CAPÍTULO XIII

Los Alvear recibieron, con pocos días de diferencia, varias cartas. La primera estaba fechada en Toulouse y decía:

Querida familia: Francia es mucho mejor de lo que se supone. Hay algunos franceses cascarrabias, pero las francesas, que aquí las llaman 'madames', están para comérselas. Esta ciudad es muy tranquila, con un río y tal, y algunos secuaces de Cosme Vila, pero muy pasados por mantequilla. He dado muchos tumbos por ahí, pero ahora he sentado la cabeza y me dedico a leer una revista titulada 'Horoscope', que además de adivinarte el porvenir se parece a la lotería española de Navidad, pues en ella puede tocarte la gorda. Supongo que estáis bien y que Ignacio es jefazo de algo. ¿Y en Telégrafos, hay novedad? ¿Y Pilar cuándo se casa? Escribidme a la Avenida Montabeau, 35, aunque aquí, no sé por qué, primero ponen el 35 y luego la Avenida Montabeau. Un fuerte abrazo de éste que ya no es ni soldado raso. Firmado: JOSÉ, más conocido por monsieur BIDOT.

La segunda carta estaba fechada en París. Era de Julio García y decía así:

Queridos amigos Alvear: Tal vez os extrañe recibir noticias nuestras, pero es el caso que la distancia no ha disminuido, sino lo contrario, el afecto que os profesamos Amparo y yo. Desearíamos saber cómo estáis. Suponemos que bien y que coméis ya a dos carrillos, como se puede comer en París, que es una ciudad, que, para bien de todos, debiera estar en Madrid. Amparo se siente completamente feliz yendo de compras (sin perro, por ahora) a los Campos Elíseos, y yo voy tirando, aunque hecho mucho de menos aquel mueble-bar que Ignacio conoce tan bien, aquellos discos y el Café Neutral. De momento nos quedamos aquí, pero si los nubarrones que señalan los partes meteorológicos se convierten en tormenta, probablemente nos trasladaríamos a Londres, donde tenemos buenos amigos.

Por Amanecer, que es un nombre muy bonito y muy bien escogido, nos enteramos de todo lo que ocurre por ahí. Como podéis suponer, deseamos que la nueva Plaza de Abastos sea una realidad y que termine felizmente la ampliación del cementerio.

¿Y en Telégrafos, que tal? ¿Y Pilar? ¿Y don Emilio Santos…? Es curioso, que, estando lejos, uno vaya acordándose de todo el mundo… Los maestros de las pizarras verdes están en Méjico. Se han instalado allí para editar libros y me escriben a menudo, dando pintorescos vivas a Hernán Cortés, lo que no deja de tener su intríngulis.

Si está en vuestra mano, enviadnos alguna revista. Pero por lo menos unas líneas contestando a esta carta. Nuestras señas son: 97, Avenue de Wagram, París, XVII.

Recuerdos de Amparo -aquí la llaman madame García- y recibid el testimonio de mi amistad. Firmado: BERTA.

La tercera carta era la más importante. Estaba fechada en Burgos, escrita a mano con letra muy primitiva, e iba dirigida a Telégrafos -no al piso de la Rambla- a nombre de Matías.

Querido tío Matías: Muchas gracias por tus cartas, pues la última que recibimos nos ha alegrado mucho y esperamos que al recibo de ésta todos estéis bien.

Nosotros estamos mal, peor que nunca, que no hay manera de que se nos arreglen las cosas. Como nos dices que vendrás Pronto a vernos, pues ya podremos hablar y te contaremos todo. En la carta no nos ponías la fecha de tu llegada pero deseamos que no tardes mucho, pues como te digo así podremos hablar.

Así que, mientras, recuerdos de mi madre y de Manuel y que todos vosotros estéis bien de salud. Para ti, muchos besos de tu sobrina: PAZ.

Una posdata decía: "Perdona las faltas, tío. Muchos besos".

La carta de Julio pasó de mano en mano sin que nadie osara apenas hacer en voz alta ningún comentario. Lo mismo ocurrió con la de José Alvear. Únicamente Pilar preguntó: "A santo de qué lo llamarán monsieur Bidot?".

En cambio, la carta de Burgos impresionó de tal manera a Matías, que éste decidió efectuar sin tardanza el viaje que había proyectado con Carmen Elgazu: viaje Pamplona-Bilbao-Burgos, para airearse un poco y visitar a las respectivas familias.

– ¿Qué te parece, Carmen, si nos marcháramos el día veintiuno? Para mi trabajo en Telégrafos no hay pega. He hablado con el jefe y está de acuerdo.

Carmen aceptó.

– Pues por mí, cuanto antes mejor.

Dicho y hecho. Matías guardó para sí la carta de Paz -la palabra Burgos era tabú en el piso de la Rambla, sobre todo por lo relativo a Pilar- y después de comunicar la noticia a los chicos empezaron a preparar el equipaje.

A Ignacio y a Pilar les extrañaba que sus padres se ausentasen.

