CAPÍTULO XXIX

El Gobernador no se bañaba en agua de rosas. Cruzaba, ¡a qué negarlo!, una etapa difícil. Sus disputas con María del Mar lo desasosegaban, como es natural, aunque estaba habituado a ellas y sabía que su esposa no cambiaría, que su único afán era renunciar a toda actividad pública y regresar a Santander. Pero él estaba decidido a continuar en la brecha, precisamente porque, pese a la inauguración de los comercios, al auge de la provincia en muchos aspectos y a la laboriosidad de sus habitantes, hechos que no se podían negar, ocurrían a su alrededor cosas que no le gustaban ni pizca. Cosas que a lo mejor no hubieran ocurrido en Almería si lo hubieran destinado allí; o por lo menos, no en igual medida.

Resumiendo, el Gobernador no estaba ciego y cuando preguntaba: "¿No te ilusiona todo esto?", se refería más bien al futuro que al presente. Sí, tenía plena confianza en el porvenir de España y no compartía las dudas del doctor Chaos respecto a la calidad de la raza, que juzgaba inferior a las llamadas nórdicas. Su fe en la eficacia del Movimiento Nacional era insobornable. Sin embargo, tenía plena conciencia de que todo cuanto Manolo y Esther decían sobre la creciente ola de inmoralidad que azotaba la provincia, era verdad.

Muchos factores se habían confabulado para que tal situación se produjese: las necesidades de la posguerra; la dureza de aquel invierno; la guerra internacional. Esta última cortaba de raíz las fuentes de suministro que hubieran podido hallarse en otros países. Nada podía llegar por la frontera francesa. Y en cuanto al mar, era un mar plagado de minas magnéticas y de buques de vigilancia, hasta el punto que los pocos mercantes españoles que iban a América, en uno de los cuales viajaba Sebastián Estrada, hermano de Alfonso, habían sido pintados con los colores de la bandera nacional, para que su neutralidad fuera reconocida y respetada.

De modo que el racionamiento impuesto por la Delegación de Abastecimientos y Transportes, donde trabajaban el señor Grote y Pilar, iba haciéndose cada día más riguroso, con la consiguiente alarma del vecindario y el aumento de la especulación. Ya Amanecer dedicaba entera la segunda página a reseñar las consabidas instrucciones: hoy reparto de arroz; mañana, de garbanzos; pasado mañana, de alubias. Prácticamente todo estaba intervenido, incluso el material óptico, y se había creado un organismo denominado Servicio Nacional del Trigo para controlar la distribución de la harina y la elaboración del pan. Para la circulación de determinados productos se expedían guías especiales. Se hablaba de la cebada como sucedáneo del café, de suerte que, en el Nacional, el camarero Ramón gritaba ya: "¡Un exprés de cebada!". Escaseaban el tabaco y el azúcar. En resumen, se había vuelto a una situación que distaba mucho de parecerse a la del período 'rojo', pero que obligaba a las amas de casa a hacer toda clase de equilibrios. Los hados adversos habían decretado que la abundancia, que la maravilla de los escaparates rebosantes de artículos de toda índole, durara sólo unos meses. Manolo y Esther habían dicho: "Como el Gobernador no pare esto, media población vivirá del robo". La hipérbole apuntaba certero. Ahora bien, ¡qué difícil ponerle remedio! La Policía y la Guardia Civil se mostraron dispuestas a colaborar, pero hubieran sido necesarios tantos ojos como estrellas tenía el firmamento de enero. La guerra había enseñado a las gentes mil argucias para ocultar lo inocultable y para valorizar escandalosamente cualquier mercancía.

