CAPÍTULO IX

Canela había informado bien a Ignacio: Julio García vivía en París… con un coche en la puerta. Era el gran triunfador del exilio. Formaba parte del grupo de los privilegiados, de los que habían alquilado chalés en Deauville y jugaban a la ruleta. Disponía de un confortable piso cerca de la Avenida Foch, por cuyos amplios salones se paseaba con un batín de seda. Si Ignacio hubiera tropezado con el ex policía, no hubiera sabido si reír o llorar.

Julio García, recordando la guerra, no pensaba en la muerte, como le ocurría a Canela: sonreía. La fortuna que había amasado comprando armas para el Ejército de la República era tan considerable que, en un momento de sentimentalismo, le había dicho a doña Amparo: "Avísame cuando sea tu cumpleaños, que quiero regalarte un abrigo de pieles de algún animal raro…" Y a sus amigos de siempre -los componentes de la Logia Ovidio, y David y Olga- solía decirles que lo que más le dolía de la catástrofe que había asolado España era que en ella había perdido su hermosa tortuga, llamada Berta. "La pobre, lenta por naturaleza -explicaba-, no consiguió llegar a la frontera y cayó en manos de los requetés".

Julio García vivía una vida triple. Por un lado, el recuerdo de Gerona; por otro, su responsabilidad para con los gerundenses que acudían a él en demanda de ayuda, y que no eran pocos; por último, los deberes que le imponía su "nueva posición social" y la necesidad de sentar bases definitivas para lo futuro. Esto último era de hecho la piedra angular de sus preocupaciones. No quería caer en la trampa de otros muchos exiliados, que parecían dispuestos a quemarse la sangre a base de nostalgia y de "lo que hubiera podido hacerse". Él no se iría nunca a África, a construir el Transahariano; ni se alistaría en la Legión Francesa; ni se iría a Venezuela, como el Responsable y otros tantos anarquistas, pensando que allí encontrarían campo abonado para sus actividades… No, él no dejaría nunca de pisar terreno firme. Preveía acontecimientos internacionales para un Plazo más o menos próximo -los periodistas Fanny y Bolen eran también de este parecer- y quería estar prevenido. Si en Francia ocurría algo se iría a Inglaterra, cuyo Gobierno se había manifestado dispuesto a admitir algunos exiliados de la élite; es decir, hombres como él, relacionados con la Banca Suiza y que supieran tomarse un güisqui sin soltar una grosería.

Sus relaciones con Gerona se efectuaban de una manera un tanto simbólica: a través del periódico Amanecer, que el ex policía recibía, aunque con retraso, gracias a sus amistades de la 'Prefecture' de Perpiñán. La lectura del periódico que dirigía 'La Voz de Alerta' le daba la tónica de "lo que ocurría en la España Nueva", y cuyo resumen respondía, a su juicio, a la lógica más estricta: curas y militares. No había número en que no apareciera una fotografía del obispo, doctor Gregorio Lascasas, y otra del general Sánchez Bravo. El señor obispo tenía siempre la mano dispuesta a bendecir lo que fuera; el general saludaba siempre militarmente o presidía algún acto en honor del Ejército Español. Naturalmente, Julio García hubiera podido reconocer también, entre mil rostros, el del Gobernador Civil, camarada Juan Antonio Dávila, quien cada día ponía una primera piedra o asistía a un entierro. "Lo que me extraña -comentaba con sus amigos- es que Mateo no tenga celos y se conforme con salir retratado sólo de vez en cuando".

Julio García, desde su piso cercano a la Avenida Foch, estimaba que las realidades que, a juzgar por Amanecer, imperaban en "la España de Franco" formaban un triángulo tan perfecto que hubiera podido ser masónico: mimetismo respecto de Alemania e Italia; inflación religiosa; ausencia total de opinión popular. "Esa gente va a prescindir del pueblo hasta nueva orden". "Juegan con unas cuantas ideas incapaces de proporcionar a nadie el menor placer intelectual". "Se basan en la noción de Caudillo, cuando lo más corriente es que los caudillajes terminen de mala manera". "Se han inventado un Dios a su medida, de cuya protección están tan seguros como yo lo estoy de que mi mujer me será fiel". Etcétera.

