Mes de diciembre. La vida continuaba. Prueba de ello eran las noticias que por aquellas fechas Jaime subrayó con lápiz rojo en Amanecer.
"En los Estados Unidos Al Capone había sido puesto en libertad y se había marchado a vivir con su familia a Pensilvania".
"Los generales laureados habían sido incluidos en las listas de honor del Real Automóvil Club de España".
"Los académicos habían comenzado en Madrid la revisión del Diccionario de la Lengua, al que incorporarían los vocablos que con la guerra adquirieron carta de naturaleza".
"En Barcelona habían sido clausurados los canódromos y los bailes-taxi".
"El conocido ex policía gerundense Julio García, que en París llevaba una vida de vilipendio, había sido identificado como espía de los aliados".
"Los ex maestros David y Olga, responsables de tantos crímenes en la provincia, habían fundado en Méjico una editorial cuyo primer título publicado era: Lo que todo el mundo debe saber del marxismo".
"Por orden gubernativa, habían sido retirados los desnudos que figuraban en la exposición de pinturas recién abierta en la Biblioteca Municipal".
Etcétera.
Matías seguía leyendo con delectación las noticias señaladas por Jaime. Pero no se limitaba a eso. Leía también los partes de guerra -los alemanes continuaban hundiendo barcos mercantes enemigos y los rusos no conseguían avanzar en Finlandia- y, con especial atención, los anuncios, pues siempre había creído que éstos eran muy útiles para tomarle el pulso a la sociedad.
¿Por qué -se preguntaba Matías- los anuncios más frecuentes por aquel entonces, con abrumadora diferencia sobre los demás, eran los de aparatos ortopédicos para curar las hernias; los de máquinas usadas; los de productos antivenéreos y antidiarreicos; los que curaban la sarna; el Fósforo Perrero y los productos de belleza para la mujer?
Después de reflexionar con cierta intensidad, Matías sacó sus conclusiones. La gente necesitaba más que nunca fósforo para reforzar la cabeza. La falta de higiene propagaba las enfermedades venéreas y la sarna. Las máquinas usadas y las diarreas eran consecuencia de la lucha sostenida a lo largo de tres años. Las mujeres querían embellecerse -pomadas para el cutis, fijadores para el pelo, barras de labios…- y él tenía en la familia dos buenos ejemplos de ello, cada cual a su manera: Pilar y Paz. Ahora bien ¿y lo de las hernias? ¿Tantos herniados había en España? ¿Por qué? El chismoso señor Grote le decía: "La cosa está clara, amigo Matías. Los españoles, casados o solteros, hacemos muchos ejercicios violentos".
Matías esperaba que algún día apareciera en Amanecer un anuncio que curara los trastornos que, pese a los cuidados del doctor Pedro Morell, sufría Carmen Elgazu. "¿Por qué no aparecerá un remedio eficaz contra esas horribles hemorragias?", se preguntaba. Sí, ésa era la preocupación que gravitaba sobre los Alvear, precisamente cuando se acercaba la Navidad. Las medicinas prescritas a modo de prueba por el doctor Pedro Morell no daban el resultado apetecido. Carmen Elgazu disimulaba, pero desmejoraba a ojos vistas. Pilar e Ignacio se habían dado cuenta de ello y le preguntaban: "¿Qué te ocurre, mamá?". "Nada, hijos. Que no tengo apetito. Y que yo no me pongo en la cara esos potingues que le quitan a una años de encima". No, no era eso. De tal modo, que en la última visita que Matías y Carmen le hicieron al competente ginecólogo, éste había llamado aparte a Matías y le había dicho: "Lamento tener que hablarle así. Vamos a darle a su esposa unas sesiones de radioterapia; pero creo que no quedará más remedio que practicarle la intervención de que le hablé".
Esta vez Matías había afrontado la realidad y le había preguntado al doctor:
– Exactamente ¿qué quiere usted decir con eso?
El doctor le había contestado, haciendo un expresivo ademán:
– Extirpación…
El aldabonazo había sido más tremendo que el que pegaba Jaime en las puertas al repartir el periódico. Matías, exceptuando lo de César, no estaba acostumbrado a noticias de esa clase, que afectasen a su casa de modo tan vital. Ésta la subrayó él mismo, con lápiz rojo, en el alma. Matías había creído siempre que su mujer era invulnerable, que era eterna. La palabra extirpación había desmoronado en su interior algo muy arraigado y profundo.
– En todo caso -había preguntado-, ¿quién se encargaría de la operación?
El doctor Morell había contestado sin vacilar:
– Yo les aconsejaría el doctor Chaos.
