaba al volante iba masticando briznas de hierba, no pronunció por cuenta propia más que una frase en todo el trayecto, y fue con ocasión de ver en un árbol de la carretera un cartel de toros anunciando a los espadas Domingo Ortega, Pepe Bienvenida y José Luis Vázquez. "El único torero de verdad que tenemos en España, hoy por hoy, es Manolete", sentenció. "Claro -comentó Pablito-. Como que es cordobés, como usted…"

Llegados a Gerona, todo el mundo encontró rejuvenecida a María del Mar. "Pero ¡si te has quitado diez años de encima! ¡Estás preciosa!". Ella contestaba, halagada: "Los aires de mi tierra…"

Pablito se sintió un tanto desplazado, pues faltaban todavía tres semanas para reanudar las clases, clases en las que Agustín Lago quería introducir profundas modificaciones. Pablito llevaba consigo tanta energía acumulada que volvió a perseguir a Gracia Andújar; pero ésta había dado tal estirón, se había hecho tan mujer -por algo era ya "madrina de guerra"-, que el chico, sin necesidad de consejos ni de que lo llamaran otra vez "mocoso", se retiró por el foro y se dedicó a conocer Gerona tanto como conocía Santander. Y puesto que su amigo Félix Reyes, al que llamaba "pintor avanzado", se encontraba en el Campamento de Tossa de Mar, recibiendo de los hermanos Costa "paquetes de embutidos" y otras chucherías, se asesoró con mosén Alberto, docto en la materia. Mosén Alberto lo obsequió con varias monografías referidas a la ciudad y alrededores -aquellas que Ignacio consultó por Semana Santa, en espera de la visita de Ana María- y le contó anécdotas sobre los famosos Sitios de la ciudad, cuando la guerra de la Independencia. Pablito correspondió a mosén Alberto visitándolo varias veces en el Museo Diocesano, que continuaba enriqueciéndose, y tocando allí mismo la armónica, sobre todo melodías montañesas, que bajo aquellas bóvedas adquirían una resonancia especial. Manuel Alvear, el pequeño y celoso guardián de aquellos tesoros que el sacerdote iba recuperando, habitualmente rehuía, por timidez, la presencia del hijo del Gobernador; pero cuando le oía tocar la armonio, se ocultaba tras una pared, lo más cerca posible, y lo escuchaba con delectación.

En cuanto a Cristina, se fue al Campamento de Aiguafreda, Campamento División Azul, aprovechando que éste no se cerraría hasta el primero de octubre y que aquellos días de septiembre eran menos desapacibles de lo que Adela había profetizado al hablar con Marcos. El Mediterráneo, mucho más sosegado y azul que el Cantábrico, encandiló a la muchacha. "Aquí me atrevo a bañarme -dijo-. Allá, muchos días me daba miedo, no sé por qué". Marta proyectó su atención sobre Cristina y llegó a la conclusión de que la niña era menos superficial y engreída de lo que parecía a primera vista. "No es Pablito -afirmó-. Pero tiene su mundo". Por ejemplo, a Cristina la encantaban los peces y las mariposas. "En realidad -comentó la chica, con ocasión de una visita a las ruinas de Ampurias, donde se quedó pasmada ante la perfección de las figuras de los mosaicos romanos-, los peces cuando nadan parece que vuelan y las mariposas cuando vuelan parece que nadan". La frase gustó tanto a Marta -tal vez porque Ignacio hubiera podido decirla-, que la repitió a todas las niñas del Campamento, cuando éstas se reunieron para izar las banderas.

¿Y el Gobernador? El Gobernador se encontró con problemas más graves que los que acapararon el ánimo de sus hijos. Su ausencia había durado diez días. Miguel Rosselló exclamó: "¡Gracias a Dios que estás de vuelta!". El Gobernador había dejado la provincia prácticamente en manos de Miguel Rosselló y del notario Noguer. Pero éste quería estar tranquilo, como el mar Mediterráneo. De modo que rubricó por su cuenta: "Si tarda usted una semana más, esto se va a freír espárragos. Y perdón por la frasecita".