– ¡Cuidado con el dinero! ¡Mejor que mamá lo lleve escondido en alguna parte!

– ¡Si os equivocáis de tren y os veis en apuros, mandadnos un telegrama!

Las chanzas fueron abundantes y todos recordaron el viaje que en el verano de 1935 Carmen Elgazu hizo a San Feliu de Guíxols, adonde llegó lloriqueando por la gran cantidad de carbonilla que le había entrado en los ojos.

– Andáis mal de la cabeza -bromeaba Matías-. ¡Con las salidas que hicimos los dos durante la guerra, en busca de comida!

– Sí. Pero siempre por aquí cerca, por la provincia.

– ¡Qué más da!

Carmen Elgazu les dio muchos consejos. Sobre todo al pequeño Eloy, al "renacuajo".

– Eloy, vigila a esa pareja. No vaya a resultar que sean ellos los que se extravíen…

Eloy cruzó los dedos y, sonriendo, los besó.

Ignacio, Pilar y Eloy -y también Mateo y Marta- acudieron a la estación a despedirlos. Matías y Carmen Elgazu llevaban dos gruesas maletas, con mucha ropa, pues no sabían cuántos días duraría el viaje y la radio hablaba de "clima inestable en el litoral cantábrico". Matías había adquirido el consabido quilométrico. Las dos fotografías pegadas en él eran horribles, dignas de Ezequiel. Carmen Elgazu comentó: "Parecemos de la FAI. ¡Extraño será que no nos detengan por el camino!".

La locomotora empezó a resoplar.

– ¡Adiós, adiós!

– ¡Mamá, un abrazo muy fuerte a la abuela Mati!

Por fin el tren arrancó y pronto Gerona quedó atrás… De repente, Carmen Elgazu dijo:

– Me parece que no has hecho la señal de la cruz…

– Sí, mujer. ¿Cómo iba a olvidarme?

Se acomodaron uno junto al otro y enlazaron las manos, a semejanza de Manolo y Esther.

Guardaron un largo silencio. Sus pensamientos sincronizaban; los hijos. Y también los viajes que habían hecho, en busca de comida. Recordaban sobre todo aquél en que, cerca de Olot, almorzaron en pleno campo y durmieron la siesta reclinados en el mismo tronco de árbol. Carmen Elgazu se deleitó evocando el momento en que Matías fue al río y le trajo agua en un cucurucho de papel. El recuerdo la emocionó tan hondamente, que apretó con fuerza inusitada la mano de Matías.

Éste se volvió para mirar a su mujer.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó cariñosamente.

Carmen Elgazu se encogió de hombros.

– Nada. Pienso…

Marcaron otra pausa:

– Es nuestro segundo viaje de novios, ¿verdad?

– Sí…

Viaje pesadísimo… a causa de los retrasos y de los trasbordos. De pronto, permanecían parados tres horas en cualquier estación y al final recibían la orden de cambiar de tren. Llegaron a la conclusión de que existían pocas cosas tan grises y tan muertas como una vía muerta de ferrocarril. Menos mal que de vez en cuando las chanzas que se dedicaban el uno al otro les levantaban el ánimo. Menos mal que Matías repetía como un sonsonete, en el momento más impensado: "Esto sólo se puede hacer…" Y Carmen Elgazu terminaba la frase: "…por la familia".

Pero llegaron a Pamplona, sede de don Anselmo Ichaso, quien seguía con El Pensamiento Navarro y con sus trenes-miniatura. Atardecía. Les pareció inoportuno visitar a esa hora a sor Teresa, a la hermana de Carmen Elgazu, de modo que buscaron una pensión y salieron a dar una vuelta.

Inmediatamente se dieron cuenta de que la ciudad, por haber sido siempre "nacional", era muy distinta a Gerona. Tenía un aire pujante, de abundancia y estabilidad. Ello se advertía no sólo en la riqueza de las iglesias, sino en los comercios, provistos de artículos de toda clase, y en el ambiente despreocupado y alegre de las calles. También los habitantes tenían, sin lugar a dudas, mejor facha, un aspecto más saludable e iban mejor vestidos. "Si no fuera por los retratos de Franco -comentó Carmen Elgazu-, esto me recordaría los años de Primo de Rivera". Matías, que se había comprado un espléndido paraguas cerca de la Catedral, dijo a su vez: "De todos modos, nos largaremos pronto, porque aquí acabaría haciéndome monárquico. Y ser monárquico y no tener rey ha de resultar una lata".

