CAPÍTULO LIII

Los días se alargaban. La luz diurna se resistía a desaparecer, como los griegos habían resistido a la invasión alemana, hasta el punto que algunos soldados, antes que rendirse, se habían suicidado tirándose al mar desde lo alto de una roca, envueltos en la bandera nacional.

Era la primavera. Una primavera que se anunciaba espléndida. Los gerundenses, después del duro invierno, comprobaban con alegría que el sol empezaba a resbalarles con fuerza sobre la piel. Mosén Alberto, en una de sus "Alabanzas al Creador", recordó a sus conciudadanos que en la visión romana el animal que simbolizaba el invierno era el lobo y que por ello, al llegar la primavera, en muchos pueblos de la montaña los pastores simulaban entrar en una cueva y matar a dicho animal, símbolo de que sus ovejas estarían a salvo.

Mosén Alberto no había escrito este comentario porque sí. Había advertido que lo que más gustaba a los lectores era que les hablara de temas históricos-costumbristas. Sobre todo a los lectores de edad madura. Y es que la gente un poco mayor echaba de menos muchas cosas de antaño, que con la guerra civil se habían perdido. La frase "recuerdo que antes de la guerra…", adquiría muchas veces, al margen de lo político, un significado de nostalgia.

En aquella primavera, cuyos acontecimientos a escala mundial no pudieron impedir que la vida minuciosa y cotidiana prosiguiese, mosén Alberto se situó, gracias a Amanecer, en un primer plano, porque, basándose en las excursiones domingueras que las familias empezaron a organizar a las ermitas y a las montañas -por cierto, que por fin Cacerola consiguió que Ignacio se decidiera a oxigenarse y a salir de la ciudad-, el sacerdote optó por publicar en su Sección sistemáticos comentarios sobre las comarcas visitadas y sobre Cataluña en general. Su éxito lo resarció en parte del sacrificio que suponía para él tener que celebrar la misa de los cazadores a las cuatro de la madrugada, hora que el sacerdote, con vigoroso acento humorístico, seguía calificando de "inmoral".

Gracias, pues, a la erudición de mosén Alberto, súpose en Gerona que, en otros tiempos, en las poblaciones amuralladas era costumbre, llegado el primer día de Cuaresma, cerrar con una sábana las puertas de entrada a la ciudad, considerándose pecadores a los que en aquel momento se encontraban en el exterior. Al efecto, mujeres vestidas de brujas y con la cara arrugada se situaban en dichas puertas y, en cuanto veían regresar a uno de dichos pecadores, al tiempo que levantaban la sábana para dejarlo pasar, lo imprecaban con palabras durísimas y con maldiciones.

Mosén Alberto habló también de la ceremonia según la cual en las ermitas en que había una imagen de la Virgen, si ocurría que en un determinado día festivo ésta no recibía ninguna visita, los pájaros del lugar reemplazaban a los hombres y se las ingeniaban para entrar en la capilla y cantarle dulces cánticos a María. Tal leyenda entusiasmó al señor obispo. El doctor Gregorio Lascasas, en un alarde de humildad, comentó: "Nunca, en Aragón, había oído nada tan bonito…"

También llamó la atención el comentario referente al Domingo de Pascua. En Gerona acababa de celebrarse sin ningún rasgo especia!, aparte de la alegría callejera y las "monas" y los "huevos" en las pastelerías. Pero, al parecer en otros tiempos era costumbre, además de eso, balancearse y mecerse a lo largo de la jornada… Según mosén Alberto, durante mucho tiempo, el día de la Resurrección del Señor los excursionistas ataban cuerdas en los árboles y se balanceaban en ellas; había cola en los columpios; los abuelos mecían a sus nietos en las rodillas; las jóvenes mamas mecían a sus bebés en la cuna, con mucha más pasión que en el resto del año. Al parecer se concedía a esta ceremonia un valor mágico de fecundación. El balanceo favorecía y aceleraba la germinación y el crecimiento de las plantas y de los frutos.