¡Doctor Chaos! ¡Precisamente el doctor Chaos…! A Matías le había parecido aquello una muy triste ironía del destino.
Y no obstante, era preciso seguir disimulando. Por Carmen Elgazu. Por los hijos. Y porque se acercaba la Navidad.
El abogado Manolo Fontana leía también las noticias y los anuncios de los periódicos, pues su curiosidad era muy grande y quería estar al corriente de todo lo que ocurría. Además, tenía fe en las asociaciones mentales. Si por algo se alegraba de su condición de universitario y de su pasión por la lectura era porque ambas cosas le permitían abordar los temas desde ángulos diversos. Siempre decía que con la guerra, carrera con meta única, sufrió grandemente "de claustrofobia ideológica". Por si fuera poco, en su obligado trato con la gente se daba cuenta de que la mayoría de las personas no tenían más allá de cinco o seis ideas en el caletre. Con eso se las iban arreglando; se las iban arreglando para desembocar en el tedio.
Manolo, sobre todo desde la apertura de su bufete de abogado se había hecho popular. Sin duda habían contribuido a ello su perilla a lo Balbo y su indumentaria, siempre alegre y vistosa. Ahora por ejemplo, desde la llegada del frío, llevaba un sombrerito tirolés, verde y pequeño, muy gracioso, que divirtió a sus conciudadanos. El sombrerito, en el que los domingos se colocaba una pluma irónica, y su gabán con cuello negro, de, piel, le daban un aspecto cosmopolita en perfecta concordancia con su personalidad. Como decía el profesor Civil: "Acaba uno pareciéndose a aquello que admira". Además, tenía una voz rotunda, de amplios registros, que en la Audiencia, cada mañana -gracias a que su bufete se veía muy concurrido- lo ayudaba en gran manera.
Esther estaba tan contenta con las perspectivas profesionales que se le ofrecían a Manolo que, a imitación del Gobernador, había empezado a organizar en su casa amistosas meriendas. Con la ventaja de que ella podía elegir a sus invitados. María del Mar le decía: "Ay, hija, a eso le llamo yo tener suerte. ¿Sabes quién viene mañana a casa a cenar? ¡El delegado de Sindicatos! Cosas de mi maridito… Seguro que se presentará vestido de "productor".
Manolo y Esther llevaban mucho tiempo deseando recibir en su domicilio a Ignacio y a Marta, reunirse con ellos y charlar. Pero Ignacio continuaba con sus periódicos viajes a Figueras y a Perpiñán -el coronel Triguero, en Fronteras, sin Ignacio se sentía desamparado-, y los días habían ido pasando sin que se presentara la oportunidad.
Por fin la reunión iba a poder celebrarse, aprovechando unas pequeñas vacaciones que Ignacio consiguió. Esther, al enterarse, llamó por teléfono a Marta y le dijo: "Si no tenéis ningún compromiso, os esperamos a las seis, a tomar el té. Queremos que conozcáis nuestro piso. Y que veáis nuestro árbol de Navidad".
Ignacio no pudo disimular su alegría. También los asuntos del muchacho iban viento en popa. ¡Esperaba para fines de enero, o para febrero lo más tarde, la licencia! Y ahora, la invitación de Manolo y Esther, por quienes sentía una inclinación especial.
Marta le dijo:
– Ponte el traje azul marino. Y córtate las uñas, por favor…
– ¡Oh, desde luego!
La entrevista había de resultar decisiva. A la hora precisa Marta e Ignacio subían la escalera que conducía al piso que perteneció a Julio García. Abajo, una placa dorada decía: "Manuel Fontana, abogado". Ignacio recordó muchas cosas al pisar aquellos peldaños. Recordó, sobre todo, la visita que le hiciera a Julio en compañía de su primo José Alvear.
Les abrió la puerta una doncella muy atractiva, muchacha que Esther se había traído de su tierra, de Jerez de la Frontera. Pero al instante aparecieron en el pasillo Manolo y Esther, ésta con unos pantalones de corte excelente y raya impecable.
– ¡Magnífico! A eso le llamo yo ser puntual -saludó Manolo.
Esther, por su parte, dijo:
– Dadnos los abrigos. La calefacción funciona aquí de maravilla.
Ya el vestíbulo llamó la atención de Ignacio. Colgados en en la pared, dos pequeños retablos y un estupendo grabado antiguo de Barcelona. ¡Y nada de perchero! Un armario, en el que los abrigos quedaron guardados. En un rincón, una ánfora con altas espigas.