Al día siguiente fueron al convento de las Salesas a visitar a sor Teresa. Mosén Alberto les había dicho: "Sor Teresa impresiona por su palidez". La verdad es que no fue la palidez lo que de sor Teresa impresionó a Matías y a Carmen, sino su aire distante. Sor Teresa manifestó, bajo sus alas almidonadas y su hábito, alegría y, acercándose primero a Carmen y luego a Matías, les dio tímidamente un par de besos en las mejillas. Pero una vez sentados los tres en la "sala de visitas", sala fría, con un grabado del Sagrado Corazón y otro, en color, de Pío XII quedó de manifiesto que sor Teresa había quedado absolutamente seccionada de la familia. "¡Pero, hija… -tenía ganas de gritarle Carmen Elgazu-. ¿Por qué no levantas un poco la voz? ¡Si en Bilbao eras la que más chillabas!". "¡Pero, vamos a ver! -pensaba Matías-. ¿Es que esa mujer no tiene sangre en las venas?".

No era eso. Simplemente, los años de convento habían tatuado a sor Teresa. Los quería, los tenía a todos presentes a menudo, rezaba por ellos; pero era tal la rutina de su quehacer diario, que cualquier visita se le antojaba una intrusión y la desconcertaba. Fuera de eso, sabía que aquella visita era provisional. Duraría un cuarto de hora, media hora a lo sumo, y luego ella volvería a la quietud de su celda, a su reglamento, a la media luz de la capilla…

Sor Teresa se interesó por Ignacio y por Pilar. Pero, sin conocerlos, no podía poner calor en sus palabras. Sin embargo, al verlos en fotografía -Matías le mostró varias- exclamó: "¡Qué majos son, qué majos!".

Luego hablaron un momento de la guerra. Sor Teresa no podía imaginarse cómo había sido la zona 'roja'. "De haber profesado en Gerona, a lo mejor ahora sería mártir". Allí no, allí estuvo a salvo. Allí no había visto sino a millares de requetés procedentes de toda Navarra yéndose al frente con cruces y escapularios, como si fueran a una fiesta, a la fiesta de Dios.

– Era edificante incluso para nosotras, las monjas. Nos pasábamos el día rezando y cosiendo "detentes".

– ¿Detentes? -preguntó Matías.

– Sí, hombre -explicó Carmen-. Aquellos emblemas del Sagrado Corazón, que se ponían en el pecho y que salvaron muchas vidas.

Matías se encogió de hombros.

– Ni idea. Ignacio no llevaba eso. Ni Mateo tampoco.

Luego sor Teresa les aseguró que era completamente feliz, que cada día estaba más contenta de haber entrado en religión y que cada día se sentía más unida con Cristo. "Pero, rezad, rezad mucho por mí, para que persevere".

La visita duró veinticinco minutos justos. La despedida fue, tal vez, algo más emotiva, porque los tres pensaron que difícilmente volverían a verse. "Gracias, gracias por haber venido. Y muchos besos a mamá y a todos en Bilbao. Que Dios os bendiga. Estáis bien, os encuentro muy bien. Y sé que Matías es un buen esposo y un buen padre. Adiós, Carmen. Que el Señor os acompañe".

A la salida, Matías se paró en la acera, frente al convento, y se secó el sudor. Hacía demasiado sol para detenerse a liar un cigarrillo, pero fumó mentalmente, para airear sus pensamientos.

– Tu hermana lo tiene todo resuelto -comentó-. Así da gusto.

Carmen Elgazu lo miró.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que he dicho. Que no hay problema.

– Se caló el sombrero y añadió-: Vamos a un café a tomar algo…

Horas después salían rumbo a Bilbao. Y una vez en el tren, rodeados de un paisaje fértil, muy hermoso, Matías confesó que su cuñada, sor Teresa, no le había gustado. "Yo creo que el reglamento se las come. Acaban incluso siendo feas, palabra.

– Viendo que Carmen sonreía, añadió-: ¡Bien! Qué más da… Me casé contigo y no con ella ¿no es así?".

Carmen Elgazu lo miró a los ojos. Esta vez lo asió del brazo. Y de nuevo uno y otro, como al salir de Gerona, se dejaron mecer por el traqueteo del tren, contemplando sus propias vidas a través del profundo paisaje de Navarra.

En Bilbao todo fue distinto. La abuela Mati los recibió como si fueran embajadores de Su Majestad. Y con ella los tres hermanos de Carmen: Josefa y Mirentxu, solteras, y el propio Jaime, el ex 'crupier', a quien Ignacio avaló liberándolo del campo de concentración. Para completar la familia no faltaba sino Lorenzo, el de Trubia, quien anunció que el trabajo le impedía desplazarse.

Carmen Elgazu y los suyos llevaban sin verse exactamente nueve años. Desde 1930. Era natural que el primer golpe de vista les causara a todos una impresión muy fuerte. El tiempo había marcado sus huellas… Pero la turbación duró poco. A los pocos minutos la abuela Mati hizo un mohín y Carmen Elgazu exclamó: "¡Pero, mamá! ¡Si no has cambiado, si no has cambiado nada!". A la recíproca, de pronto Josefa, viendo a Carmen Elgazu mover las cejas, dijo: "¡Pero si eres Carmen! ¡La misma, la misma! ¡Qué maravilla!".

