El mes de agosto cayó sobre la ciudad y con él el calor del principio del verano se intensificó de tal suerte que Amanecer lo calificó de tórrido.
Ya no se trataba de que las hermanas Campistol abrieran los balcones para airear el taller y que el Oñar oliera mal; todo el mundo buscaba donde fuere un poco de brisa, y habían aparecido en el río y por todas partes enormes ratas, como aquellas de los almacenes del Collell a las que César no se atrevía a pegar puntapiés.
La vía del tren, por la que solían pasear algunos sacerdotes y algunos veteranos clientes de la Sección de Cupones del Banco Arús, a la hora del sol aparecía desierta, y el asfalto de las calles ardía. La gente joven se aflojaba el nudo de la corbata, mientras las criadas chapoteaban a gusto en el lavadero. En cuanto a los ancianos, los mejores estrategas de la ciudad en estos lances, buscaban como siempre el fresco de los soportales de la Rambla o de la plaza Municipal; o se iban a la Catedral a ocupar durante un rato los sillares de los canónigos; o se iban a la Dehesa. Sí, muchos de ellos se iban a la Dehesa, en compañía de su bastón, y allí se sentaban, en los bancos construidos con piedra milenaria. Parecían esperar la muerte, pero no era así; en realidad observaban, como hacía Dimas en el frente de Aragón, la minúscula vida animal que pululaba a sus pies, y al propio tiempo estaban pendientes de las bandadas de niños que inesperadamente brotaban de los árboles y se les acercaban, simulando amenazarlos con pistolas y con puñales de juguete.
No faltaban quienes buscaban el alivio del Museo Diocesano, por cuyas salas mosén Alberto, pletórico de entusiasmo -aunque su salud no fuese tampoco la de antes-, se pasaba las horas catalogando las piezas que conseguía recuperar. Recientemente, el Servicio de Fronteras le había devuelto algunas arcas antiguas, algunos cuadros y un par de imágenes; y, como adquisición inédita, cabía mencionar que el nuevo comisario de Excavaciones lo había obsequiado con una calavera encontrada en los alrededores de Ampurias.
Por las calles y aceras la gente hubiera ido gustosa ligera de ropa, pero la íntima sensación de que aquello recordaría la época 'roja', la "grosería" de los milicianos, hacía que todo el mundo procurase guardar la compostura. Todo el mundo, excepto un discreto porcentaje de mujeres, que de pronto aparecieron exhibiendo blusas atrevidas, bajo las cuales asomaba la carne temblorosa. De hecho dichas blusas -blancas, rosas, verdiazules, como las estrellas de los fuegos artificiales- fueron multiplicándose y parecieron adueñarse de la ciudad. Ésa era la cuestión.
El señor obispo podía ordenar la separación de sexos en los baños de la piscina y vigilar el tamaño de los slips usados en el Ter; pero el leve temblor de la carne de las mujeres escapaba a las ordenanzas. También escapaban a las ordenanzas el sudor de los enfermos en los pisos sin ventilación y el martirio de los fogoneros que debían alimentar de carbón las máquinas de los trenes.
Podía hacerse una salvedad: las noches refrescaban un poco. De ahí que las mesas de los cafés, sobre todo de los cafés de la Rambla, se llenasen después de cenar de hombres que, al igual que los panaderos, salían a fumarse unos pitillos y a charlar. Se organizaban agradables tertulias, diálogos sin prisa, interrumpidos de vez en cuando por las campanadas del reloj de la Catedral, que a aquella hora sonaban con gótica majestad. Ramón, el camarero del Café Nacional, contemplando, servilleta al hombro, aquel sosiego, recordaba más que nunca a Mallorca y tarareaba táctiles notas de Chopin.
Asiduos de esas tertulias solían ser, en una mesa, siempre la misma, el coronel Triguero, que ahora menudeaba sorprendentemente sus visitas a Gerona, y el capitán Sánchez Bravo, el hijo del general. En otra mesa, los sempiternos jugadores de ajedrez, algunos de los cuales habían soportado impávidos, durante la guerra, la apocalipsis de los bombardeos. Y en dos mesas juntas, ya tradicionalmente reservadas, Matías y sus amigos, que en aquellas semanas habían acordado trasladar sus reuniones a aquella hora, para poder dormir la siesta después de comer.
Los jugadores de ajedrez no veían nada. Pedían un café y, absortos en el tablero, a veces tardaban media hora en deshacer el envoltorio del terrón de azúcar.
El coronel Triguero y el capitán Sánchez Bravo, por el contrario, lo veían todo. Aficionados al alcohol, pedían coñac, estiraban las piernas… y hablaban de negocios. ¿Qué negocios? Nadie lo sabía. Barajaban cifras y nombres raros. Si alguien pasaba cerca, se callaban. En alguna ocasión los camareros y el limpiabotas habían captado palabras sueltas: chatarra, subasta, Sociedad… ¿Qué diablos significaba aquello? El capitán Sánchez Bravo era el presidente del Gerona Club de Fútbol y faltaban pocas semanas para que empezara el campeonato. ¿Por qué no hablaban nunca de fútbol? Los limpiabotas de los cafés hacían muecas de escepticismo: "¡Estaría bueno que el presidente olvidara sus deberes para con la afición…!".
¿Y Matías y sus amigos? ¡Por fin parecían haber olvidado la política! Como si el calor de agosto hubiera arramblado con los discursos patrióticos y con los editoriales de Amanecer. Hablaban de puerilidades, aunque siempre con un poquito de picante. Galindo, el solterón de Obras Públicas, empeñado en subir el sueldo de los peones camineros, aparte de preguntar por qué el Alcalde no organizaba en la Rambla sesiones de cine al aire libre, como según noticias había organizado en sus tiempos Cosme Vila, vivía obsesionado por las mujeres. Matías suponía que los ventiladores de su oficina estarían también averiados, como los de Telégrafos. Galindo negaba con la cabeza. "Compréndame. Soy feo y cobro un sueldo de risa. Las mujeres no me hacen caso. ¡Y están tan buenas! ¿Qué puedo hacer yo? Ustedes están casados; pero un seguro servidor…" Todos se mofaban de Galindo, pues sabían que era un mujeriego obstinado y militante.