Pero la impresión fuerte la recibió el muchacho al penetrar en lo que fue comedor de Julio García. Ignacio sintió muy adentro que "aquello era lo que él desearla tener". La estancia se había convertido en salón y parecía mucho más espaciosa que antes, debido al color claro de las paredes, a la desaparición de la lámpara que colgaba del techo y a la asimétrica disposición de los muebles. Alfombras exóticas, la chimenea ardiendo y libros por todas partes. En un ángulo, ¡el árbol de Navidad! Un abeto adornado con bolitas de color, estrellas de plata y regalos. Probablemente, el único abeto de la ciudad…
Manolo, observando que Marta contemplaba el árbol con ceño, ironizó:
– No hagas juicios temerarios, por favor. En el cuarto de los niños hemos puesto un belén como Dios manda…
Ignacio, para decir algo, preguntó por los "reyes magos" de la casa, por los niños, Jacinto y Clara. "Los hemos mandado de compras -sonrió Esther-. Para que no nos den la lata".
Ante la chimenea había una mesa baja, redonda, cuya superficie era un mapamundi. Minutos después estaban los cuatro sentados en torno. Y mientras Esther, utilizando una campanilla, llamaba a la doncella, Ignacio se puso a mirar el suelo, inspeccionando todos los rincones.
– ¿Buscas algo? -le preguntó Manolo, quien tenía a mano, a su derecha, un pequeño tocadiscos.
– Sí, busco a Berta.
– ¿A Berta?
Ignacio asintió con la cabeza.
– Era la mascota de Julio García. Una tortuga muy inteligente…
– Ya…
Manolo se interesó por la personalidad del ex policía.
– Un tipo colosal -opinó Ignacio.
– Sí, eso dice todo el mundo -comentó Manolo.
La doncella apareció con el servicio y depositó la bandeja sobre la mesa. Esther, palpó la tetera y luego llenó las cuatro tazas, preguntando a cada uno: "¿Con leche o con limón?". Ignacio, que no había probado nunca el té, lo pidió con limón y le supo a demonios. Pero no dijo nada y, estirando el brazo, tomó dos pastas a un tiempo, de lo cual se arrepintió.
Ignacio había hecho desde el primer día muy buenas migas con Manolo y Esther, y sabía que éstos le tenían en gran aprecio. No obstante, aquella tarde, sin saber por qué, se sentía acomplejado. Tanto, que cuidaba de sus ademanes como si estuviera ante un tribunal. Ni siquiera se había atrevido a pedirle a Manolo que le enseñara el despacho, el bufete en que trabajaba. Sólo había comentado, después de echar una ojeada a los libros de los estantes: "Ortega y Unamuno ¿eh? Te van a meter en la cárcel".
Esther, que parecía de muy buen humor y que jugueteaba graciosamente con su pelo, con su cola de caballo, abrió el diálogo. Primero felicitó a Marta por el vestido que llevó en el Casino, en el baile de gala -"de veras que te sentaba muy bien"- y luego… se dedicó a chismorrear, como hubiera podido hacerlo el mismísimo señor Grote. Menos mal que confesó: "¿Por qué negarlo? ¡Me chifla meterme con la gente!".
Habló de lo ridículo que resultaba que hubieran quitado los desnudos de la exposición de pinturas de la Biblioteca Municipal. El pintor se llamaba Cefe -abreviación de Ceferino- y era un pobre diablo. "Habrá sido cosa del obispo ¿no creéis?". A continuación se refirió a la viuda Oriol. Aseguró que coqueteaba con 'La Voz de Alerta'. "Eso termina en boda. Y si no, al tiempo". Por fin se refirió a Agustín Lago. "Es un tipo intrigante. ¿Qué opináis? Con sus gafas bifocales, con su aire intelectual… No tengo idea de lo que pueda ser el Opus, pero a juzgar por la vida que lleva ese caballero, debe de ser un batallón disciplinario".
Manolo soltó una carcajada.
– Mi padre me dijo que en Barcelona están a matar con los jesuítas… Pero aquí como el Opus es sólo Agustín Lago…
Marta comentó:
– ¡Bueno! Pronto conseguirá adeptos, supongo. Cuando Mateo vino a Gerona no había tampoco más falangista que él.
Llegados a este punto, se produjo el primer quiebro en el diálogo. Manolo enfocó inevitablemente el tema de la Navidad. Tenía unos discos de villancicos que eran una maravilla. "Si queréis, luego oímos alguno".