Fueron tres días inolvidables. La abuela Mati, con su bastón de alcaldesa, apenas si les permitió -aparte admirar una y cien veces el retrato del abuelo, Víctor Elgazu Letamendía, al que Ignacio se parecía mucho y que presidía la casa con sus grandes bigotes- darse un paseo por la ría e ir a escuchar a Marcos Redondo en Katiuska. Asimismo permitió que, junto con Jaime, acudieran a presenciar la llegada de los ciclistas que competían en la Vuelta al Norte, vuelta que iba ganando el catalán Cañardo. Pero nada más. La abuela Mati era tan charlatana, tan dominante y necesitaba tanto afecto, que los quería a todos siempre allí, contando lo que fuere. Que si Ignacio era así o asá. Que si en Gerona llovía o no llovía. Que si el trabajo en Telégrafos era pesado y si circulaban todavía incautos peces por el río Oñar…

La abuela Mati le cayó en gracia a Matías, no sólo por su carácter sino porque Carmen Elgazu se le parecía mucho en muchos aspectos. "¡Ay, abuelita! ¡Ahora ya sé el porvenir que me espera!". También simpatizó con Josefa y Mirentxu, a las que les había ocurrido lo contrario que a sor Teresa: la soltería las había inclinado a enamorarse locamente de los hijos de los demás. Sus sobrinos eran para ellas dioses. No se cansaban de mirar las últimas fotografías de Ignacio y de Pilar. En cuando a la de César… al verla se habían quedado absortas, sin atreverse a hacer el menor comentario. Hasta que, acercándosela a sus labios, la besaron dulcemente.

Caso aparte era Jaime, el hermano de Carmen Elgazu. Andaba taciturno. Todavía no le cabía en la sesera que hubieran perdido la guerra. Continuaba siendo separatista vasco y no hacía más que recordar las humillaciones sufridas en los campos de concentración. "Las humillaciones y todo lo demás…" Estaba empleado en el Frontón Gurrea, era el encargado del marcador. Jaime estaba convencido de que Madrid no concedería al País Vasco sino limosnas. "Montarán industrias en Andalucía, en La Mancha, en cualquier sitio, menos en el País Vasco y en Cataluña. Y si no, al tiempo".

Matías hacía lo que podía para comprender a su cuñado, que iba ya por los treinta y cinco años. Pero no lo conseguía. Se le antojaba teórico en exceso, basto y poco cultivado. ¿Cómo pretendía resolver los problemas de la nación, si no había acertado a resolver los suyos propios? "Querido Jaime, no te ilusiones. Los separatismos son un mito, no conducen a nada. Aquí, todos a arrimar el hombro y a ver qué pasa".

Excepción hecha de Jaime, aquella casa respiraba tranquilidad y amor. Lo único que molestaba a Matías era que su mujer, en cuanto se dirigía a su madre o a sus hermanas, hablaba en vascuence. "¡A ver si me entero…!", protestaba. Pero Carmen Elgazu no le hacía caso. "¡Vaya! Por una vez que tengo ocasión…"

Incluso el problema económico había sido solucionado. La abuela Mati, que con la guerra había perdido todas sus joyas, en vista de que el sueldo que percibía Jaime en el Frontón Gurrea era mínimo, tuvo una idea feliz: montar en su casa un taller de confección de muñecas, aprovechando la habilidad de Josefa y Mirentxu para esos menesteres. El planteamiento era de sentido común: después de una guerra se producían muchos nacimientos y la gente, para olvidar -¿por qué a 'La Voz de Alerta' le costaba aceptar esta tesis?-, se enamoraba de cosas ingenuas. "Cuando llegue la temporada de Reyes -pronosticó la abuela Mati- no daremos abasto".

El éxito fue tan completo que pronto Josefa y Mirentxu se vieron en la necesidad de contratar en el taller a varias muchachas. Vale decir que las muñecas que aquéllas diseñaban constituían una sorprendente novedad. Eran modernas, sobre todo en lo atinente a los peinados, a los vestidos, ¡y a los ojos! Sí, en un mueble especial, alineados y clasificados en cajoncitos, había ojos de cristal sueltos, de todos los colores. Carmen Elgazu se enamoró de ellos. A Matías, en cambio, vistos así, en cantidad, le produjeron cierto malestar. "No me gusta que tanta gente me mire", comentó. La abuela Mati le preguntó a Carmen: "¿Cómo tiene Pilar los ojos? ¿Ves algunos que se le parezcan?". Carmen Elgazu inspeccionó los cajoncitos y dijo: "No".

Sí, fueron tres jornadas inolvidables, durante las cuales Matías se ganó fácilmente el afecto de aquellas tres mujeres -e incluso el de las muñecas-, lo cual de rebote había de perjudicar a Jaime más aún. "¡Cómo Matías tendrías que ser! ¡Abierto y dicharachero!".