También, gracias a mosén Alberto, la primavera en el mar tuvo su comentario en Amanecer. Según el sacerdote, antiguamente, llegado el mes de mayo, los pescadores en el litoral remendaban sus redes preparándose para la nueva campaña y las teñían con colores vistosos, al tiempo que silbaban melodías distintas según el color, pues cada uno tenía su significado y su virtud. Asimismo, en las romerías marineras de la época era costumbre habitual romper alguna vasija o plato utilizado en la comida al aire libre y enterrarlo luego, con la esperanza de reencontrar los pedazos al año siguiente. Este detalle llamó la especial atención de Cacerola, el cocinero, quien, en presencia de Ignacio, el día en que ambos subieron a Rocacorba, después del almuerzo quebró por la mitad y enterró a los pies de un arbusto la tosca vajilla que habían llevado consigo, lo que dio lugar a que el bonachón inspector de la Fiscalía de Tasas, romántico y enamoradizo, preguntara después de hacerlo: "De todos modos ¿tú crees que el año próximo estaré yo aquí todavía?".

Ignacio no dejaba de enviar ninguno de esos recortes de Amanecer a Ana María, pues sabía que con ello haría las delicias de la muchacha. Y acertaba. Ana María devoraba los artículos de mosén Alberto y en sus cartas se las ingeniaba para relacionarlos con su amor, amor según ella más potente que el sol, puesto que no se limitaba a resbalarle sobre la piel.

Sí, Ignacio. Me gusta que te vayas de excursión con tu amigo Cacerola. La primavera… es eso: la primavera. Barcelona se ha transformado también. Los jardines han florecido y la gente sonríe por las calles. En cuanto a mí, lo que son las cosas: me ha dado por columpiarme, como hacían los antiguos gerundenses. Y también he sentido deseos, vivos deseos, de mecer lo antes posible, en alguna hermosa cuna, a un hermoso bebé. ¡Y de teñir de color de rosa, como hacían los marineros, la red con que te tengo aprisionado!

Resultó chocante que esas cartas de Ana María y los artículos de mosén Alberto impresionaran tanto a Ignacio. Cacerola le decía: "Es la montaña. ¿Te das cuenta? Tenía yo razón". Tal vez sí… Ignacio, en la ciudad, veía al pueblo catalán sometido a concupiscencias como cualquier otro pueblo; pero, en esas salidas, al contemplar las colinas y los prados salpicados de aldeas y de riachuelos, tuvo la sensación de que había allí una verdad superior a Sarró y Compañía y a los trapicheos con el volframio y el algodón. Y de que, en efecto, Carlota tenía razón cuando le decía a Esther que la raza catalana era muy antigua, de mucha tradición y el fino producto de una cultura ascendente. Jaime, el librero, al tiempo que sacaba cinco gruesos volúmenes de historia que tenía escondidos debajo del mostrador, le dijo: "No te equivocas, Ignacio. Y si quieres convencerte de ello, llévate estos libros…Te los envolveré, por si te tropiezas con el comisario Diéguez y el gachó, como diría tu padre, está de mal humor. Y como siempre, me los vas pagando a plazos, cuando quieras…"

Primavera y amor… De acuerdo con lo previsto, se casaron Jorge de Batlle y Chelo Rosselló. El doctor Andújar le dio el último empujón al muchacho, convenciéndolo de que necesitaba además de una esposa que lo cuidara, tener hijos, que le darían la sensación de que no todo había terminado.

– Dios le ha puesto en su camino a Chelo, que, además de ser inteligente, es muy buena. Hágame caso. Créame…

– Sí, doctor…

– ¡Hala, pues!, a arreglar los papeles… y al altar.

Dicho y hecho. El hermano de Chelo, Miguel Rosselló, se quedó estupefacto y objetó algo absurdo: "¿Qué haré yo solo en el piso?". "¡Cásate también", contestó Chelo.

Las chicas de la Sección Femenina se afanaron para hacerle a Chelo Rosselló el traje de novia, traje parecido, en cierto modo, al que su hermana Antonia, ya en el noviciado, llevaría el día que hiciera los votos.

La boda se celebró en la iglesia de San Félix. Hubo muchos lirios y muchas luces en el altar; pero no banquete, dada la situación del doctor Rosselló y a causa del uniforme listado que éste llevaba en el Penal.

Prodújose, al salir de la iglesia, un detalle emotivo parecido al de la boda de 'La Voz de Alerta' y Carlota; los novios se dirigieron al cementerio, a depositar el ramo en el panteón de los padres y de los hermanos de Jorge, asesinados por Cosme Vila.