Ahora bien, todo esto, que levantaba en vilo a aquellos que en París escuchaban al ex policía, tenía en opinión de éste una contrapartida no deleznable: todos los recursos en una sola mano. "De entrada pueden acometer empresas importantes. Es la fuerza de las dictaduras. Lo malo viene después…"

– ¿Y la represión? -clamaban los arquitectos Ribas y Massana; y el ex director del Banco Arús; y Antonio Casal…-. ¿Los campos de trabajo, las ejecuciones?

Julio García se encogía de hombros.

– ¿Qué esperabais, pues? ¿Que a los que se quedaron les dieran pan con miel?

– ¿Te parece tolerable que hablen de Maeztu y de Balmes como si hablaran de Kant o de Montaigne?

– No, no me parece tolerable -refrendaba Julio García, pasándose la boquilla de un lado a otro de la boca-. Pero demuestra que no carecen de sentido del humor.

¡Ah, Julio García añoraba Gerona! Ésa era la clave de la cuestión. Se preguntaba quién habitaría en el piso que fue suyo; quién utilizaría aquellos focos con que, en la Jefatura de Policía, le hizo sudar a Mateo la gota gorda; quién sería el nuevo jefe de estación; qué contertulios tendría su amigo Matías en el Café Neutral… "La única verdad es ésta -concluía-. Queramos o no, ganaron ellos y allí la vida continúa".

Sentencia irrebatible. De ahí que Julio García procurara olvidar "aquella vida que ya no le incumbía" y se dedicara a la segunda de las tareas que se había impuesto: la de solucionarles el porvenir a sus amigos. En el fondo, ello le resultó más fácil de lo que hubiera podido imaginar. O los demás no tenían criterio propio, o él era un prodigio de intuición y sentido práctico. A los arquitectos Massana y Ribas les aconsejó que se fueran a la Argentina, donde, con ayuda de la colonia catalana, a buen seguro se abrirían camino en su profesión. A don Carlos Ayestarán, tío de Moncho y ex jefe de Ignacio en Sanidad, en Barcelona, le facilitó la ida a Chile, donde podría instalar un gran laboratorio de productos farmacéuticos, que eran su especialidad. Asimismo ayudó a varios vascos que estaban ilusionados con irse al Caribe a fundar algún negocio naviero. Y en cuanto a David y Olga, que sin duda constituían un caso especial, en una noche memorable en la que Olga en un café de Montparnasse, se había echado a llorar, Julio García les propuso algo insólito: fundar una editorial en Méjico. Él financiaría la operación y ellos serían sus socios industriales. Los maestros titubearon, porque les tiraba la pedagogía, pero Julio los arrolló con su dialéctica. "Editar libros es también hacer pedagogía. Con la ventaja de que los libros que nosotros podamos lanzar al mercado, algún día, cuando en España haya pasado el actual sarampión, podrán incluso ser leídos con clandestina avidez, en la mismísima Gerona, por esa juventud que ahora se atiborrará de biografías del general Mola y de encíclicas papales". Los maestros, desconcertados al principio, acabaron entusiasmándose con la idea. "¡Editar libros!, ¡editar libros!", repitió Olga insistentemente, mientras con la mano se alisaba el pelo. Por su parte, David, que cada mañana se preguntaba si debía afeitarse o no, imaginó que la primera colección popular podía titularse: Colección Julián Sorel.

Otra persona a la que Julio García ayudo fue Antonio Casal. A Casal no le "expulsó" de Francia, porque lo sabía sentimentaloide y falto de empuje, y lo colocó en el mismo París, en el SERÉ -Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles-, organismo fundado por Negrín y que tenía su oficina principal en la calle de Saint-Lazare.

Julio García, que por las mañanas no tenía nada que hacer, solía llegarse a esas oficinas del SERÉ a visitar al ex jefe socialista gerundense. Casal, al verlo, se tocaba el algodón que llevaba en la oreja y le decía: "¡Estoy encantado, encantado! El SERÉ es eficaz. Millares de refugiados acuden a nosotros para cobrar el subsidio, para obtener trabajo y asistencia médica… ¡Labor fecunda! No sólo prestamos ayuda, sino que mantenemos vivo el espíritu revolucionario". Julio García se apoltronaba en el sillón y le decía: "Ya sabía yo que aquí te encontrarías en tu ambiente".