Por su parte, Carmen Elgazu descubrió que en realidad era en Bilbao donde ella hubiera deseado vivir. "¿Es que Gerona tiene Altos Hornos? ¿Es que tiene esa ría? ¿Y te has fijado en los verdes del monte? Claro, claro, tampoco ese sirimiri lo tenemos allí… Aquello está seco, digan lo que digan el Gobernador y mosén Alberto".

Para colmo, se anunciaba en la ciudad una Santa Misión. No menos de treinta predicadores llegarían a mediados de julio y durante una semana hablarían a todo el mundo de la bondad de Dios y de los pecados de los hombres. "Aquí hay vida, hay vida. Aquí hay chimeneas, predicadores y todo lo que tiene que haber".

Matías se tomaba el asunto por las buenas, pese a que veía en los vascos, en general, algo obtuso y lento, como si el exceso de comida y de bebida les hubiera bloqueado en parte los reflejos.

– Sí, es verdad -decía-. Es verdad lo de las chimeneas. Y que construís barcos y todo lo demás. Y también lo es lo del sirimiri; por eso en Pamplona me compré un paraguas. Pero os falta un detalle, a mi modo de ver: saber quiénes eran vuestros antepasados. ¿Y si resultaseis ilegítimos? Porque hay que ver la jerga que habláis… Dicen que se parece al chino. ¿Es eso cierto, Jaime? Porque, si lo fuera, con mucho gusto os haría una reverencia…

Tampoco veía Matías por qué los paisanos de su mujer tenían la manía de ensanchar el tórax y de organizar concursos de levantamiento de peso, de arrastre de piedras y de corte de árboles a hachazo limpio.

– Con vuestro permiso, yo prefiero a Gerona. Y digo Gerona porque no puedo decir Madrid.

Matías se dio cuenta de que a Carmen Elgazu no le hacía pizca de gracia acompañarlo a Burgos. Y también él prefería ir solo. De modo que no hubo dificultad.

– Si quieres, quédate aquí, con los tuyos. Y mientras aprovecha para ver si encuentras trazas de la familia de Eloy…

– ¿De veras no te importa que me quede? Saldría por ahí con mis hermanas…

– Quédate, mujer. Además, yo regreso en seguida. Ida y vuelta, nada más.

– Pues de acuerdo…

Matías salió en tren para Burgos. ¡Cuántos años hacía que no se separaba un solo día de su mujer! Había perdido la cuenta. ¡No, no la había perdido! Desde que se casaron. Sí, desde que se casaron habían dormido siempre, noche tras noche, en el mismo lecho y habían rezado, antes de dormirse, el mismo Padrenuestro.

El recuerdo de esa unión, todo lo perfecta que podía darse entre dos personas forzadas a convivir, le dio a Matías ánimo para salvar el trayecto Bilbao-Burgos y para soportar los parones de siempre y los asmáticos resoplidos de la locomotora.

Y una vez en Burgos, adonde llegó al filo del mediodía, le infundió también valor para preguntarles a los transeúntes, como antaño hicieran Mateo e Ignacio: "Por favor, ¿la calle de la Piedra?".

Calle de la Piedra, número 12… Calle estrecha, portalón triste y desconchado. Matías subió la escalera con el alma en un hilo. Y llamó a la puerta como si cometiera una violación.

Era la puerta de "los de su sangre". Por ella debió de salir su hermano Arturo la madrugada fatal en que fue fusilado. ¿Encontraría a alguien en casa? ¿Por qué tardaban tanto en contestar?

– ¿Quién es?

La voz sonó fuerte y joven al otro lado de la puerta.

– Soy yo, Matías. Acabo de llegar…

No hubo más. La puerta se abrió casi con estrépito y Matías se encontró frente por frente con Paz. ¡Qué espléndida muchacha! El sufrimiento no la había ajado como hubiera podido temerse. Llevaba el cabello larguísimo, caído a la espalda -como las hijas del Responsable- y exhibía unas pestañas muy negras, parecidas a las de Pilar. Olía a perfume barato. Pero tenía una enorme personalidad. ¡Y se parecía de tal modo a Ignacio!: la frente tenaz, los pómulos salientes…

Matías y Paz se abrazaron en el mismo umbral con inusitada fuerza, sin pronunciar una palabra, mientras otra voz sonaba allá al fondo preguntando: "¿Qué ocurre?", y un chico tímido, de unos doce años, se acercaba cautelosamente y miraba con curiosidad al recién llegado, cuyo elegante sombrero había rodado por el suelo.

Minutos después, Matías abrazaba a su cuñada. Conchi de nombre, y a continuación se agachaba para besar, como hacía con Eloy, a su sobrino Manuel, quien parecía el más desconcertado por aquella visita.

– ¡Matías! No puedo creerlo… -repetía una y otra vez Conchi.

– Pues ya lo ves, querida cuñada. Aquí estoy…

Desde el primer momento Paz, la "fanática Paz", como la llamaba Ignacio, había mirado a su tío Matías con más cariño del que éste pudo suponer. Matías temió que Paz se colocara a la defensiva, precisamente en virtud de su "fanatismo"; pero no fue así. Sin duda la muchacha había valorado debidamente el afecto que él había puesto en las cartas y el significado de aquel viaje.

