CAPÍTULO III

Tenía razón el profesor Civil cuando antaño les decía a Mateo y a Ignacio que los acontecimientos ponían en circulación nuevas palabras y robustecían otras ya comunes pero que llevaban una vida lánguida. Gerona, en aquellos meses de abril y mayo, tuvo de ello pruebas manifiestas. Del mismo modo que conocidos personajes cayeron en el olvido, siendo sustituidos por otros recién llegados o hasta entonces anónimos, determinadas expresiones y vocablos que jamás habían formado parte del acervo corriente, se hicieron populares. Entre ellos destacaban: Auditoría de Guerra, Depuración, Aval, Afectos al Régimen, Salvoconducto, Primer Año Triunfal, Revolución Nacional-Sindicalista, Gibraltar, etcétera. Un desfile, en fin, de fórmulas representativas, que iban a configurar lenta e implacablemente la nueva experiencia vital.

Debido al desenlace de la contienda, algunas de estas palabras colocaron a los Alvear, que militaban entre los vencedores en condiciones de superioridad. Matías Alvear podía hablar sin temor de depuraciones y de nacional-sindicalismo; en cambio, el coronel Muñoz, allá en Alicante, disfrazado de marinero, o los dos hermanos de Agustín, aquel miliciano que intentó proteger a César, y que llevaban ya tres meses en un sótano sin ver la luz del sol, cuando se referían a Auditoría de Guerra y a sus juicios sumarísimos temblaban de pies a cabeza.

Los Alvear pasaron a ser, pues, seres privilegiados. El sacrificio de César, el imponente uniforme de esquiador que Ignacio exhibió en su breve estancia en la ciudad y, sobre todo, la íntima relación que sostenían con Mateo y con Marta, personajes relevantes de la nueva situación, convirtieron a la familia de la Rambla en la gran esperanza de buen número de personas instaladas en el bando de los vencidos. Personas sometidas a persecución, o simplemente expedientadas; personas que necesitaban un "aval" que las declarara "afectas al Régimen"; o que se encontraban, por azar o por castigo, en algún lejano campo de concentración; que habían sido "depuradas" y no podían volver al trabajo, etcétera. ¡Ah, los ciclos inevitables! Quienes, al estallar la guerra, buscaron ayuda entre los miembros de algún Comité, entre jaleras, republicanos o comunistas, ahora debían ayudar a su vez a familiares o amigos que los visitaban diciendo: "Echadnos una mano, por favor…"

Matías Alvear y Carmen Elgazu, ¡cómo no!, actuaron conforme a sus principios, a su concepto de la caridad. No podían olvidar, por supuesto, lo bien que con ellos se portó Dimas, de Salt; y que su sobrino José pasó a Ignacio a la España "nacional"; y que Julio García estuvo siempre a su lado y salvó a don Emilio Santos; y que incluso 'rojos' desconocidos los favorecieron en alguna ocasión. A tenor de estos hechos abrieron la puerta, lo mismo en Telégrafos que en casa. Y así consiguieron, en ausencia de Ignacio, que la Torre de Babel -que fue el jefe de Pilar en Abastos- y Padrosa fueran readmitidos en el Banco Arús; avalaron a una serie de vecinos; avalaron a Ramón, el ex camarero del Café Neutral, el que cayó prisionero en Mallorca cuando la operación del capitán Bayo y que desde allí les escribió pidiéndoles protección; avalaron al patrón del Cocodrilo y, jugando la carta grande, por tratarse de alguien "muy comprometido", garantizaron al cajero del Banco Arús, llamado Alfonso Reyes, porque les constaba lo bien que el hombre se había portado con Ignacio. Y, por supuesto, Carmen Elgazu logró también que su hermano Jaime, el gudari, detenido en el Norte, se reuniera por fin en Bilbao con sus hermanas Josefa y Mirentxu y con la abuela Mati. En total, y en el plazo de un mes y medio, Pilar contó un número aproximado de cuarenta 'rojos' que pudieron respirar libremente y salir a la calle gracias a los Alvear. Pilar, tal vez influida por Mateo, dijo de pronto:

– Creo que nos estamos excediendo. ¡Es gentuza y no veo por qué hemos de preocuparnos tanto por ellos!