Por si fuera poco, Antonio Casal había descubierto, al igual Que Canela, que él hubiera debido nacer francés. Las fórmulas culturales de Francia y su estructura administrativa lo habían deslumbrado. "Es gente que vale, que vale mucho, muy preparada". Se hacía lenguas de los asesores jurídicos que tenía el SERÉ, que eran franceses. ¡Y no digamos de los maestros! "David y Olga se equivocarán marchándose a Méjico. Aquí aprenderían mucho. Aprenderían inclusive, lo mismo que yo, lo que significa la palabra socialismo". Julio García solía preguntarle a su amigo si su mujer compartía su entusiasmo. Antonio Casal entonces sonreía con tristeza. "Por desgracia, no -decía-. Mi mujer se volvería a Gerona ahora mismo".

Volverse a Gerona… ¡De ningún modo! Julio García podía añorar determinadas cosas de la ciudad y el mando de que en ella disfrutó. Pero de eso a desear el regreso… Por lo contrario, el tercer aspecto de su múltiple vida se dirigía como una flecha hacia la internacionalización. Por eso alquiló aquel piso, para poder recibir dignamente a caballeros franceses que poseyeran la Legión de Honor, a militares de alta graduación, a los hermanos de la Logia de la calle Caudet… Sus asesores al respecto fueron los periodistas Fanny y Bolen, bien relacionados en todas partes y duchos en tales menesteres.

– Te ayudaremos, no te preocupes -le habían dicho-. Por lo demás, te va a ser fácil meterte a esta gente en el bolsillo: buena cocina y alguna de esas frases que te salen redondas. Por ejemplo, la que nos colocaste ayer, en el Café Flore: que toda democracia que se estime ha de basarse en la desigualdad…

El caso es que Julio García, poniendo en práctica las sugerencias de Fanny y Bolen, empezó a organizar en su casa cenas opíparas. Doña Amparo Campo, a quien el ex policía había prohibido que aprendiera francés para evitar que entre plato y plato soltara alguna tontería, ignoraba quiénes eran los visitantes de su hogar; pero ¡qué más daba! A la legua se advertía que se trataba de gente fina, como ella siempre deseó. ¡Con qué estilo le besaban la mano y con qué susurrante entonación le decían: madame! "Madame García… viola!". Le decían viola y ella, feliz. ¡Ah, qué bello país Francia! Lo que doña Amparo no comprendía era que ella, a su vez, tuviera que llamar madame a la interina que la ayudaba en las faenas de la casa.

Por supuesto, el desarrollo de esas veladas confirmó la tesis de Fanny y Bolen. Los invitados de Julio, entre los que abundaban elocuentes diputados y prohombres del Frente Popular Francés, acudían reiteradamente a casa del ex policía por razones de afinidad ideológica; pero, sobre todo, por simpatía humana. Se reían a gusto con Julio García; eso era todo. Julio, con su bigote madrileño y sus maliciosos ojos cargados de experiencia y de intención, arrancaba de ellos discretas cuando no sonoras carcajadas. 'Charmant!', solían exclamar oyéndole. Lo curioso es que exclamaban 'charmant!' lo mismo si les contaba un chiste que si les profetizaba alguna catástrofe. Cuando, por ejemplo, les decía que en su opinión Hitler se estaba preparando para invadir a Francia antes de un año, saltándose a la torera la Línea Maginot, ellos exclamaban: 'Charmant!'. Y cuando les afirmaba que el comunismo constituía un peligro mundial, lo que podía atestiguar por haberlo conocido de cerca durante la guerra de España, volvían a exclamar: 'Charmant!', mientras daban complacidas muestras de aprobación. En resumen, eran tantas las cosas que sus invitados encontraban 'charmants' que Julio pensaba para sí: "Esos caballeros viven en el limbo".

Naturalmente, para que esos contactos fueran de verdad eficaces, Julio García no olvidaba poner en práctica otro de los consejos de sus amigos periodistas: cultivar la amistad de las señoras francesas, concederles la máxima beligerancia en el diálogo y relatarles a menudo anécdotas de Cocteau y de Sacha Guitry. Fanny le había dicho: "¡Pero ándate con cuidado! No se te ocurra nunca darles a entender que todo cuanto saben lo han aprendido de los hombres. Escúchalas poniendo cara de bobo, de admiración. De este modo te encontrarán 'charmant' incluso a ti y tendrás en ellas tus mejores aliadas".

