CAPÍTULO V

Muchas veces, después de cenar, y una vez acostados los chicos, el Gobernador, camarada Dávila, se quedaba a solas con su mujer, María del Mar. Entonces, en zapatillas y mangas de camisa, se dedicaba a pensar tonterías, para desintoxicarse mientras mascaba un caramelo de menta o de eucalipto, o se introducía en las narices un tubo de inhalaciones. En esos detalles, en la importancia que le concedía a respirar bien, con yendo los músculos abdominales; en lo que gozaba andando; en su sentido de la orientación para saber la hora con sólo mirar al cielo, se veía que en los años de su infancia, vividos en el campo de Santander entre bosques y ganado, había aprendido a amar lo natural. Su familia poseía buen número de hectáreas de regadío. Él se marchó pronto a la ciudad, a estudiar, pero la tierra y los grandes espacios lo marcaron para siempre.

– Si tanto te gusta el paisaje, ¿por qué llevas gafas negras?

Era el tipo de razonamiento de María del Mar. En esas veladas nocturnas el Gobernador pasaba revista a los esfuerzos que realizaba su mujer para cumplir su promesa de no quejarse de hacer lo imposible para adaptarse a la vida gerundense. Tales esfuerzos eran de agradecer, pero resultaban vanos. Aquella excursión a Tossa de Mar, con Pablito y Cristina, fue un éxito. El pueblo costero era en verdad precioso y desde la Torre Vieja el mar desplegado bañó por un momento el corazón de María del Mar de un júbilo de buen augurio. Asimismo la mujer acabó por admitir que las callejuelas de Gerona que encandilaban a su hijo y el panorama que se divisaba desde Montjuich o desde las Pedreras tenían su encanto, pero el balance era negativo. De temperamento dulce, lo que le permitía crear a menudo en el hogar un clima de afecto que era para todos fuente de felicidad, su añoranza persistía.

– ¿Qué podría hacer yo, querida, para conseguir que estuvieras alegre?

– Déjalo, Juan Antonio. Ya se me pasará…

No era seguro. Porque, coincidiendo con estas crisis, le invadió de repente un temor contra el cual le resultaría todavía más difícil luchar: el temor a envejecer. Sí, el espejo le demostraba que las arrugas, las patas de gallo, eran ya realidades vivas en su rostro. Ello la desasosegaba de tal modo que sucumbió a la tentación de la limpieza. El Gobernador la veía andar de un sitio para otro fisgando en todas partes, cambiando de sitio los objetos y quejándose. "¿Sabes, Juan Antonio, que ayer encontramos cucarachas en el cuarto de Pablito y en el baño? ¡Tuvimos que matarlas a escobazos!". "¡Juan Antonio! ¡Habrá que tomar otra cocinera! No sabe ni abrir una lata de conservas". El Gobernador suspiraba. Pablito arrugaba el entrecejo. La doncella, una muchacha gallega de buena presencia, que se pasaba el día poniendo bolas de naftalina en los armarios, apretaba los puños y decía: "¡Brr…!".

Sin embargo, el estado de ánimo de María del Mar ofrecía sus ventajas. El viejo refrán: "No hay mal que por bien no venga". Se aguzó su sentido crítico. Se le aguzó hasta tal punto que el Gobernador sacó de él el máximo partido. En orden a sus responsabilidades era aquello preferible a tener al lado un muñeco que dijera que sí, o que lo adulara sistemáticamente. De suerte que el camarada Dávila, que por otra parte quería a su mujer lo mismo que antes, o tal vez más, le consultaba todo, lo grande y lo chico, para afinar la puntería. "¿Crees, María del Mar, que he de llamarle la atención al Delegado de Sindicatos? Me han dicho que cada día llega a la oficina a las diez". "¿Te parece bien que ponga en la sala de espera unas cuantas revistas? ¿No parecerá la casa de un médico?".

María del Mar le daba siempre su opinión, y ésta solía ser certera. En cuestiones estrictamente políticas, no, porque el cargo que ostentaba su marido continuaba desagradándole y ello la privaba de la necesaria objetividad; pero, en cambio, su olfato para con las personas era infalible. "Juan Antonio, cuidado con el jefe de Obras Públicas. No sé por qué, pero no me gusta". "¿Sabes a quiénes he visto hoy? A Mateo y a Marta. Son estupendos". También acertaba en cuestiones de protocolo. Era inevitable organizar a menudo "cenas diplomáticas" y cada vez era preciso elegir con buen tino los comensales. Ahí María del Mar brillaba con luz propia. En la mesa no faltaba un detalle, el menú era siempre original y las bebidas eran servidas en el momento preciso. Todo el mundo salía encantado, haciéndose lenguas de las virtudes de ama de casa de la elegante María del Mar.

Todo eso tenía un valor y el camarada Dávila sabía apreciarlo: "Has estado magnífica. Y también lo has pasado bien, ¿verdad? ¡Hay que ver cómo te reías!".

¡No, eso no! María del Mar era poco sociable. Cada reunión le exigía un esfuerzo ímprobo. Prefería con mucho la intimidad familiar. "A mí lo que de verdad me apetece es estar contigo y poderte morder cuando quiera el lóbulo de la oreja…"

A veces el Gobernador se enfurruñaba oyendo estas cosas, pues entendía que un exceso de mordeduras en el lóbulo de la oreja podían distraerle de sus obligaciones. María del Mar, ante la objeción, dejaba constancia de su temperamento. "¿Qué quieres que te diga? No soy tu asistente. Soy tu mujer". O bien: "Ya sé que eres un totalitario. Pero eso no cuenta para mí".