El viaje de boda de la joven pareja fue modesto. Jorge, pese a sus exclamaciones de "¡quiero vivir!", no estaba en condiciones de recorrer monasterios, de irse a Pamplona o al castillo de Javier. Se compraron un Citroen de segunda mano y visitaron algunos lugares de la provincia: la Costa Brava, el lago de Bañolas, los balnearios de Caldas de Malavella…

Resultó que por todas partes Jorge poseía masías y hectáreas de terreno. Jorge, de repente, detenía el coche y, señalando una casa de payés, una era y unos árboles, le decía a Chelo: "Esto es nuestro". O bien: "¿Ves aquella familia? Son colonos nuestros". Colonos que, si reconocían "al hijo de don Jorge", acudían a saludarlo, gorra en mano.

Chelo pensaba: "¿Qué vamos a hacer con tanto dinero?". Ella hubiera preferido ser pobre, pero tener la seguridad de que Jorge no volvería a padecer ninguna otra crisis como la que había pasado.

– ¿Estás contento, Jorge?

– Lo estoy. Gracias a ti y al doctor Andújar…

– Además, piensa en los hijos… Serán un gran estímulo, ¿no crees?

– Es posible. Pero me da miedo que salga alguno con defectos.

– ¿Por qué dices eso?

– ¡He sufrido tanto!

– Ya lo sé, querido. Pero ahora empezamos una vida nueva.

Al regreso de su corto periplo se instalaron en un piso de la calle de Ciudadanos y lo primero que Jorge encargó para decorarlo fue una reproducción del árbol genealógico de la familia, que el Responsable había destrozado un día.

– Las armaduras no, por favor… -suplicó Chelo.

– Claro que no, mujer…

El doctor Andújar, consecuente con su terapéutica habitual, aconsejó a Chelo que Jorge se ocupara en algo, además de la Delegación de Ex Combatientes, que realmente le daba muy poco que hacer.

Chelo creyó haber encontrado la solución.

– Cuidar de las fincas, doctor. ¿Le parece poco? He observado a Jorge… En el campo parecía otro. Palpaba los troncos, contemplaba los pajares, se interesaba por la siembra… Parecía sentir la tierra. Y también parecían gustarle los animales, sobre todo los caballos. ¿No cree usted que podríamos enfocarlo por ahí?

– ¡Desde luego! Nada mejor, Chelo. Con el coche… os resultará fácil.

Chelo Rosselló añadió:

– Además, él mismo ha dicho que hay que mejorar las condiciones de vida de algunos colonos. Efectivamente, los hay que lo pasan muy mal. ¡Cómo viven! Como en la Edad Media… ¡Mira que oírle a Jorge hablar así! Parece un milagro.

El doctor Andújar no rechazaba nunca esta palabra. La admitía como real. En el ejercicio de su profesión había presenciado tantas transformaciones en un sentido o en otro, hacia arriba o hacia abajo, que había terminado por invertir los términos del refrán. "Con el mazo dando… -decía- y a Dios rogando".

– Tal vez acabéis, Chelo, por instalar una granja-modelo…

Chelo miró con fijeza al doctor.

– ¡Qué curioso que diga usted eso!

– ¿Por qué?

– Porque Jorge comentó con Alfonso Estrada esa posibilidad.

– ¿Con Alfonso Estrada?

– Sí. El padre de Alfonso era veterinario, aunque no ejerciera como tal. Y por lo visto su aspiración era tener una granja.

– Ya…

El doctor añadió:

– Bien, Chelo… ¿y qué hay de la agresividad de Jorge?

– ¡Oh! Eso pasó a la historia… -Chelo marcó una pausa-. Las únicas personas que todavía parecen ponerlo nervioso son los hermanos Costa…

Primavera y amor… Se había formado en Gerona un nuevo hogar. Y Marta había perdido, en la Sección Femenina, otro de sus puntales.

El doctor Chaos y Sólita sentían también los efectos de la prolongación de la luz diurna… María del Mar, al hablar con sus amigas, no se había equivocado: aquello era un idilio.