Marcos, el gallego de Telégrafos, el hombre que se lamentaba de la falta de urinarios públicos en Gerona, afirmaba que por aquellas fechas era simultáneamente feliz y desgraciado. Feliz porque su calvicie absoluta, que tanto lo hacía sufrir normalmente, en aquella época del año era una bendición. "No sé cómo pueden ustedes soportar tanta pelambrera"; desgraciado, porque el calor le provocaba terribles diarreas, las cuales lo obligaban a continuar comprando sin cesar medicamentos, variando de farmacia para no llamar la atención. Galindo atribuía la dolencia de Marcos al miedo que tenía a que su mujer, la "guapetona Adela", la que quería alternar con las damas de la buena sociedad, le jugara una mala pasada. "Adela le trae a usted frito, Marcos, confiéselo… ¡Yo, en su lugar, no la perdería de vista…!". Eso último era un insulto, pero Marcos no reaccionaba. Era apocado. En casa, mientras Adela se contemplaba en el espejo -a menudo enteramente desnuda-, él se dedicaba a su colección de sellos de Ceilán y Madagascar. Se había especializado en esas dos islas, no sabía por qué. Algunas noches Adela, que se aburría en casa, aparecía de pronto en la Rambla, en la tertulia. ¡Por todos los santos! Cada vez el sombrero de Matías se elevaba varios centímetros sobre su cabeza. Y cada vez Adela, sentándose a su lado, le decía: "¿Sabe usted, Matías, que su Ignacio es un picarón? Ayer me lo encontré y me piropeó como si yo tuviera veinte años…"
El otro contertulio, Carlos Grote, vivía feliz. Acostumbrado a las islas Canarias, en aquellas noches veraniegas se sentía como el pez en el agua. Cuando llegó a Gerona, en invierno, se consideró perdido; pero en agosto recobró la seguridad. Tenía mujer y tres hijos y, en su calidad de funcionario de la Delegación de Abastecimientos, disfrutaba de algunas ventajillas para nutrir la despensa. Era, por otra parte, el más chismoso y malpensado de la reunión. Siempre llegaba con la trompa llena de noticias… "La viuda esa, Oriol o como se llame, anda a la caza… ¡Y cobrará pieza! Al tiempo". "¿Les parece bien a ustedes eso de los Ejercicios Espirituales? Una semana encerrados, oyendo hablar del infierno. ¡Deberían prohibir ese numerito! Y el infierno debería estar también prohibido…" Galindo se ponía nervioso oyéndolo. "Basta, amigo canario… ¿Por qué no deja usted en paz a la gente y no nos cuenta aquel chiste de la sueca que hacía nudismo en Tenerife?".
Primer verano de posguerra. Agosto tórrido. Morían insectos en los faroles. Jaime, el "depurado", empujaba por las calles un carrito de helados marca La Mariposa. La idea de Esther, de fundar el Club de Tenis, prosperaba. La idea de 'La Voz de Alerta', de fundar el Tiro de Pichón, prosperaba también. En las canteras próximas al cementerio había empezado a sonar, durante el día, el martilleo de los picapedreros, indicio de que los hermanos Costa, desde la cárcel y valiéndose de sus esposas, volvían a cuidar de sus negocios. En el restaurante del Puente de la Barca volvían a servir ranas y eran muchos los gourmets que se acercaban a los viveros y decían, señalando con el índice: "¡Ésa…! ¡Y esa otra también!".
La vida renacía y en consecuencia se oyó de nuevo la palabra "veraneo". La gente pensó como antaño en el placer del mar. Sin embargo, era todo tan reciente que fueron muy pocas las familias que pudieron tomarse unas vacaciones y trasladarse al litoral. El notario Noguer y su esposa alquilaron una casa en el pueblo de Calella. Manolo y Esther se fueron, con sus dos hijos, a San Antonio de Calonge porque les habían dicho que las puestas de sol en la bahía de Palamós eran una maravilla y porque Manolo no abriría su bufete particular hasta octubre. Varios concejales, que súbitamente habían salido del anónimo, se fueron con los suyos a La Escala, donde alquilaron barcas, y compraron flotadores y cañas de pescar. Apenas nadie más se ausentó de Gerona; y circulaban muy pocos automóviles.
Pero he ahí que "alguien" salió, volviendo a su antigua costumbre, de la ciudad -en este caso, la ciudad de Barcelona-, y se instaló en San Feliu de Guíxols: Ana María y sus padres. Ignacio recibió de Ana María una postal fechada en aquel pueblo costero tan preñado de recuerdos. "A ver si un día tomas el tren y vienes a verme -le decía la muchacha de los moñitos uno a cada lado-. Me encontrarás en la playa que tú sabes, la de San Telmo, tumbada al sol; o sentada en alguna barca, leyendo. Mi padre no ha recuperado todavía su balandro de antes de la guerra; pero me ha comprado otro balón azul… Y el mar está donde siempre, respirando".
Ignacio se pasó unos minutos con la postal en la mano. Marta lo estaba esperando. Sintió la necesidad imperiosa de acudir a la cita de Ana María. La letra de la muchacha era grande, preciosa, de "colegio de pago".
Lo malo era que el coronel Triguero lo tenía amarrado en Fronteras. Continuaba con sus viajes a Figueras y a Perpiñán, e inmerso, solitariamente, en el mundo de los exiliados y sus problemas. No había vuelto a ver a Canela. ¿Para qué? Pero continuaba ocupándose de los que morían en los hospitales franceses, de las mujeres que esperaban en la carretera el regreso de su "hombre" y seguía trayendo para España, en cada viaje, un montón de cartas, que de este modo salvaban la censura, puesto que Ignacio las echaba en cualquier buzón de Figueras o Gerona.
Habló con el coronel Triguero y éste, que rebosaba buen humor, le dijo: "La semana próxima tómate un par de días de vacaciones y vete donde quieras a remojarte el trasero. Pero llévate albornoz, porque tengo entendido que hay guardias civiles custodiando las playas".
Era cierto. La requisitoria del señor obispo sobre la moralidad en la costa había traído consigo ese bando del Gobernador. Parejas de guardias, fusil al hombro, se turnaban vigilando. Había que enfundarse el albornoz nada más salir del agua, bajo pena de multa a la primera infracción y de expulsión en caso de reincidencia. Así, pues, en la postal que Ignacio escribió a Ana María le puso: "Espérame el día 12. Pero procura tener sobornados a los guardias, porque mi deseo es ver el color de tu piel".