El Gobernador optó por añadir, al clásico sistema de las multas, el del bochorno público: hizo estampar en el periódico el nombre y los apellidos de los infractores. Pero no había forma de detener el alud. Cada día la lista de nombres era más numerosa y cada día era más audaz el ingenio de quienes querían amasar dinero a toda costa. Los tenderos sisaban; los joyeros compraban joyas procedentes de requisas de la guerra; los fabricantes de embutidos utilizaban carnes residuales; los constructores de viviendas ponían más arena que cemento; había quien acaparaba la calderilla; se adulteraban el alcohol… y hasta los tubos de inhalaciones. Los campesinos, los payeses, volvían a adueñarse de la situación. Querían comprar bañeras, objetos lujosos y aparatos de radio. Las familias residentes en la ciudad, sobre todo en Gerona y Figueras, tenían que arrodillarse, ¡otra vez!, ante ellos. De nuevo la venganza del surco contra el asfalto. El Gobernador quería asegurar por lo menos el suministro del pan y del aceite, por considerarlos artículos básicos, pero no conseguía evitar las más extrañas mezclas. Por otra parte, aumentaron en forma insospechada los rateros. Gerona recibió una oleada de gitanos y gitanas, que robaban la ropa tendida en las azoteas y los cepillos de las iglesias. Aparecieron también infinidad de "traperos". Al principio, actuaban aisladamente, cada cual con su carrito; pero pronto surgió un almacenista al por mayor -¡el patrón del Cocodrilo!- que dirigió las operaciones. Alquiló dos grandes locales en el barrio, en los que una docena de mujeres, con un pañuelo cubriéndoles la cabeza, seleccionaban el cobre, la lana, el papel… Una anciana medio bruja, llamada Rufina, que hasta entonces había andado por el monte recogiendo hierbajos, se convirtió en la pieza maestra de este negocio de discriminación. La apetencia de los traperos se intensificó de tal forma que muy pronto, sin dejar de husmear en los montones de basura, se decidieron lisa y llanamente por robar: robar neumáticos, artículos de cuero, cañerías de plomo y hasta lavabos…

Fueron unos meses duros, durante los cuales el Gobernador no pudo menos de recordar las advertencias del profesor Civil y del notario Noguer, al regreso de la Cerdaña, cuando él, entusiasmado por el recibimiento de que fue objeto, afirmó que el pueblo catalán era sentimental, tocado de infantilismo, y que debía gobernarse con sentido paternalista. "Los gerundenses -había objetado el profesor Civil- despertarán pronto de su beatitud y entrarán en un período de rabiosa ambición". "Mi impresión -había corroborado el notario Noguer- es que este espíritu de colaboración que encuentra usted ahora, es esporádico. ¡No querría decepcionarlo! Pero considero que la tarea de usted va a ser más compleja que la de mecer un niño en la cuna". El Gobernador, evocando estas palabras, barbotó: "¿Por qué habrá estallado, precisamente ahora, esa guerra europea? ¿Por qué?".

El Gobernador, decidido a actuar, empezó por practicar detenciones. Al dueño de un colmado de la Rambla, colmado La Inmaculada -denominación que desagradaba a Carmen Elgazu-, le fue descubierta una despensa repleta de géneros intervenidos, y el hombre ingresó en la cárcel. También fue detenido un funcionario del Servicio Nacional del Trigo, que se había convertido en el hombre de paja de un arrocero de País que se dedicaba a moler clandestinamente. Fue detenido el contable de Auxilio Social, hombre de confianza del profesor Civil, al que éste sorprendió en combinación con un importante mayorista de cereales. El comisario Diéguez, con su clavel blanco en la solapa, se dedicó a recorrer los trenes nocturnos y descubrió latas de aceite en la barriga de mujeres aldeanas que simulaban estar encinta. Etcétera. Todo ello originaba una desagradable situación, pues tales detenidos eran mezclados en la prisión con los reclusos políticos, los cuales los sometían a toda clase de vejámenes.

'La Voz de Alerta' sugirió una medida que al pronto encandiló al Gobernador y a Mateo: ofrecer a los denunciantes el cuarenta por ciento del importe de las multas. El ensayo resultó desabrido. Personas comúnmente sensatas deseaban sorprender en falta al prójimo. Se dieron casos de hermanos que se denunciaban entre sí. Un limpiabotas de la Rambla, llamado Tarrés, gracias a su fino oído, se enteraba de muchas anomalías y denunciaba. También el barbero Raimundo sucumbió a la tentación. Mitad por ambición, mitad por halagar a las autoridades, organizó una red de espionaje, compuesta en gran parte por mujeres del barrio y por chiquillos.