Resumiendo: Julio García se adaptó sagaz y alegremente a las costumbres parisienses -leía Le Fígaro, iba a la 'Comedie Française' y elogiaba cada dos por tres a los impresionistas- y se sentía dichoso.

Por lo demás, en el fondo obraba sin fingimiento. París le gustaba realmente, tanto o más que a Antonio Casal. Y no sólo los puentes del Sena, Montmartre, la plaza de la Concordia y los cines en que ponían películas nudistas, sino el ambiente. Los tejados de pizarra; el gris antiguo de las fachadas; el Barrio Latino y la sensación de libertad que se respiraba por doquier le cosquilleaban de tal suerte el corazón que no cesaba de preguntarse si, llegado el caso, el Támesis y Hyde Park, en Londres, le gustarían lo mismo.

Así las cosas, llegó la noche del 20 de junio, noche que festejó con una cena por todo lo alto. Y no es que hubiera ocurrido nada importante ni que hubiera conseguido, ¡por fin!, sentar a su mesa al mismísimo León Blum. Simplemente, en el número de Amanecer que aquel día le había traído el correo, había leído su nombre y sus dos apellidos. Sí, el Tribunal de Responsabilidades Políticas había abierto en Gerona expediente contra él. Ello le había hecho tanta gracia que no sólo lanzó una carcajada que asustó más de la cuenta a la madame que hacía las faenas del piso, sino que lo incitó a obsequiar a sus invitados con pato con naranja y con botellas antiquísimas de Moét Chandon.

Aparte de París, y confirmándose con ello el dato que Leopoldo le facilitara a Ignacio, el núcleo verdaderamente importante de exiliados se había afincado en la campiña francesa y en la ciudad de Toulouse.

En la prefectura de dicha ciudad calculábanse en unos treinta Mil los españoles que habían fijado en ella su residencia. ¡Treinta mil! El prefecto había dicho: "Como esto continúe, no habrá más remedio que proteger con ametralladoras la gruta de Lourdes. ¡Les pilla tan cerca!".

Ahora bien, los exiliados de Toulouse, entre los que figuraban buen número de ampurdaneses dedicados a la industria del corcho, formaban una comunidad mucho más exaltada que la que se estableció en la capital de Francia o en el campo. París era inmenso y el campo suponía obligadamente la dispersión. En Toulouse, en cambio, los españoles se sentían unidos. El hecho de verse constantemente unos a otros y de disponer de sus buenos locales políticos -Partido Socialista, CNT, Estat Catalá, Partido Comunista, etcétera- les daba la sensación de que continuaban teniendo poder, de que constituían una fuerza.

Y sin embargo ocurría allí como en los demás sitios: había exiliados victoriosos y otros derrotados. Entre los primeros, se contaba principalmente José Alvear; entre los segundos, Gorki…

Gorki disponía de un amplio piso cerca del Museo de Historia Natural, que era al mismo tiempo célula comunista, emisora e imprenta. En la emisora prepararía programas "que saltarían por el aire la barrera de los Pirineos", alcanzando a Gerona e incluso a Barcelona; en la imprenta editaría folletos y tal vez una hoja periódica. Pero, por desgracia, y en virtud de órdenes muy precisas dictadas por Goriev, cuyo paradero se ignoraba, no era el mandamás único, pese a la ausencia de Cosme Vila. De hecho actuaba vigilado. Vigilado por otros militantes españoles y -eso era lo peor- por un representante del Partido Comunista Francés, extraño tipo que se llamaba Verdigaud y que por el hecho de ser diputado tenía más ínfulas que un profesor de la Sorbona.

La teoría de Gorki era que Francia estaba hecha un asco; excepto en lo referente a su profesión originaria, es decir, la elaboración de perfumes. Llegó a esta conclusión el día en que se enteró de que eran muchos los comunistas de la localidad que no sólo poseían coche particular, sino que iban a misa. Eso no le cabía en el caletre al barrigudo aragonés. Los llamaba burgueses, cuya máxima aspiración era pasarse varios atardeceres semanales pescando en el Garona, el hermoso río -también burgués- que adornaba y fertilizaba la comarca.

