CAPÍTULO XXXVII

Julio y agosto. El segundo verano de posguerra había llegado y la dispersión de los gerundenses fue mucho más numerosa que la del año anterior. La fiebre de las vacaciones empezó a subir, como ocurriera antes de 1936. Los obreros, los "productores", deberían contentarse con gozarlas en la ciudad, holgando, durmiendo hasta las tantas y, si acaso, paseándose los domingos con la familia por las orillas del Ter o el valle de San Daniel. Tampoco la clase media, civil y activa, podría alquilar ningún chalet en la costa o en la montaña; pero el número de "privilegiados" aumentó considerablemente, y entre éstos se contaban los estraperlistas de la ciudad que durante el invierno habían conseguido evitar que las autoridades les echaran el guante; la mayoría de los concejales; el camarada Arjona, Delegado Sindical; el jefe de Obras Públicas; etcétera.

Mateo se fue con su campamento juvenil, que ese año llevó el nombre de Campamento Haro, en memoria del falangista Eduardo Haro, fusilado por los 'rojos', y que no se instaló en San Telmo, sino en la comarca idílica de Arbucias, en un paraje hacia el interior, "pues era bueno que los muchachos cambiaran de lugar y fueran conociendo la oxigenante diversidad de la provincia". Mateo se fue tranquilo, pues Pilar permanecería en Gerona, trabajando y preparando como siempre su ajuar de novia -octubre se acercaba- y cuidando de don Emilio Santos.

Marta partió también a instalar, como estaba programado, su albergue juvenil en Palamós, entre los pinos. Ciento veinte niñas, reclutadas en su mayoría en los pueblos, a propuesta de los jefes locales de Falange, vivirían allí, por turno, en tiendas de campaña, bañándose, aprendiendo, contestando al test habitual y cantando himnos mientras se izaba la bandera. Marta, antes de partir, se despidió de Ignacio procurando contener las lágrimas. "¿Irás a verme?". Ignacio contestó: "¡Claro que sí, mujer! Aunque ya sabes que estoy ocupadísimo".

El camarada Rosselló decidió tomarse igualmente unas vacaciones, pero no para pescar ni para pegar saltos en el bosque, sino para visitar el Penal del Puerto de Santa María. El Gobernador hizo las oportunas gestiones para conseguir que al doctor Rosselló le fuera permitido ver a su hijo, y tuvo éxito. De modo que Miguel Rosselló se dispuso a cruzar en coche, solo, España de Norte a Sur, hasta Cádiz, conmovido ante la idea de abrazar a su padre, a quien suponía vestido con traje de presidiario.

'La Voz de Alerta' se marchó también por una quincena. Se marchó a Puigcerdá, centro elegante, en la Cerdaña. 'La Voz de Alerta' no podía imaginar nunca que aquel viaje iba a ser decisivo para él; que en el hotel donde se alojaría, y en el Club de Golf anexo, conocería a una muchacha de veintiocho años, de Barcelona, rica heredera y poseedora de un título de nobleza, condesa de Rubí, con la que haría tan buenas migas que el hombre olvidaría por completo sus escarceos matrimoniales con la viuda de don Pedro Oriol… Lo cierto es que la pareja se entendió tan de maravilla, que la muchacha, llamada Carlota, tuvo la impresión de que las "Ventanas al mundo" que escribía el alcalde gerundense le iban destinadas en exclusiva; y por su parte 'La Voz de Alerta' envió una postal a su amigo pamplonica, don Anselmo Ichaso, en la que le decía: "Acabo de conocer a una criatura deliciosa, que entiende de monarquía más que usted y que yo. Lo sorprendente es que, en la cartera que lleva en el bolso, junto a la efigie de Alfonso XIII ha colocado un retrato mío".

Con todo, el más impensado veraneo lo disfrutó Paz… En efecto, la muchacha, aupada hasta el máximo por sus amores con Pachín, desde el día en que éste la convirtió en mujer a los pies de las murallas, sobre la hierba, había tenido el presentimiento de que algo bueno le iba a ocurrir, que haría dar un completo viraje a su vida. Y acertó. Lo que nunca pudo imaginar es que el alegre disparo llegara por donde le llegó.

Aconteció que Damián el director y trompetista de la Gerona Jazz, en un viaje que hizo a Barcelona vio en un 'dancing' a una rubia que animaba a la orquesta cantando por el micrófono. Y le pasó por la mente incorporar la idea a la Gerona Jazz. Ambrosio, el del contrabajo, ya mayor, siempre asmático y pesimista, le dijo: "Eso no gustará por aquí". Pero Damián se burló de él, como siempre. Y se pasó dos días rumiando y acariciándole su alegre bigote.

Hasta que, como cae un rayo, se acordó de Paz. Damián había visto a la chica, cuando las Ferias, en la barraca que Perfumería Diana instaló en la Gran Vía, y se acordó de su voz, rota y profunda… "¡Perfumería Diana regala jabón a todo el mundo, sin distinción de categorías!". Se acordó de su facha, de sus desplantes a los soldados, de su uniforme de color verde y de su gracioso casquete. ¿No era lo que andaba buscando?