Ah, no, no todo era fervor patriótico en la ciudad y provincia, y las fogatas en las montañas escoltando el paso de los restos de José Antonio parecían quedar lejos. La noche era lo peor. De noche circulaban por los senderos los carros y las bicicletas, y hombres con sacos a la espalda. Eran bultos dedicados al estraperlo. De noche se apilaban las mercancías en los sótanos y en las buhardillas, y los avaros contaban el dinero. El notario Noguer, que contemplaba este despliegue como desde un palco, le decía a su mujer, con acento un poco cansado: "El país no tiene remedio".

Poco a poco la situación fue agravándose. Brotaron extrañas organizaciones, a veces sin nombre, a veces bajo el respaldo de una agencia. Agencias que se ofrecían para "facilitar" toda clase de documentos, desde células de empadronamiento hasta carnets de conducir. Algunas llegaron a garantizar que sacarían de la cárcel a tal o cual detenido. Una de ellas. Agencia Rojas, distribuyó por la comarca individuos con uniforme que obligaban a la gente timorata a comprar retratos patrióticos de Franco, de José Antonio, del general Mola… Y una empresa de pompas fúnebres tuvo la feliz idea de alquilar ataúdes para el trasiego clandestino de materias intervenidas. La Agencia Gerunda, bajo la dirección de la Torre de Babel y de Padrosa, se abstuvo de momento de toda acción ilegal, pero su asesor jurídico, Mijares, de la CNS, que tenía tres hijos, empezó a preguntarse hasta cuándo resistirían a la tentación. ¡Las posibilidades eran inmensas y su hoja de servicios le permitiría en muchas ocasiones obrar impunemente!

Sin embargo, lo que mayormente alarmaba al Gobernador eran las Sociedades Anónimas de que Manolo habló con Ignacio y con Marta. El jefe de Policía, don Eusebio Ferrándiz, le confirmó la existencia de firmes alianzas entre hombres de negocios y "peces gordos". ¡Ah, claro! ¿Es que la codicia iba a ser privativa de los limpiabotas de la Rambla y del dueño del colmado La Inmaculada!

El jefe de Policía descubrió que la Tejero, S. A., oficialmente dedicada a fabricar papel, no era sino un centro de contrabando que "importaba" desde agujas de gramófono hasta recambios de bicicleta y medicamentos. Los contrabandistas que utilizaba la Sociedad eran hombres del Pirineo que durante la guerra se habían dedicado a pasar gente a Francia. Hombres que conocían los vericuetos y que contaban con la ayuda de los pastores y de los habitantes de las masías. También utilizaban maquinistas de los trenes que llegaban asmáticamente -a veces, transportando a Ignacio- hasta la frontera.

Con todo, el descubrimiento más sensacional de don Eusebio Ferrándiz, quien desde que perdió a su hija en el accidente del Collell no se explicaba que la gente sucumbiera a tan burdas apetencias, fue el del funcionamiento interno de la llamada Constructora Gerundense, S. A. La Constructora Gerundense, S. A., cobró en cuestión de unos meses tal auge, que su brillo eclipsó a las demás. Podía decirse que ninguna actividad, ninguna transacción posible, escapaba a su ojo de cíclope. Su red se extendía coherentemente por toda la provincia, desde los pueblos fronterizos del interior hasta el litoral. Su especialidad era la expropiación de terrenos para edificar viviendas, y la adjudicación de subastas. Pero de hecho sus tentáculos lo abarcaban todo, sin excluir la fabricación de yeso y la recogida de alambre de espino.

El sistema de que se valía la Constructora Gerundense, S. A., era el de "lo toma o lo deja", sistema posible gracias a que el talonario de cheques de que disponía su administrador, un individuo oscuro, ¡qué había pertenecido a Izquierda Republicana!, era inagotable.