Bueno, no llegaba la sangre al río… La buena crianza los ayudaba a cancelar, a veces hermosamente, las situaciones tensas. Más aún: no era raro que esos forcejeos al amor del aire tibio, precursor del verano, que entraba por los ventanales del caserón del Gobierno Civil, le sirvieran al camarada Dávila para tomar decisiones importantes.

– Es curioso… ¡Se me acaba de ocurrir…!

– ¿Qué, cariño?

– No, nada…

El camarada Dávila sonreía. ¿Cómo era posible que la indiferencia de su mujer por los problemas que afectaban a su cargo, en un momento dado pudiera convertirse en estímulo?

– ¿Por qué dices "nada"? Anda, sé bueno y cuéntame lo que te propones.

– ¿Para qué?

– El Gobernador echaba la cabeza para atrás, voluptuosamente-. Moisés, para recibir las Tablas de la Ley, quiso estar sólito…

María del Mar sonreía a su vez.

– Sí, de acuerdo. ¡Pero fíjate lo que le ocurrió! Al bajar del monte se encontró con que su pueblo adoraba becerros de oro…

Eso era exactamente lo que el camarada Dávila quería evitar: que el pueblo adorase becerros de oro. Para ello estimó condición indispensable no adorarlos él. De ahí que, a lo largo de los tres meses transcurridos desde su toma de posesión, su principal empeño consistiese en conocer de punta a cabo la zona sometida a su mandato, y sus problemas. "A Dios rogando y con el mazo dando".

Recabó, naturalmente, los consabidos informes de organismos tales como la Delegación de Industria, la Cámara de Comercio, etcétera; pero consideró que el único medio auténticamente eficaz era la realización de aquel propósito inicial: visitar pueblo por pueblo, municipio por municipio, la provincia de Gerona.

Esa gira directa fue llamada por el camarada Dávila, humorísticamente, Visita Pastoral, y sus acompañantes más asiduos fueron Mateo, el notario Noguer, el profesor Civil y José Luis Martínez de Soria. Sin contar con el insustituible camarada Rosselló, en su calidad de chófer y secretario, quien le había Pedido permiso para colgar en el parabrisas del coche un monigote gordinflón que se había puesto a la venta y que representaba a un gendarme francés.

Cabe decir que el mayor de los éxitos premió la gestión del camarada Dávila. Por doquier fue recibido con entusiasmo, y no sólo por parte de los alcaldes y concejales que nombraba al paso, sino por toda la población. En algunos lugares le ocurrió que las mujeres lo obsequiaron con cestas de fruta; y en Santa Coloma de Parnés un viejo artesano, que vivió toda la guerra oculto en el monte, le hizo entrega de un precioso bastón tallado en madera, en el que había grabado el escudo de Gerona.

– Pero ¡los catalanes sois una joya! -exclamaba el Gobernador-. ¡Estáis reaccionando como si hubiera sonado el tambor del Bruch!

Miguel Rosselló comentaba:

– Es que ha sonado de verdad ese tambor, camarada… A lo largo de la gira el Gobernador se comportó de acuerdo con su idiosincrasia. En los pueblos no se limitaba a contemplar desde el balcón la plaza Municipal. Apenas había dado posesión de sus cargos a los componentes del Ayuntamiento, les decía:

– ¿Y si nos diéramos una vuelta a pie por las afueras? Las autoridades locales se miraban.

– ¡No faltaría más, Excelencia!

– Llamadme camarada, por favor…

Esa vuelta a pie por las afueras podía muy bien prolongarse durante dos y tres horas a pleno sol. El alcalde y los concejales sudaban la gota gorda, pero por nada del mundo hubieran decepcionado a la primera jerarquía de la provincia. Sonreían. Sonreían una y otra vez, aunque confiaban en que la próxima Visita Pastoral no tendría lugar hasta el año siguiente. Y entretanto procuraban satisfacer, en la medida de lo posible, la insaciable curiosidad de que hacía gala el Gobernador.

– ¿Cómo le llaman ustedes a aquel montículo?

– El montículo de las Perdices. Hay muy buena caza… ¡Bueno! Debió de haberla en otros tiempos…

– ¿Y este arroyuelo?

– Nosotros lo llamamos La Muga.

– ¿Hay truchas?

– Pues… pocas.

Al camarada Dávila le llamaron mucho la atención la prestancia de las masías catalanas, que elogió sin reservas, la forma de los pajares, con un orinal encima del palo y los diversos sistemas de acequias empleados. Llevaba consigo siempre la máquina fotográfica y no desperdiciaba ocasión de utilizarla. Huelga decir que la disparó reiteradamente en los lugares en que había alcornoques, habida cuenta de que todo lo referente al corcho le era prácticamente desconocido.

– ¡Qué bien huele esto, qué bien!