Fue cosa de coser… ¡y cantar! Damián se personó en Perfumería Diana y sin ambages le dijo a Paz:

– Van a empezar las Fiestas Mayores de los pueblos. Necesito una vocalista. Con un mes de ensayo me comprometo a convertirte en una supervedette, más popular que Pachín.

Los ojos de Paz, ¡cansada de vivir con estrecheces!, se abrieron de par en par. Accedió a someterse a una prueba, con micrófono, en casa del propio Damián. Y el resultado fue el que debía ser.

– Lo dicho, chiquilla. Armarás la de San Quintín. Todo salió a pedir de boca. Pachín reaccionó como los buenos. "¡De acuerdo, no faltaría más! ¡Menuda pareja! Tú y yo, los amos…" También Dámaso, el patrón de la Perfumería Diana, comprendió que debía darle facilidades, "¡Adelante, pequeña! Por la tienda no te preocupes". En el piso de la Rambla se armó el natural alboroto, que Matías, divertido con la peripecia de su sobrina, cortó diciendo: "Pero ¿qué mal hay en ello? ¿No echan mano del micrófono los predicadores?". Hasta Gol, el gato de Paz, pareció alegrarse y saltó a sus brazos y le lamió la mano. El presentimiento feliz, la lotería "¡Gerona Jazz, con la sensacional vocalista PAZ ALVEAR!". La ciudad quedó en un santiamén repleta de carteles con su nombre en letras grandes y rojas, carteles que sustituyeron a los de la Semana Santa, ya ajados. Y pronto dicho nombre se estampó aquí y allá, por toda la provincia.

Hermoso veraneo el de Paz. De pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta. Darnius, Celrá, Vilajuiga, Llagostera, Agullana, Camprodón, Tossa de Mar… La muchacha sabía mover el talle y calzaba sandalias doradas, de tacón alto. Su cabellera les recordaba a los mozos los trigales. Su busto era provocador. Cuando, acercándose al micrófono, lo cogía y miraba la sala con fingida timidez, inclinando un poco la cabeza, se oía: "¡y ole la madre que te parió!". Entonces Paz pegaba como un grito… y por unos instantes la sala quedaba hipnotizada, mientras Fermín, el de la batería, ponía los ojos en blanco y enseñaba los dientes. Y cuando Paz hacía mutis y cogía las maracas, moviéndose a compás, las parejas que abarrotaban el entoldado se dejaban embrujar por aquel ritmo y vivían momentos de plenitud.

Por su parte, Paz descubrió que "aquello" le gustaba. Que le gustaban las anacrónicas colgaduras y los palcos de dichos entoldados, los carteles con su nombre y hasta el olor y el sudor de la carne que bailaba. Fuera de eso, cada pueblo era un mundo. Aparentemente, todos eran iguales. El mismo bullicio, los mismos vendedores ambulantes, los mismos campesinos endomingados fumando "caliqueños" y bebiendo ron. Pero existía algo distinto en cada lugar: el amor. En Celrá, el novio le ofrecía a la novia una cinta para el pelo; en Agullana, una baratija. En Vilajuiga, mozo y moza de pronto salían fuera y desaparecían entre los pajares; en Palamós, entre las barcas. El amor, según el sitio, se convertía en gaseosa, en cerveza, o en porrón de vino tinto. Tal vez las diferencias se debieran a la tradición; tal vez a los vientos; tal vez a la manera como los perros le ladraban a la luna.

Como fuere, la vida de Paz cobró en aquel verano, gracias al disparo alegre de la Gerona Jazz, una nueva dimensión. Gozó mucho más que Marta, muchísimo más qué el camarada Rosselló e igual que Mateo, que 'La Voz de Alerta' y que los estraperlistas que alquilaron confortables chalés.

– ¿Estás contenta? -le preguntaba Damián, el hombre del bigote negro y de la trompeta irónica, que se había convertido en su mentor.

– Mucho…

– Mañana, en Hostalrich, cuando toquemos la primera rumba, enciendes un pitillo…

Las fiestas acostumbraban a terminar muy tarde, a una hora avanzada. Entonces, cuando todo el mundo se iba y quedaban por el suelo las serpentinas rotas, los cascos de las botellas y los cucuruchos de papel, una extraña nostalgia invadía los entoldados, parecida a los de los Circos después de la función. La tapa del piano, al cerrarse, hacía ¡cloc! como el clavo de un ataúd.

Poco después la Gerona Jazz iniciaba el regreso a Gerona, siempre en el mismo taxi de ocho plazas, con un remolque en el que, junto a los instrumentos y en unas trampas construidas a propósito, los músicos acostumbraban a ocultar algún que otro quilo de arroz o unos litros de aceite. ¡Incluso el bombo había sido dotado, con el mismo objeto, de un dispositivo especial de apertura y cierre!

Lo habitual en estos regresos, a las tantas de la madrugada, era que Paz, muerta de cansancio, acabara quedándose dormida y roncando. Pero a veces no. A veces, sobre todo si la noche era clara, se mantenía despierta y miraba fuera, viendo cómo los árboles se amaban en la oscuridad.

Entonces recordaba su época de Burgos, su fracaso en Madrid, pero le sonaban en los oídos todavía los "¡oles!" y las palabras de Pachín: "Tú y yo, los amos…" ¡Dios, se estaba resarciendo de pasadas y lacerantes humillaciones!