El Gobernador no acertaba a comprender cómo se las arreglaba la Constructora Gerundense, S. A., para salirse siempre con la suya. La Plaza de Abastos la había construido la Sociedad. El acondicionamiento de la Clínica Chaos lo llevaba a cabo la Sociedad. De la restauración de muchos templos se había hecho cargo la Sociedad, así como del tendido de muchos puentes. Sin contar con que en el transcurso del mes de febrero, y como por arte de magia, el Estado le adjudicó a un precio irrisorio más de sesenta viejos vagones arrinconados en las vías muertas de la estación.

El jefe de Policía hacía cuanto estaba en su mano para pillar en falta a la organización; jamás conseguía probarle nada al margen de la ley.

Hasta que, de pronto, el comisario Diéguez se enteró de que la Constructora Gerundense, S. A., había llevado a cabo la más audaz de las operaciones: la compra de una formidable partida de material de guerra anticuado, inservible, procedente del Ejército, de los Parques de Figueras y Gerona, material "destinado a chatarra". Dicho material no salió siquiera a subasta. Pasó a ser patrimonio de la Constructora Gerundense, S. A., sin que ningún competidor tuviera opción.

El expediente abierto en esta ocasión por el comisario Diéguez, del que se decía que había seguido unos cursillos con la Gestapo, dio el siguiente resultado: los componentes de la Sociedad eran, ni más ni menos, los hermanos Costa, el coronel Triguero y el capitán Sánchez Bravo… Ahora bien, ninguno de los cuatro figuraba con su nombre: los hermanos Costa estaban representados jurídicamente por sus esposas y el coronel y el capitán lo estaban por dos ex brigadas jubilados. ¡He ahí el resultado de aquellas conversaciones sostenidas en verano, en una mesa de la Rambla, por el jefe de Ignacio y el hijo del general! ¡He ahí por qué el chismoso señor Grote decía siempre, al verlos juntos: "¡Me gustaría saber qué se traen entre manos!".

El Gobernador se decidió a actuar sin pérdida de tiempo. Sin embargo, la papeleta no era fácil. Los estatutos de la Sociedad eran normales y los había redactado un abogado de Barcelona. De momento, optó por llamar a su despacho a su viejo amigo el coronel Triguero. La entrevista fue dura, sin concesiones. Como había dicho Marta: "No es cuestión de volver a las andadas".

El Gobernador, en cuanto tuvo enfrente al coronel, lo invitó a sentarse y le dijo:

– Creo que lo mejor es que vayamos al grano. Lo que voy a decirte no tiene nada que ver con el Servicio de Fronteras, que lo llevas muy bien. Se trata de tus actividades… marginales. De tus andanzas en la esfera de los negocios. Me veo en la necesidad de recordarte que perteneces al Ejército y que esto trae consigo la más absoluta incompatibilidad.

El Gobernador había supuesto que el coronel Triguero negaría su participación, dado que actuaba en la sombra. Pero no fue así. El jefe de Ignacio hizo como que espolvoreaba la pechera de su uniforme y replicó, con calma:

– ¡Apuesto a que ves visiones! Todo está en regla…

– Lo sé -admitió el Gobernador-. La Sociedad de que formas parte es legal. Pero eso no importa. No puedo permitir que colabores con ella, que te aproveches de tu condición.

El coronel Triguero no se inmutó.

– Que yo sepa -dijo-, no está prohibido aspirar a tener una casita con jardín.

El Gobernador optó por la línea recta.

– En ese caso, la cosa es fácil: pides la baja del Ejército y te vistes de paisano -marcó una pausa y añadió-: De no ser así, vas a salir malparado…

El coronel Triguero, sevillano de origen, sonrió. Su seguridad era tal que se hubiera dicho que disponía de una baza escondida que en cualquier momento podía poner en un aprieto al Gobernador. Y no existía tal baza. Simplemente, era un amoral. A raíz de la guerra había decidido "darse la gran vida". Éste era el consejo que le había dado a Ignacio, una y otra vez, en el Servicio de Fronteras y el que lo inducía a esconder en su coche abultados paquetes en sus viajes de Perpiñán a Figueras.