Llegó el día 12. Ignacio se dispuso a emprender el viaje a San Feliu de Guíxols. La excusa que inventó para justificarse con Marta y con la familia, fue: deseaba visitar el campamento de verano que Mateo había instalado allí para los muchachos de las Organizaciones Juveniles. "Me apetece conocer aquello -dijo-. Ver a Mateo y a sus soldaditos de plomo". Uno de esos soldaditos era el pequeño Eloy.
Todo el mundo lo estimó natural e Ignacio subió al tren soñoliento que enlazaba Gerona con el pueblo costero.
El trayecto, que había de durar dos horas cumplidas, le dio tiempo a pensar mucho. Primero se acordó del verano de 1933, durante el cual David y Olga reunieron en San Feliu de Guíxols a sus alumnos -embrionaria anticipación del Campamento de Verano organizado ahora por Falange-, lo que le permitió a él conocer a Ana María. La imagen de Olga en bañador, saliendo del agua como una diosa, se le clavó de nuevo en la mente con un relieve inusitado: los cabellos alisados, el cuerpo color de aceituna. Al verla, Ignacio se había estremecido como pocas veces en su vida. Se acordó también de que David y Olga hicieron cuanto pudieron, en aquella Colonia, para convencer a sus alumnos de que el alma no era inmortal. ¿Con qué resultado? El alma seguía siendo inmortal y ahora los maestros, según la carta de Julio García, se encontraban exiliados en Méjico, editando libros -¿qué clase de libros?- y probablemente echando de menos la humilde escuela de la calle de la Rutila y los acantilados de la Costa Brava.
Luego Ignacio pensó en lo que Gaspar Ley, el flamante director del Banco Arús en Gerona, le había dicho del padre de Ana María, cuando el muchacho fue a la oficina a reclamar sus haberes. ¿Por qué le incomodaba tanto a Ignacio que Gaspar lo llamara ahora don Rosendo y dijera de él que era "importante" y "algo tremendo"? Sin duda gracias a ello Ana María podía ahora tumbarse al sol en San Feliu de Guíxols.
Luego, pensó en Ana María. ¿Qué sentía por la muchacha? Lo ignoraba… En realidad, aparte las postales suyas recibidas, los dos últimos recuerdos que tenía de la chica eran de signo contrario. Uno, el cálido beso que le dio al marcharse él con Moncho a Madrid, a incorporarse al Hospital Pasteur; otro, el anatema con que ella lo fustigó al enterarse, por boca del malogrado mosén Francisco, de la existencia de Marta. La muchacha le dijo, en aquella ocasión: "Has jugado conmigo de una manera innoble". La frase parecía zanjar el asunto. Pero Ignacio, ahora, mientras el soñoliento tren iba acercándose a su destino, cruzando por entre los dilatados campos que hacían presentir el mar, tuvo la secreta intuición de que Ana María seguía queriéndolo y de que la suerte de todo aquello, ¡pese a Marta!, no estaba echada.
Los hechos le dieron la razón. Ignacio llego a San Feliu de Guíxols a media mañana y se dirigió raudo a la playa de San Telmo. No vio el balandro en el agua, porque no existía; pero vio el balón azul. Y a su lado, ¡tapada con albornoz!, pero hecha también "una diosa", a Ana María… Y la alegría de ésta al reconocer al muchacho se le contagió como a veces en un banco de peces se contagia el pánico o el afán de emigrar.
– ¡Ignacio! Creí que no venías…
– ¿Qué estás diciendo? ¿No te lo escribí?
– ¡Ah, Ignacio, qué contenta estoy…!
Ignacio esta vez no había llegado allí cruzando por debajo del agua la valla que acotaba la zona de pago. Había llegado por el paseo del Mar, con americana, pantalones y zapatos. Sintióse tan ridículo vestido de aquella manera bajo el sol abrasador, que le dijo a la muchacha: "Perdona. Voy a desvestirme y vuelvo". Alquiló una caseta y a poco reapareció enfundado también en el albornoz reglamentario, albornoz rojo, largo hasta los pies, que tampoco lo favorecía demasiado.
– ¿Dónde está tu padre?
– Se ha ido a pescar al rompeolas.
– ¿Y tu madre?
– Se fue con él.
A Ignacio lo alegró indeciblemente que Ana María se encontrase sola. Se sentó a su lado en la arena, bajo un techo de cañas. Al sentarse le asomaron las piernas, blanquísimas, y se sintió ridículo de nuevo. Pero se olvidó de ellas. Vio a su lado el balón azul, lo acarició… y los dos muchachos se pusieron a charlar.
Ana María, siguiendo su costumbre, se interesó al momento por la familia de Ignacio. "¿Qué tal en tu casa? ¿Están bien? ¿No hay novedades? ¿Qué hace Pilar?". Ignacio le dio los detalles precisos.
– Todos bien… ¡En fin! Aparte lo de César, no podemos quejarnos.
Ana María asintió.
– ¿Sigue tu padre en Telégrafos?
– Sí. Con su bata gris… -Ignacio añadió, sonriendo-: Pero al salir se pone el sombrero.
Ana María trazaba con los pies nombres imaginarios en la arena. De vez en cuando se volvía hacia Ignacio y lo miraba con fijeza a los ojos.
– ¿Y Pilar? Cuéntame detalles…
– Pues Pilar está hecha un bombón. Un bombón falangista, claro…
Ana María formó una O con los dedos pulgar e índice, como si fuera a decir: Okey. Luego comentó:
– ¿Sigue con tu amigo, con Mateo?
Ignacio se sorprendió de que Ana María se acordase del nombre de éste, y contestó:
– ¡Ah, claro! Eso es cosa hecha.
Ignacio estimó entonces indispensable corresponder con Ana María y la preguntó por los suyos. Le dijo que ya sabía de ellos por Gaspar Ley, pero en realidad la conversación con éste había sido breve.
– ¿No se resentirá tu padre de su estancia en la cárcel? ¿No estará enfermo o algo así?
Ana María protestó con energía, confirmando con ello los informes de Gaspar.
– ¿Enfermo él? ¡No! En plena forma… -La muchacha añadió-: ¡Hasta qué punto! -Y miró el rompeolas, como si desde el lugar en que se encontraban pudiera reconocer la silueta de don Rosendo.
Ignacio, simulando la mayor naturalidad, preguntó:
– ¿A qué se dedica ahora tu padre?
Ana María arrugó el entrecejo. Sin duda el tema le desagradaba.
– No sé. ¡Negocios! Nunca explica nada en casa.
– Inesperadamente, añadió-: Pero se marcha a Madrid lo menos una vez a la semana.