¿Qué había ocurrido? Nada de particular. Lo de siempre: actividad de los desaprensivos. Por algo el Ministerio de Hacienda acababa de anunciar que en el segundo trimestre de 1941 la Guardia Civil había efectuado en España 9.289 servicios que afectaban a contrabando y defraudación.

El comisario Diéguez le puso al corriente al Gobernador de las últimas sutilezas de los desaprensivos gerundenses: pasaban a domicilio individuos que recababan donativos para la División Azul… Algunos médicos recetaban cantidades enormes de azúcar y de jabón para "los niños enfermos", abusando de una cláusula de la Delegación de Abastos en la que se concedía a éstos primacía. Y dos especialistas "otorrinos", recién llegados a la ciudad, habían encontrado el medio de vaciar los bolsillos de sus clientes: quitarles las amígdalas. Apenas una persona abría ante ellos la boca, tales especialistas ponían cara de susto y exclamaban: "¡Qué espanto! Hay que quitar estas amígdalas en seguida. Mañana mismo, a las nueve, le espero a usted". Y al día siguiente, ¡fuera!, extirpación. Y factura al canto.

El Gobernador mascó un caramelo de eucalipto, como siempre que dialogaba con el comisario Diéguez.

– Mi querido comisario -dijo-, todo esto está muy feo. Y por supuesto, puedo cortar por lo sano lo de los donativos para la División Azul e incluso puedo hablarle al doctor Chaos de esas recetas de azúcar y de jabón para los niños. Ahora bien, ¿cómo voy a impedir que los otorrinos quiten las amígdalas? Precisamente me paso la vida hablando de extirpar, donde sea, los focos de infección… Aparte de que a mi mujer, en Santander, un médico amigo le ha aconsejado que se las quite…

El Gobernador recuperó su sillón de mando y tomó varias disposiciones. La primera, celebración de solemnes funerales por el alma de Bruno Mussolini, el hijo del Duce muerto en accidente cerca de Pisa. Gracia Andújar comentó: "¿Y Tagore? ¿Por qué no celebramos también funerales por el alma de Tagore?". La segunda disposición consistió en ordenar que fueran tiradas en cyclostyl, y repartidas entre la población, copias de dos patrióticas cartas que había recibido del frente ruso, firmadas por los capitanes Arias y Sandoval. La tercera, cursar una invitación oficial al campeón de ajedrez Manuel de Agustín, para que diera, en el Casino, una sesión de simultáneas a ciegas. "¡Simultáneas a ciegas! ¡Diez tableros! Hay que ver de lo que es capaz el cerebro de un hombre". A continuación, mandó referencia a Amanecer de las dos últimas pruebas de amistad que Hitler había dado a España: el envío de una carta autógrafa a un comerciante sevillano que se la había solicitado y la entrega de un retrato suyo al Ayuntamiento de Sabadell, que también lo había pedido.

Con todo, lo más importante que hizo el Gobernador a su regreso fue pedirle una audiencia privada al general. Tenía varios motivos para ello. Ponerle al corriente de las novedades que se traía de Madrid. Preguntarle su opinión sobre la marcha de la guerra. Y, sobre todo, consultarle un delicado asunto que afectaba a su labor gubernativa en Gerona y sobre el que no se atrevía a tomar por cuenta propia ninguna determinación.

El general Sánchez Bravo recibió a su ilustre visitante con suma cordialidad.

– Siéntese, por favor… Ya sabe cuánto me gusta cambiar de vez en cuando impresiones con usted. ¿Quiere tomar algo?

– Pues… sí. Coñac, si lo tiene usted a mano.

– ¡Claro que sí!

El general pulsó el timbre y apareció Nebulosa.

