CAPÍTULO LXIV

En cuanto Pilar notó los primeros síntomas, fue trasladada a la Clínica Chaos, donde había cuatro habitaciones reservadas a Maternidad. En el momento del parto estaban presentes, en la clínica, Carmen Elgazu, Matías, Ignacio y don Emilio Santos.

El doctor Morell y una comadrona llamada Mercedes, que durante años había trabajado con el dóctor Rosselló, asistieron a Pilar. Ésta se comportó con plausible valentía y todo se desarrolló normalmente. Un milagro tan sencillo como el de San Jenaro, en Nápoles.

Los hombres permanecieron en el pasillo; Carmen Elgazu quiso presenciar el alumbramiento y el doctor Morell le dio permiso para ello. Carmen Elgazu, en aquellos minutos trascendentales, rezó una tirada de jaculatorias. Con su respiración procuraba ayudar a su hija, a Pilar, y de hecho lo consiguió. En cuanto la cabecita del niño -cumplióse la profecía, fue varón- asomó por entre la enorme herida, notó como si fuera a desmayarse. ¡Un nieto, el primer nieto! ¡Una nueva vida, un nuevo ser! Una nueva alma para Dios.

El doctor Morell operó con pericia extrema. Sus manos daban auténticamente la impresión de que recogían algo que llegaba del más allá. Cuando el recién nacido lloró, la Clínica Chaos estalló de alegría, como en el norte de Europa había aparecido triunfalmente, unos días antes, la aurora boreal. El bebé pesaba tres quilos y medio, y en cuanto estuvo limpio y fajado se lo presentaron a la joven madre, la cual, exhausta y atontada aún, acercó su cabeza a la del niño como si fuera ella la que buscase protección.

Luego entraron todos a verlo. Hubo felicitaciones en cadena; por la valentía demostrada por Pilar y por lo hermoso que era el varón, que tenía los ojos azules.

Carmen Elgazu pretendía que era la viva estampa de su padre, pero Matías y don Emilio dijeron que no, que era una suerte de miniatura de Pilar. A Ignacio le pareció que no tenía la menor semejanza ni con uno ni con otro, que era como un ser autónomo, surgido por generación espontánea.

Pilar de vez en cuando emitía un gemido y giraba la vista en torno a la habitación. Todos pensaban: está buscando a Mateo. Mateo era, por supuesto, el gran ausente. Ninguno de los que rodeaban la cama de Pilar se atrevía a pronunciar su nombre, pero todos lo evocaban y el denominador común era la irritación. El bebé, sin Mateo, era mitad huérfano.

El doctor Morell desapareció rápidamente; pero lo sustituyó, cordial y un tanto solemne, con su bata blanca impecable, el doctor Chaos.

Al ver al doctor Chaos la mente de todos retrocedió hasta la fecha en que en aquella misma clínica le fue practicada a Carmen Elgazu la brutal extirpación. Ésta significó la esterilidad; ahora el alumbramiento que acababa de producirse era una suerte de compensación, una prueba más del movimiento pendular que presidía la vida humana.

Quienes mayor alegría demostraban eran sin duda Matías y don Emilio. La sensación de que su existencia se prolongaba en aquel cuerpecito inerme, pero no inerte, los colmaba de una especie de beatitud. Estaban como embobados y afirmaban que jamás habían visto tan hermosa a Pilar, la cual iba cediendo a unos y a otros, dulcemente y por turno, la mano.

Carmen Elgazu, en cambio, sin poderlo remediar, experimentaba una enorme tristeza. Lloraba. Tal vez fuera cobarde. Tal vez la asustara la responsabilidad. Tal vez pensara que Pilar, a partir de aquel momento, le pertenecía menos aún; o recordaría lo mucho que ella sufrió en los tres partos, especialmente en el primero, el de Ignacio.

Ignacio… ¡Qué gran desconcierto el suyo! El doctor Chaos le dijo, sorprendentemente: "A ver si te casas pronto y tu mujer nos trae también una criatura como ésta".