Ignacio no quiso insistir. Y repentinamente sintió calor y le propuso a Ana María meterse en el agua. Ella aceptó y se puso un gorrito blanco. Miraron a los guardias -sentados sobre una roca, fumando- y se quitaron el albornoz justo en la orilla. Y entraron en el mar…
¡Cuántos recuerdos! Ana María, con su gorrito, se fue para adentro. Ignacio la siguió, avanzando tan lindamente que le pareció que esquiaba. Y de repente se zambulló y, como antaño, simuló asir a la muchacha de las piernas y tirar de ellas como si quisiera convertirla en sirena. Y Ana María se rió. Y su risa sonó como si 'El Niño de Jaén' tocara las castañuelas.
Fueron diez minutos de embriaguez, pues el agua, si se convierte en memoria, puede subirse a la cabeza. Flotaba allí cerca una balsa saturada de gente, pero ellos descubrieron un hueco por donde meterse, y desde arriba se lanzaron al mar una y otra vez, ensayando toda clase de figuras. A Ignacio le dio por hacer el payaso, y a Ana María por aplaudir. Y de pronto, por desaparecer. "¡Adiós!", decía. Y se sumergía, se sumergía hasta el fondo, fondo verde y claro, como lo eran sus ojos.
Terminado el baño, regresaron a la arena y se tumbaron boca abajo, un tanto distanciados, pues a Ignacio, viendo fumar a los guardias, le apeteció también hacerlo. Y reanudaron el diálogo, esta vez en tono más íntimo.
– ¿Y tú, Ana María, cómo estás? Háblame de ti… ¿Qué haces?
– ¡Huy! Muchas cosas… Quiero terminar el Bachillerato. Hago el Servicio Social. ¡Y acompaño a mi madre al cine, claro!
– Ya… -Ignacio prosiguió-: ¿Te gusta el Servicio Social?
– Nada. Es un tostón. Pero quiero aprender, ¿comprendes? -Ana María jugaba a quitarse el esmalte de las uñas-. Algún día habré de gobernar una casa… -De pronto añadió-: ¡Ah, y quiero perfeccionar mi inglés!
¿Inglés…? Ignacio se extrañó. Todo el mundo estudiaba alemán. Ana María no dio explicaciones y siguió contándole. A veces se iba sola al puerto porque le gustaba ver los barcos. "Espero que pronto lleguen otra vez transatlánticos. Creo que el único que ha venido es el que trajo al conde Ciano". También le gustaba visitar el barrio de la Catedral. Los claustros eran una delicia. Invitaban a pensar.
– Me gusta pensar, ¿sabes? Aunque también lo hago en la cama.
– ¿Y en qué piensas?
– ¡Oh! Soy muy poco original. Muchas veces pienso en lo agradable que es que la guerra haya terminado.
– En otro de sus impulsos, añadió-: ¿No sientes tú, algunas veces, como unas ganas enormes de recuperar el tiempo perdido?
Ignacio había ya hundido en la arena la colilla del cigarrillo. Él y Ana María continuaban tumbados boca abajo y sus rostros se encontraban ahora muy cerca. Milagrosamente, a la muchacha se le había quedado intacta una gota de agua en la punta de la nariz. Ignacio, con el índice, la aplastó. Entonces ella le preguntó:
– ¿Y tú, Ignacio? ¿Cuándo sabré algo de ti? ¿Qué haces?
Ignacio volvió a sonreír. Se expansionó con Ana María, a quien, inesperadamente, todo lo referente a Perpiñán y a los exiliados pareció interesarle. Aunque ello duró muy poco tiempo. De súbito la muchacha cortó diciendo: "Claro que ¡eran tan canallas!".
Ignacio cambió entonces de tema y dijo:
– Pero lo que quiero es que me licencien y terminar pronto la carrera.
– ¿Terminarla?
– ¡Claro! Cada noche estudio hasta las tantas… En septiembre me examino. El veintiséis.
– De tercero, ¿no es eso?
– Sí… -Ignacio volvió a mirar a la muchacha sorprendido, como cuando le oyó pronunciar el nombre de Mateo-. ¿Cómo es posible que te acuerdes?
– ¡Ah, ja!
Él, complacido, siguió explicando:
– Tercero, en septiembre. Ello significa que en junio del año próximo puedo tener el título en el bolsillo.
Ana María se acercó un poco más a Ignacio. "Abogado…", murmuró. Se había llevado un granito de arena a la boca y su sabor salado le agradaba. Sus ojos tenían ahora el color de la felicidad, de las mañanas claras.
Volvió a la realidad y preguntó:
– Y luego… ¿piensas ejercer?
– Por supuesto -respondió Ignacio-. Hay que defender a la gente ¿no crees?
Ana María apuntó:
– Los abogados a veces tienen que acusar…
– ¡No, no, de ningún modo! En la placa de mi puerta pondré: "Si quiere usted acusar a alguien, llame a otro despacho".
Ana María se rió y al hacerlo se tragó sin querer el granito de arena salada que paladeaba con tanta fruición.
A continuación preguntó:
– Pero ¿cómo vas a ejercer de abogado… a tu edad?
Ignacio se mostraba muy seguro.
– No pienso ejercer en seguida. Antes tendré que pasarme dos años lo menos haciendo prácticas.
– ¿Dónde?
– Lo normal. En el bufete de otro abogado que tenga prestigio y me pueda enseñar.
Ana María asintió:
– Claro, claro…
La muchacha parecía tan interesada por todo aquello, que Ignacio añadió:
– Luego, cuando mi cara inspire ya confianza… ¡adiós, muy buenas! A trabajar por mi cuenta.
– Marcó una pausa y concluyó-: Y a ganar dinero.
Ana María lo miró con un signo de interrogación. E Ignacio pensó para sí: "¿Por qué soy capaz de ser sincero con Ana María y en cambio disimulo siempre con Marta?".
– No te extrañe que te hable así, Ana María. He dicho lo que siento; estoy decidido a ganar dinero.
– Aupado, prosiguió-: Estoy cansado de vivir con estrecheces, ¿comprendes? En una casa sin calefacción y con muebles anticuados.
Ana María hundió por un segundo la frente en la arena. Luego la levantó:
– Pero tú no acostumbras a quejarte, ¿verdad?
– ¿Quejarme? No… ¿Por qué? Pero estoy dispuesto a no ser una lágrima. Quiero ser eficaz.