Los comunistas franceses argüían, por boca del diputado Verdigaud, primero, que lo cortés no quita lo valiente y, segundo, que incluso desde el punto de vista táctico, semejante postura era válida. "Nuestra opinión es que si el Frente Popular Español perdió la guerra fue por eso, porque os dedicasteis a matar a la gente que tenía coche y a los curas. Algo así como si en Francia matáramos a los pintores con barba y a todas las 'mademoiselles' que leen a Baudelaire".

Gorki lanzaba espumarajos de rabia y su barriga se movía espasmódicamente. Porque la cosa no paraba ahí. Según noticias fidedignas, unos cuantos obispos franceses, especialmente de diócesis norteñas, ayudaban financieramente a la masa de exiliados; y lo mismo podía decirse de la organización protestante 'L'Armée du Salut'. ¡Y peor todavía! En Toulouse, una serie de vicarios, que llevaban boina enorme y sotana raída, habían decidido especializarse nada menos que "en el apostolado entre los refugiados españoles". Se introducían en las tertulias, en los cafés, repartían medicinas entre los enfermos y, sobre todo, empleaban un lenguaje tan franco y abierto que algunos exiliados les admitían tabaco y amistad. "¡Maldita sea! -exclamaba Gorki-. ¿Es que esto se puede tolerar?".

Los comunistas franceses no comprendían la reacción del ex perfumista.

– Lo que hacen los obispos franceses -decían-, es normal: ayudan a los vencidos. Lo sorprendente es que en tu tierra los obispos españoles no hagan ahora lo propio. Ello demuestra que no tienen ni pizca de malicia o de sentido común. Los franceses hemos aprendido a "tolerarnos", ¿comprendes? No te quepa duda de que el sistema da buen resultado. ¿O es que tú prefieres la guerra civil? Gorki soplaba:

– ¡Pero la religión es el opio del pueblo! Verdigaud le dijo un día:

– Sí, es frase conocida. Pero Marx no empleó la palabra opio en sentido de veneno, sino en sentido de tranquilizante… ¿Aprecias el matiz, 'cher ami'?

Gorki se enfurecía ante tamañas sutilezas y profetizaba para el intelectualizado Partido Comunista Francés los peores males. El mismo periódico 'Ce Soir', del Partido, que le llegaba de París a diario, le demostraba que los comunistas del Norte de Francia estaban también contaminados. "¿Y por qué han de llamarme 'cher ami' en vez de camarada?".

Los propios colaboradores españoles de Gorki procuraban hacerlo entrar en razón.

– Pero ¿no te das cuenta de que aquí hay montañas de Camembert? ¿Cómo quieres que esa gente sea como nosotros? Creo que lo que debemos hacer es adaptarnos. Si no, vamos a tener algún disgusto y a lo mejor nos cierran hasta el local. Adaptarse… Esta palabra horrorizaba a Gorki. ¡Si por lo menos Cosme Vila estuviera allí con él! Pero su "jefe" se había ido a Moscú. Se había ido en barco, en una expedición que salió del Havre, rumbo a Leningrado. Y no había manera de entenderse por carta. Para empezar, las que Cosme Vila le escribía a él, fechadas en la capital soviética, le llegaban con gran retraso… y censuradas. Había tachaduras. ¿Por qué? Y además, el tono de dichas cartas era siempre vago… Cosme Vila no le daba nunca ningún detalle concreto sobre sus actividades en Rusia. Gorki no sabía si su jefe "ampliaba estudios", si "descansaba en alguna finca de veraneo" o si era "paje de confianza de Stalin". Cosme Vila se limitaba a decir que aquello era un paraíso y que su mujer y su hijo se portaban bien y le enviaban saludos. En cuanto a "instrucciones", que era lo que más necesitaba, siempre eran las mismas. "Procurad estar unidos. Y cuidado con los traidores. Ésta es una etapa de espera. No te desanimes. ¡Salud, camarada Gorki!".

No era extraño, pues, que Gorki se sintiera un poco derrotado y que fuera acaso el más crispado de los treinta mil exiliados españoles en Toulouse. De poder tomar decisiones, la gruta de Lourdes, fuere cual fuere el número de ametralladoras Que enviara allí el prefecto, hubiera ya saltado hecha pedazos. Lourdes tenía obsesionado al ex perfumista, cuya patrona, madame Deudon, le decía una y otra vez que ella había presenciado allí, personalmente, lo menos tres milagros. "¡Tres milagros, monsieur Gorki! Tal como lo oye. Dos paralíticos y un sordomudo".