¡Alegría en la Clínica Chaos! Era, exactamente, el 18 de octubre. Mosén Alberto fue advertido en seguida y llegó, con el calendario litúrgico en la mano. Y después de consultarlo dijo: "Festividad de San Lucas". O sea, la festividad de aquel que escribió el tercer Envangelio y que fue discípulo de Pablo y compañero suyo en tantos y tantos viajes…

– ¡Pilar, hija! ¿Estás bien?

– Sí, mosén Alberto. Muchas gracias.

Pilar hubiera querido besarle la mano al sacerdote, pero fue éste quien, ante la emoción de todos, tomó la suya y se la besó.

La habitación de Pilar, que daba al jardín de atrás, pronto había de llenarse de flores. La noticia circuló por la ciudad y enviaron flores el Gobernador, 'La Voz de Alerta', Manolo y Esther, los compañeros de Matías en el Café Nacional, la Sección Femenina, la maestra Asunción, Miguel Rosselló, Chelo, Marta… Marta envió el mejor ramo que encontró en Gerona. Era un ramo perfumado y violento. Rosas de color violento, cada una de las cuales tenía un secreto significado.

Matías se encargó de enviar a Rusia un telegrama a nombre de Mateo Santos que decía: Nacido felizmente varón. Lo firmó él mismo. Dudó entre añadir abrazos o saludos. Por fin puso: abrazos.

Al día siguiente empezó la ronda de las visitas. Paz se presentó con cara sonriente y expresiva. Felicitó a Pilar y miró al niño con ternura. Llevó consigo un frasco de agua de colonia. Y dijo: "Se te parece mucho. Pilar. De veras. Es tu vivo retrato".

También acudieron a la clínica Manuel Alvear y Eloy. Manuel entró de puntillas en la habitación, como si ésta fuese un templo. Tardó mucho rato en prestar atención al niño. Miraba a Pilar y pensaba lo que todos: "¡Qué hermosa está!". Por fin, al ver al crío, no supo qué decir. Se rió. Se rió silenciosamente, como si le hubiera tocado un premio inmerecido. Eloy, en cambio, con sus pecas y su pelo cortado a cepillo -igual que Pachín- miró al bebé y al verlo profundamente dormido puso tal cara de susto que regocijó a los presentes. Eloy era muy inocente, no acababa de comprender. Era mucho más inocente que Manuel. Eloy no tenía la menor idea de lo que significaban "placenta" y "cordón umbilical". Le llamaron la atención las uñas del recién nacido, uñas perfectas, diminutas. Quiso contemplarlas una y otra vez. Manuel dijo: "Me gustaría verle los ojos". Pilar contestó: "Tiempo tendrás, Manuel".

Carmen Elgazu se quedó de centinela para que las visitas no se amontonaran. Cuidó de que Marta pudiera ver a Pilar sin coincidir con Ignacio, quien por su parte había enviado un telegrama a Ana María notificándole el acontecimiento. Marta besó a Pilar y rompió en sollozos. Pilar le acarició los cabellos. "No llores, Marta… Algún día…" No terminó la frase. Luego añadió: "Anda, que vas a despertar a mi hijo…"

Mí hijo… Era la primera vez que Pilar empleaba esta palabra. Ella misma se sorprendió al oírla de sus propios labios. Todavía no se había hecho a la idea de que aquel ser era suyo. Hasta entonces lo había mirado un poco como lo había mirado Ignacio: como si fuera una vida neutra, llegada allí por caminos de misterio. Pero de pronto, tal vez debido a Marta, tomó conciencia de que aquello era real. Entonces rompió a sollozar, presa de un arrebato. "Mi hijo", repitió una y otra vez. Ladeando la cabeza lo miró con dulzura infinita. Y estiró el brazo. Y lo atrajo hacia si. Y al notarlo tan indefenso cerró los ojos y sonrió, pareciéndole que de ese modo lo protegía mejor contra todos los males del mundo.

Amanecer publicó la fotografía de Pilar y de su hijo, con un pie redactado por Miguel Rosselló; un pie patriótico, que Matías y don Emilio Santos juzgaron desafortunado.

Pilar salió pronto de la clínica y el día 25 de octubre se efectuó el bautizo, en la parroquia del Mercadal. La concurrencia fue numerosa. Mosén Alberto ofició en la ceremonia. Apadrinaron al niño el Gobernador y Carmen Elgazu.