– Ignacio reflexionó y añadió-: No quiero que mis hijos lleguen a los dieciséis años como yo, siendo botones de un Banco.
Ana María había mudado la expresión.
– A veces… ganar dinero cuesta caro.
Ignacio la miró.
– Sé a lo que te refieres. Pero no es cuestión de exagerar.
– Se pasó el dorso de la mano por la frente para secarse el sudor-. Se puede triunfar sin lesionar a nadie. Es cuestión de aprovechar las oportunidades.
Era evidente que Ana María había oído muchas veces un lenguaje parecido… Secóse también el sudor de la frente. ¿Cómo conciliar aquello con la placa que Ignacio pensaba poner en la puerta?
– Esta decisión tuya… -apuntó, con cautela-, ¿es producto de la guerra?
Ignacio asintió.
– En parte, sí. Era un crío y me dieron un fusil. Eso cuenta ¿no? -Ana María callaba e Ignacio, notándolo, agregó-: ¡Por favor, no me mires como si proyectara atracar joyerías o abrir cajas de caudales! Simplemente, me he cansado de andar vacilando por ahí y ahora he tomado varias determinaciones; y una de ellas es ganar dinero.
Ana María optó por no dramatizar las cosas.
– ¿Qué otras determinaciones has tomado, si puede saberse?
El muchacho contestó, con la misma seguridad que antes:
– Apartarme de la política.
La muchacha jugueteaba ahora con el gorrito blanco.
– ¿Te sientes defraudado?
– ¡No, no! Nada de eso… Pero he comprendido que yo no he nacido para eso, que a mí no me va.
Ahí Ana María le siguió sin grandes dificultades.
– Eso lo comprendo muy bien. A mí me ocurre lo mismo.
Ignacio experimentó como una penetrante alegría.
– No te gusta marcar el paso, ¿verdad?
– Ni pum… Prefiero pegar saltos yo sola. Y fumar algún pitillo a escondidas…
El clima volvía a ser cordial. Ignacio cogió con ambas manos un puñado de arena y formando un reguero la dejó deslizarse suavemente.
– ¡España, España!… Con perdón, pero estoy un poco harto. Quiero ser Ignacio.
– Cogió otro puñado de arena y repitió la operación-. Hay personas que parecen haber olvidado ya su nombre y llamarse "acto de servicio" o "Alcázar de Toledo".
Ana María supuso que Ignacio se refería a Marta. Pero había decidido no aludir a ella, como si no existiese.
– ¿Puedo preguntarte si te has cansado también de la religión?
Ignacio, inesperadamente, fue incorporándose con lentitud gimnástica y por fin dio media vuelta y se quedó sentado. Y miró a lo lejos.
– Es imposible no creer en Dios mirando el mar.
La respuesta gustó tanto a Ana María, que ésta imitó al muchacho y se sentó a su vez, situándose justamente a su lado.
– Sigues siendo un adorable farsante. ¿Dónde aprendiste lo que acabas de decir?
Ignacio se rió, halagado.
– En ese asunto me ayuda mucho un jesuíta que hay en Gerona: el padre Forteza.
– ¡Ah! ¿Sí? ¿Lo tratas mucho?
– Nunca he hablado con él. Pero lo veo… y es bastante. Tarda tres cuartos de hora en decir la misa. ¡Si te descuidas, te hace santo para toda la vida!
Ana María se volvió hacia Ignacio y lo miró a los labios intensamente, con un ligero temblor.
– No me gustaría que fueras santo… -dijo la muchacha.
Ignacio miró a su vez los labios de Ana María, rojos y húmedos:
– Espero no caer en semejante tentación.
Ana María, que había ido estudiando a Ignacio con mucho detenimiento, llegados a este punto se dijo: "basta". Miró también a lo lejos, al mar. Y tuvo dos intuiciones. La primera, que Ignacio el próximo invierno haría muchos viajes a Barcelona, pues ella se encargaría de rogarle al Cristo de Lepanto que el Servicio de Fronteras lo mandara allí en vez de mandarlo a Perpiñán. La segunda se refería a algo más contundente: Ignacio, cuyo aspecto era noble pese a sus bravatas -y pese a su albornoz-, seria para ella. No sabía cómo y sin duda debería luchar fuerte contra Marta. Pero algo le decía que Ignacio al final, con o sin dinero, sería suyo, y esto era lo principal. Claro que debería obrar con astucia y pedirle algún consejo a su amigo Gaspar Ley y, mejor aún, a la esposa de éste, Charo. Y dejar de escribir simples postalitas y llenar hojas y más hojas, en papel muy femenino, poniendo intención en cada palabra. Pero no la asustaba ese menester. Si hacía gimnasia sueca para conservar la línea, ¿por qué no había de hacer gimnasia española para conquistar a Ignacio?
– Estoy contenta, Ignacio. He sacado la conclusión de que, pese a todo, la guerra te ha mejorado. Eres menos desconcertante. Te has propuesto una meta y a ella vas. Eso inspira una gran confianza.
– ¡Ah, no te quepa la menor duda! ¿Te vienes al agua otra vez?
Permanecieron allí, en el agua y en la arena, hasta que, a eso de las dos y media, Ana María vio llegar por el Paseo, majestuosamente, un coche gris, bastante parecido al que en Gerona usaba doña Cecilia para ir a la peluquería y a las mesas petitorias.
– ¡Mis padres! Ahí vienen…
Ignacio pegó un salto y se puso en pie, enredándose con el cinturón del albornoz.
– Me voy pitando…
– ¡Bueno! No tan de prisa…
– Sí, sí, me voy…
– No te vayas. Quédate por ahí cerca… -Ana María añadió-: Donde pueda verte aún.
Se dieron la mano, un tanto precipitadamente.
– ¿Hasta cuándo estaréis en San Feliu?
– Hasta fin de mes, creo.
– Volveré.
– No quiero crearme ilusiones…
– Escríbeme.
– Descuida…
Ignacio se separó. Se fue hacia las rocas silbando. Acabó sentándose en ellas, cerca de los guardias, a los que saludó.
– Mucho calor, ¿eh?
– Figúrese… -Uno de los guardias se palpó la manga del uniforme y luego, enderezando el índice, señaló su tricornio.