– Tráete una botella de González Byass. Si no has vaciado las reservas, claro está…

Nebulosa se ruborizó y abandonó la estancia, regresando en seguida con la botella y dos copas.

La entrevista fue larga. El general discrepaba de muchos de los slogans con que el Gobernador martilleaba a los ciudadanos, pero personalmente sentía por él una gran estima. Lo sabía íntegro, y ello le bastaba. Tal vez fuese excesivamente teórico, pero esto les ocurría a todos los paisanos… "Comprendo -solía decir el general- que no se puede obligar a todo el mundo a pasar por la Academia de Zaragoza. Pero un baño de disciplina castrense no les vendría mal a todos los españoles. ¡Sí, ya sé que existe el servicio militar! Pero suele durar poco y la mayoría de los muchachos se lo toman a guasa y no hacen sino esperar la licencia".

El coloquio se desarrolló según el orden previsto. Empezaron hablando de Madrid, de las impresiones recogidas por el Gobernador en su viaje. La anécdota del diplomático inglés sobre Gibraltar -"por aquí no es…"- no le hizo ninguna gracia al general; en cambio, el hombre se rió a mandíbula batiente con la cuarteta -que se atribuía a los carlistas- alusiva a Serrano Súñer. Y también le gustó que en los Ministerios lo atendieran solícitamente.

– Eso significa que empieza a haber disciplina… Porque, antes, en verano, en los Ministerios no quedaba nadie.

El Gobernador le notificó también la inminente sustitución del Delegado Provincial de Sindicatos y los elogios que había oído respecto al Ministro de Trabajo, Juan Antonio Girón. El general se encogió de hombros. Era evidente que todo cuanto pudiera hacer el Sindicato, por vertical que fuese, le tenía sin cuidado. Referente al Ministro de Trabajo, al que sólo conocía por las fotografías de los periódicos, preguntó:

– ¿Está usted seguro de que es un hombre competente?

– Seguro, mi general…

– Me alegra oírle decir eso…

El segundo tema tratado fue el de la guerra. Ahí el general se despachó a gusto y satisfizo cumplidamente los deseos del Gobernador de conocer su criterio.

Por supuesto, el general Sánchez Bravo se mostró completamente de acuerdo con la tesis sostenida por el Caudillo en su discurso del 18 de julio -el discurso registrado por Cosme Vila y sus camaradas- según el cual "los aliados estaban vencidos".

– No tienen nada que hacer -afirmó el general, con una contundencia que impresionó al Gobernador-. La máquina alemana es implacable. Stalin lo sabe y por eso reclama que los ingleses abran un segundo frente en Noruega, en Francia… o en las Islas Canarias. Pero ¿qué puede hacer el viejo Churchill? Aguantar nada más. Pedirles a las amas de casa inglesas que entreguen toda la cacharrería que tengan, para construir aviones, y hasta arrancar las verjas de las casas. E intensificar los bombardeos. Pero nada de eso impedirá el avance hacia Leningrado por el norte, hacia Moscú por el centro y hacia Odessa por el sur. Los partes de guerra cantan, ¿no es verdad, mi querido amigo Gobernador? Hitler se prepara para el asalto a la capital soviética -aquel día me emborracho yo, se lo juro, imitando a mi hijo una vez en la vida…- y por el Sur ha llegado ya a Nicolaief. Por cierto: ¿ha visto usted el último número de la revista 'Signal'?

El Gobernador negó con la cabeza.

– Lo tengo en el despacho, pero no lo he hojeado todavía…

– Pues véalo usted cuanto antes. En Nicolaief los generales soviéticos han lanzado al combate incluso a los dementes, a los locos. Y a muchachos de quince y dieciséis años. ¿Sabe usted lo que eso demuestra? Pues muy sencillo. Que se encuentran en la misma situación que los rojos aquí, cuando la batalla del Ebro…

El Gobernador preguntó:

– ¿Qué importancia le da usted a la reunión que han celebrado Roosevelt y Churchill en el Atlántico, a bordo de ese misterioso crucero norteamericano?