El Gobernador perdió su habitual compostura. Sus gafas negras parecieron dos grandes discos que dijeran: stop. En la mesa del despacho brillaba todavía el falso teléfono amarillo con el que, cuando recibía algún pelmazo, simulaba hablar directamente con Madrid. El coronel Triguero le dijo:

– No te excites. Te comprendo muy bien… De todos modos -añadió-, en tu caso cuesta muy poco acusar a los demás. Quiero decir… que resulta fácil ser honrado cuando se poseen, como tú, miles de cabezas de ganado en la provincia de Santander…

El Gobernador, entonces, súbitamente, recobró la calma. Se levantó y dio unos pasos por el despacho, contraído el abdomen. Se acordó efectivamente de su tierra, del señorío de su familia, que era rica, pero que siempre obró no sólo de acuerdo con la ley sino de acuerdo también con los postulados de equidad y comprensión.

– Siempre has sido envidioso -habló el Gobernador-. Eres el clásico hombre lleno de concupiscencia, que para desahogarse desprecia cualquier principio de buena crianza.

– Estás exagerando -contestó, sin perder la calma, el coronel-. ¡Lees demasiados libros de psicología! No hay más que lo que te he dicho: quiero una casita con jardín y que la mujer que cuide de él no sea siempre la misma… -Luego agregó-: Y no te las des de santón. Yo me dedico a comprar, legalmente, chatarra y otras cosillas; tú te dedicas, legalmente, a ser un virrey. Hasta los acomodadores de los cines se arrodillan cuando tú entras. Estamos en paz. Son las ventajas de haber ganado la guerra.

El Gobernador, al oír esto, sentóse de nuevo y, pegando un puñetazo en la mesa, dijo: "¡Basta!". El coronel entonces se levantó. Ni siquiera le dirigió una mirada de desafío. Encogió los hombros como si se encontrara ante un chiquillo que no comprendía las cosas y luego, esbozando un breve saludo militar, dio media vuelta y se retiró.

El camarada Dávila lo vio marchar y se sintió confuso. Una vez más lamentó haber dejado de fumar, no poder darle con la palma de la mano al mechero de yesca que utilizaba Mateo. Pensó en el doctor Chaos; también, y sin saber por qué, en el director del Banco Arús, Gaspar Ley, cuya sonrisa recordaba la del coronel. Pensó en las promesas que el Movimiento Nacional había hecho a los humildes y en Pablito, su hijo. Le invadió un sensible malestar. Le vino a las mientes una frase de Hitler que había leído una noche en el frente, en víspera de una operación importante: "El hombre, cuando está solo, es más fuerte". Llamó al conserje y le ordenó que hasta nuevo aviso no quería ser molestado. A los pocos minutos reaccionó y, estirando el brazo, lo acercó al teléfono de verdad… al teléfono negro que tenía a su derecha.

Con todo, la escena más violenta fue la que, con pocas horas de intervalo, tuvo lugar entre el general Sánchez Bravo y su hijo. El general se enteró por el propio Gobernador de lo que estaba ocurriendo y citó a su hijo, el capitán Sánchez Bravo, precisamente en la Sala de Armas, donde antaño cruzaban irónicamente sus espadas el coronel Muñoz y el comandante Martínez de Soria.

El general llevaba ya muchos días sintiendo un vivo descontento por el comportamiento de su hijo. De hecho, no sabía qué hacer con él. En su trato social era de una manera; en casa, de otra. Su madre lo había mimado siempre demasiado y él había correspondido despreciándola, considerando a doña Cecilia un ser mediocre, desbordado por las prebendas de que disfrutaba. Se mofaba de sus eternos sombreros y collares y de que enviara al asistente Nebulosa a guardarle turno en la peluquería de señoras. Eso le parecía a él mucho más delictivo que comprar a precio irrisorio viejos vagones de ferrocarril… En cuanto a su padre, el general, lo consideraba un hombre casi perfecto, sin tacha, pero monolítico y corto de alcances. Le hacía gracia verlo mirar por el telescopio en busca de cielos insondables. Por supuesto, admiraba su competencia en el terreno profesional; pero, identificado con las teorías del coronel Triguero, decía de él "que no sabía vivir la vida".