Ignacio, después de decir que, como todos los años, él acompañaría a su madre a la misa del gallo, comentó que las fiestas de Navidad lo ponían siempre de un triste subido. "No lo puedo remediar. Nunca he podido alegrarme a fecha fija".
Manolo pareció sorprenderse. Marta, en cambio, compartió la opinión de Ignacio.
– Yo también me pongo muy triste por Navidad.
Manolo discrepó. Dijo que tal vez ello les ocurriera porque no tenían hijos. "Si tuvierais hijos…" Luego agregó, como si su propio comentario le hubiera parecido superficial:
– De todos modos, no es obligatorio alegrarse… Navidad es sobre todo amor. Amor y, si es posible, comprensión…
– ¡Monsergas! -protestó Esther, que se había reclinado con estudiada indolencia en su sillón-. ¡Alegrémonos en el Señor! ¡Alegrémonos, que ha nacido el Niño-Dios!
– Bueno, bueno, no te quejes… -contemporizó Manolo, ofreciendo a todos tabaco rubio.
Manolo tenía la costumbre de decirle "no te quejes" a Esther cuando ésta tenía razón.
La fusión en el aire del humo de los cigarrillos de Manolo y de Ignacio tuvo la virtud de dar otro quiebro a la conversación. Manolo, fiel a su costumbre, contó un par de chistes, nada vulgares, a decir verdad y luego, tras de reclamar de Esther otra taza de té, cogió su varita de bambú y se golpeó con ella repetidas veces la puntera del zapato. A continuación dijo:
– ¿Sabéis que estamos muy contentos de nuestra decisión de quedarnos en Gerona?
– ¿De veras?
– Pues, sí. A Esther le costó decidirse. Temió que a mí me faltaran clientes y que a ella le sobrara tiempo para aburrirse. Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Yo no doy abasto con tanto pleito y ella, con el tenis, el bridge y su afición a colocarme plumitas en el sombrero, se siente feliz.
Esther hizo un mohín.
– ¡Bueno! -exclamó- Eso de la plumita es cosa de mi madre. Me escribió desde Jerez diciendo: "¡Procura que todo el mundo se entere de que Manolo es un pavo real!".
Ignacio soltó una carcajada.
– De todos modos, en Gerona habrá siempre más conventos que raquetas…
– ¡Hum! -hizo Manolo-. Esther es capaz de alterar el orden de los sumandos.
El clima era tan cordial, que Marta aprovechó la ocasión para preguntarle a Manolo:
– Si no es indiscreción… ¿es cierto que te ocupas de la herencia de los hermanos Estrada?
Manolo asintió con la cabeza.
– Pues sí… Es uno de los pocos asuntos agradables que hasta ahora han llegado a mi bufete.
Intervino Ignacio.
– ¿Por qué dices eso? Todo tendrá su interés, ¿no?
Manolo depositó en el suelo la varita de bambú y tomó un sorbo de té.
– No lo creas -contestó-. En general, a un abogado que empieza no se le encomiendan más que pleitos perdidos. Y perder tiene un interés profesional muy escaso, la verdad…
Ignacio se rascó con la uña la ceja derecha.
– ¿Querrás creer que no te imagino perdiendo?
Manolo se encogió de hombros.
– ¿Pues qué quieres que haga? Multas por estraperlo; multas por escuchar la BBC; colonos a los que sus amos quieren expulsar de la finca; inquilinos urbanos a los que los propietarios les han cortado el gas y la electricidad… ¿Cómo quieres defender eso?
Ignacio preguntó con estupor:
– Pero ¿cómo puede multarse a alguien por escuchar la BBC? ¿Y cómo puede cortársele a un inquilino el gas y la electricidad?
Manolo tuvo una expresión casi cómica.
– De una manera muy sencilla. Colocando en la denuncia la palabra desafecto… El eterno sistema, ya sabes.
Marta, cuya expresión era ahora seria, preguntó:
– Pero ¿y si la denuncia está justificada? Quiero decir, ¿si esos denunciados eran rojos de verdad?
Manolo miró con fijeza a Marta:
– Por favor, Marta. En Auditoría quedé harto de esa palabrita…
Esther procuró amenizar la cuestión. Se puso de parte de su marido.
– Manolo lleva razón -dijo-. Pensando en el futuro, es preferible que defienda ahora a los débiles, para que todo el mundo sepa a qué atenerse con él.
Marta parecía sentirse incómoda y Manolo intentó explicarse. Lo normal era que los fuertes abusasen, aprovechándose de la situación.