Al arribar a Gerona el taxi, como siempre, iba repartiendo los músicos a domicilio. Al llegarle el turno a Paz, la muchacha se apeaba y se despedía de sus compañeros enviándoles con la punta de los dedos un beso. Ambrosio, el contrabajo, le decía: "¡Adiós, supervedette!".

La fiesta terminaba ahí. Pues la escalera del piso en el que habitó el Cojo se le antojaba siniestra. Tanto, que mientras la subía, procurando no tocar con la mano la pegajosa barandilla, se preguntaba: "¿Cuándo podremos trasladarnos a otro sitio mejor?". Gol, el gato, solía esperarla dormido en el rellano. Al oír sus pisadas, se despertaba y abría un ojo para mirarla como diciendo: "Pronto, pequeña…"

Verano, pues, un tanto explosivo, como si un Stuka psicológico hubiera dejado caer unas bombas sobre Gerona y sus aledaños.

La bomba de mayor potencia, no obstante, como no podía menos de suceder un día u otro, cayó sobre la cabeza del doctor Chaos.

El doctor Chaos, a lo largo de todo el invierno, se había comportado con gran estilo en el Hospital y en su clínica y con extrema discreción en lo referente a sus costumbres. Instalado en el Hotel Ciudadanos, en la calle del mismo nombre, recibía ciertamente alguna que otra visita sospechosa, por regla, general soldados o algún muchacho agitanado; pero no había ley que le prohibiera abrir la puerta de su habitación, la número 42, a quien solicitada ver al doctor.

De modo que, si en los círculos oficiales era mirado esquinadamente debido a sus opiniones, y el Gobernador y el comisario Diéguez esperaban la ocasión propicia para caer sobre él, en cambio en la ciudad tenía buen ambiente, sobre todo porque había sabido conquistarse la simpatía de casi todas las mujeres influyentes, incluida María del Mar. Éste era un hecho real que había causado el asombro de los inexpertos. El doctor Chaos, precisamente por su anomalía sexual, por la elegancia de su perro Goering y por la boquita de piñón que al hablar o escuchar ponía de vez en cuando, era siempre bien recibido en las tertulias de "las señoras". Y es que… sabía halagarlas, contarles anécdotas graciosas e hilvanar frases de doble sentido, que animaban las veladas como un polvo de rapé animaba en las aldeas los corrillos de los ancianos. Sobre todo doña Cecilia sentía adoración por el doctor Chaos y siempre decía de él que con sólo verlo se le pasaba el mal humor que le provocaban las constantes banderitas que el general iba clavando en los mapas del cuartel.

Pero el verano llevó al doctor Chaos a buscarse un hotel, el Hotel Miramar, en la hermosa población de Blanes, para pasar allí los fines de semana. Entre otras cosas, necesitaba descansar. Su trabajo era duro en los quirófanos, sin contar con que la blenorragia se extendía como una epidemia entre la tropa.;

Entonces ocurrió que, en ese hotel de Blanes, el doctor Chaos, de cuarenta y cinco años de edad, borracho del sol que por las mañanas lo tostaba en la playa y por el buen vino que le servían en la mesa, perdió un poco el control. Súbitamente se enamoró de un joven camarero, llamado Rogelio, de dieciocho años, imberbe, y que tenía un lejano parecido con Alfonso Estrada.

La espléndida y elegante humanidad del doctor Chaos elaboró sobre la marcha todo un programa de seducción que en otras ocasiones similares le había dado resultado: buenas propinas, paquetes de cigarrillos, extraordinaria amabilidad… El joven Rogelio, que en invierno trabajaba en una bóvila, al comienzo del asedio se sintió simplemente un tanto abrumado, dado el prestigio del doctor Chaos. Éste llegó a decirle que tal vez malgastara su tiempo en menesteres tan humildes como fabricar ladrillos y servir en un hotel y que acaso pudiera aspirar a cursar determinados estudios. Esta idea encandiló al muchacho, de origen muy humilde, pero que tenía sus aspiraciones. Hasta que un día, el doctor Chaos, aprovechando que el chico se quedó súbitamente afónico, adoptando aire profesional se le acercó para examinarle la garganta, los ojos y para auscultarle.

El doctor Chaos, al término del examen, le dijo a Rogelio: "Hay aquí algo que no me gusta. Tómate estas medicinas y veremos…"

La afonía desapareció, pero no la palidez del muchacho. De suerte que a la otra semana el doctor volvió a auscultarle la espalda y el corazón, y le prometió llevarlo a Gerona para someterlo a una exhaustiva revisión en la Clínica Chaos.

– Te notas cansado, ¿verdad? Como si te faltaran las fuerzas -Sí, un poco.

Rogelio, tal vez por sugestión, lo creía así y no veía otro modo de demostrarle su gratitud al doctor que acudiendo a su habitación cuantas veces era llamado.

Hasta que una tarde de agosto, cuando el sol mediterráneo se derramaba oblicuamente sobre la hermosa población de Blanes y las persianas del cuarto del doctor dejaban filtrar una acogedora luz, el doctor Chaos, ante el torso desnudo de Rogelio, se sintió poseído por su maldita pasión y habiéndose traído consigo una pomada, empezó a acariciarle al muchacho la piel, como si intentara relajarle los músculos.