Mosén Alberto pronunció las palabras rituales con visible emoción; el monaguillo fue Manuel Alvear.

Se impusieron al neófito los nombres de César, Emilio y Matías. Y a la hora del refrigerio, en el Hotel del Centro, todos se sorprendieron mucho al enterarse, por boca del profesor Civil, que el nombre de César procedía del latín y significaba: el que nace con cabellera; que Matías procedía del hebreo y significaba don divino, y que Emilio procedía del griego y significaba amable.

Pilar se emocionó al conocer estos detalles. Y bromeó: "¡Llamarle cabellera a esa pelusilla que tiene en la cabeza!".

Ignacio, que empezaba a querer a su sobrino como jamás hubiera podido sospecharlo, reprendió a Pilar.

– ¡Nada de pelusilla! La etimología no puede equivocarse. Ese niño será un Sansón.

Matías se pasó todo el rato temiendo que entrara de pronto un representante del Laboratorio Ofe y ofreciera a Pilar, madre lactante, un tubo de Madresol, producto que "beneficiaba la crianza". Y he ahí que en el último momento, cuando los invitados empezaban a despedirse, llegó Marcos con un telegrama dirigido a Pilar y que acababa de captar él mismo en la oficina. Lo firmaba Mateo y decía escuetamente: "Bendito sea Dios".

César Santos Alvear había nacido precisamente el día que los alemanes ocuparon Odessa, y cuarenta y ocho horas después de que la División Azul entrara por primera vez en contacto con el enemigo.

Ésa fue la espada pendiente minuto a minuto sobre la familia Alvear. Amanecer había empezado a publicar a diario la lista de los divisionarios que morían en tierras de Rusia. Eran simples esquelas, sobre las que Moncho hubiera proyectado fulgurantes comentarios. "Ricardo Fuente Bejarana. ¡Presente!". "Emilio Gómez Aguayo. ¡Presente!". "Teniente Galiana Garmilla. ¡Presente!". Pilar leía estas esquelas y dejando caer el periódico exclamaba: "¿Por qué ponen ¡presente! si se han ido para siempre?".

El peligro estaba ahí. El peligro estaba en que cualquier día Amanecer apareciera con una enorme franja en la cabecera y un nombre y un apellido cubriendo la primera página: "Mateo Santos. ¡Presente!". Si eso ocurría, ¿cómo lo resistiría el corazón? ¿Qué sería de Pilar, de don Emilio Santos, del piso de la plaza de la Estación? ¿Qué sería del otoño, del mundo y del recién nacido César Santos Alvear?

Por si fuera poco, ignorábase incluso el lugar exacto en que la División Azul combatía. Los corresponsales de guerra no lo precisaban jamás, limitándose a decir que "combatía victoriosamente, ocasionando graves pérdidas al enemigo". Había sonado, desde luego, el nombre del lago limen. Pero ¿estaría todavía allí? "¿Dónde estarán, dónde estará Mateo?". El parte alemán mencionaba de vez en cuando a la División, pero siempre en términos puramente encomiásticos. Sólo una vez indicó que había luchado "en el sector septentrional". ¡Bueno, era un punto de referencia! Según el atlas de Manuel, que la familia Alvear consultó con frenesí, el lago limen se hallaba situado efectivamente "en el sector septentrional". ¿Se hallarían, pues, en ese lago? ¿Y por qué en un lago? La radio habló de "cierto número de heridos españoles condecorados por el Führer con la Cruz de Hierro". ¿Condecorados? ¿Tan fuertes habrían sido los combates? ¿Figuraría Mateo entre los heridos? ¡Ay, no haberle cosido en el pecho un detente!

Aquello no era una espada, era un martirio. Y la máquina burocrática se había puesto en marcha, con su espeluznante frialdad. De pronto Pilar recibió un sobre del Gobierno Civil conteniendo "los haberes de Mateo", su paga mensual, más unos pluses, "por prestar servicio en campaña". Y al día siguiente otro sobre notificándole que la ciudad de Sevilla había enviado a Rusia, a la División, chorizo, mortadela, ¡y dos mil medallas de la Virgen de los Reyes! Y poco después una invitación para asistir a los funerales que se celebrarían en la Catedral en memoria de los primeros divisionarios caídos. ¿Qué hacer con aquellos haberes? ¿Era posible gastar aquel dinero? ¿Llegaría a tiempo la Virgen de los Reyes? ¿Debía Pilar asistir a los funerales de la Catedral?