– Querida Marta, un día me dijiste que, gracias a Dios, en España ya no se hacia política; en mi despacho te darías cuenta de que eso no es verdad… Muchos alcaldes, o ex cautivos, o ex combatientes, se atreven a talar árboles sin permiso; o a instalar un matadero clandestino; o a poner en la leche el cincuenta por ciento de agua… Naturalmente, en todo esto ha influido la guerra europea. Algunos artículos empiezan a escasear y ello ha despertado la ambición -marcó una pausa y añadió-: Es una verdadera epidemia, te lo aseguro. Como el Gobernador no acierte a parar esto, dentro de seis meses media población vivirá del robo.
Marta se escandalizó mucho más de lo que se escandalizara por dentro al ver el árbol de Navidad.
– No lo entiendo -dijo-. Mi impresión es que todo el mundo procura ganarse lícitamente el pan.
Manolo apuntó con el índice a Marta, como siempre que alguien hacía un comentario que era acertado sólo a medias.
– En muchos casos así es. Pero luego hay los aprovechados. El dinero fácil tienta, ¿sabes, Marta?
Ignacio, que escuchaba particularmente interesado -recordaba los comentarios de Ana María sobre "los viajes que su padre realizaba a Madrid"-, inquirió:
– ¿Y quiénes son los aprovechados?
Manolo se acarició la barbilla.
– Los hay de dos clases -explicó-. Los que cuentan con mucho dinero; y los que disponen de un teléfono oficial… -Observando que Marta ponía cara de pocos amigos, se dirigió a ella y añadió-: Lo siento, Marta, pero es el pan nuestro de cada día.
Marta protestó. Estaba convencida de que en todo caso "se trataba de incidentes aislados" y de que la buena fe de la mayor parte de los españoles sepultaría todo intento anómalo o de malsano egoísmo.
Manolo negó con la cabeza.
– No te hagas ilusiones, Marta. Y no olvides que tengo algunos años más que tú. Nuestra raza es peligrosa, créelo. Existen personas íntegras como el Gobernador, y como el profesor Civil, y como tu madre… Pero existen también personas que están siempre a la que salta. Y esas personas han encontrado la fórmula: la Sociedad Anónima. Es decir, fundan Sociedades Anónimas, en las que unos ponen el dinero y los otros el teléfono oficial…
Ignacio se echó para atrás en el sillón.
– ¡Vaya, vaya! -exclamó-. Conque ¡ésas tenemos!
Esther, viendo el semblante dolido de Marta, le dijo, mirando con simpatía a la muchacha:
– Bueno, no hay que tomarse las cosas a la tremenda. ¿Qué creías, Marta? ¿Que nuestra querida España iba ahora a ser perfecta? Deberías acostumbrarte a aceptar los hechos tal y como se presentan.
Marta no estaba para consejos. Pese a que recordó que el propio Mateo le había dicho: "Como no vigilemos de cerca, se aprovecharán de la guerra los obispos y los terratenientes", no dio su brazo a torcer. Dijo que no era en absoluto cuestión de "aceptar las cosas tal y como se presentasen". El sacrificio había sido demasiado duro para permitir que se volviese a las andadas.
Ignacio, viendo la cara de Marta, entendió que aquello estaba desembocando en un callejón sin salida y decidió cortar.
– De todos modos -dijo-, si no existieran estas cosillas, Manolo tendría que cerrar el bufete, ¿verdad?
– ¡Ah, claro! -contestó el aludido-. Todo es cuestión de tiempo. Cualquier día llama a la puerta un mirlo blanco y me da ocasión de lucirme…
Esther, que también quería zanjar el asunto, exclamó:
– ¿Lo veis? Lo que quiere es lucirse… Ya salió el pavo real.
Manolo e Ignacio se rieron. Y éste propuso:
– ¿No dijisteis que teníais en casa un belén como Dios manda? Me gustaría mucho verlo ¿A ti no, Marta?
Esther aceptó encantada. Se levantó sin más, y una vez de pie, ¡qué hermosa era!, se inclinó para marcarse la raya del pantalón. Seguidamente añadió:
– Cuando queráis vamos al cuarto de los niños.
Todos se levantaron. Marta tuvo que hacer un esfuerzo, pues el diálogo le había dejado mal sabor.
El cuarto de los niños, de Jacinto y Clara, era tan original y agradable que actuó de bálsamo. Juguetes aquí y allá y, en las paredes, pintadas con vivos colores, figuritas representando a los protagonistas de los más populares cuentos infantiles.
¡Ah, el belén! Era rústico y encantador. Lo habían instalado en la mesita de cabecera, entre las dos camas de los chicos. La cueva era de corcho, con la estrella y las figuras de la Virgen, de San José, del asno y del buey. Al fondo montañas, también de corcho, y un caminito por el que avanzaban los Reyes Magos, que todavía quedaban lejos.