Rogelio tardó más de un minuto en advertir que algo anormal ocurría. Sobre todo porque su sensación inicial fue placentera, como si experimentase alivio de esa fatiga suya imaginaria. De pronto, se alarmó. Volvióse rápido y miró con fijeza al doctor Chaos. Y vio el rostro de éste encendido, como si llevase una máscara, que se le antojó horrible. Rogelio experimentó un asco indescriptible, aunque se quedó como paralizado. Entonces el doctor Chaos intentó besarlo. El joven camarero pegó como un alarido, empujó al doctor con fuerza inusitada y salió huyendo, si bien le costó lo suyo acertar a abrir la puerta. Bajó jadeante la escalera, sin saber qué hacer, suponiendo que el doctor lo perseguía aún. Se dirigió a su cuarto, donde rompió a llorar rabiosamente. De pronto, reaccionó. Tiró al suelo el paquete de cigarrillos y levantándose fue a contarle lo sucedido a su patrón, el dueño del hotel. Su indignación era tanta que quería avisar a la Guardia Civil. Y no cesaba de frotarse los labios con el dorso de la mano.

El propietario del hotel, Victoriano de nombre, hombre con experiencia pues había trabajado seis años en la Costa Azul, tranquilizó como pudo al joven Rogelio y lo convenció para que dejara el asunto en sus manos. Desde el primer momento comprendió que no le interesaba que aquello transcendiese.

– Anda, vete a ducharte y tómate un refresco. Yo me encargo de ese canalla…

El joven Rogelio, aunque a regañadientes, obedeció. Y Victoriano, el dueño del Hotel Miramar, subió sin pérdida de tiempo a la habitación del doctor Chaos.

Su entrevista con éste, que ya había preparado su equipaje, fue brevísima.

– Si vuelve usted a aparecer por aquí, lo denuncio a la Policía. De momento, me encargo de que el muchacho se calle también…

El doctor Chaos contestó:

– De acuerdo.

Un cuarto de hora después el ilustre cirujano conducía su coche, su Peugeot de segunda mano, por la carretera que lo devolvería a Gerona. Era domingo. Sus manos temblaban en el volante. Sentía una inmensa pena. Se compadecía a sí mismo. Miraba el paisaje circundante y se preguntaba por qué la naturaleza, tan sabia en coordinar la vegetación, le había jugado a él aquella mala pasada. Se cruzó con otros coches, pocos, en los que iban hombre y mujer. Todavía su cara olía a agua de colonia y a masaje, pues se había preparado a conciencia para su frustrado intento. Y era lo peor que la imagen del joven Rogelio lo obsesionaba más que nunca. Goering, el perro, parecía también tristón y en vez de asomar su cabeza por la ventanilla se había acurrucado en el asiento junto a su amo.

Llegado a Gerona, el doctor Chaos se dirigió al Hospital. Las monjas lo saludaron con deferencia. "¿Cómo por aquí, doctor? No lo esperábamos hasta mañana…" "He de arreglar unas cosas". Y se encerró en su despacho. Y desde allí llamó por teléfono al doctor Andújar.

Sabía que el doctor Andújar no podría modificar su constitución. Pero necesitaba expansionarse con él. Él era la única Persona que podía entenderlo. Era su entrañable, amigo, que Va intentó encauzar su vida en los lejanos tiempos de la Facultad.

El doctor Andújar se encontraba en su casa, gozando con los suyos, con sus ocho hijos, de la serena tarde dominguera, Se dedicaban a resolver rompecabezas, mientras la señora Andújar preparaba para todos la merienda.

– Voy en seguida. No tardo ni diez minutos. La entrevista entre los dos médicos, en el despacho del doctor Chaos, en el Hospital, fue dramática.

Dramática porque el doctor Chaos -y el doctor Andújar era buen conocedor de ello- se había pasado la vida justificando desde todos los ángulos su perversión, basándose para ello en las manifestaciones bisexuales evidentes lo mismo en los hombres que en las mujeres, amparándose en citas del Talmud, de los filósofos griegos, de Freud y de Gide, y afirmando, con Ulrichs, que el amor uranista era superior a las relaciones amorosas normales.

Pero todo ello iba a servirle al doctor Chaos de muy poco aquella tarde de agosto, pues la escena con el joven Rogelio lo había sumido en el bochorno y casi en la desesperación.

– Mi querido amigo -le dijo al doctor Andújar-, acabo de darle la razón a Óscar Wilde: "Soy un payaso con el corazón destrozado". He caído una vez más y no puedo ni siquiera inspirar lástima, sino repugnancia o una carcajada. Y le contó a su amigo su rapto pasional en el Hotel Miramar.

El doctor Andújar, que sentía por el problema homosexual un interés muy vivo y un extremo respeto por la persona de su colega, no experimentó ni repugnancia ni tuvo ganas de reír. Sintió una gran lástima, eso sí, pues tenía enfrente a un gran hombre derrotado, con la cabeza hundida entre los hombros y jugueteando con el papel secante de la mesa.

– Esperaba que un día u otro me llamarías -le contestó el doctor Andújar, sentándose con la máxima naturalidad en un sillón desde el cual veía perfectamente el rostro de su interlocutor-. Desde el día que llegué a Gerona quería enfocar en serio este asunto contigo, pero no me atrevía. Esperaba a que lo hicieras tú, pues me advertiste que no habías conseguido corregirte.

