CAPÍTULO LXVII

De pronto, el rayo caído del cielo. El mundo entero cerró por unos instantes los ojos para volver a abrirlos luego con estupor. El día 7 de diciembre, víspera de la Inmaculada, la aviación japonesa atacó por sorpresa las más importantes bases navales y militares norteamericanas e inglesas en el Pacífico y en el Asia Oriental. El bombardeo más intenso se concentró sobre Pearl Harbour, en Hawai. Parte de la flota de los Estados Unidos fue hundida, mientras tropas japonesas desembarcaban en la península de Malaca. Asimismo fueron bombardeados Singapur, Hong-Kong y diversos puntos de las Islas Filipinas. Entretanto, en Tokio, se declaraba oficialmente que el Japón se encontraba en estado de guerra con los Estados Unidos e Inglaterra. La declaración la firmaba el mismísimo Emperador.

El día 12, Alemania e Italia, solidarizándose con el Japón, declararon también la guerra a los Estados Unidos, los cuales la declararon a su vez a las dos potencias europeas.

¿Qué ocurría en la tierra? ¿Qué ocurría, Señor? ¿Y el mensaje de paz que Pío XII preparaba para la Navidad, ya presentida en los hogares?

¿Tales acontecimientos modificarían las opiniones del Gobernador? ¿Mateo Santos tardaría mucho en enterarse, en su isba, de que había caído del cielo aquel rayo?

Gerona se encogió. Desde Montjuich, las mujeres andaluzas, si hubiesen ido a la escuela y hubiesen tenido una idea aproximada del tamaño de los océanos, hubieran visto efectivamente que la ciudad tendida a sus pies se encogía, lo mismo que se encogía el cuerpo de Eloy cuando, alguna noche, soñaba con Guernica.

El general Sánchez Bravo se plantó ante el mapamundi, solo, sin testigos. Y meditó. Nebulosa, en el pasillo, aguardó por si lo llamaba, por si le daba alguna orden; pero el general no lo llamó. El general permaneció encerrado en su despacho más de una hora, mirando el mapa, sumido en el más completo silencio y en una casi inmovilidad.

Fuera, en cambio, por las calles, la gente andaba más de prisa. Encogida, pero más de prisa. Los gerundenses iban y venían un poco sin rumbo fijo, sin saber si debían mirar al río, a los escaparates navideños… o a los cuarteles.

'La Voz de Alerta' cerró su consulta de dentista por unos días. El padre Forteza bajó a la capilla del convento y se arrodilló ante el Sagrario, pensando en su hermano, misionero en Nagasaki. El notario Noguer hizo acto de presencia en la Diputación, pero le dijo al conserje: "No estoy para nadie". José Luis Martínez de Soria, camino de la Auditoría, recordaba una y otra vez unas palabras que habla pronunciado él mismo en Valladolid, durante la guerra: "Creo que la actual epidemia de fanatismo político durará poco. Todo lo más, un siglo: el tiempo justo para que se independicen las colonias. Luego… me temo que Satanás conquiste el mundo precisamente a través de la indiferencia".

Paz Alvear, sin saber exactamente por qué, experimentó una alegría indescriptible. ¡Los Estados Unidos…! El nombre sonaba fuerte, como sonaba fuerte y rotunda la trompeta de Damián, director de la Gerona Jazz. También en la cárcel de Salí, recién estrenada, los reclusos se miraron unos a otros ganados por una súbita e imprecisa esperanza.

Ocurrió eso. Un viento gélido se introdujo en el corazón de muchos "vencedores" de la guerra civil. Comprendieron de golpe que la apuesta era alzada y por un momento les penetró el temor de que el edificio que habían levantado, con la certeza de que iba a durar decenios, se desmoronase. Ya no estaba en sus manos hacer nada. Todo dependía del poderío real que tuviesen las naciones firmantes del pacto tripartito. Si esas naciones perdían la apuesta -porque era forzoso admitir que el nombre de los Estados Unidos sonaba fuerte-, tal vez un día, no se sabía cuál, regresaran a Gerona, montados en tanques ingleses, o belgas, o rusos…, el Responsable y Cosme Vila. Y Julio García, junto con su querida esposa doña Amparo Campo, ésta diciendo pardon y okey.

La imprecisa esperanza de los reclusos de la cárcel de Salt; y de Manolo y Esther; y de Paz Alvear; y de Jaime, el librero separatista; y de los colonos de Jorge de Batlle; y de Mr. Edward Collins; y de los millares de trabajadores forzados que a lo ancho de la geografía nacional reconstruían carreteras, iglesias y cavaban poco a poco sus tumbas era ésa: los Estados Unidos. ¡Bendito Japón, que había tenido la osadía de desafiarlos! ¡Un hurra por el general Tojo, que atacó por sorpresa a Pearl Harbour! ¡Un hurra por el emperador, fuera o no fuera dios, que había firmado la declaración de guerra!