Esther tomó al rey negro y dijo:
– Ahí tenéis una muestra de mi arte…
– ¿Cómo?
Ignacio tomó la figura en sus manos y le dio varias vueltas.
– Pero ¿tú haces eso?
– ¡Aja! Tengo mi pequeño secreto…
Manolo bromeó:
– Sí, un secreto de barro.
Marta había terminado por integrarse al grupo. Por un momento envidió a Esther, persona múltiple. La felicitó por sus dotes de "ceramista". Luego miró con detenimiento aquel cuarto y soñó con tener algún día en "su hogar" otro igual para sus hijos; y tal pensamiento la emocionó.
Regresaron a la sala de estar. Antes Ignacio pidió permiso para ir al lavabo -donde un eficaz desodorante le llamó la atención-, y al reunirse con los demás, otra vez en torno a la chimenea, se encontró ¡con que Esther había encendido una pequeña pipa! Una pipa… alemana, obsequio del Gobernador.
Aquello dejó fuera de combate al muchacho. Decididamente, Manolo y Esther eran excitantes. Tenían estilo. Ignacio sintió repentinos deseos de ponerse a su altura, de impresionarlos a su vez. Sintió ganas de soltar una de sus parrafadas, pues sabía que, hablando, a veces su cerebro se ponía febrilmente en marcha y que entonces era capaz de establecer también hermosas asociaciones mentales.
Lo difícil era encontrar el tema adecuado. Viendo de reojo el árbol de Navidad se le ocurrió una idea. Dijo que en los países nórdicos, al acercarse el veinticinco de diciembre, se produciría en los bosques de abetos un pánico tremendo. Los pobres árboles debían de saber que llegarían inexorablemente hombres con sierras y hachas, dispuestos a efectuar la gran exterminación.
La fábula no obtuvo el éxito esperado.
– ¡Jesús! -exclamó Marta-. Un poco tétrico, ¿no crees?
Entonces Ignacio, que estaba excitado, vio el tocadiscos al lado de Manolo y recordó que éste era un apasionado de la música de jazz. Impelido a hablar, efectuó un viraje.
– ¿Queréis que os cuente lo que soñé anoche? Pues veréis… Soñé que yo era un fox lento… Todo el mundo bailaba a mi alrededor, con calma y ritmo. Y de pronto, mi nariz se convertía en saxofón…
– ¡Eso está mejor! -admitió Manolo, moviendo la cabeza en signo aprobatorio.
Esther musitó:
– Extraño mundo el de los sueños…
El tono de la voz de Esther fue inesperadamente serio. Ignacio la miró. Al mirarla pensó en las toscas figurillas de barro que la mujer de Manolo modelaba por su cuenta. Relacionó esas figurillas con el recuerdo de César, que también había pintado imágenes en un taller, en el taller Bernat. Entonces se emocionó más aún que Marta al pensar en la posible habitación de "sus hijos" y habló de César y de su proceso de beatificación.
Ahí acertó definitivamente. Manolo había oído hablar de ello en la Audiencia y el asunto le interesaba sobremanera, incluso desde el punto de vista jurídico, dado que por aquellos días hojeaba precisamente unos artículos del Derecho Canónico…
– ¿Qué hay de eso? Cuéntame…
Ignacio se excusó, alegando que desde el punto de vista jurídico no podía decir nada, excepto que, al parecer, y según un informe recogido por Pilar en alguna parte, mosén Alberto, ¡precisamente él!, se encargaría de buscarle los defectos a su hermano…
– Ah, sí, el "abogado del diablo"… -terció Manolo.
– Eso es -admitió Ignacio. Luego añadió-: ¡Defectos a mi hermano! Tiene gracia…
El muchacho se disparó. Él, por supuesto, no se sentiría capaz de encontrarle ninguno. El recuerdo de su hermano era puro, puro absolutamente. Hasta el extremo que en más de una ocasión le impidió a él cometer tonterías. O algo peor que tonterías.
Ahora bien, en todo aquello había puntos oscuros. ¿Cómo podía la Iglesia afirmar que una persona era santa y que se encontraba en el cielo? Él tuvo la desgracia de ver los restos de César en el cementerio, con motivo de su traslado al nicho de propiedad familiar. Eran "restos" nada más. Como los de todo el mundo. Por otra parte, ¿cómo era el cielo? ¿Y dónde se encontraba? Ni siquiera el padre Forteza, que tanto amaba las Altas Norias, acertaba a definirlo con precisión. "Todo esto es un poco complicado, ¿no creéis? Confieso que a veces me armo un pequeño lío".