– Pues ya lo ves. El momento ha llegado. Si el dueño del hotel me hubiera denunciado, en estos momentos me encontraría declarando ante la Guardia Civil.

El doctor Andújar encendió un pitillo.

– Lo malo es que no sé por dónde ayudarte -prosiguió-. La fe religiosa podría serte útil, muy útil; pero ya me dijiste que, por ese lado, nada hay que hacer…

El doctor Chaos hizo un gesto de impotencia.

– Desgraciadamente, nada. Al contrario. En estos momentos, suponiendo que creyera en Dios, lo maldeciría por no haberme creado como a ti o como a la mayoría de los mortales. El doctor Andújar no se inmutó.

– Tampoco puedo confiar en que lo que te ha sucedido va a servirte de escarmiento para no reincidir… El doctor Chaos suspiró con fatiga.

– No creo.,. Me conozco demasiado. Esta noche dormiré diez horas seguidas y mañana me esperan en la Clínica dos apéndices y un riñón. Ahora me doy asco, pero ya me ha ocurrido otras veces. La única moraleja posible es que renuncie para siempre a arriesgarme con desconocidos…

– ¿Sigues interesándote más bien por hombres… de clase inferior?

– Pues sí… Como siempre. Pero últimamente…

– ¿Qué?

– Será por la edad, pero me vuelvo cada vez más pederasta. Últimamente, me excitan sobre todo los jóvenes, los adolescentes… Lo de esta tarde ha sido una muestra.

El doctor Andújar, sin querer, recordó el modo como una noche, en casa del Gobernador, el doctor Chaos miró a Pablito.

– Eso es mucho más peligroso. Socialmente, se entiende.

– Ya lo sé. Lo mejor sería que me pegara un tiro.

El doctor Andújar, al oír esto, se intranquilizó.

– Eres médico como yo -dijo el doctor Andújar-. Sabes que no existe la droga maravillosa.

– Lo sé.

– Es decir -rectificó el doctor Andújar-, existe una, pero tampoco crees en ella: la voluntad.

El doctor Chaos siguió jugueteando con el papel secante.

Volvió a suspirar.

– La voluntad… -pareció sonreír-. Soy un esclavo, ya lo sabes. Tú también lo eres amando a tus hijos. ¿Podrías dejar de amar a tus hijos?

– No.

– Pues también deberías pegarte un tiro. El doctor Andújar guardó silencio.

– Si no creyera en Dios, no habría traído hijos al mundo y me habría suicidado antes que tú. ¿Crees que no tengo mis problemas?

– ¿Qué problemas? Eres el ser más feliz que he conocido.

– Estás equivocado. Al terminar la carrera pasé una crisis muy grave. Me pasaba el día con prostitutas. Pero luché y vencí.

– Claro. Porque tu crisis era normal. Te casaste, y en paz.

– ¿En paz? ¿Qué psiquiatra puede hablar de paz? Rodeado de locos… y sin poder hacer nada. Queriendo ayudar a los hombres como tú… y sin poder hacer nada. Comprender que necesitas una pistola… y no tener derecho a dártela.

El doctor Chaos pareció reaccionar. Se había planteado a menudo el problema del suicidio: durante la guerra un alemán herido, de la Legión Cóndor, se suicidó a su lado, porque dijo que se sentiría incapaz de vivir con una sola pierna. Entendió que el doctor Andújar le provocaba para demostrarle que era un cobarde y que si habló de pegarse un tiro fue para ponerse a su nivel.

– Es curioso -comentó, notando que sudaba, por lo que puso en marcha el ventilador que tenía a su lado-. Te he llamado… Porque no podía con mi sufrimiento. Y lo que haces es decirme Que tú también tienes problemas… y que te salvó una mujer. El doctor Andújar asintió con la cabeza.

– Por ahí voy… Ése es el camino. ¡No, por favor, no te excites! Hoy debes dormir diez horas… y mañana operar dos apéndices y un riñón. Pero mi consejo es que intentes ese recurso supremo: acércate a una mujer. No estoy hablando de que te cases, entiéndeme. Pero vuelvo a mi teoría de los tiempos de la Facultad… Continúo creyendo que hay casos recuperables y que tú eres uno de ellos. Estoy seguro de que también una mujer podría proporcionarte placer.

El doctor Chaos quedó abatido de nuevo.

– ¿Crees que no lo he intentado? Durante la guerra, con una enfermera… Y antes, con una viuda, en Madrid. Fue un fracaso espantoso. Me pareció que tocaba una serpiente.

El doctor Andújar se levantó para dejar la colilla en el cenicero, que no estaba al alcance de su mano.

– Pero me has dicho que ahora se ha producido un cambio en ti, que te interesan cada vez más los adolescentes…

– Sí. ¿Y eso qué tiene que ver?

– Quién sabe… Los adolescentes tienen la piel suave. Se parecen a una mujer mucho más que un peón ferroviario…

El doctor Chaos retó a su amigo con la mirada. Por un instante se agarró a la idea como a un clavo ardiente.

– ¿Quieres decir que…?

– Yo lo probaría.

El doctor Chaos, sin querer, miró a su perro, que yacía a sus pies. Su piel era suave, como la de Rogelio.