El general siguió mostrándose contundente.

– Con vistas al resultado final, ninguna. Pretenden extender más aún el área de la guerra, eso es todo. Por eso Inglaterra ha ocupado Abisinia, en África; el Irán, en el Próximo Oriente, y por eso se oponen a la petición japonesa de establecer bases en Indochina. Pero repito que se trata de simples maniobras de dispersión, que ya en nada pueden influir.

El Gobernador insistió:

– ¿Y el "general invierno"? ¿No puede ser una dificultad? La Sección Femenina ha empezado a confeccionar abrigos para los voluntarios de la División Azul…

El gobernador militar de Gerona hizo un nuevo gesto negativo.

– No creo que sean necesarios. La conquista de Moscú se está perfilando y ello será un golpe definitivo. Tan definitivo, que Stalin deberá rendirse y marcharse a Siberia, en compañía de 'La Pasionaria' y adláteres.

Al general le gustaba de vez en cuando decir adláteres, no sabía por qué. También le gustaba decir 'tutti contenti'.

Llegados ahí, el Gobernador se sirvió un poco más de coñac y abordó el último tema, el que afectaba directamente a su labor al frente de la provincia.

– ¿Me permite, mi general, que le haga una consulta? Mejor dicho, ¿que le pida un consejo?

– No faltaría más…

– Muchas gracias… -El Gobernador, contra su costumbre, se arrellanó en el sillón-. Usted sabe que tenemos en Gerona a ese tal Mr. Collins, el cónsul inglés. Hay que reconocer que, aparte de sus sonrisitas, se comporta correctamente. El coronel Triguero -y me permitirá usted que toque madera al pronunciar este nombre- me asegura que Mr. Collins hasta ahora se ha ocupado exclusivamente en atender a los refugiados de su país, o del Canadá, que llegan heridos, o sin dinero, o faltos de documentación. O sea, que se ha limitado a lo que atañe a su cargo. Pues bien, tengo la impresión de que no podría decir lo mismo del cónsul alemán, Paul Günher, y de los agentes alemanes que se hospedan aquí, en el mismo hotel que Mr. Collins. En otras palabras, le diré que el comisario Diéguez ha llegado a la conclusión de que en su mayoría son agentes de la Gestapo y que pretenden sonsacarles, a dichos refugiados extranjeros, datos que puedan ser de interés para la política alemana.

El general irguió el busto, como el doctor Gregorio Lascasas cuando oía hablar de Lutero o de los enciclopedistas.

– ¿Está usted seguro de lo que dice?

El Gobernador paladeó con lentitud su segunda ración de González Byass.

– Me temo que sí… Y la verdad es que no sé si debemos darles facilidades… o lo contrario -Marcó una breve pausa-. Eso es lo que he querido consultarle a usted.

El general reflexionó. Estaba muy lejos, en ese instante, de decir 'tutti contenti'. Por fin sentenció:

– Nada de facilidades… Opóngase usted a esta intromisión. La actuación del Caudillo en Hendaya nos dio la pauta: España ha de conservar su independencia. ¡Brrr…! -El general se levantó y dio unos pasos por la habitación-. Una cosa es enviar a Rusia una división de voluntarios y otra cosa permitir que en nuestro territorio uno de los países beligerantes, aunque sea amigo, se dedique al espionaje.

El Gobernador se mordió el labio inferior.

– ¿No cree usted, mi general, que podríamos encontrar la manera de ayudar a dichos agentes alemanes…, sin que la cosa trascendiese?

El general se plantó, delante de su interlocutor.

– ¡De ningún modo! Sería demasiado expuesto… Mr. Collins es inglés, y si algo tienen los ingleses es olfato… -La actitud del general era rígida-. Es de todo punto necesario evitar que ese hombre pueda presentarle a su Gobierno una queja justificada en contra nuestra.