Sólita, desde luego, se había enamorado del doctor. Varios factores intervinieron en ello. Primero, la edad… Sólita frisaba los treinta años y nunca la sedujo la idea de quedarse soltera. Segundo, la competencia profesional del cirujano. Lo que al principio fue admiración fue trocándose por parte de Sólita en ferviente afán de colaborar. Tercero, la piedad. Sólita se compadeció hondamente de aquel hombre con quien la naturaleza se había mostrado tan caprichosa, tan esquiva… y que no tenía otro consuelo que el de la fidelidad de su perro, Goering.

En cuanto al doctor, se autosugestionó para llegar a la conclusión de que correspondía a Sólita en sus sentimientos. Era la primera vez que podía dialogar largamente con una mujer sin aburrirse, y la primera vez que, al sentir sobre sí unos ojos femeninos que lo miraban con amor, no experimentaba malestar físico, incomodidad.

El período de prueba para ambos había sido un tanto largo. Las mañanas durante las cuales el doctor Chaos iba al Hospital, a Sólita se le hacían interminables; y, a semejanza de lo que hacía Pilar con Mateo, buscaba mil pretextos para llamarlo por teléfono. En justa correspondencia, el doctor Chaos, al encerrarse en la habitación del hotel finalizada la jornada, sentía frío en los huesos, echaba de menos aquello que todo el mundo llamaba "el hogar".

Un dato llamó la atención del doctor Chaos: se le habían curado, como por ensalmo, las hemorroides… El doctor Andújar al enterarse de eso sonrió, porque sabía que las hemorroides que sufrían muchos pederastas eran el sustitutivo del período mensual que caracterizaba a la mujer y que aquéllos hubieran deseado sentir en su organismo.

El caso es que los coloquios entre el cirujano y la enfermera fueron adquiriendo paulatinamente un carácter de intimidad. El itinerario de esos coloquios era siempre el mismo: un comentario sobre la última intervención; una rápida ojeada a la cirugía de antaño, con incisos más o menos filosóficos, y por último, un canto solidario al placer que podían experimentar dos personas si tenían la suerte de trabajar como era su caso, tan compenetradamente.

– No sé lo que haría sin ti, Sólita…

– Y yo sin ti, doctor…

– A veces, mientras opero, me entregas el instrumento preciso sin necesidad de que te lo pida.

– Conozco mi oficio, doctor…

– ¿Es sólo eso?

– ¡Bueno! Tal vez acierte a leer tu pensamiento. A pesar de que llevas máscara…

El doctor Chaos se reía con ganas. ¿Cuándo se había reído él tan frecuentemente con ganas? Aquel forcejeo era una novedad; y por cierto, apasionante.

La piedad… La piedad o compasión había jugado un papel importante en la actitud de Sólita. Ésta había advertido que el doctor carecía de muletas para caminar resignado. Nunca hablaba de su familia. ¿O es que no la tenía? Nunca hablaba de sus amistades, a excepción del doctor Andújar. Lo salvaba su sentido de la ironía; y poder, de vez en cuando, hacer crac-crac con los dedos. ¡Si por lo menos hubiera sido hombre religioso! Pero el doctor era un muro en este aspecto.

– ¿Comprendes, Sólita? Es el hombre el que, al sentirse desamparado, ha creado a Dios; no lo contrario. Invocar a un Ser Supremo para que intervenga en nuestros asuntos es como ponerse una inyección antitetánica.

El punto de fricción intelectual era éste… El motivo de discusión que les llevó horas y horas -mientras avanzaba y moría el invierno, y nacía la primavera- era el de la divinidad. Porque Sólita era creyente. De no serlo, ¿cómo hubiera soñado un solo instante en que el amor de una mujer podía curarle al doctor Chaos las hemorroides? Se hubiera declarado vencida de antemano y se hubiera quedado tranquilamente en casa, esperando a que llegara su padre, don Óscar Pinel, para jugar con él a batallas navales, que era el juego predilecto del Fiscal de Tasas.

– No estés tan seguro, doctor… Si no se cree en Dios hay que creer en el Absurdo. Y ello resulta igualmente incomprensible, y mucho menos consolador.

– En eso estoy de acuerdo. Se lo dije en una ocasión a Manolo y Esther. ¿Qué no daría yo por creer que los pajaritos, algún día festivo que otro, entran en las ermitas solitarias para cantarle melodías a la Virgen?