Desde aquel punto exacto Ignacio pudo contemplar a placer cómo los padres de Ana María bajaban del coche gris. Don Rosendo Sarró: el hombre que olía los negocios y que hacía un viaje semanal a Madrid, era alto, deportivo. En efecto, no se le notaba la Cárcel Modelo y tenía sin duda autoridad personal. Sacó del interior del coche una enorme cesta de mimbre. La madre estaba más achacosa y tenía, pese al veraneo, la piel de color de leche.
Ana María no se levantó siquiera para saludarlos. Los recibió con frialdad, mientras hurgaba con el pie derecho la arena.
Ni siquiera pareció alegrarse cuando el padre abrió la cesta, que por lo visto pesaba lo suyo y que debía de contener la pesca de la jornada. En cambio, la madre hacía muchos aspavientos.
Ignacio, sin saber por qué, se sintió a disgusto, como un intruso. Fue a la caseta y se vistió. ¡Qué calor! Consiguió, en el momento de abandonar la playa, hacerle a Ana María una seña de despedida. Y se fue al paseo del Mar, donde un fotógrafo ambulante lo acosó para retratarlo.
– ¡Que no, que no, que no me interesa! -El fotógrafo se sacó del bolsillo un bloc y un lápiz.
– ¿Le hago una caricatura?
– Otro día, amigo…
Ignacio se quedó solo. Le invadió un hambre atroz. Entonces miró hacia la montaña de San Telmo, que se erguía a su derecha, salpicada aquí y allá de manchas pardas entre los árboles. Eran las tiendas de campaña del Campamento de Verano que Mateo dirigía. Su amigo estaría allí, en su puesto, enseñándoles a los críos, a los soldaditos de plomo, a llamarse "acto de servicio" y "Alcázar de Toledo".
Emprendió viaje en aquella dirección. Volvió a silbar, como si estuviera contento. Atacó la cuesta sin dificultad. ¿Sería cierto que la guerra lo había mejorado? Físicamente, desde luego. Acostumbrado a las caminatas de Esquiadores, sus piernas le obedecían. De pronto advirtió que al caminar "marcaba el paso" y modificó el ritmo. A medida que ganaba altura, el mar abajo se le aparecía más transparente. Volvióse y miró hacia la playa que acababa de dejar. Pensó que uno de aquellos puntitos que veía sería Ana María y canturreó, pensando otra vez en Esquiadores, en las canciones a la luz de la luna:
Si te quieres casar con las chicas de aquí tendrás que irte a buscar capital a Madrid…
Por fin llegó a la puerta de entrada al Campamento. Dos flechas montaban la guardia. Un cartel colgando entre dos pinos decía: "CAMPAMENTO JUVENIL ONÉSIMO REDONDO".
Ignacio no se había equivocado al suponer que Mateo estaría allí, en su puesto. Mateo se había tomado tan a pecho la idea de conseguir un Campamento modelo, que lo había previsto todo; desde el emplazamiento en aquella montaña -ideal, por cuanto una ermita se alzaba en la cumbre y los vientos eran sanos y estimulantes- hasta el suministro, que se efectuaba a diario desde Gerona por medio de camiones. Había escalonado y distanciado a propósito las tiendas para que los muchachos al subir y bajar para ir de una a otra pisotearan los matorrales y fueran creando nuevos caminos; pero desde cualquiera de dichas tiendas se rozaban los árboles con la mano y se veían el puerto de San Feliu en la hondonada y a la derecha la inmensidad azul.
Mateo había reclutado en Gerona y provincia unos cien muchachos de la más diversa procedencia social, a los que dividió por escuadras. Le interesaba precisamente la heterogeneidad. Que Pablito, el hijo del Gobernador, se codeara con huérfanos atendidos en Auxilio Social y con 'El Niño de Jaén'. Era preciso que el aire libre, la camaradería y la extroversión propia de la edad barrieran en lo posible las diferencias. Aquel ensayo sería la piedra de toque para, en años próximos, multiplicar los Campamentos a lo largo del litoral, organizando en cada uno de ellos los consabidos turnos.
Mateo, antes de salir de Gerona, le había dicho a Pilar: "Voy a ver si consigo meter en la cabeza de esos muchachos unas cuantas ideas básicas"; es decir, también en eso Ignacio había imaginado certero. Pilar le había contestado: "De acuerdo. Pero prométeme que una vez al día te acordarás de que existo".
Mateo, pues, se había ido de Gerona ilusionado. Le encantaba, desde luego, enfrentarse con el alma juvenil y soñaba -tal como Pilar le dijera a Marta en el tren, en el reciente viaje a Barcelona- con tener muchos hijos para moldearlos a su gusto. Los ojos iluminados de los niños, en los que podían escribirse las más hermosas palabras, lo estimulaban en esa dirección. Pensar que aquellas vidas formarían más adelante la promoción que gobernaría a España, lo estremecía de responsabilidad. Sin embargo, había comprobado en seguida que existía un obstáculo: aquellos niños, sin duda por inmadurez, habían vivido la guerra pero no habían calado hondo en su significado. Todos, excepto Pablito, la habían conocido en la zona 'roja' y habían visto ametralladoras, milicianos y aviones de bombardeo. Algunos hablan quedado sin hogar -la casa destruida- y la mayor parte habían presenciado la huida a Francia del Ejército 'rojo' derrotado; pero sus mentes sólo habían registrado lo que en todo ello había de subversión, de rotura y desconcierto; poca cosa más. La idea de "grandeza" les era tan ajena como podía serlo para las estrellas la idea de "firmamento". Respondían al toque de los cornetines, al ondear de las banderas y cantaban a pleno pulmón los himnos; pero su entusiasmo era instintivo, con dosis de admiración por el orden reinante, después del caos que los rodeó a lo largo de tres años. Ya no pasaban hambre. Ya no oían blasfemias. En los escaparates había luz eléctrica y el alcalde llevaba chistera. Hasta los perros engordaban. Pero sería preciso una dura labor para hacerles comprender que debajo de aquel cambio latía algo más que el triunfo del más fuerte o que el fin inevitable de un ciclo. El sufrimiento había sido excesivo para aquellos espíritus en embrión, por lo que a menudo adoptaban ahora, sin darse cuenta, actitudes defensivas. Sí, les roía por dentro un punto de amoralidad, de cinismo, o de repentina indiferencia. Eloy, por ejemplo, el "renacuajo" de los Alvear, que se había convertido en el asistente de Mateo, en una ocasión había mirado la pistola que éste llevaba en el cinto y le había preguntado: "Pero ¿tú has matado a alguien?".