Esos viajes del camarada Dávila lo confirmaron en su primera impresión: se encontraba en uno de los más privilegiados pedazos de España. Gerona era, de extremo a extremo, un prodigio de variedad y una admirable demostración de que los gerundenses habían conseguido, merced a su laboriosidad, convertir su bella tierra en una fuente inagotable de riqueza. Gerona formaba un mundo completo, tal y como rezaban los manuales escolares. Naturalmente, ahora todo parecía desmantelado y tristón, con repentinos toques de huida precipitada. De pronto, junto a una hilera de olmos y un río, aparecían huellas de la guerra, o basuras hediondas o una vieja solitaria cuya lengua se habían comido los soldados al pasar. Pero el camarada Dávila tenía imaginación para saber que tal estado de cosas era provisional y que en breve plazo los caballos volverían a relinchar en las cuadras y las vacas a rumiar por entre la filosófica hierba.

Sus acompañantes de turno, mientras regresaban a la capital, lo incitaban, como es lógico, a que manifestara su parecer.

Y el Gobernador no se hacía de rogar. Estaba llegando a determinadas conclusiones y las exponía con franqueza.

– Me impresiona el equilibrio de la provincia. Forman ustedes una comunidad equilibrada. ¡Y mucho más sentimental de lo que imaginé! ¡Oh, sí! Son ustedes sentimentales, a pesar de las fábricas. Una palabra cariñosa, y se les hace la boca agua. Y, desde luego, me encanta el sentido familiar que preside su forma de vivir. Esto es notable. Notable desde cualquier punto de vista.

En cierta ocasión, al regreso de la Cerdaña, zona bucólica donde el Gobernador apadrinó el bautizo de varios niños nacidos durante la guerra, siendo luego obsequiado con un espléndido banquete, seguido de un repertorio de canciones y poesías, comentó, con la mejor de las intenciones:

– Otro rasgo evidente es cierto infantilismo que se conserva en estas comarcas. ¡Con qué facilidad se ríe la gente! Mateo tiene razón, no cabe duda: hay que gobernar esto con sentido paternalista.

El profesor Civil, al oír este comentario, se creyó en el deber de emitir su juicio. Por descontado, ese infantilismo existía, así como existían el espíritu familiar y la faceta sentimental. No obstante, se permitía aconsejar al Gobernador que meditara con calma las consecuencias extraídas por Mateo. Mateo era muy inteligente, pero joven al fin y al cabo. En primer término, el Gobernador no debía olvidar que esa comunidad equilibrada podía también engendrar monstruos, como muy bien quedó demostrado durante el período 'rojo'. En segundo término, las circunstancias en que él trataba a aquella gente debían considerarse de emergencia, dado que su visita equivalía un poco a la Fiesta Mayor, para la cual todo el mundo se pone el mejor traje o, dicho de otro modo, se disfraza. De suerte que decidirse a gobernar bajo el signo del paternalismo podía resultar peligroso… No, la comunidad gerundense, por llevar a la espalda el peso de una inmensa tradición y por haber conocido pruebas muy duras, a la larga opondría resistencia a una sumisión de ese tipo. La evolución previsible, a su entender, era ésta: los gerundenses despertarían pronto de su estado de beatitud y entrarían irremisiblemente en una etapa de rabiosa ambición. Querrían resarcirse de las calamidades pasadas. El bebé se convertiría en poco tiempo en un mozo adulto, obsesionado por un propósito: trabajar. Sería preciso, pues, darle medios para ello, para que las bóvilas volvieran a cocer ladrillos y para que los arroyuelos como La Muga produjeran energía eléctrica y no truchas. Dicho de otra manera, si las palabras cariñosas no recibían el espaldarazo de las obras, las mujeres de la provincia, en vez de regalarle a él cestas de fruta, les dirían a sus hombres: "El Gobernador es muy simpático, pero no encaja aquí. Debería volverse a Santander, que es su ambiente y cuyas necesidades le resultarán más conocidas".

El Gobernador se quedó de una pieza. Sólo el respeto que le inspiraban la blanca cabellera del profesor Civil y los conocimientos históricos que éste poseía le impidieron contestar lo que le vino a las mientes. Consiguió dominar su impulso y guardó un largo silencio, durante el cual casi deseó volver a fumar, como fumó durante la guerra. Por fin, volviéndose hacia el notario Noguer, que parecía adormilado pero que no se había perdido una sílaba, dijo:

– Esto es muy interesante. Muy interesante… ¿Opina usted lo mismo que el profesor Civil, mi querido notario Noguer?

Es de destacar que sus dos acompañantes, junto con 'La Voz de Alerta', eran las únicas personas a las que el Gobernador no se había atrevido, a tutear.

El notario Noguer hizo como que se espabilaba, y mientras acariciaba la pelusilla del sombrero gris que sostenía en las rodillas, contestó:

– Opino exactamente igual, señor Gobernador. Y le diré más. Mi impresión es que ese espíritu de colaboración que encuentra usted ahora… es esporádico. ¡Bueno, no querría decepcionarlo! Pero hay realidades que no se pueden escamotear. Piense usted que este pueblo ha sido tocado en lo que más quería. Se le ha prohibido bailar sardanas; sus orfeones no pueden cantar en el idioma propio; los periódicos que se le dan dicen todos lo mismo; el programa único ha acabado con la polémica y la discusión, aficiones muy arraigadas entre nosotros; sabe que todas las órdenes emanan de Madrid… En fin, mi estimado amigo. Considero que todo esto acarreará problemas, que es cierto que la única válvula de escape será la avidez de trabajar y que la tarea de usted va a ser más compleja que mecer un niño en la cuna.