Conchi, dándose cuenta de que continuaban todos en el vestíbulo, como pasmarotes, dijo:

– ¿Pasamos al comedor? ¿Quieres tomar algo? Tenemos un poco de anís…

– ¿Anís? ¡Vaya! Tomaré una copita.

– Yo te la traigo -intervino Paz. Y desapareció.

Matías entró en el comedor, menos mísero de lo que imaginaba, y tras él lo hicieron Conchi y Manuel. Hubo rumor de sillas y se sentaron a la mesa, parecida a la del piso de la Rambla.

Paz se les unió en seguida, trayendo la botella, y se sentó también. La muchacha los sirvió a todos. Matías se tragó el anís de un sorbo y luego chascó la lengua, con aire satisfecho.

Conchi, con la copita en la mano, preguntó:

– ¿Y Carmen? ¿Dónde está?

– Se quedó en Bilbao, con su madre y sus hermanos. Se encontraba un poco cansada del viaje…

– Ya…

Paz se interesó por Ignacio y por Pilar.

– Están bien, muy bien. Os traigo recuerdos de su parte.

Los preámbulos se prolongaron más de lo debido. Nadie se atrevía a entrar en materia. Por fin Matías se sirvió otra copita y decidió abrir brecha.

– Bueno… -empezó-, ¿por qué no hablamos ya de vosotros? -Dirigióse a Paz-. Tu última carta… Por favor, contadme cuál es exactamente vuestra situación.

Paz se pasó la mano por su larguísima cabellera. Mientras, Matías vio a Manuel a su derecha, encogido e intimidado, y le acarició la cabeza.

La actitud de Matías era tan diáfana que todo empezó a discurrir como sobre una pista asfaltada. Por turnos, Conchi y Paz fueron contándole lo que les ocurría. Naturalmente, no era cosa de insistir sobre "el asesinato" que cometieron los de Falange. "Lo mismo que lo de César, ¿comprendes?". Ni siquiera habían encontrado el cadáver de Arturo…

Ahora bien, ellas llegaron a suponer que, una vez finalizada la guerra, las dejarían tranquilas. Que podrían trabajar e ir tirando. Pero no había sido así. Continuaban marcadas por una palabra que valía por todas: 'rojas'. Eran 'rojas' y ello les cerraba todas las puertas. Consiguieron colocar a Manuel de aprendiz en una droguería, pero el chico ganaba una miseria. Paz, no había modo. Donde fuere le pedían los dichosos avales, lo que en Burgos equivalía a pedir la luna. La chica era conocida, sobre todo porque durante la guerra anduvo espiando por los cafés. Las dos habían conseguido algún que otro trabajo aquí y allá, pero sin puesto fijo y sin perspectiva de tenerlo. Así que ya nada les quedaba en el hogar que pudieran empeñar o vender…

Matías aguantó con serenidad el interminable desahogo de las dos mujeres. Llegó a Burgos preparado para ello. Ahora bien, en cuanto le fue posible, en cuanto le dieron pie, atajó su verborrea y les dijo:

– Os comprendo perfectamente… Comprendo todo lo que queréis decirme. Por desgracia, los españoles somos así, hemos nacido para sepultureros…

Intervino Paz.

– Por eso nos ha alegrado tanto que vinieras.

Matías la miró.

– ¿Es que crees que yo puedo hacer algo?

– Tal vez sí… -Paz hizo un gesto-. Por lo menos, darnos tu opinión…

– ¿Sobre qué?

– Sobre un proyecto que se me ha ocurrido.

La muchacha se explicó. Su idea era ir a Madrid -de momento sólo ella- a probar suerte.

– Tal vez encuentre trabajo en algún bar…

Matías arrugó el entrecejo.

– Varias familias de aquí -continuó Paz- que estaban en la misma situación, se fueron ya… Y parece que en Madrid se abren camino.

Matías continuaba callado.

– ¿Por qué pones esa cara? Madrid es una gran ciudad, ¿no?

– Sí, desde luego…

Matías no lo veía claro. Pensaba en la dificultad de encontrar piso; en los "dichosos avales", que también allí les exigirían; y en los peligros que correría Paz… La muchacha era muy guapa -Ignacio no había exagerado un ápice, pese a lo que creía Pilar- y su larga cabellera rubia llamaría la atención.

– ¿A ti qué te parece? ¿Ves una posibilidad?

Matías preguntó:

– ¿Conoces a alguna de esas familias que se fueron?

– Sí.

– ¿Y tienes sus señas?

– Ahora mismo, no. Pero puedo tenerlas.

El hombre vio de nuevo a su lado a Manuel, con cara expectante, y volvió a acariciarle la cabeza. En seguida, giró la vista en torno. Ahora el comedor le pareció mucho más mísero que al principio. Un papel matamoscas colgaba de la lámpara, ésta con una sola bombilla. Y todo estaba sucio y descuidado.