Un muchacho del pueblo de Llers, pueblo que había volado prácticamente a consecuencia de una explosión, una noche se dedicó a cortar con una navaja cabritera las cuerdas de varias tiendas por el simple placer de verlas desplomarse. Y el benjamín del Campamento, llamado Ricardito, pese a ignorar lo que eran las privaciones, pues su padre había sido jefe de Suministros, se dedicaba a aplastar lagartijas con la punta de la alpargata y cuando le mandaban algo miraba con desparpajo y preguntaba: "¿Y eso por qué?". En otro orden de cosas, de repente un grupo de chavales le formulaba a Mateo preguntas absurdas, como por ejemplo si era cierto que los niños alemanes no estaban nunca enfermos.
Pese a todo, Mateo, curtido por tantos avalares, tenía plena confianza en que el tiempo y el método salvarían todas las vallas psicológicas que se opusieran a su tarea. El optimismo lo ganaba sobre todo a la hora en que los cien chavales se bañaban, gritando y braceando con una alegría incontaminada, bautismal y, más aún, a la noche, cuando cada escuadra encendía una fogata delante de la tienda correspondiente. Mateo entonces, mientras acariciaba la cabeza casi rapada de Eloy, contemplaba la ceremonia y sentía que se le esponjaba el alma. Recordaba noches vividas por él en el frente, otras fogatas; y los rostros iluminados de los chicos y el temblor de las llamas le repetían como un estribillo: "Serán míos, serán nuestros. Se canalizarán sus sentimientos. Nadie nos podrá arrebatar esa juventud".
Por descontado, el muchacho tuvo un acierto de enfoque que por sí solo denotaba que la "política", con pesar sobre él mucho, no lo había deshumanizado. Procuró no exagerar en su plan de catequesis. Precisamente el comportamiento de sus pupilos le demostró que éstos eran "hombres" y no un amasijo de reflejos. De ahí que programó en el Campamento, para cada jornada, un setenta por ciento de actos de libre expansión y un treinta por ciento de disciplina. No más. Su lema fue: "Si esos chicos han de encauzarse a través de la Falange hacia puestos importantes, ¿qué menos puedo hacer que conocer sus inclinaciones temperamentales?".
Mateo fue fiel a este lema. Desde el primer día puso manos a la obra. Quiso conocer uno por uno a los muchachos que poblaban las laderas de San Telmo. Confeccionó un cuestionario, que los chicos habían de rellenar de su puño y letra. Hizo preguntas a granel y anotó las respuestas. Observaba la expresión de los rostros al oír determinados vocablos, al experimentar fatiga e incluso al contemplar el mar. Llevaba un fichero que él, de acuerdo con su léxico, calificaba de "caliente y directo". Y cabe admitir que tal fichero había de resultarle de gran utilidad.
Por de pronto, llegó a la conclusión de que -como ocurría con los detenidos al presentarse ante el Tribunal, en Auditoría de Guerra- los chicos provenientes de pueblos de la costa eran más avispados e imaginativos que los de la montaña. Tal vez incluso fueran más valientes o estuvieran mejor predispuestos a enrolarse en una aventura. También observó que los más delgados soñaban en voz alta y que los que siempre tenían sed eran los más eróticos. Porque, ésa fue una de las plagas con las que Mateo tuvo que enfrentarse: la masturbación. Había horas en que los muchachos desaparecían por entre la arboleda con cualquier pretexto y de pronto, como si les picara una culebra tan vieja como el mundo, miraban a hurtadillas, cerciorándose de que no los veía nadie, y cometían el pecado solitario. Mateo reflexionó mucho sobre el particular y al final, por decisión propia, se abstuvo de intervenir. ¡Que el doctor Gregorio Lascasas lo perdonara! Como hubiera dicho el camarada Dávila, era aquello un desahogo natural que escapaba también a las ordenanzas. Otro hecho le llamó especialmente la atención: existían diferencias fundamentales entre los chicos que tenían madre y los chicos que la habían perdido. Ello lo afectó enormemente, puesto que él, Mateo, perdió la suya en la niñez. A los que carecían de madre se los veía un tanto huidizos, como si los oprimiese una vaga inseguridad. A veces se encolerizaban sin ton ni son; y es que estaban más necesitados de protección y de afecto. No comprendían que, a la llegada del correo, sus compañeros, al reconocer en el sobre la letra de la madre o al leer en el remitente su nombre, dijeran "¡bah!", y abrieran con desgana la carta. ¡Si ellos hubieran podido recibir otra igual! Mateo comprobó que no tener madre era una terrible mutilación, un lastre que impedía a los muchachos alcanzar en su yo más profundo la plenitud y que en un momento dado los llenaba de incontenible tristeza.
Al margen de esto, Mateo, sin darse cuenta, prestó especial atención a las fichas correspondientes a los chicos de Gerona, de la capital. Y de ellas, varias lo sorprendieron hasta el punto de hacerle rascarse la negra cabellera. Con Eloy no le ocurrió eso. Su trayectoria estaba clara: el chico quería darle al balón, ser futbolista y no le interesaba sino tener amigos, crecer fuerte como un roble y aprender a caerse sin hacerse daño. Tampoco lo sorprendió la ficha de 'El Niño de Jaén': no había conflicto. El gitanillo, gran triunfador en la Piscina el 18 de julio, quería bailar. Su cintura se cimbreaba por sí sola, su cuerpo adoptaba posturas armónicas, convertía en castañuelas los guijarros y, chascando con los dedos, improvisaba toda suerte de ritmos. 'El Niño de Jaén', con su mechón de pelo en la frente y el color violento de los pañuelos que utilizaba, era un poco el duende del Campamento y se había convertido por derecho propio en la figura más popular.
En cambio, Mateo se llevó una gran sorpresa con Félix, el hijo de Alfonso Reyes, el ex cajero del Banco Arús. El muchacho, que se encontraba en el -Campamento por recomendación de Ignacio, escuchaba con semblante hosco todas las pláticas políticas, lo cual era lógico, dado que su padre sufría cárcel en Alcalá de Henares, donde, para redimir penas, tallaba también, como los demás presos, crucifijos; pero se pasaba el día elaborando figuras de madera y dibujando. Dibujar era sin duda su obsesión. Siempre llevaba en los bolsillos lápices y gomas de borrar. Pero en sus trabajos hacía gala de una inventiva portentosa, como si quisiera evadirse o fundir unos con otros los elementos de la realidad. Cuando dibujaba el mar lo llenaba de bicicletas y no de barcos. Cuando dibujaba las picudas tiendas de campaña colocaba en ellas escudos de rara simbología. Y si alguna vez se atrevía con un rostro humano, lo llenaba de ojos. Ojos en la frente, en las mejillas, y uno muy grande en la barbilla. ¿Qué es lo que Félix quería ver? Tal vez la razón por la cual su madre estaba en la cárcel y su padre tallaba crucifijos.