El general se enfrentó con su hijo, al cual ordenó que se cuadrara y escuchara inmóvil lo que iba a decirle. Le recitó el capítulo de acusaciones. Le habló de las partidas de póquer, de su afición a la bebida, de sus excursiones al barrio de la Barca. Por último, se detuvo especialmente en la compra del material de guerra usado.

– En resumen -dijo-, vas a renunciar inmediatamente a tu intervención en esa Sociedad. ¿Entendido?

El capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol, que llevaba el pelo cortado a cepillo, al estilo alemán, simuló asombrarse.

– ¿Qué te ocurre, papá? Yo no figuro en ninguna Sociedad.

– Me da igual. Sé que tienes parte en esa Constructora y que pones a su servicio tu influencia.

– ¿Mi influencia?

– Sí, la influencia de tu uniforme.

El capitán Sánchez Bravo parpadeó. Luego miró las tres estrellas de su bocamanga. Luego, las medallas que le relucían en el pecho.

– Hice la guerra, papá… Cumplí como los buenos y como tú me enseñaste. ¿He de vivir el resto de mi vida con la paga de capitán? Estoy cansado de comer rancho.

El general puso cara apoplética.

– ¡Habráse visto! Te mandaré al calabozo…

El capitán Sánchez Bravo no perdió la serenidad.

– Escucha, papá, por favor… No te excites. Intenta comprender. No me mezclaré en ningún negocio turbio ni me dedicaré a la trata de blancas. Pero no veo por qué no puedo tener amigos…

– ¿Amigos? ¿A eso le llamas tener amigos? ¿A liarte con diputados rojos que cumplen condena y con putas del barrio?

– Desenfocas la cuestión, papá… A mi edad… se tienen caprichos.

– ¡Basta ya! Renuncia a esa Sociedad.

– Te repito que no formo parte de ella.

El general juntó los pies.

– No te moverás del cuartel hasta que yo te lo ordene.

Dio media vuelta y se fue.

El capitán Sánchez Bravo, al quedarse solo, torció el gesto. Se quedó pensando un buen rato, mirando los tejados de Gerona a través del ventanal. Luego miró los escudos de armas y las banderas.

Súbitamente, le invadió una indefinible tristeza. Menos curtido que el coronel Triguero, la actitud de su padre le había impresionado. Por un momento recordó su formación castrense, puesta a prueba a lo largo de toda la campaña y rubricada con dos cicatrices. Cuando la terrible batalla de Teruel, en la que soportó los veinticinco grados bajo cero, sin que se le helara el espíritu, él mismo hubiera gritado "¡ladrones!" a quienes hubieran osado hablar de pasar factura más tarde. Y ahora, obsesionado por la vida a flor de piel, caía en la trampa, en tanto que otros muchos oficiales, si bien perdían un poco el tiempo jugando, vaso en mano, interminables partidas de cartas o de dominó, eran honestos y, por supuesto, incapaces de hacer nada que manchase la victoria obtenida con las armas.

Claro que el coronel Triguero opinaba que "la guerra era la guerra, pero que la paz era la paz" y que lo que les ocurría a los hombres como el general era que "les bastaba con exhibir su fajín de mando en los cuarteles".

El capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol, se pasó la mano por la frente. Sudaba. Le temía a su padre y le parecía estar oyendo a su madre, doña Cecilia, cuando se enterara de lo ocurrido: "Pero ¿es cierto, hijo, que te dedicas a comprar trenes? ¿Por qué, en vez de esas tonterías, no te buscas por ahí una buena chica, sabiendo la alegría que con ello le darías a tu madre?".