El camarada Dávila se dio cuenta de que había herido algo profundo. Sin embargo, no le importó, pues entre sus deberes no figuraba el de hacer masaje con polvos de talco. En cambio sí le importó la ironía subyacente bajo las palabras del profesor Civil primero y las del notario Noguer después. Y la incomprensión que éstas demostraban para con los postulados que él, con su camisa azul, representaba.

– Gracias por sus consejos, caballeros -dijo, sacando su tubo de inhalaciones-. Por lo visto les ha pasado a ustedes inadvertido que desde que llegué a esta provincia no he hecho más que esto: procurar localizar los problemas, creer que son y serán muy duros y que resolverlos exigirá en cualquier caso un esfuerzo titánico. ¡Claro, la máquina fotográfica me da aspecto de turista! En fin… Pero lo peor de todo es que hayan sentido ustedes la necesidad de advertirme que esta amable comunidad querrá trabajar y que reclamará nuestra ayuda. Aparte de que, si mal no recuerdo, en cierta ocasión le dije a nuestro querido chófer, el camarada Rosselló, que en lo único que no tenía fe era en los hechos -en las carreteras, en los embalses, en los buenos trenes-, resulta que la idea de producir es la piedra angular de nuestro sistema doctrinal; sobre todo el de los que, como mis tres hermanos y yo, los cuatro Dávila, procedemos de las JONS. Pero es que, además, parece ser que pronunciar aquí la palabra paternalismo es la ofensa más grave que un gobernante puede cometer… ¡Bien, señores! Cartas boca arriba. Su intervención me ha demostrado más que nunca que necesitan ustedes de esa protección. En primer lugar, porque yo no creo en las comunidades adultas, por mucha tradición que tengan. La masa es masa en cualquier parte, aquí y en Almería, con sólo diferencias de matiz. Y en segundo lugar, porque la experiencia de que el padre sea el pueblo y el bebé la minoría cultivada ya la hicimos, con los resultados conocidos. Así que, si ustedes me lo permiten, continuaré en mis trece, y mientras tanto, contemplaré el hermoso panorama que nos rodea.

Dicho esto, el Gobernador miró por la ventanilla el paisaje que desfilaba en aquellos momentos a ambos lados de la carretera. El coche descendía precisamente por los repechos de la llamada Costa Roja, ya cercana a Gerona, uno de los lugares preferidos por los milicianos de la FAI para llevar a cabo sus fusilamientos. El sol agonizaba y la tierra era una llama.

El notario Noguer y el profesor Civil estaban anonadados. Jamás sospecharon levantar semejante polvareda. También ellos se habían convencido más que nunca de algo: de lo expuesto que resultaba ponerle objeciones a un hombre acostumbrado a mandar, aun cuando ese hombre, en muchos momentos, se mostrara de lo más campechano y presumiera de "tener las puertas abiertas para todo el mundo" y de creer que resultaba extremadamente útil "escuchar a los demás".

Tal vez ambas partes tuvieran razón. El notario Noguer y el profesor Civil no habían puesto en sus intervenciones ironía de mala ley; de acuerdo. Pero era también cierto que no podía achacársele al Gobernador optimismo excesivo ni la menor sombra de frivolidad. ¡Oh, no, el Gobernador no vivía en el limbo! Para cerciorarse de ello bastaba con repasar sus actividades en la última quincena transcurrida.

Aparte la gira realizada por los pueblos -su Visita Pastoral, que iba tocando a su fin-, había tomado contacto directo con las dos personas últimamente llegadas a Gerona con la misión de resolver dos de los rompecabezas más vitales y complicados que la provincia tenía planteados: la Sanidad y la Enseñanza Primaria. Y lo había hecho consecuente con su método de trabajo: dialogando con dichas personas, observándolas y pisando por sí mismo el terreno en que una y otra debían producirse.

Vale decir que en los dos casos quedó satisfecho sólo a medias.

El Inspector de Sanidad, nombrado también Director del Hospital Provincial y, accidentalmente, del Manicomio, era el doctor Maximiliano Chaos, de Cáceres. El Gobernador lo recibió Primero en su despacho y luego lo visitó en el Hospital. Hombre elegante, de unos cincuenta años de edad, se pasó toda la guerra en la zona "nacional", operando en los quirófanos de retaguardia a heridos alemanes e italianos. Parecía muy competente y activo, aunque tenía un tic que ponía nervioso al Gobernador: hacía crujir los dedos de las manos. Era como una música de fondo mientras hablaba: crac-crac. Por si fuera poco, llevaba siempre un perro de lanas, grande y negro, atado a una correa, al que, sin que se supiera por qué, llamaba Goering. En la entrevista celebrada en el Gobierno Civil no hablaron más que de generalidades; pero en la visita del camarada Dávila al Hospital la cosa fue más seria. El camarada Dávila se quedó estupefacto ante el espectáculo que ofrecían los enfermos allí internados y los datos que le suministró el doctor Chaos. Epidemia de sarna; vientres hinchados, de los que se extraían increíbles cantidades de serosidad; rostros con tres manchas -una en la nariz y dos en ambas mejillas- que por formar un triángulo recibían el nombre de "mariposa"; etcétera. Y muchas depresiones, y muchos ataques epilépticos…

– Pero, doctor… ¡esto es algo horrible!