Algunas mañanas, tal vez debido a la úlcera de estómago que le habían diagnosticado, Gorki se sentía tan abatido que a gusto lo hubiera mandado todo a freír espárragos y se habría puesto a fabricar por cuenta propia el popular masaje Floid, cuya fórmula decía conocer. Por fortuna, no faltaban militantes anónimos que le daban ejemplo, que lo reconciliaban con el ideal que había llenado su existencia. Tales militantes, que lo habían perdido todo, que no se acordaban siquiera de cuál fue su oficio, que vivían con sólo el miserable subsidio del SERÉ y que, desde luego, se mostraban insobornables al halago de los vicarios de boina inmensa y sotana raída, se mantenían fieles a las consignas del Partido exactamente igual que en el año 1936. Se pasaban el día rondando el local alquilado por Gorki y preguntando: "¿Cuándo empezará a funcionar la emisora? ¿Qué noticias hay de la resistencia en España, en las montañas? ¿Cuándo podremos ir a Rusia?".

En los momentos de soledad, Gorki recordaba, como les ocurría a todos, su "patria chica"; es decir, Gerona… Sobre todo cuando visitaba a los suegros de Cosme Vila -el guardabarreras y su mujer-, los cuales no hacían más que hablarle de la Rambla y quejarse de que no conseguían aprender una palabra de francés.

¡Ah! ¿Qué estaría ocurriendo en Gerona, a la sombra de los campanarios de la Catedral y de San Félix? Gorki no se arrepentía de nada. Había matado a muchos hombres -y a alguna mujer-, pero no se arrepentía de nada. "Hay que exterminar al enemigo", había dicho Lenin. ¿Es que el camarada Verdigaud ignoraba esta consigna? ¿O es que exterminar significaba también tranquilizante?

Si acaso, y sin motivo que lo justificara, algunas veces Gorki pensaba en sus dos víctimas más aparatosas: Laura y mosén Francisco. Los había emparedado en los sótanos de la checa gerundense. Los ladrillos rojos habían empezado a subir, formando el tabique que los asfixió. Si el recuerdo era nocturno -si se transformaba en pesadilla-, tales ladrillos subían tan alto que muy bien podían alcanzar el firmamento. En ese caso, las estrellas que Gorki veía en él no tenían nada en común con las que el general Sánchez Bravo, desde los cuarteles de Gerona, contemplaba con su telescopio. Eran las cinco estrellas que en aquellos momentos Cosme Vila debía de estar viendo titilar en las torres del Kremlin, en la Plaza Roja de Moscú, donde el derrotado Gorki hubiera deseado morir.

Por lo que se refiere a José Alvear, el gran vencedor de Toulouse, las cosas se desarrollaban con menos dramatismo. José Alvear disponía también de un local, aunque más pequeño, que decía: "Federación Anarquista Ibérica", en el que el sobrino de Matías se había constituido en jefe de una especie de batallón de jóvenes libertarios que se pasaban el santo día rumiando caer por sorpresa sobre algún pueblo español fronterizo y matar al jefe de Falange y al sargento de la Guardia Civil. Pero, en realidad, José Alvear jugaba con esos jóvenes con el propósito de entretener sus mentes, sin el menor plan de acción inmediata. Había tenido ya dos incidentes con la Policía francesa y había sacado la conclusión de que los gendarmes, pese a su quepis, y bajo su aspecto bucólico y ciclista, eran duros de pelar.

De modo que posponía para un futuro lejano cualquier intento de implantar el anarquismo en Francia y, mucho menos escrupuloso que Gorki, se dedicaba a cultivar lo mejor posible su vida privada. Para ello jugaba todas las tardes a las cartas, fumando sin parar; y cada noche complacía hasta el delirio a la múdame que le había tocado en suerte, a la madame de que Canela le habló a Ignacio en Perpiñán.

Sí, los informes que había recibido Canela acerca de José Alvear -"el único hombre que ella había amado, y que voló"- eran verídicos. José Alvear se había convertido en gigoló. Y la cosa le iba tan bien que no comprendía que Gorki no lo imitase. En Montecarlo, adonde fue a parar huyendo del campo de Saint-Cyprien, había fracasado -el ambiente era demasiado distinguido para él-, y en París, con eso de las Organizaciones de Ayuda fundadas por Negrín y secuaces, el clima le pareció enrarecido. De modo que optó por volver grupas, por regresar al Midi. Y eligió Toulouse.