La decoración había experimentado tal cambio que a Ignacio le resultó imposible remontarse, como aconsejaba Moncho, a tres mil metros de altura, para desde allí comprobar que el hombre era insignificante. No, el hombre estaba allí, en primer plano. Los hombres estaban tiñendo de sangre toda la tierra y todo el mar. Tiñendo de sangre incluso las altas montañas.

Ignacio experimentó vértigo. Y se refugió en la intimidad. Sintió miedo, un miedo tan intenso como el de Mateo al recibir la fotografía de su hijo. Tuvo ganas de confesarse. Y al propio tiempo, de llamar a Adela por teléfono. Y de poner una vela bajo los cuadros de Picasso colgados en su habitación, cuadros que según Carmen Elgazu representaban la rotura del mundo.

Por último acertó a concretar y envió un sencillo telegrama a Ana María. "Necesito verte. El día quince iré a Barcelona. Te quiero". Y firmó.

Matías se abstuvo, por sistema, de hacer el menor comentario -únicamente se tomó en el Café Nacional dos copas seguidas de coñac-, subió al piso de la Rambla y, sosteniendo en la mano el sombrero, le propuso a Carmen Elgazu:

– ¿Qué te parece si nos fuéramos a ver a Pilar? Parece que César está un poco pachucho.

Carmen Elgazu, haciéndose cómplice del silencio de Matías respecto al rayo caído del cielo, contestó, con voz tranquila:

– Espera un poco a que termine de planchar.

Matías esperó. No sabía qué hacer entretanto y, tomando una rebanada de pan, la pinchó con un tenedor y la acercó a la estufa, que estaba al rojo vivo, para hacerse una tostada. Le puso luego un poco de aceite y sal y la mordisqueó. "¡Hum! -exclamó-. Esto es la gloria".

Por fin salieron, cogidos del brazo, camino de la plaza de la Estación. Allí se enfrentaron con la realidad. Encontraron a Pilar desolada. Lo de César no tenía importancia. Había dormido dos horas con toda normalidad y ahora estaba ya despierto y contento. Pero Pilar tenía el periódico en la mano y los ojos y el alma llenos de grandes palabras: Japón, los Estados Unidos, Rusia, Mateo…

– ¿Qué ocurrirá, padre? ¿Qué significa esto?

Matías hizo un gesto triste.

– Nadie lo sabe, hija mía… -Luego añadió, cortando en seco-. ¿Podríamos ver al niño?

Don Emilio Santos, que salía del despacho de Mateo, del que había quitado el pájaro disecado, contestó:

– ¡No faltaría más! Entren. Por ahí…

Todos entraron en la alcoba. César Santos Alvear, con su cuerpecito fajado y sus manitas preciosas, yacía en la cuna que Pilar había adquirido para él, colocada junto a la cama. Tenía los ojos azules abiertos de par en par, aunque su mirada no acertaba a fijarse en ningún punto concreto.

Como si adivinara que era el gran protagonista de la escena levantó las piernas y por un momento pareció que pedaleaba en una bicicleta imaginaria.

– ¡César! ¡Rico! ¡Pequeñín!

Carmen Elgazu le hizo cosquillas en la barriga y el niño pareció sonreír. Y volvió los labios como si se dispusiera también a pronunciar alguna palabra grande. Pero no fue así. Babeó un poco y Pilar, sacándose el pañuelo de la bocamanga -como solía hacerlo el señor obispo- lo secó.

La inocencia del hijo de Pilar conmovió de pronto a todos. ¿En qué mundo vivía? En un mundo sin guerras; en un mundo de sensaciones; en un mundo como el del amor puro anterior al pecado original.

Todos pensaban: ¿Qué cosas verá ese niño a medida que crezca, que se haga mayor? ¿Qué herencia le habremos dejado los que llevamos ya muchos años a cuestas? Sintiéronse responsables, aunque tampoco de nada concreto.

Pilar, que lo miraba con arrobo, balbuceó:

– Tengo miedo… Tengo miedo por él…

Carmen Elgazu corroboró:

– Ojalá no creciera nunca. Ojalá continuara así, sintiéndose amado y sonriendo.

Matías movió la cabeza. Aquello era utópico, antinatural. César Santos Alvear iría desarrollándose al margen de los acontecimientos y llegaría a ser como Ignacio; o como Mateo…

– Dejémosle… -propuso-. Tengo la impresión de que se da cuenta de que intentamos leerle la palma de la mano.

Todos obedecieron la indicación de Matías y salieron en dirección al comedor. Todos, excepto Carmen Elgazu. Carmen Elgazu permaneció fraudulentamente en la alcoba, y en cuanto vio que estaba a solas con el niño se encorvó cuanto pudo como para darle un beso… Pero lo que en realidad hizo fue trazarle sobre la tersa frente, con lentitud y extrema dulzura, la señal de la cruz.

Barcelona, Arenys de Mar, Benidorm, Barcelona.

Empezado el 3 de mayo de 1963 y terminado el 20 de abril de 1966.

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