Poesía… El doctor Chaos afirmaba que el sentimiento religioso era mitad poético mitad necesidad vital. Por eso todas las religiones, desde las más primitivas a las más, cultas, se parecían en sus mitos, en su liturgia y hasta en su indumentaria. Y por eso todas habían bloqueado, tanto como les fue posible, los avances de la ciencia, para no sentir que sus pilares eran socavados por la base.

– No hay más que abrir un libro de historia, Sólita. Durante siglos la Biblia ha sido el dique contra el que se han estrellado los cerebros como Copérnico, como Galileo… ¡No, no! ¡Anatema! ¡Al fuego! ¡Eso no figura en las Sagradas Escrituras!

– Doctor Chaos…, ¿quieres que te prepare una taza de café?

– Sí. ¿Por qué no? Sólita…, ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí…! ¿Sabías que la Iglesia se opuso durante años y años a que los médicos practicásemos autopsias? Claro, descuartizado el cuerpo, la resurrección de la carneaba a ser luego mucho más difícil…

– ¿Cuánto azúcar te pongo, doctor? ¿Dos cucharadas, como siempre?

– Sí, como siempre… Pero ¿por qué me interrumpes, diablos? ¿O es que no te interesa lo que te estoy diciendo?

– Me interesa mucho. Pero podemos conciliar las autopsias con el azúcar, ¿no te parece?

El doctor Chaos se tomaba un sorbo de café.

– Sí, claro…

Ocurría también que el doctor Chaos quería deslumbrar a su oyente, la cual se abstenía de utilizar perfume de mujer. El primer paso en firme lo dieron a mediados de mayo, precisamente con ocasión de haber tenido que analizar, por orden de la policía, el cadáver de un anciano a propósito del cual se sospechaba que había muerto envenenado. El cadáver había sido exhumado y su aspecto era nauseabundo. Por contraste, fuera lucía el sol aquella tarde, un sol que parecía purificar el mundo y justificar el simulacro de la muerte de los lobos.

– ¿Conoces, mi querida amiga -le preguntó el doctor a Sólita, mientras manipulaba los tubos de ensayo-, lo que le ocurrió, en el siglo XVII, a un tal Francisco Redi, de Florencia?

Sólita respondió con naturalidad.

– Creo que sí… Observó en el microscopio que los gusanos de la carne cruda salen de huevos depositados por las moscas. Y como en la Biblia está escrito que del cadáver de un león lo que salieron fueron abejas, pues se le procesó por hereje…

– Exacto… ¿Crees que eso tiene perdón? -El doctor Chaos cambió de expresión súbitamente-. Pero ¿cómo es posible que una mujer sepa esas cosas?

– ¡Ay, doctor! Las mujeres… cuando algo nos interesa, somos capaces de estudiar lo que sea. Hasta eso de la carne cruda…

Sólita había pronunciado la frase "cuando algo nos interesa" con toda intención, cargándola de una extraña afectividad. El doctor Chaos se desconcertó. Pero disimuló. Y mientras pedía el bloc de notas para redactar el informe sobre el pobre anciano supuestamente envenenado, continuó hablando. Afirmó que la única religión que, al término de un período de intolerancia más sangriento aún que el del cristianismo, había acabado por respetar los conocimientos adquiridos por los sabios antiguos, había sido la religión islámica. Los árabes construyeron observatorios astronómicos en El Cairo, en Damasco y Antioquía… Y en medicina, fueron los únicos que, durante mucho tiempo, se aprovecharon de las enseñanzas de Hipócrates, de Celso y de Galeno… El cristianismo, ni pum. En la alta Edad Media los frailes dibujaban todavía mapas estrafalarios, en los que Jerusalén ocupaba el centro de la tierra y del mundo.

– Yo creo en la evolución, ¿comprendes, Sólita? La naturaleza es evolución constante. Lo que no sabemos es hacía dónde evolucionamos…

Sólita sí lo sabía. Por eso escuchaba al doctor Chaos con tanta atención. Por eso también, en cuanto éste hubo dado fin al informe solicitado por la policía -el anciano había muerto de muerte natural-, se sentó a su lado, muy cerca, más cerca que de costumbre, y le dijo:

– Yo también creo que evolucionamos, doctor… Sí, en eso estoy completamente de acuerdo contigo. ¡Y te advierto una cosa! Si no evolucionamos más, y más de prisa, es porque tú no quieres.