¡Cuánto costaba tomar una decisión! Porque en el fondo, lo que más lo emborrachaba no eran ni el alcohol, ni las mujeres, ni el afán de ganar dinero; lo que le emborrachaba de veras era la sensación de poder. La seguridad de que alguien supiera que él, el capitán Sánchez Bravo, formaba parte de la Constructora Gerundense, S. A., bastaba para concederle a ésta todas las facilidades. ¡Incluso algunos árbitros de fútbol se impresionaban al saber que él era el presidente del Club!

Decidió tomarse la cosa con calma. Se sentó, sin abandonar la Sala de Armas, y encendió un pitillo. Debía reflexionar.

Pasó por allí Nebulosa, el asistente. Lo llamó y le pidió que le limpiara las polainas, mera excusa para hablar con alguien.

El asistente obedeció y pronto se arrodilló a los pies de su capitán. Entonces éste le preguntó:

– Dime, Nebulosa. ¿Por qué no te licencias? ¿O es que piensas quedarte en el Ejército?

El asistente hizo con la cabeza un expresivo movimiento.

– ¿Qué voy a hacer, mi capitán? Me temo que no sirva ya para otra cosa…

– Ya… ¿Y tu pueblo? ¿No lo echas de menos?

– Ya no me tira el campo… Me he acostumbrado a esto -marcó una pausa-. Estoy bien aquí, con el general.

El capitán sonrió.

– Puedes llegar a sargento. O a brigada…

– ¡Ojalá!

El capitán Sánchez Bravo se repantigó en el asiento. Le gustaba pensar mientras le limpiaban las polainas.

– ¡Ay, Nebulosa! Lo que yo daría por estar en tu lugar, para tener tan sensatas aspiraciones…

– ¡Qué cosas dice usted, mi capitán!

En casa de los Alvear se planteó, con motivo de la escasez alimenticia, un problema de conciencia. Pilar, en su condición de empleada de la Delegación de Abastecimientos, disfrutaba de un reparto especial, que colmaba con creces las necesidades de la familia. ¿Era lícito aceptar aquello?

Estaba visto que nadie era perfecto…Los Alvear aceptaron el trato de favor, sin discutir siquiera el asunto. A lo más que llegaron fue a ceder una parte a la familia de Burgos, que lo pasaba muy mal. Ignacio se sintió algo decepcionado al respecto, especialmente pensando en su madre, Carmen Elgazu. "Muchas novenas a Santa Teresita, pero doble ración que los demás".

Tal vez fuera perdonable… Tal vez Carmen Elgazu obrara cuerdamente. Carmen Elgazu deseaba por encima de todo que no les faltara nada ni a Matías, menos fuerte que antes, ni a los chicos, ni al pequeño Eloy, que con eso de jugar al fútbol y crecer desmesuradamente, no conseguía verse saciado.

Carmen Elgazu, por otra parte, se dio cuenta de que se avecinaban días todavía más difíciles y se dedicó a sobornar maliciosamente a los dueños de los comercios vecinos, obsequiándolos, gracias a don Emilio Santos, con cigarros habanos procedentes de las secretas reservas de la Tabacalera.

Pero no paraba ahí la cosa. Inesperadamente se produjo un acontecimiento que hubiera podido resolver con mayor holgura aún el problema alimenticio de la familia. El mismo día en que el general Sánchez Bravo arrestó a su hijo, 'La Voz de Alerta' por mediación de Mateo, le propuso a Matías ser concejal del Ayuntamiento.

Matías se quedó estupefacto… y rechazó. "¿Yo concejal? Pero ¡qué entiendo yo de política! El alcalde está loco".

Pilar se irritó.

– ¿Lo ves, papá? Así no hay manera…Nos quejamos de que la gente no es honrada. Y te ofrecen un puesto a ti, que sabrías serlo, y rechazas. ¿No crees que tu obligación sería colaborar?

Matías negó con la cabeza, mientras se acercaba a la radio y la ponía en marcha, para escuchar como todas las noches la BBC de Londres.

– No insistas, hija. No me veo yo en las procesiones con chaqué y subiendo luego a Palacio a besarle el anillo a Su Ilustrísima…

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