Marta se asustó de nuevo. No veía la menor necesidad de saber dónde estaba el cielo; le bastaba con saber que existía. En cuanto a los restos de César, también ella los había visto. Y la impresionaron muchísimo. Pero de su visión y de su miseria no sacó tan escépticas conclusiones, sino todo lo contrario. Porque lo que valía de César era precisamente el alma.
– No sé por qué hablas así, Ignacio. No sé lo que te ocurre, la verdad…
El muchacho torció el gesto… Entonces Manolo intervino y lo hizo con mucha autoridad. Admitió que costaba comprender el problema de las beatificaciones, pero añadió que ello no afectaba para nada a las verdades fundamentales de la fe. Sin contar con que la gente necesitaba de símbolos, y no sólo para creer, sino también para vivir.
– En fin… -concluyó, dirigiéndose a Ignacio-. Estoy seguro de que, con todas tus dudas, de vez en cuando le rezas a tu hermano…
Ignacio se ruborizó, corno si le hubiera pillado en falta. Por fin aceptó:
– Pues… sí. Le rezo a menudo.
Intervino Esther.
– Más bien quieres decir… que le rezas todas las noches.
Ignacio sonrió.
– En efecto, así es… -admitió.
Marta, en un imprevisto arranque cariñoso, tomó la mano de Ignacio y, acercándola hacia sí, depositó en ella un beso.
– ¿Qué es lo que le pides exactamente? Anda, dínoslo…
Ignacio se levantó, también de improviso. Se acercó a la chimenea. Tomó con las tenazas una brasa locamente enrojecida y la contempló. El fuego iluminó por un momento su cara, que iba haciéndose angulosa. Todo el mundo permanecía expectante: hubiérase dicho que la tortuga Berta aparecería de un momento a otro procedente del despacho.
Por fin Ignacio contestó:
– Últimamente… no le pedía más que una cosa: que la enfermedad de mi madre no fuera nada malo…-Tiró la brasa al fuego-. A partir de esta tarde, le pediré también, con mucho más fervor que antes de entrar en esta casa, aprobar en junio los exámenes y regresar con el título de abogado en el bolsillo…
La flecha le salió certera, entre otras razones porque lo que acababa de decir lo llevaba en la mente desde hacía mucho tiempo… El caso es que sus palabras produjeron otro silencio, esta vez con distintos matices.
Por último Esther empezó a sonreír. Y Manolo aplastó la colilla en el cenicero y, mirando con fijeza a Ignacio, cabeceó varias veces consecutivas.
– Conque… eso es lo que deseas, ¿eh?
Ignacio se volvió hacia él y le sostuvo con dignidad la mirada.
– Sí, eso es lo que deseo, Manolo. Que cuando sea abogado… me invites otra vez a tomar el té.
Manolo se levantó también. Nadie sabía lo que iba a hacer. Por fin se volvió de espaldas.
– A tomar el té… en mi despacho, ¿no es eso?
– Eso es. En tu despacho…
Manolo viró en redondo y soltó una carcajada.
– ¡Trato hecho! -exclamó.
Ignacio se quedó clavado en la alfombra.
– ¿Hablas en serio?
– ¡Cómo! ¿Es que los catalanes, tratándose de negocios, acostumbramos a bromear?
Esther, que sentía gran simpatía por Ignacio, añadió:
– ¡Hala! ¿A qué esperáis? A sellar el pacto…
Manolo e Ignacio, sonrientes, se acercaron y se dieron un fuerte apretón de manos.
El clima de la reunión había pasado a ser de euforia. Manolo propuso un brindis. Esther tocó la campanilla llamando a la doncella. Entretanto, Marta se había levantado también y acercándose a Manolo le dio un sonoro beso en la mejilla.
Manolo fingió escandalizarse.
– ¡Nunca hubiera creído -dijo- que, por amor a Ignacio, me besaras a mí!
Todos se rieron y Marta comentó:
– ¡No me conoces! Pienso darte muchas sorpresas…
Fue destapada una botella de champaña, anticipo de la Navidad, que burbujeó de emoción. Con la copa en alto Manolo se creyó en la obligación de enseñarle a Ignacio -¿a qué esperar más?- el bufete en que el muchacho trabajaría… "si en junio se traía efectivamente el título en el bolsillo". Ignacio, al entrar en el despacho, respiró tan hondamente, como para empaparse de golpe del secreto de todos los pleitos perdidos, que el polvillo de los libros se le introdujo en las fosas nasales… ¡y estornudó! Exactamente lo que solía ocurrirle al señor obispo cuando hablaba con Agustín Lago.