El doctor Chaos, acostumbrado a ver calamidades, iba recorriendo las distintas dependencias con aire puramente profesional.

– Lo normal en una guerra, ¿no es cierto? También hay que registrar una serie de suicidios.

El Gobernador se tocó las gafas en signo de preocupación. Claro, allí no se trataba de especulaciones, siempre discutibles; tratábase de una estremecedora realidad.

Lo que ocurría era que esta realidad no casaba con el esquema de deseos del Gobernador. ¡Depresiones, ahora que la paz había llegado! ¡Epilepsia, cuando todo invitaba a la serenidad! ¡Suicidios, cuando en España empezaba a amanecen -Como verá usted -dijo el doctor, interrumpiendo los pensamientos del Gobernador-, aquí carecemos de todo. ¡Y en el Manicomio no digamos! Aunque espero que de allí me releven pronto, pues yo soy cirujano y no psiquiatra. Confío, señor Gobernador, en que hará usted todo lo posible para que nos manden medicamentos, vendas y, por supuesto, un buen aparato de Rayos X. También convendría que alguien indicara a esas monjitas que el señor obispo me ha enviado, la conveniencia de que hojearan, si es que la capilla les deja algún rato libre, algún Manual elemental de esos que suelen estudiarse las enfermeras.

El Gobernador salió del Hospital hecho un lío, posponiendo para otro día la visita al Manicomio. "Lo normal después de una guerra, ¿no es cierto?". Esas palabras sonaban en sus oídos; esas palabras y el crac-crac de los huesudos dedos de las manos del doctor, el cual lo acompañó hasta la puerta, desde donde lo saludó con un gesto de gran señor, para dirigirse acto seguido a tranquilizar a su perro, Goering, que correteaba por allí nervioso en extremo.

El camarada Dávila, mientras regresaban al Gobierno Civil, barbotó para sí:

– Hay algo extraño en ese hombre; pero no sé lo que es. Al entrar en la calle de Ciudadanos, le dijo bruscamente a Miguel Rosselló:

– Oye, aguarda un momento. Llama por teléfono a la Inspección de Enseñanza Primaria y pregunta por el Inspector Jefe. Si está allí, dile que vamos a verle.

– 'Okey'.

El camarada Rosselló se apeó y llamó. El Inspector estaba en su despacho.

– Pues andando.

El Gobernador se había acordado de que el hombre, llegado a Gerona hacía lo menos una semana, había llamado ya dos veces lo menos solicitándole audiencia. Pensó que era mucho mejor entrevistarse con él en su feudo, un destartalado piso de la calle del Norte, en el que había vivido la Valenciana.

– ¿Te acuerdas de cómo se llama?

– Sí. Agustín Lago.

– Bonito nombre.

El Inspector Jefe se había tomado la molestia de bajar la escalera a esperar al Gobernador. Éste se apeó del coche y al primer golpe de vista le echó al Inspector unos treinta y cinco años de edad y pensó que de su frente emanaba un halo de nobleza.

– Mucho gusto en conocerlo, señor Gobernador.

– Igualmente, camarada Lago.

– ¿Quiere usted subir?

El Gobernador hizo un gesto que significaba: "Estoy dispuesto".

El Inspector se apartó a un lado para cederle el paso y en ese momento el camarada Dávila se dio cuenta de que a su anfitrión le faltaba un brazo. Su manga izquierda flotaba.

– ¿Caballero mutilado? -preguntó, antes de abordar la oscura escalera.

– Así es. En la batalla de Belchite.

Mientras subían, el Gobernador, en tono más cordial que antes, dijo:

– Si no te importa, preferiría que nos tuteáramos.

– Me parece muy bien -aceptó Agustín Lago.

El despacho estaba en mantillas, a excepción del Crucifijo y de los retratos de rigor. Sobre la mesa, un montón de carpetas y un fichero de mano, con cartulinas verdes. Y una máquina de escribir alta y pesada, sin duda extraída del Servicio de Recuperación.

– No puedo ofrecerte nada de beber.

– No importa.

El Gobernador miró de frente, con atención, a su interlocutor. Este parecía un tanto intimidado. Llevaba gafas bifocales y sus modales eran tan correctos, tan mesurados, que casi rozaban la asepsia. Tal vez ello se debiera a la amputación del brazo, puesto que al hombre se le veía constantemente preocupado por ocultar su manga hueca.

El camarada Dávila se enteró, gracias al interrogatorio previo, de que el camarada Lago era de Ciudad Real y de que su nombramiento no tenía nada que ver con su hoja de servicios, sino que correspondía a los estudios que antes de la guerra había cursado en la Escuela Superior del Magisterio, en Madrid.

También supo que Había llegado solo, sin familia -lo mismo que el doctor Chaos- y que de momento se había instalado en una modesta pensión de la plaza de las Ollas.

A la media hora de conversación el Gobernador se dio cuenta de que Agustín Lago era persona culta y capaz. El vocabulario que empleaba no mentía, así como su capacidad de síntesis. Por lo demás, dio pruebas de conocer al dedillo sus obligaciones, lo que satisfizo en grado sumo al camarada Dávila. ¡Era tan importante aquel cargo! Porque, si la salud física era el soporte necesario, tanto o más lo era la formación intelectual de las nuevas generaciones.