El doctor Chaos no supo lo que le ocurrió. Algo parecido a lo del verano anterior, en el hotel Miramar, de Blanes. Sólo que ahora el objeto de su excitación no era un joven camarero, sino Sólita.

Miró a los labios de su enfermera y le dio un beso. Un beso profundo, en el que puso toda su capacidad. El doctor intuyó que en aquel momento se jugaba muchas cosas. Por eso tal vez hizo un movimiento falso con el brazo y una de las probetas que había en la mesa del laboratorio se cayó al suelo.

Sólita depositó también en aquel beso un sinnúmero de esperanzas. El corazón le latía tan fuerte que creyó que iba a sufrir un colapso.

¡Albricias! ¡El doctor Chaos no experimentó repugnancia! Olvidó todo su pasado y vivió aquel momento, momento largo, detenido, con creciente euforia. ¿Sería posible? A punto estuvo de dar gracias a Dios, como cualquier ser primitivo y desamparado. Al separarse de Sólita creyó estar soñando y le pareció que oía, procedente del patio de la clínica, los ladridos de Goering.

No hubo más aquella tarde. Por el momento, bastaba. Sólita balbuceó: "Oh, doctor…" Y éste se levantó como ebrio, preguntándose si Sólita no lo habría narcotizado.

La noticia corrió como la pólvora hacia la consulta del doctor Andújar.

– Eso marcha, amigo Chaos… Te felicito. No podemos cantar victoria, pero eso marcha…

Fue el punto de partida. Luego ya, todas las tardes, el doctor Chaos se las ingeniaba para quedarse a solas con su enfermera ayudante, la cual continuaba absteniéndose de perfumarse y de pintarse los labios. Y en cuanto el trabajo lo permitía, y siempre al término de un vivo diálogo que por sí mismo había ido orientándose hacia la necesidad de tener compañía, el cirujano atraía hacia sí a Sólita y la besaba. Ahora al besarla hundía sus manos, sus manos de artista del bisturí, en la cabellera de Sólita, y hasta recorría con ellas el cuello y los hombros. El doctor descubrió que prefería besarla estando de pie. A Sólita eso no le importaba. Su amor por aquel hombre que luchaba consigo mismo aumentaba a cada caricia y la curaba de muchos complejos que ella había padecido, contra los cuales los combates navales que libraba con su padre no le habían sido nunca de la menor utilidad. "Algo tendré yo… -se decía la mujer- cuando he conseguido que un hombre como el doctor Chaos me bese y me acaricie los hombros". Sólita hubiera deseado que las batas de enfermera hubieran sido más escotadas… Porque, de momento, jamás el doctor intentó acariciarle los senos.

También este segundo paso fue dado, aunque de modo tímido e incipiente. Pero bastó para que revolotearan de nuevo por el despacho del doctor Andújar los mejores augurios.

– Confiesa que todo esto era impensable, amigo Chaos… Ahora te tomarás, además, esas pastillas. Y mientras tanto, dime. En el orden espiritual, ¿qué sientes por Sólita?

El doctor Chaos, que parecía transfigurado, que vivía una primavera que no podían soñarla los prados de hierba seca, le contestó:

– Estoy loco por ella… La quiero. La quiero con toda mi alma.

– ¿Has dicho alma? ¿He oído bien?

– Sí. ¿Por qué no? Sólita asegura que tenemos alma. ¿Entonces…?

El doctor Andújar veía en lontananza la posibilidad de que su amigo Chaos -¡cuánto lo quería, cuánta ternura sentía por él!- se afianzase en su pasión y llegara a casarse. "Eso sería la solución, como tantas veces te he dicho. Probablemente, todavía alguna vez te estremecerías al ver a otro hombre, al Rogelio de turno… Y caerías. Pero no por ello dejarías de amar a Sólita y de estar con ella. Sobre todo, si tuvieras un hijo".