Ignacio y Marta recuperaron sus abrigos y se despidieron efusivamente de Manolo y Esther. Bajaron silenciosos la escalera. Fuera había oscurecido por completo. Sin embargo, consiguieron leer de nuevo la placa de la puerta: Manuel Fontana, abogado.
El aire frío de la calle les azotó el rostro e Ignacio se subió el cuello del abrigo. Marta tomó otra vez la mano del muchacho y, pese a los guantes, le pareció que notaba su calor.
Sentíanse aturdidos. ¡Todo aquello era tan insólito, tan importante! Titubeaban, no sabían qué hacer. Los iluminados escaparates de Navidad los deslumbraban. La emoción los había fatigado.
Marta propuso:
– ¿Por qué no vamos un momento a la iglesia? ¿Al Mercadal?
Ignacio no opuso resistencia.
– Bueno.
Fueron al Mercadal. La penumbra del templo resultaba agradable. Había mucha gente. Delante de los confesonarios se habían formado pequeñas colas.
Se arrodillaron en una de las últimas filas. Marta hundió su cabeza entre las manos. Ignacio hizo cuanto pudo para concentrarse, pero finalmente desistió. Entonces optó por observar.
Lo primero que advirtió fue que estaban pintando el fresco mural del alta mayor. Un enorme andamiaje cubría éste casi hasta el techo. Sin embargo, por la parte de arriba asomaba ya, rebosante de purpurina, el Padre Eterno. ¿Por qué la Iglesia no se renovaba? ¿Por ventura los símbolos de que Manolo habló debían ser forzosamente tan ingenuos?
Ignacio siguió observando: de pie en un altar lateral, el doctor Andújar y su esposa, doña Elisa. Movían los labios turnándose, rezando en voz baja. El altar era el de la Virgen del Carmen. La actitud del doctor, siempre vestido con severidad, infundía respeto. Miraba con fijeza a la Virgen como si esperara que de un momento a otro lo iluminara para curar a la mujer del Responsable, que debía de seguir izando en el Manicomio aquella pancarta que decía: "Soy feliz". Decíase que los santos estaban locos. ¿Así, pues, los locos no debían confesarse? El doctor Chaos hubiera dicho que los cuerdos tampoco…
En otro altar, ¡el de San Pancracio, santo que proporcionaba trabajo! la Andaluza… ¡Qué barbaridad! Con una mantilla preciosa que le cubría la cabeza y los hombros. ¡Simpática mujer! Se pintaba los labios de un rojo violento, de un rojo idéntico al de la famosa blusa veraniega de Paz…
Y la gente entraba y salía continuamente… ¡Bueno, era el signo de los tiempos! Ahora había que ir a la iglesia. En la manera de tomar agua bendita y de hacer la genuflexión, se notaba que muchos hombres estaban poco habituados a tales ceremonias.
¡Ah, he ahí al conserje del Gobernador! Aquel que limpiaba a diario el retrato de José Antonio y sólo una vez a la semana los de los demás personajes. Llevaba de la mano dos niños que parecían gemelos. El conserje se separó de ellos un momento, fue a buscar un cirio y lo clavó como una banderilla en un gran candelabro que había en el altar mayor.
Ignacio se cansó de pasar revista y miró a Marta. ¿Por quién estaría rezando? ¿Por él? ¿Por su padre, el comandante Martínez de Soria? Sin duda estaría dándole gracias a Dios por el feliz resultado de la entrevista con Manolo y Esther.
Ignacio pensó que debería imitarla. Y que tal vez debiera incluso confesarse. ¿Cuánto tiempo llevaba sin hacerlo? ¿Por qué no aprovechaba la ocasión? "El martes. El martes iré sin falta a ver al padre Forteza y me confesaré".
En ese instante vio que la Andaluza se acercaba al cepillo de San Antonio y depositaba en él varias monedas, una tras otra. Las monedas al caer al fondo de la cajita hicieron un sordo ruido: croc-croc. Ruido que resonó en todo el templo y que hizo volver la cabeza al doctor Andújar.
Por fin Marta salió de su ensimismamiento. Irguió el cuello. Su mirada se perdió allá arriba, en el Padre Eterno de purpurina que asomaba por encima del andamiaje del altar mayor.
Ignacio le propuso:
– ¿Vamos?
– Sí.
Se santiguaron y salieron de la iglesia.