– Debo proponer a Madrid el nombramiento de varios inspectores provinciales. Cuatro lo menos. Pero me encuentro con que no conozco aquí a nadie.

– No te preocupes. Le diré al Jefe del SEM que te facilite los nombres.

Por supuesto, debía también revisar, y en ello estaba -señaló las carpetas y el fichero de la mesa- la tarea efectuada hasta entonces por la Comisión Depuradora de los maestros.

– ¿Qué tal la labor de esta Comisión?

– Excelente. Los pliegos de cargos están casi completos…

– ¿Qué sanciones son de prever?

– Tengo la impresión de que la mitad lo menos de los maestros de la plantilla profesional deberán ser separados del servicio.

El Gobernador, siguiendo su costumbre, contrajo los músculos abdominales.

– ¿Tanto como eso?

– Por lo visto -explicó el Inspector Jefe-, los famosos David y Olga, cuyos nombres aparecen en todos los informes, ejercieron una influencia decisiva en toda la provincia.

– Sí, ya lo sé.

El Gobernador estimó que acababa de recibir una mala noticia. ¡El cincuenta por ciento! ¿Qué ocurriría cuando, en octubre, se reanudase la vida escolar? Aparte de que muchos pueblos se quedarían automáticamente sin maestro, en las localidades importantes, y no digamos en la capital, se apoderarían del terreno libre los colegios religiosos, los cuales andaban preparándose con ímpetu extraordinario, al apoyo de una serie de privilegios estatales.

Agustín Lago no comprendió que al Gobernador lo afectase este último aspecto de la cuestión.

– Los colegios religiosos constituyen una garantía, ¿no es así?

– En mi opinión, no -replicó tajante el camarada Dávila-. Me refiero a la enseñanza en general, claro está. Me temo que los alumnos se pasen el día rezando padrenuestros y cantando salves, y que en cambio las matemáticas, la geografía y demás queden relegadas a un plano secundario.

– En vista de que el Inspector Jefe continuaba asombrado, concluyó-: Conozco el paño, mi querido amigo. Cuando quemamos iglesias, las quemamos. Pero cuando toca salvar el alma, entonces lo demás puede irse al carajo.

Sin perder la compostura, Agustín Lago hizo patente su disconformidad. Personalmente consideraba que podía hallarse el justo medio, que los alumnos podían ser adiestrados simultáneamente en el estudio y en la fe. "Con permiso, vamos a emplear el tópico: lo cortés no quita lo valiente".

El Gobernador hizo un mohín escéptico, que se acentuó todavía más al oír de labios de su interlocutor que al pronto el Ministerio había retirado de la circulación todos los libros de texto utilizados en Cataluña, incluso los vigentes antes de la guerra, a excepción de un tratado de Ortografía.

– ¡Vaya, menos mal! -exclamó el Gobernador al oír esta salvedad. Luego añadió-: ¿Ni siquiera los libros de ciencia pueden ser aprovechados?

Agustín Lago se mordió el labio.

– Por lo visto hay quien opina que la ciencia puede interpretarse de muchas maneras… -Luego añadió-: Y además, su aprobación depende también de Madrid.

El camarada Dávila, pensando que hasta octubre habría tiempo sobrado para fiscalizar todo aquello de cerca, dio un viraje al diálogo, intentando llevarlo de nuevo al terreno personal. Agustín Lago lo había intrigado. Por un lado, daba la impresión de sentirse muy seguro, de haber filtrado con tiempo sus convicciones; por otro, de pronto se ruborizaba, sin motivo aparente. Su voz chocaba también un poco. No correspondía a su condición de caballero mutilado. Era una voz aflautada, de escasos registros. ¡Y aquellos modales, tan correctos! Llevaba un traje gris, impecable, camisa blanca, con cuello almidonado, y muy pequeño el nudo de la corbata.

¿Qué habría detrás de aquellas gafas bifocales y de aquellos rubores? ¿No resultaría el camarada Lago un beato de tamaño natural?

– Permíteme una pregunta. ¿Eres soltero?

– Sí.

El escarceo que siguió fue intrascendente y llegó la hora de despedirse.

– Cuenta conmigo. Te ayudaré cuanto pueda.

– Muchas gracias.

Camino del Gobierno Civil, el camarada Dávila le dijo a Miguel Rosselló:

– ¡Lástima que no hayas subido! Me hubiera gustado conocer tu opinión sobre nuestro hombre.

Miguel Rosselló alzó los hombros. El gordinflón monigote del coche, que representaba un gendarme francés, pareció sonreír.

Aquel mismo día el camarada Dávila abrió una investigación Que lo condujo a obtener, en un plazo de tiempo mínimo, una serie de datos sobre la personalidad de Agustín Lago. Poca cosa de momento; pero lo bastante para obtener una orientación.

"Primogénito de una familia acomodada de la Mancha. Conducta intachable. Oposiciones brillantes. Miembro de una institución minoritaria llamada Opus Dei, de reglamento ignorado. En la modesta habitación de la fonda ha colgado una inscripción que dice: "Amaos los unos a los otros, que en esto reconocerán que sois mis discípulos".

El Gobernador se quitó las gafas negras y procedió a limpiar con lentitud los cristales. ¿Qué clase de colaborador le había tocado en suerte? ¿Bastarían una frente noble y una manga flotante para formar intelectualmente a las nuevas generaciones?