Por fin cabeceó varias veces consecutivas.

– Tal vez no sea mala idea… -dijo, al fin-. Podrías probar… -Marcó una pausa. Y de pronto, exclamó-: ¡Si yo pudiera…!

– ¿Qué? -preguntaron al unísono Conchi y Paz.

– No sé… Que algún conocido nuestro te echara allí una mano… -Los rostros de las dos mujeres se inmovilizaron-. Pero de momento, no veo… -Súbitamente exclamó-: ¡Maldita política!

Paz comprendió… Y reaccionó bien.

– No te apures por eso. Me basta con que veas una posibilidad.

Matías añadió:

– Pensaré, pensaré… Es decir, en cuanto regrese a. Gerona pensaremos todos…

Conchi hizo un ademán escéptico.

– La verdad es que sólo confiamos en ti. Ignacio vino a vernos y luego se fue al frente, y ni siquiera nos escribió una carta.

– Sí, ya lo sé. Pero eso no significa nada -defendió Matías-. Puedo juraros que hará también lo que pueda.

En ese momento, inesperadamente, Conchi se llevó las manos a la cara y estalló en un sollozo. "¿Por qué todo esto, por qué?".

Matías miró a su cuñada. Era poco agraciada y, cuando se violentaba, su expresión adquiría una extrema ordinariez. Ahora tenía los ojos sanguinolentos y las horquillas clavadas en el moño estaban a punto de caérsele.

En cambio, Paz… Y el pequeño Manuel…

– Vamos a hacer una cosa -decidió Matías-. Yo os he traído una pequeña ayuda. Todo lo que he podido… No es mucho. Pero bastará para el viaje de Paz y para los primeros gastos.

– El tono de Matías era ahora seguro e infundía confianza-. Si la cosa sale mal, me escribís en seguida… ¿Estamos? Y buscaremos otra solución. Lo único que puedo deciros es que no os abandonaremos… Os doy mi palabra.

Paz se levantó y acercándosele le dio un abrazo y lo cubrió de besos.

– Gracias, tío Matías… Gracias…

Matías se emocionó. La actitud de Paz había sido certera. El hombre no podía con su alma. Era preciso romper aquello.

– ¡Lo dicho! -exclamó, procurando sonreír-. Llevamos el mismo apellido, ¿no es eso?

– Es cierto. Alvear…

– ¡Pues, a por otra copita! Y van tres… ¡Anda, sírvela tú, Manuel! Por cierto, ¿cuándo oiré tu voz?

Manuel abrió sus ojos -¡eran los ojos de Pilar!- y se apresuró a coger la botella de anís. Pero el pulso le temblaba y no acertaba a llenar la copita.

– ¡Pues sí que estamos apañados!

El clima de la reunión había cambiado. Un rayo de luz había entrado por el balcón del comedor. Paz, que seguía en pie, dijo: "¡Te quedarás a almorzar! Y nos contarás cosas…" por desgracia, no habría ni siquiera vino para celebrar aquel reencuentro; pero pondrían en la mesa un mantel limpio y la mejor voluntad.

Matías suspiró.

– Si queréis, os ayudo en la cocina.

– ¡Tú quieto ahí!

Conchi se encargó de todo.

Y entretanto, Matías charló con Paz y con Manuel. Paz le encantó. ¡Lástima que vistiera tan mal y que no supiera desplegar el pañuelo al sonarse! Pero era incuestionable que, en otro ambiente, pronto refinaría sus modales. Un tanto soberbia -¿era eso un defecto?-, pero tenía la fascinación que tuvo Olga en otros tiempos.

En cuanto a Manuel, imposible sacar la menor conclusión. Apenas si el muchacho pronunció un par de frases. Sólo en un momento determinado, con ocasión de mencionar Matías algo de Gerona, el muchacho se levantó con decisión en busca de algo y regresó con un Atlas pequeño, en el que localizó en seguida, en el mapa de España, la ciudad… "Aquí está", murmuró el chico, señalándola con el índice. Y seguidamente acarició con la mano la mancha azul del mar, que en el mapa colindaba con el nombre de Gerona.

La frugal comida estuvo lista en un santiamén. Conchi se excusó otra vez: "No tenemos otra cosa, ¿te haces cargo?".

Fue un almuerzo menos triste de lo que hubiera podido esperarse. Matías se las ingenió para enderezar poco a poco la conversación. Hablaron de "tío Santiago", que también murió en Madrid, y ¡cómo no! de José Alvear, a quien Paz había conocido en una ocasión y que le pareció "muy simpático". "Por Toulouse anda -informó Matías-, haciéndose llamar monsieur Bidot". A Matías le hubiera gustado saber si Paz había tenido novio, pero por una timidez absurda, no se lo preguntó.

A los postres -una diminuta manzana para cada uno-, Matías consiguió incluso arrancar de las dos mujeres una carcajada.