De todos modos, la sorpresa por antonomasia se la dio a Mateo el hijo del Gobernador, Pablito, quien con sus quince años cumplidos era el chico de mayor edad en la montaña de San Telmo. En el cuestionario había puesto que quería ser "un hombre". La palabra sonaba a reto; pero Pablito no era fanfarrón. Al contrario, siempre se lamentaba de que, por ser hijo de quien era, los demás chicos lo tratasen con deferencia, o no se atrevieran a intimar con él y que algunos incluso lo adulasen. Era alto y rubio -orgullo de María del Mar- pero no se acicalaba, sino todo lo contrario. Llevaba la camisa azul más sucia del Campamento y ya el primer día abolló la cantimplora. Mateo se desvivió por penetrar en los entresijos de su rebeldía pero fue inútil. El propio Pablito ignoraba por qué era así y no de otra manera. Había cursado ya el cuarto año de Bachillerato y sabía muchas cosas, pues de pasada era un memorión. Tenía dotes de mando, pero prescindía de ellas, como si sintiera por lo castrense una alergia casi rabiosa. Nunca hablaba de su padre. Mateo había llegado a la conclusión de que durante mucho tiempo lo había admirado el máximo, considerándolo un héroe; pero que ahora en su interior le censuraba que disfrutara de tanto poder.
– Pablito, ¿qué significa eso de "quiero ser un hombre"?
– Pues eso, un hombre. Como los demás, pero a mi manera.
– ¿No ves ahí una contradicción?
– No.
– ¿Por qué te has retrasado para ir a la playa?
– ¡Sí, he de dar ejemplo, ya sé! Pero estaba allá arriba, haciendo pis.
– Duermes mal, ¿verdad?
– Depende. Tengo la impresión de que ronco y de que molesto a los demás.
– ¿Sabes que eres el campeón del apetito?
– ¡Oh, desde luego! Me comería un buey. Lo siento.
– Si tuvieras que dirigir este Campamento, ¿cómo lo harías?
– Como tú lo haces. Te aprecio mucho y tú lo sabes.
– ¿Te gusta la Historia?
– Me gustaría si su personaje más importante no fuera Caín…
– ¿No crees que a veces es necesario luchar?
– Sí, lo creo, pero me disgusta. Prefiero la literatura.
– No te veo aquí contento, como lo estabas en Gerona. Ni siquiera silbas. ¡Y cuidado que el Campamento se prestaría a hacerlo!
– Pues estoy contento, la verdad. Lo que ocurre es… que prefiero escribir.
– ¿Qué es lo que escribes?
– Nada. Todo lo pienso.
– Se tocó la frente-. Algún día saldrá.
– ¿Versos?
– ¡No, por favor!
– ¿Qué es lo que te preocupa?
– Estupideces. Me pregunto qué hacemos aquí, todos juntos, por qué los bichos pican, por qué yo me llamo Pablito.
– Te gustan las mujeres, ¿verdad?
– ¿Cómo lo sabes?
– También te gusta fumar…
– ¡Bueno! Me gustaría hacerlo en pipa, como el general.
– ¿A qué persona quieres más en este mundo?
– ¡Psé! Hoy, por ejemplo, a mi hermana, a Cristina.
– ¿Qué sientes cuando izamos la bandera?
– Algunas veces, una gran emoción. Pero, por regla general, lo que me gustaría es saber lo que sienten los demás.
– Resumiendo, Pablito, eres un poco lo que precisamente no querrías ser: un juez.
– Es posible. Pero ¿podrías decirme por qué uno es como es?
– No. No puedo resolverte esta papeleta.
¡Ah, maravilloso y abstruso mundo infantil! El Campamento Juvenil de Verano era un impar campo de observación. Cuando Mateo, bien entrada la noche, apagadas ya las hogueras, se retiraba a su tienda a descansar -¡Eloy roncaba, roncaba ya, sobre su montón de paja!-, pasaba revista a las imágenes y a las palabras vistas y oídas a lo largo de la jornada y no conseguía establecer una ilación. Cada chico era una pregunta, una profecía, una infinita probabilidad. Tal vez aquella edad -la de Pablito, la de Félix- fuera la peor… Tal vez la naturaleza se resistiera al deseable "quehacer común", a la programación minuciosa. Se disparaba en todas direcciones, como acaso pudiera hacerlo la escopeta de un tirador epiléptico: hacia el fútbol, hacia el baile flamenco, hacia la masturbación. ¿Y hacia la política? ¿Cuántos, entre aquellos muchachos del CAMPAMENTO ONÉSIMO REDONDO, querrían ser políticos? No se sabía. Félix quería pintar bicicletas en el mar; Ricardito, el benjamín, quería aplastar lagartijas con la punta de la alpargata; Pablito quería comerse un buey. ¿De dónde saldrían los futuros dirigentes, del litoral o del monte? ¿De los que soñaban en voz alta o de los que siempre tenían sed? ¿De los huérfanos de madre?
Mateo se repitió una vez más, ignorando que el profesor Civil lo hubiera dicho antes, que el doctor Chaos era un optimista afirmando que los hombres avanzaban en escuadrilla. Como masa, como colectividad, era cierto; pero en el claustro individual… En aquel Campamento instalado en la ladera de San Telmo, en San Feliu de Guíxols, cien muchachos llevaban camisa azul; pero los cien azules eran diferentes.
Cuando Mateo se enteró, por uno de los flechas que montaban guardia en la entrada, de que Ignacio estaba allí, salió disparado de la tienda y se lanzó monte abajo zigzagueando por los atajos que las pisadas de los muchachos habían creado entre los matorrales.
– ¡Ignacio! ¡La sorpresa del siglo!
– No me esperabas ¿eh?
Se dieron un abrazo.
– ¡No comprendo a qué se debe tanto honor!
– Es muy sencillo. Tengo un hambre feroz. He venido a comerme los veintiséis puntos de Falange.
– ¡Ah, lo siento, chico, esto no es para comer! Esto es para pensar.
– Pues dame un plato de garbanzos y un buen bistec.