Por la noche le dijo a su mujer:

– ¿Sabes que he conocido al Director del Hospital y al Inspector Jefe de Enseñanza Primaria? Dos tipos interesantes…

María del Mar comprendió. Se encontraba en el lavabo, cubriéndose la tez con una pomada blancuzca que le daba aire de espectro.

– Invítalos a cenar. Para el sábado, por ejemplo…

– Gracias, nena. Eres un tesoro.

Naturalmente, las actividades desarrolladas por el Gobernador en aquellas fechas abarcaban también otros campos. Uno de ellos, sumamente engorroso, era la campaña de moralización iniciada por el señor obispo.

El camarada Dávila tenía muy presente su promesa de permanecer al margen de los asuntos religiosos. Sin embargo, dicha campaña le parecía tan exagerada que estudiaba la forma de meter baza en ella. Mateo, cuya ventaja estribaba en que no se dejaba influir por sentimientos localistas, compartía totalmente, en este punto, la preocupación del Gobernador.

Y es que ya no se trataba de las publicaciones del obispado, anacrónicas a todas luces, ni del tono empleado en los pulpitos, tono que "ponía literalmente los pelos de punta". Se trataba de que el doctor Gregorio Lascasas se mostraba dispuesto a mantener las conciencias en un constante estado de alerta, a cerrar la diócesis a cal y canto.

Las disposiciones emanadas del Palacio Episcopal eran, ciertamente, conclusivas. Las mujeres no podrían entrar en la iglesia sin llevar medias. Las mangas cortas, la falda corta y, por supuesto, los escotes, serían considerados "provocación grave". Prácticamente quedaban prohibidos los bailes, sobre todo en los pueblos, y en la piscina de la Dehesa debería implantarse la separación de sexos. Llegado el verano, en las playas la gente, al salir del agua, debería cubrirse con el albornoz, a cuyo efecto parejas de la Guardia Civil prestarían la debida vigilancia. Los empresarios de los cines serían responsables de los escándalos que pudieran producirse en el oscuro patio de butacas. Los sacerdotes quedaban facultados para llamar la atención por la calle a quienquiera que "atentara contra la honestidad". Etcétera. El camarada Dávila, que en cuestión de mujeres siempre decía "que a nadie le amarga un dulce", consideró aquel juego extremadamente aventurado.

– ¡Sí, ya lo sé! Concluí un pacto con el obispo. Me encuentro atado de pies y manos. No obstante, he de hacer algo… He de demostrar de algún modo mi disconformidad.

La ocasión se le presentó con motivo del más drástico de los proyectos del doctor Gregorio Lascasas: cerrar las casas de prostitución. El Gobernador Civil entendía que la medida era contraproducente y que la posguerra exigía determinados desahogos que no se podían bloquear de un plumazo. Así, pues, se opuso a ello. Se negó en redondo mediante un oficio en el que estampó todos los sellos de que disponía en el Gobierno Civil. Y al tiempo que lamía el sobre para enviarlo inmediatamente a Palacio, le dijo a Mateo:

– Lo que son las cosas. A mí la prostitución me parece una obra tan oxigenante que si de mí dependiera le concedería a la Andaluza la Medalla de Beneficencia.

Otro capítulo que lo preocupaba, pero en el que tampoco podía intervenir como hubiera deseado, era el de la Justicia. Estaba enterado de la forma en que actuaba Auditoría de Guerra y de los "trabajillos" que llevaba a cabo la brigadilla Diéguez, aquella que tenía aterrorizado a la Torre de Babel. Ahí echó mano de sus muy cordiales relaciones con el Jefe de Policía, don Eusebio Ferrándiz, persona ponderada, que lo apoyó desde el primer momento en nombre de la ortodoxia profesional. No puede decirse que obtuviera grandes éxitos; sin embargo, tampoco luchó en vano. Por ejemplo, consiguió que varias personas cuyo único delito consistía en haber hecho durante la guerra pinitos literarios en El Demócrata y en alguna revista, fueran puestas en libertad. Si bien la gestión moderadora que mejor le salió fue la relacionada con los hermanos Costa, los célebres ex diputados de Izquierda Republicana. El Gobernador se interesó por ellos, haciendo hincapié en que eran hermanos de Laura y habían colaborado en Marsella con el notario Noguer, y obtuvo la promesa formal de que en cuanto regresasen de Francia, como por lo visto tenían proyectado, "serían juzgados con buena disposición de ánimo".

En cambio, nada pudo hacer en favor del doctor Rosselló, el padre del camarada Rosselló, lo cual provocó una situación dramática. En efecto, el día en que el muchacho se decidió a confesarle que tenía a su padre escondido en casa y que era preciso salvarlo, el camarada Dávila, después de tragarse sin mascar uno de sus caramelos, le dijo: "¿Qué puedo hacer, amigo mío? Tu padre era masón y la Ley de Responsabilidades Políticas es tajante al respecto. Lo es tanto, que preferiría que tu padre hubiera robado un par de caballos de la guardia mora de Franco. ¿Comprendes lo que quiero decir?". El camarada Rosselló asintió con la cabeza. "Sí, claro…" Y el muchacho casi se echó a llorar.