– Estás empleando un truco -dijo de pronto-. Mi deseo no se satisface con sólo tocar la piel.

– Insisto en que lo probaría… -repitió el doctor Andújar-. Tú mismo has hablado de los cambios que la edad produce.

– Las aberraciones me tientan más que nunca.

– No sabemos nada. Tú mismo defiendes esta tesis. Nuestro organismo es un misterio. ¿Quieres que te diga una cosa? Verte tan abochornado me ha infundido esperanzas. Otras veces el incidente de hoy te habría tenido sin cuidado. "Probaré con otro", te habrías dicho. Tal vez hayas penetrado en el hastío… a través de la vergüenza.

– No te he dicho que sienta vergüenza, sino que me doy asco.

– Tampoco puedes afirmar eso. Y no me repitas que empleo un truco. Hay hombres que se han curado, sobre todo al llegar a tu edad. Es un hecho clínico. Y eran menos reflexivos, más instintivos que tú -el ventilador revolvía ahora el abundante pelo del doctor Chaos-. Imagínate que encuentras una mujer joven… y que te demuestras, aunque sea una sola vez, que eres capaz… Se te abriría el mundo ¿no?

El doctor Chaos movió desolado la cabeza.

– Es que no puedo ni imaginarlo… Y además ¿qué significaría una sola vez?

– ¡Mucho! Significaría enormemente… Porque podrías pensar en algo inédito de que te hablé en una ocasión: tener un hijo.

El doctor Chaos casi pegó un salto.

– Aunque pudiera, no tendría ningún hijo.

– ¿Por qué no?

– Porque pienso como los nazis; sólo tienen derecho a la paternidad las personas seleccionadas, sin tara. Y porque he sufrido demasiado…

El doctor Andújar parecía ahora totalmente concentrado.

– El dolor es fecundo.

– En ese caso, esta tarde estoy yo fertilizando la tierra.

– Quién sabe… Es probable que te estés purificando.

– ¡Por favor! No emplees, precisamente ahora, esa palabra…

– ¿Por qué no? La he empleado adrede. Porque sé que te consideras, en estos momentos, absolutamente impuro y que te equivocas de medio a medio. Porque hay algo en ti que te redime: el amor.

– ¿El amor?

– Sí. Tu defecto, en el fondo, es amor. Esta tarde necesitabas amor… Amar con la misma intensidad con que yo amo a los míos. Tú mismo lo has dicho: "No podía con mi sufrimiento". Y tenías razón. Si no fueras capaz de sufrir tanto no habrías amado nunca a nadie. Ni a hombres inferiores… Ni a tu perro. Ni me habrías llamado por teléfono.

– Te llamé por miedo, no por amor. Me asustaba la soledad.

– Claro. Porque la carne sola no se basta. Es el espíritu el que necesita constantemente compañía. En las autopsias eso no se ve, ya lo sé. Pero se ve al enfrentarse con la muerte. Hemos hablado de eso otras veces ¿no es así?

– ¡Claro! -El doctor Chaos se tocó el pelo que el aire del ventilador revolvía sin cesar-. Y ya sabes lo que opino al respecto.

– He de insistir en que cometes un error. La vida es una ley; pero la muerte también lo es.

– La muerte no es ninguna ley, excepto la que significa que ha llegado el fin. La muerte es la estupidez definitiva.

– No es posible que hables así, tú que has estado durante unos meses al frente de un manicomio.

– No te entiendo.

– En todos los manicomios hay un loco que se cree inmortal. Lo hay incluso en ese manicomio que tú conoces… ¿No te da esto que pensar? Bien sabes que son los locos quienes en última instancia tienen razón.

En los ojos del doctor Chaos asomó otra vez la ironía.

– Da la casualidad de que ese loco a qué aludes… es homosexual.

– Lo sé. Pero eso no destruye su certeza en la inmortalidad. Sigue dibujando alas en las paredes. Y cuando el sol está en lo alto, se siente dichoso.

El doctor Chaos miró con sarcasmo al doctor Andújar.

– ¿También vas a procurar acercarlo a una mujer?

– A él no. Sería un error. Su mente es irrecuperable. Pero ése no es tu caso. Tú sí debes intentarlo. Hasta ahora fallaste, de acuerdo… Pero ahora estoy viendo tus canas… y pienso que muy probablemente esta vez sería distinto.

El doctor Andújar ponía tal calor en cada palabra, que la nuez, que tanto divertía a sus chicos, le subía y bajaba constantemente. El doctor Chaos consiguió valorar los buenos deseos de su amigo. Desconectó el ventilador. Y su pelo se aquietó. Y pareció que se aquietaba también un poco su corazón.

Todavía el forcejeo se prolongó, pese a que una monja llamó un momento a la puerta interrumpiendo inoportunamente a los dos médicos. Por fin el doctor Chaos se sintió fatigado y dio a entender que había terminado el combate.

– No hemos avanzado nada. Pero me siento mejor que cuando me apeé de mi Peugeot y entré en el Hospital… Te agradezco mucho que hayas venido.

La sonrisa del doctor significaba ya un triunfo para el doctor Andújar. Éste se levantó. Pronto los dos hombres se encontraron de pie, muy cerca, en el centro del despacho.