– ¿A que no sabéis -preguntó- en qué se parecen los billetes a los aviones?

– No…

– ¡En que pasan volando!

Sirvióse el café, que Paz sacó de no sabía dónde, pero resultó que en toda la casa no apareció un gramo de azúcar. "La cocina es un desierto", explicó la muchacha, con expresivo ademán.

Después del café a Matías le entró un invencible sopor, debido quizás al cansancio del tren, ¡y echó unas cabezadas! Entonces Manuel entornó incluso los postigos del balcón… Y Paz y Conchi aprovecharon -la siesta duró un buen cuarto de hora- para cambiar impresiones, frenéticamente, en la cocina. Gesticulaban a sus anchas, ante las miradas esquinadas de Manuel, quien se preguntaba de qué estarían hablando.

En cuanto Matías despertó y preguntó, azorado: "¿Dónde me encuentro?", vio, de pie delante de él, a su cuñada y a Paz, con semblante risueño. ¿Qué había ocurrido?

– Hay que ver… -dijo Paz-. No has parado de roncar. Y roncas como mi padre…

Matías se restregó los ojos. A gusto hubiera pedido un poco de agua de colonia, pero se abstuvo.

– ¡Brrr…! -hizo, ahogando con la mano un bostezo. Luego dijo-: Perdón…

Paz le propuso:

– Si quieres, te enseño la galería de atrás. Es lo único alegre de la casa: tiene unos tiestos de geranios…

A la hora del tren, Paz y Manuel acompañaron a Matías a la estación. Salieron con él a la calle y lo colocaron en medio, andando a buen paso. Paz tomó a su tío del brazo. Era evidente que la muchacha gozaba yendo a su lado y que la alegraba que las vecinas, que habían salido a husmear, pudieran pensar "que había alguien que se ocupaba de ellos".

Llegados a la estación, Matías propuso abreviar la despedida. Así se hizo. El hombre besó a Paz y a Manuel. Y a éste le preguntó, en el último momento:

– ¿Y qué aficiones tienes tú, Manuel?

Y Manuel contestó, rápidamente:

– Me gustaría ver el mar.

Matías abrazó de nuevo a sus sobrinos y, acto seguido, entregando el billete, penetró en el andén. Aquello los separó definitivamente. Matías se acercó al tren y anduvo inspeccionando los coches, buscando uno tranquilo. Por fin lo encontró. Antes de subir volvió la cabeza y saludó a Paz y a Manuel -¡qué lejos quedaban ya!- quitándose, en ademán peculiar, el sombrero…

Subió a! tren y desapareció. Y entonces Paz, como si sus nervios cedieran de golpe, se pasó la mano por la frente y se sentó meditabunda en uno de los grasientos bancos de la estación.

Manuel se le acercó solícito y le preguntó:

– ¿Te encuentras mal?

Matías llegó a Bilbao sin avisar y se presentó de improviso en el taller de la abuela Mati. Era media mañana. Los encontró a todos empaquetando muñecas, a excepción de Jaime, que estaba en cama todavía, pues a la noche salía muy tarde del Frontón Gurrea.

– ¿Qué, cómo ha ido?

Matías encontró a Carmen Elgazu extraordinariamente pálida y con ojeras. Carmen se hizo la tonta, no quiso decirle que de un tiempo a esta parte venía notando punzadas en el vientre, Pues ella lo atribuía a achaques naturales a su edad.

Matías contestó a su anterior pregunta.

– Pues… regular. Me alegro de que no vinieses.

Carmen Elgazu lo miró, interrogante.

– ¿Tienen trabajo?

– Difícil… Paz se irá a Madrid, a probar fortuna.

– ¿A probar fortuna?

– La verdad es que no creo que esté ahí la solución -añadió Matías-. De modo que… hay problema.

Carmen Elgazu vio preocupado a Matías y se preocupó a su vez.

– ¿Y qué crees tú que se puede hacer?

– No sé…

– ¿Cómo es Conchi?

Matías hizo un gesto ambiguo. Y acto seguido dio a entender que si Paz fracasaba en Madrid habría que echarles una mano. "Les he dicho que no les abandonaríamos, que llevan nuestro apellido".

Carmen Elgazu lo miró.

– Bien… Pues, llegado el caso, hacemos lo necesario, ¿no te parece?

– No queda más remedio.

Matías hubiera deseado que Carmen fuese más expresiva, pero comprendió que no podía forzarla a ello. Entonces miró por enésima vez el retrato del abuelo, Víctor Elgazu Letamendía. Había algo duro en él. Debió de ser un hombre de filias y de fobias.

Pero la escena terminó ahí, pues la abuela Mati, en aquel momento, entró en el taller y viendo que las muchachas que ayudaban a Josefa y a Mirentxu se habían traído consigo un montón de tebeos, golpeó el suelo con el bastón y barbotó: "¡Majaderías!".

Matías, oyéndola, se olvidó de Burgos y sonrió.

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