En resumen, el camarada Dávila no se concedía tregua y demostraba arrestos para pechar con cuantas dificultades se le presentasen. Lo curioso era que el juicio emitido por el notario Noguer y el profesor Civil, en el sentido de que ponerle pegas a un hombre acostumbrado a mandar era perder el tiempo. No tenía vigencia en cuanto el Gobernador traspasaba la Puerta del hogar. Dentro, se mostraba precisamente cada vez más vulnerable, hasta el extremo que ya no se limitaba a pedirle a su esposa, María del Mar, la opinión que le merecían las personas que iban conociendo o que colaboraban con él directa o marginalmente. ¡Ahora les pedía la opinión incluso a sus hijos, a Pablito y a Cristina! Lo que se justificaba a sí mismo con el argumento de que todos los niños del mundo, pero especialmente los suyos, gozaban de un sexto sentido que les permitía detectar lo bueno y lo malo, muchas verdades escondidas.

Este hábito, revelador de una íntima vacilación, se evidenció claramente al término de la gran fiesta que con motivo de su cumpleaños organizó en el Gobierno Civil. Acudieron al acto gran número de invitados -entre ellos, el apuesto capitán Sánchez Bravo, hijo del general, ya incorporado a la guarnición gerundense-, y Pablito y Cristina cumplieron con soltura y clase su tarea de ayudar a su madre en atenderlos, animando con su presencia la velada.

Pues bien, acabado el festejo, cuando la familia se quedó sola, el camarada Dávila se dirigió a Pablito y con aire alegre, como quitándole importancia a la cosa, le dijo:

– Vamos a ver, hijo. ¿Cuál es la persona que menos te ha gustado de todas las que han venido esta tarde?

Pablito, que crecía desmesuradamente y que tenía el pelo rubio como Cristina, pero mucho más rebelde, contestó sin vacilar:

– El doctor Chaos.

El Gobernador quedó pensativo. Y seguidamente añadió:

– ¿Y la que te ha gustado más?

Tampoco esta vez vaciló el muchacho.

– Manolo -contestó.

¡Santo Dios! El Gobernador irguió el busto y por un momento su silueta fue jocosa. Pablito se refería a uno de los tenientes jurídicos de complemento que ejercían en Auditoría de Guerra -por tanto, compañero de José Luis Martínez de Soria-, llamado Manuel Fontana, de Barcelona, y con el que, lo mismo él que María del Mar, habían coincidido últimamente en varias ocasiones.

La sorpresa del Gobernador se debió a que dicho teniente, conocido familiarmente por Manolo, apenas si estuvo quince minutos en la reunión y porque la opinión de Pablito coincidía plenamente con la de María del Mar, quien la víspera le había dicho: "¿Sabes una cosa? Ese muchacho, Fontana, es una joya. Ojalá se quitara el uniforme y te ayudara en el Gobierno Civil".

El camarada Dávila, que no salía de su asombro, insistió:

– Dime, Pablito. ¿Por qué te ha gustado tanto Manolo, si puede saberse?

– No lo sé, papá. Es muy simpático…

Simpático… ¿Era eso una respuesta? ¿Debía valorar la simpatía con vistas al equipo de colaboradores de que el Gobernador quería rodearse?

El camarada Dávila puso la mano en la cabeza de su hijo y le alborotó el pelo más aún. A veces sentía tan hondamente que aquel pedazo de carne era suyo, que se le humedecían los ojos.

¡Ah, en cambio Pablito, aunque alegre, era muy concreto, y mucho menos sentimental que los gerundenses de la zona idílica de la Cerdaña! Se pasaba el día leyendo, leyendo cuantos papeles impresos caían en sus manos. Un tanto excesivo para su edad. El camarada Dávila lo hubiera preferido más frívolo, más inclinado a expansionarse; pero era inútil. El único juego que le gustaba a Pablito era el billar. Por fortuna, había niño en la casa, que se trajeron de Santander y en el que de vez en cuando padre e hijo libraban duras batallas, pues el Gobernador opinaba que el billar era un ejercicio disciplinante, que estimulaba al mismo tiempo la imaginación y el rigor, con la única desventaja de que "a menudo obligaba a levantar ridículamente la pierna derecha".

– ¿Y tú, Cristina? ¿Con quién lo has pasado mejor en la fiesta?

Cristina, que sostenía entre las manos un conejillo de trapo -los animalillos de trapo la chiflaban tanto como los libros a Pablito-, cerró por espacio de unos segundos graciosamente la boca y luego respondió:

– Contigo, papá…

¡Ah, no! Aquello era demasiado. El Gobernador se emocionó más de lo debido. La familia era un peligro, tanto o más grave que las mangas cortas y los escotes. Si no conseguía domeñar su universo afectivo, estaba perdido.

– No seas tonta, Cristina. Me refiero a los invitados.

La niña se echó a reír.

– Pues, de los invitados… doña Cecilia.

– ¿Es posible?

Sí, lo era. Doña Cecilia era la esposa del general. Por lo visto estaba tan contenta con la llegada de su hijo, el capitán Sánchez Bravo, que no sólo se extralimitó un poco en la fiesta, bebiendo champaña, sino que sostuvo con Cristina un largo diálogo, contándole que, si un día llegaba a ser rica, se compraría muchos sombreros y muchos collares.

– ¿Y por qué te ha gustado tanto doña Cecilia, vamos a ver?

Cristina tiró al aire el animalejo con que jugueteaba y dijo:

– Porque cuando sonríe se parece a este conejillo.

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