– No me prometas nada, amigo Chaos… Pero no digas tampoco que no. ¿Por qué asegurar que no has avanzado? No sólo los choques de la infancia pueden marcarnos para siempre. También puede ocurrimos eso en la madurez.

El doctor Chaos movió la cabeza y se dispuso a acompañar a su amigo hasta la puerta. El doctor Andújar estaba mucho más pálido que él. Goering se había despertado y los acompañaba también. Parecía alegre y el doctor Andújar comentó, mirando al animal:

– ¿No te parece un buen indicio?

El doctor Chaos sonrió con tristeza.

– No desaprovechas detalle ¿verdad? -Al estrecharle la mano a su colega repitió-: Una vez más, muchas gracias.

El doctor Andújar salió del Hospital y se dirigió andando a su casa. Tenía la secreta impresión de que sus palabras no habrían caído en saco roto y de que el joven Rogelio le había hecho al doctor Chaos un gran favor. Ahora bien… ¿qué mujer podría servirle, a su amigo? ¿Y era moralmente lícito el consejo que él le había dado?

La gente salía de los cines. La sesión de la tarde de domingo había terminado. Hacía calor, el verano era explosivo… Parejas, parejas, incontables parejas cogidas del brazo.


* * *

– La escena es penosa, Marta, me hago cargo… No sé cómo decírtelo, no sirven las palabras. He luchado, luchado, semanas y más semanas. Me he agarrado a cualquier detalle para convencerme de que era una crisis pasajera, pero se salido derrotado. He llegado a la conclusión de que no seríamos felices, de que cometeríamos un error irreparable. Y somos muy jóvenes, lo mismo tú que yo… Quiero decir que tenemos tiempo para rehacer nuestras vidas en otra dirección… Si haces memoria, te darás cuenta de que, excepto en algún momento de euforia, lo nuestro ha sido siempre un forcejeo, como si hubiera algo que nos impidiera estar unidos como lo están, por ejemplo, Manolo y Esther, Pilar y Mateo. Por mi parte he llegado a la conclusión de que este algo es la política, tu pasión por la política. No soy capaz de hacerme a la idea de que mi mujer emplearía buena parte de su vida en otra cosa que no fuera el hogar. Sé que la mujer, y sobre todo una mujer como tú, ha de servir para algo más que para tener hijos y hablar de trapos; pero ese algo más, que sean los libros, la medicina, ¡qué sé yo! Cualquier cosa menos la política. Esto en las mujeres me molesta, no puedo remediarlo. Debe de ser que me he ido volviendo escéptico. Y me consta, porque la cosa dura desde antes de la guerra, que en esto tú no cambiarás nunca. Ahora mismo, cuando he llegado al Albergue, al ver de lejos esta tienda de campaña, tu tienda de mando, con tantas banderas y un par de niñas montando guardia, he sentido un vivo malestar. Claro, sé lo que estás pensando. Estarás pensando que cuando se quiere de verdad, con toda el alma, estas barreras significan bien poco. Sí… Admito que puedes tener razón. Es posible, por tanto, que mi amor por ti haya sido menos profundo de lo que imaginé… No digo que sea así, pero admito esta posibilidad. Pero el caso es que no podemos seguir como hasta ahora. Yo no puedo seguir fingiendo, fingiendo… Sé que no sería feliz. Y además hay otra cosa: estoy seguro de que tampoco tú lo serías conmigo. Compara nuestras familias y me darás la razón. Tú te has educado en otro ambiente. Los Martínez Soria pertenecéis a una clase concreta… que no es la mía. Tu madre, por ejemplo, me inspira un respeto extraordinario. La quiero mucho, la he querido y admirado siempre, pero nunca he tenido la sensación de que podría hablar con ella con la llaneza y la naturalidad con que hablaría con otra mujer que no hubiera tenido siempre, presidiendo el hogar, el mapa de España y unas medallas. Hay algo, Marta, hay algo serio que se opone a lo nuestro. Yo soy abogado, escucho a unos y a otros y noto que mis ideas van evolucionando de una manera que no creo que a ti te diera muchas satisfacciones. Doy mucha importancia a cosas que para ti no la tienen y viceversa. Yo pertenezco a la vida civil. Cada día más. Ahora mismo, la guerra europea me produce náuseas. Y todo lo que sea pensar por cuenta ajena me coloca a la defensiva. Bueno, me doy cuenta de que no acierto a explicarme y de que me alargo demasiado. Por favor, no creas que te he estado engañando. Te repito que llevo semanas obsesionado con esta idea, dándole vueltas. Porque sé que me has querido siempre mucho y que te he robado parte de tu juventud. Pero por fin me he decidido a venir a verte para hablarte con toda claridad. Es mejor que rompamos nuestro compromiso, Marta. Mejor que lo hagamos ahora, para no ir a un fracaso que luego no tendría arreglo. No estaríamos de acuerdo ni en la manera como deberíamos educar a nuestros hijos. Lo que me pesa es haber prolongado esto tanto tiempo. En eso soy culpable. Debí decidirme en Valladolid, cuando al llegar allí me encontré con que estabas en Alemania dedicada a lo tuyo, que es la Sección Femenina y tu concepto de la Patria. Perdóname, Marta… Si te es posible, no me guardes rencor. Sufro tanto como tú y tus lágrimas me duelen en el alma. Pero ¿qué puedo hacer? Compréndeme… si puedes. Pero acabemos esto hoy, sin Prolongarlo más. He venido ex profeso a decírtelo, pues el día que regresé de Barcelona y me diste la placa de abogado… no me atreví. En fin, espero que con el tiempo te harás cargo y no me odiarás. Aunque tienes derecho a hacerlo por lo dicho; esta decisión debí tomarla hace mucho tiempo.