Ocurría eso. Todos aquellos que no tenían a ningún familiar luchando "en el sector septentrional", vivían un clima de euforia, pendientes de las gestas de los divisionarios. Organizaban honras fúnebres, y mítines y festivales pro División y leían en voz alta, en los corrillos, la descripción "del arrollador avance alemán en todos los frentes", así como la noticia según la cual varios generales rusos habían sido destituidos por incompetentes, al tiempo que el Gobierno de Stalin se preparaba para abandonar Moscú y trasladarse a los Urales.

Resultaba harto difícil acostumbrarse a la espada y al martirio. Y más lo resultó el día en que los periódicos empezaron a hablar del aguinaldo de Navidad que se merecían los voluntarios y "al que debía contribuir España entera".

La palabra Navidad sonó como un escopetazo en casa de los Alvear, y en los oídos del padre de Sólita, y en los oídos de Gracia Andújar, quien cada día iba a misa a rezar por Cacerola, y en los oídos del padre Forteza, que tenía también el presentimiento de que no vería nunca más a Alfonso Estrada. Porque Navidad significaba que el "general invierno" de Rusia, tan temido por todos, caería inexorablemente sobre la División, contrariamente a las optimistas previsiones del general Sánchez Bravo.

Pilar estaba azorada, no comprendía. ¡Chorizo, mortadela, aguinaldo de Navidad! ¿Era todo lo que podía hacerse? ¿Y por qué su propia vecina, una mujer que ocupaba el piso del mismo rellano y que por las mañanas vendía fruta en la plaza de Abastos, conectaba cada tarde la radio para escuchar tranquilamente el "serial"? ¿A qué pedir "que contribuyese España entera", si la verdad era que todo el mundo continuaba viviendo su vida?

Pilar comprendió que la angustia era intransferible. Entonces se decidió a escribir a Mateo, adjuntándole en la carta una fotografía del neófito César.

Estoy bien, Mateo. Y el niño también, como podrás ver por la foto. Al nacer pesaba tres quilos y medio. Mosén Alberto lo bautizó. A los abuelos se les cae la baba mirándolo. Mi madre está en casa todo el día, ayudándome, aunque como te digo me siento perfectamente. ¡Ojalá tuviera yo la certeza de que tú puedes decir lo mismo! ¿Dónde estás, Mateo? Amanecer publica cada día la lista de los caídos. ¡Oh, Mateo, que Dios te proteja!

Mosén Alberto continuaba visitando a Pilar. Tenía la certeza de que con su presencia la consolaría, y era cierto. Llegó incluso a llevarle bizcochos, pues había oído que a Pilar se le apetecían. Mosén Alberto le aseguraba una y otra vez que a Mateo no le ocurriría nada malo. "Compréndelo, Pilar… Las misiones arriesgadas se las confiarán a los solteros". Mosén Alberto se había encariñado también con el bebé, y siempre pedía que lo pusieran en la balanza para llevar la cuenta de su aumento de peso. "¿Cuatro quilos doscientos? ¡Qué barbaridad! Ignacio acertó… Ese crío será un Sansón".

César Santos Alvear era el centro de la casa, su numen y su misterio.

– Pilar, hay que cambiar al niño otra vez. Tráete los pañales.

– Voy, mamá…

– ¡Ay, mi cariñito, mi rey, mi pequeñín…!

Cuando llegaba al piso don Emilio Santos, gritaba desde la puerta: "¿Dónde está el gran déspota? ¿Dónde lo habéis metido?".

Matías subía también todos los días, al salir de Telégrafos, al hogar de la plaza de la Estación.

– ¿Se puede entrar… o hay que pagar algo?

Ignacio guardaba en la cartera la primera carta que Ana María le escribió a raíz del nacimiento de César. Dicha carta terminaba así: "Nuestro primer hijo se llamará Ignacio".

Загрузка...