El Gobernador se quedó meditabundo. Comprendió las razones del general. España tenía sus compromisos con Inglaterra, entre los que no era el menor una deuda de varios millones de libras esterlinas… Marcó una pausa y por fin dijo:

– De acuerdo, mi general. Procuraré zanjar el asunto… No va a ser fácil, pero lo procuraré.

El general lo miró con fijeza.

– Es una orden -le dijo.

El resto de la conversación fue intrascendente. El Gobernador, sabiendo que la pregunta halagaría al general, le preguntó cuándo se pondría la primera piedra de los nuevos cuarteles, tan necesarios.

– Muy pronto… -contestó el general-. El día 1 de octubre. Hemos tenido la suerte de que la viuda de don Pedro Oriol nos haya regalado unos solares espléndidos, al lado de la estación de Olot. Y la empresa Emer, con la que he firmado ya el contrato, nos ha puesto un precio razonable -El general añadió-: Desde luego, hay que reconocer que en Cataluña existen también buenos patriotas…

En aquel momento abrió la puerta, sin llamar antes, el capitán Sánchez Bravo. Por lo visto se había escapado de la vigilancia de Nebulosa. Al ver al Gobernador se detuvo en el umbral y dijo:

– ¡Oh, perdonen ustedes! No sabía que estuvieran aquí…

El general, cambiando de expresión, miró a su hijo con indisimulable cariño. ¡Estaba ahora tan contento con él!

– Pasa, hijo… El Gobernador y yo hemos hablado ya de todo cuanto teníamos que hablar.

El capitán Sánchez Bravo, que llegaba de la Barbería Dámaso, sonrió y entró en el despacho, cerrando luego la puerta tras sí.

– ¿Qué tal por Santander, Gobernador? -preguntó, en tono cordial.

El Gobernador adoptó frente al capitán una actitud reservada, que no le pasó inadvertida al general.

– ¡Bien! Aquello ha empezado a resurgir… -Seguidamente añadió, en tono irónico-: Precisamente el general me estaba diciendo ahora que también las empresas constructoras de aquí se muestran activas… y razonables.

El capitán Sánchez Bravo no se inmutó. Miró la botella de coñac. Le faltaba la copa correspondiente para poder utilizarla.

– Efectivamente… -dijo, al cabo-. Ayer estuve visitando las obras de la nueva cárcel, en Salt. Están casi terminadas. Quedará muy bien. Muy confortable.

El Gobernador, que se había levantado, parecía dispuesto a marcharse. No obstante, viendo que el capitán llevaba en la mano un ejemplar de El Mundo Deportivo, le preguntó, en tono tan irónico como el de antes:

– ¿Qué tal se presenta la nueva temporada de fútbol, capitán?

– ¡Oh, excelente! -contestó el hijo del general-. El Barcelona nos ofrece tres de sus jugadores reservas a cambio de Pachín…

El general miró a su hijo con expresión cómica.

– ¿Quién es ese Pachín? -preguntó.

El capitán sonrió.

– ¿Es posible que no lo sepas, papá? Pachín… Nuestro delantero centro… Licenciado hace un mes, por más señas.

El general barbotó:

– Ese fútbol…

El Gobernador, que había ido acercándose a la puerta, decidió por fin despedirse.

– Mi general -dijo-, le ruego que me ponga a los pies de su esposa. ¡La recordamos mucho! -El general inclinó la cabeza-. Capitán, mucha suerte… -El capitán Sánchez Bravo, sin dejar de sonreír, inclinó la cabeza a su vez.

En cuanto el Gobernador hubo salido, el general se volvió hacia su hijo y le preguntó:

– ¿Qué mosca os ha picado a los dos? Parecíais perro y gato…

El capitán se dirigió hacia la botella de coñac.

– Nada, papá. Nos gusta bromear.

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