La idea del hijo, que el doctor Andújar le había expuesto a su amigo desde el primer día, perseguía ahora al doctor Chaos. Le ocurría lo que nunca le ocurrió: veía un niño por la calle y se quedaba absorto contemplándolo, pensando que podría ser suyo. Le gustaba coincidir con la salida de los colegios, lo que 'La Voz de Alerta' hubiera atribuido a un incremento de su perversión. Y no era así. Lo demostraba un hecho: ingresó en la clínica, para ser operada de amígdalas, la hija del delegado de Sindicatos, camarada Arjona, que contaba nueve años de edad. El doctor Chaos sintió hacia ella en seguida una inclinación especial. Necesitó llevarle juguetes y besarla en la frente. "En mi infancia la hubiera arañado", pensó el doctor Chaos.

La situación llegó a un punto tal que no podía prolongarse mucho más. Chaos pensaba en Sólita día y noche y a ésta le ocurría lo propio con él. En la clínica, el anestesista Carreras, estupefacto, los observaba con el rabillo del ojo. Contrariamente al doctor Andújar, el anestesista Carreras no creía en los milagros.

– Sólita, ¿por qué no cenamos juntos un día de éstos? ¿El sábado, por ejemplo? ¿Hace?

– ¿Dónde, doctor?

– En mi hotel…

– ¿En tu hotel?

– Sí. Lo he pensado detenidamente. Celebraremos… cualquier aniversario. El de la colocación de la gran campana de la Catedral…

Sólita reflexionó.

– Bien… ¿por qué no?

La cena transcurrió con intimidad, sin sobresalto, excepto el que experimentó el personal del hotel al advertir que el doctor Chaos había invitado a una mujer.

El doctor Chaos a lo primero se refirió a la cirugía. Afirmó que, pese a las trepanaciones craneanas realizadas por los egipcios mucho antes de Jesucristo, la cirugía había permanecido estancada durante milenios y no había dado su paso definitivo hasta mediados del siglo XIX, con el descubrimiento de la narcosis primero y de la antisepsia después. Al segundo plato el doctor Chaos se puso sentimental y brindó por esa ciencia, o ese arte, gracias al cual ellos se habían conocido y estaban aquella noche sentados uno frente al otro. A la hora del café Sólita fue completamente feliz tomando el azucarero y preguntándole al doctor Chaos:

– ¿Dos cucharadas como siempre, doctor? Faltaba el paso definitivo: enfrentarse con la sociedad… También fue dado. Ello tuvo lugar con motivo del I Congreso de Cirugía Española que se celebró en Barcelona a primeros de junio. El doctor Chaos fue invitado a leer en él una ponencia y hacer una demostración. Durante una semana, maestro y discípula trabajaron sin apenas descanso para preparar aquella intervención. Y la víspera, el doctor Chaos le dijo a Sólita:

– Tienes que acompañarme a Barcelona… Te necesitaré. Sólita escuchó la propuesta y notó escalofrío en la espina dorsal. Se pasó la mano por los ojos, cansados, y contestó:

– De acuerdo. Hablaré con mi padre y te acompañaré. Fue un viaje armónico, por carretera, en el coche del doctor, puesto que había coherencia entre las personas, las ideas y el paisaje que los circundaba.

También fue armónica la ponencia que leyó el cirujano en el Congreso, ante más de cien colegas, y también lo fue su actuación en el quirófano: una traqueotomía. Sólita, mientras le pasaba el instrumental, iba leyendo sus pensamientos… pese a la máscara.

El doctor Chaos y Sólita se hospedaron en el mismo hotel: el "Majestic", del paseo de Gracia, donde antaño se hospedó el doctor Relken y en cuyo comedor éste le dijo a Julio García: "Mi cerebro me lo pago yo".

La tercera noche, mientras cenaban, después de la intensa jornada clínica, que fue la de clausura, el doctor Chaos -¿qué le ocurría?- no aludió para nada ni a la Inquisición ni a las diferencias existentes entre las técnicas operatorias de Barcelona y de Madrid. Comió vorazmente, como si llegara andando desde el ghetto de Varsovia. Y bebió vino tinto, de Perelada, pues dijo que su sabor le recordaba a Gerona y la tramontana que llegaba del Ampurdán, donde se alineaban los viñedos.

Sólita, a su vez, tenía coloreadas las mejillas. La palidez del quirófano se había esfumado. ¿O se habría puesto polvos, la muy sagaz? Sólita, además, fumó…, lo que no era habitual en ella. Y pidió una copa de coñac.