Fue cosa de coser y cantar. Tres días después de su llegada a la ciudad se sentó, aburrido, en un café, encendió un 'gauloise' y miró alrededor. Aquello fue su suerte. Vio sobre la mesa una revista que alguien había abandonado y la tomó en sus manos. Estaba abierta precisamente por las páginas del llamado "Correo del Corazón". En esas páginas había una serie de fotografías de hombres de edad avanzada que solicitaban "compañera" o "esposa". Sus ojos de azabache, de anarquista veterano que había dado tumbos por los frentes, junto al malogrado capitán Culebra, se clavaron en seguida en el rostro de una madame, entrada en carnes, de expresión muy dulce, evidentemente enferma de soledad. José Alvear llamó al camarero y éste le tradujo el texto. La madame, residente en el mismo Toulouse, tenía exactamente cincuenta y un años, se había quedado viuda el año 1932 y deseaba rehacer su vida al lado de un hombre animoso. Se llamaba Geneviéve Bidot y era dueña de una carnicería en la calle Danton. Tenía antepasados españoles.

José Alvear pegó un salto y le dio al camarero galo una amistosa palmada al hombro. Días después, el sobrino de Matías Alvear era, oficialmente, el hombre animoso que necesitaba la pobre Geneviéve Bidot. Compartía con ésta un piso menos lujoso que el de Julio García, pero decente, con vista al parque. El asunto se resolvió por vía tan directa, que José Alvear le decía a Geneviéve: "Yo creo, chatita, que perdimos a guerra porque estaba escrito que tú necesitarías que cada noche yo te cantase las cuarenta". La mujer, que se volvía loca con José Alvear, lo atraía con lentitud hacia sí y lo besaba frenéticamente, murmurándole al oído palabras tan dulces como, por ejemplo: 'mon petit chou-chou', o: 'mon petit cochón', palabras que no dejaban de fastidiar, a veces, al anarquista. Realmente, oírse llamar 'chou-chou' no había entrado jamás en sus planes revolucionarios. Pero se aguantaba.

No, José Alvear, que todos los días tenia la obligación de pasar al menos una vez por la carnicería de madame Bidot, no creía, como Gorki, que Francia fuese un asco. Tampoco creía, como Antonio Casal, que era el no va más. Era un país extraño, que jamás tendría un Madrid. Era un país con tendencia al ahorro y a pegarse la vida padre. Nada más. Él se tomaría allí una temporadita de descanso, que bien ganado se lo tenía. Después, ya vería. Sudamérica le tentaba, por supuesto, y había quedado con el Responsable en que éste le tendría al corriente de cómo marchaban las cosas en Caracas. Pero de momento, punto en boca, tanto más cuanto que en la primera carta que el Responsable le había escrito le decía que "después de pisar América se sentía orgulloso de aquellos "gachos" que, así por las buenas, se llamaban Hernán Cortés y habían conquistado todo aquello".

José Alvear tenía la impresión de que tardaría mucho tiempo, quizás años, en poder regresar a España. Aquello había sido un desastre, por culpa de los Azaña, de los Largo Caballero, y, sobre todo, de los rusos, que hicieron como que ayudaban, pero que en resumidas cuentas se llevaron el oro del Banco de España y otras cosillas, a cambio de chatarra y de unos cuantos comisarios. ¡Al diablo todos ellos! Ahora, en España, el fascismo. Sangre y lágrimas. Y cinturón ortopédico. Y obispos y yugos y flechas. En su yo más íntimo no se consideraba exiliado, pues para él, anarquista, las fronteras eran una paparruchada. Pero echaba de menos las costumbres de la tierra que lo parió, aquellos "Vale por una novia" y ventajillas por el estilo. Cuando se ponía demasiado blando -cuando se ponía demasiado 'mon petit chou-chou'-, se liaba con el vino tinto, que en Francia estaba muy rico, y escribía a las amistades. A veces, al acostarse, barbotaba para sí: "Mañana escribiré a Gerona, a los parientes de la Rambla… Sí, mañana sin falta". Pero nunca lo hacía, en parte porque le habían dicho que Franco tomaba represalias contra las familias que recibían cartas del extranjero.

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