Marta no tuvo valor para contestar. Al principio estaba de Pie; mientras Ignacio hablaba, tuvo que sentarse en el taburete que había en la tienda de campaña, al lado de su mochila. Lloraba. Lloraba desconsoladamente; pero Ignacio no se atrevía a acariciarle los cabellos, como era su deseo. Marta salió de Gerona con la convicción de que Ignacio llegaría allí y le diría exactamente todo lo que acababa de decirle. Incluso se había prometido a sí misma aguantar valientemente el golpe, sin dar muestras de desesperación, pero no lo consiguió. ¡Quería tanto a aquel hombre! Y sentía que todo eran argumentos, palabras, que la única verdad era… que no la quería, que no había conseguido quererla como ella a él. Estaba segura de que si ella le prometía renunciar a todo, al Albergue, a la Sección Femenina, ¡al apellido Martínez de Soria!, Ignacio seguiría diciendo: "No, es mejor que lo dejemos".

– Vete, Ignacio, por favor… No digas una palabra más. Vete, y si hay otra mujer de por medio, que seas feliz…

Ignacio se quedó inmóvil. No sabía qué hacer. Prolongar aquello era absurdo. Absurdo e inútil.

– Adiós, Marta… Perdóname… Yo también deseo que encuentres un hombre digno de ti… y eme seas feliz.

Ignacio salió de la tienda. Las niñas del Albergue saltaban a la comba allí mismo, entre los pinos. Por entre los pinos se veía el mar.

Las niñas de la puerta, al verlo salir, lo saludaron gritando:

"¡Arriba España!".


* * *

– ¡Ana María, Ana María! Ya está todo arreglado… He roto con Marta. Hace una hora, una hora escasa. Acabo de llegar de Palamós, del Albergue en que ella está. Ha sido muy penoso… La chica me quiere de veras. Fue horrible verla sufrir de aquel modo. Ha tenido que sentarse y lloraba, lloraba… Pero no había otro remedio que afrontar la situación. Había pensado en que le hablara antes Pilar. O en ir yo a visitar a su madre. Pero no. Mi obligación era hacer lo que he hecho: decírselo yo claramente. Lo terrible es que ni siquiera en un momento así ha perdido su dominio. Me ha dicho: "Vete… Y si hay otra mujer de por medio, que seas feliz…" Eso me ha aterrado. Porque no creo que estuviera enterada de lo nuestro. Habrá sido una intuición. En fin, Ana María… Ahora ya está. Se acabaron los fingimientos y el escribirte más o menos a escondidas. Dejaremos pasar un poco de tiempo, como hasta ahora, con discreción. Hasta que pueda comunicar a todo el mundo que te quiero, que nos queremos y que tú eres la mujer que yo necesitaba: un cascabel… ¡Un cascabel! ¿Comprendes lo que eso significa para mí? Tengo muchos proyectos, Ana María, muchos… Manolo me dice siempre: "Si sigues como hasta ahora, serás un profesional de primera, un gran abogado". ¡Bah! Yo también lograré la carrera me gusta. Aunque he de estudiar muchísimo… Pero lo que de momento me importa es que ya puedo decirte que eres mi novia… que nada nos separa. Déjame darte un beso, Ana María… Hoy es un día triste, pero glorioso. Sufro, pero ¡qué más da! ¡Acércate, cariño! Así… muy juntos. Dame también tú un beso… ¡Señor, Señor! Me siento como un chiquillo con zapatos nuevos.

– Ignacio… Ignacio… ¡qué alegría más grande!

– Estoy seguro de que seremos felices.

– ¡Claro que sí!

– De que lo seremos toda la vida.

– Yo lo sería ya ahora, si no fuera por Marta…

– ¡Por favor, dejemos de pensar en eso!

– Sí, tienes razón…

– ¿Piensas decírselo a tus padres?

– ¿A mis padres? De momento, no… Mi padre, ya sabes: sólo piensa en sus negocios…

– De acuerdo. Dejemos pasar un tiempo…

– ¡Bueno! Se lo diré a Charo. A ella sí, ya que veranea aquí conmigo, en San Feliu. ¡Con alguien he de expansionarme, digo yo!

– Bueno, díselo…

– ¡Cariño!

– Ana María…

– Me dan ganas… de hacer algo. ¡Sí, de hacer algo!

– A mí también…

– Por ejemplo… ¿podrías besarme otra vez?

– ¡Ah, qué picara eres!

– Si no lo fuera no estaría ahora en tus brazos.

– Eso también es verdad.

– Ignacio…

– ¿Qué?

– Te quiero…

Había anochecido en San Feliu de Guíxols, en el paseo del Mar. El faro giraba con lentitud. Lejos se veían las luces de las barcas. Nacían estrellas en el firmamento. Era un verano hermoso.

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