A medianoche, el ascensor los llevó al tercer piso, donde tenían las respectivas habitaciones. Y al encontrarse en el pasillo, con las enormes llaves en la mano, apenas si tuvieron necesidad I de pronunciar una palabra: el doctor Chaos miró a Sólita a los ojos, que brillaban como bocetos de estrellas, y la muchacha echó a andar.

Él la siguió y ambos entraron en la habitación de la mujer. El cambio fue brutal. Mientras Sólita se desnudó y el doctor Chaos hizo lo propio, las luces tenues del cuarto parecían entonar una musiquilla arrulladora. Pero en cuanto los dos cuerpos, debajo de las sábanas, entraron en contacto, el doctor Chaos experimentó una violenta sacudida y luego se quedó extático, sin fuerzas para moverse.

El hombre concentró toda su atención. Hizo lo imposible para darle órdenes a su mente, para sentir… Para demostrarle a Sólita no sólo que era un hombre, sino que era su hombre, con el que compartiría luego para siempre la Clínica, el amor y el pan.

Resultó inútil. El doctor Chaos notó una suerte de asfixia y sus manos, yertas sobre la piel caliente de Sólita, eran la imagen de la pena y de la impotencia.

Sólita dio una vuelta sobre sí misma y, la cara contra la almohada, martilleó ésta con los puños y rompió a llorar sin consuelo. El doctor Chaos deseaba morir. Contornos antiguos, de hombres, fustigaron su cerebro. Le invadió una indiferencia glacial. Se dio asco a sí mismo. Le dio asco Sólita. Le dio asco el mundo.

No se atrevió a pedir perdón… Saltó de la cama y su intención fue ducharse. Pero renunció a ello y vistióse con calma, en un estado de postración extrema. Se sentía infinitamente agotado. No era el mismo ser que el día anterior, con una fascinante rapidez de reflejos, operó una traqueotomía a la vista de más de cien colegas.

Una vez vestido se atrevió a balbucear:

– Perdón…

Y salió de la habitación de Sólita. En el pasillo del hotel había ceniceros y delante de algunas puertas, zapatos. Zapatos de hombre y de mujer, alineados correctamente. ¡Dios, qué horrible sensación!

Se pasó la noche en blanco, sin acertar a coordinar las ideas. Ya nada Je importaba. ¿Por qué el doctor Andújar, su amigo, lo achuchó hasta conducirlo a una situación semejante? ¿Por qué no lo dejó en paz con su anormalidad? En las paredes de la habitación colgaban grabados ingleses. Representaban caballos de carrera. Caballos vigorosos, de línea estilizada. Caballos de raza. También era de raza Goering, que dormía sosegadamente sobre la alfombra, a los pies de la cama.

Pensó en la castración. ¿Por qué no? Antiguamente en Roma los papas hacían castrar a los pequeños cantores para que no se malograsen sus voces infantiles… De una vez para siempre acabaría con la tortura. Y sabría a qué atenerse. Y el comisario Diéguez podría impunemente romper su ficha.

Se levantó con la luz del alba. Redactó una nota para Sólita, nota muy escueta, y la deslizó por debajo de la puerta de su habitación. Luego bajó, pagó la factura del hotel y regresó solo a Gerona, en su coche. Goering parecía tener frío a aquella hora y se negó a asomarse por la ventana. Los postes de telégrafo semejaban dedos que señalaban con ir al cielo. De vez en cuando, una consigna: "Ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan".

El doctor Chaos, una vez en Gerona, se abstuvo de llamar, o de visitar, al doctor Andújar. Ni siquiera fue al Hospital. La idea de que las monjitas lo saludarían diciendo: "Buenos días, doctor…", lo horrorizó. Se dirigió a su hotel y se desplomó en su lecho de siempre, testigo de tantas orgías inconfesables. Y se durmió hasta la hora del almuerzo.

Al día siguiente el doctor Andújar, después de escuchar detenidamente al doctor Chaos, le dijo:

– ¡Bien…! Es pronto ahora para sacar conclusiones… De momento, por favor, lo único que te pido es que me des el número del teléfono particular de Sólita.

Загрузка...