Matías Alvear, que pensaba de continuo en la situación en que se encontraba su familia de Burgos, era el que con menos esfuerzo estaba siempre dispuesto a socorrer y no le cabía en la cabeza que tanta gente desaprobara su actitud, que personas como las hermanas Campistol, que mascullaban jaculatorias todo el día, o como Marta, o como la viuda de don Pedro Oriol, se mostraran tan inflexibles. "¿Vamos a prolongar esto durante siglos?", porfiaba. Todo inútil. Era raro que obtuviera asentimiento. Lo corriente era que la gente se dedicara a denunciar, acción moralmente arriesgada, dado que la mayor parte de los verdaderos responsables se habían marchado a Francia. Uno de los que mayormente censuraban la buena fe de Matías era precisamente don Emilio Santos, su entrañable amigo, quien hacía gala de una agresividad insospechada en un hombre sereno como él. Don Emilio Santos repetía una y otra vez el mismo sonsonete: "¡Yo no puedo olvidar que me pasé doce meses en una celda, con los pies en el agua!". Luego añadía: "¿Y qué seguridad tienen ustedes de que entre esos individuos no los haya que se frotaban las manos mientras nuestros hijos caían asesinados?".

Matías Alvear oía estos argumentos, pero se mantenía firme, en su actitud, lo cual no significaba que el éxito coronara siempre sus gestiones. Por ejemplo, no pudo evitar que su compañero, el poeta Jaime, fuera expulsado fulminantemente de Telégrafos, acusado de separatista, ni que algunos alumnos de David y Olga ingresaran en la cárcel. Por otra parte, Mateo no cesaba de advertirles:

– Son ustedes muy dueños de proteger a quienes se les antoje. Pero tengan en cuenta que el Gobernador Civil, que en este caso representa a la ley, está dispuesto a imponer severas sanciones a los que él llama "avalantes incautos" o "encubridores de buena fe". Imagino que habrán visto ustedes las primeras listas publicadas en Amanecer.

Era evidente que la advertencia de Mateo no presuponía ninguna amenaza. Sin embargo, Matías, escuchando a su "futuro yerno", experimentaba, muy a pesar suyo, una incómoda desazón. Pese a que Mateo no era, ni con mucho, el más fanático de los "vencedores". Los más fanáticos eran sin duda, con una violencia y tenacidad que causaban espanto, 'La Voz de Alerta' y Jorge de Batlle. Puede decirse que ambos se constituyeron en los dos fiscales de la ciudad, lo cual era tanto más grave cuanto que una denuncia firmada por ellos bastaba con frecuencia, en Auditoría de Guerra, para que, sin más comprobación, el acusado fuera condenado a muerte.

Los esposos Alvear contaban con un aliado en su manera de ver las cosas: mosén Alberto.

– En toda España ocurre lo mismo -les decía el sacerdote, que subía a visitarlos con frecuencia, escrupulosamente afeitado como antes, pero tocado ahora de una grata mansedumbre-. En Lérida viví esto de cerca y se lo dije sin ambages al hermano de Marta, a José Luis Martínez de Soria, quien en su calidad de teniente jurídico podría actuar de forma muy distinta a como lo hace. Sí, es lamentable que se haya desatado esta terrible avidez de venganza. Al fin y al cabo, la guerra ha terminado ya. Los muertos, muertos están. Incluso por elegancia podríamos dedicarnos a perdonar…

Carmen Elgazu escuchaba con emoción a mosén Alberto. ¡Cuántas cosas le recordaba su presencia! Carmen Elgazu, ya antes de la guerra, cuando el sacerdote tenía aquellas discusiones tempestuosas con Ignacio, lo consideraba un hombre colmado de buenas intenciones, que luchaba consigo mismo en pos de la santidad. Ahora tenía la impresión de que había salido triunfante de esa lucha, hasta el punto que se preguntaba muy en serio si no le pediría que accediera a ser su director espiritual. Y, por encima de todo, era un buen amigo, el mejor consejero de la familia. Y sus comentarios sobre la represión eran testimonio vivo de que había dejado atrás aquel punto de vanidad que en otras épocas lo caracterizó.

Por todo ello Carmen Elgazu se consideraba obligada a extremar sus atenciones con el sacerdote. Al término de sus diálogos sobre los acontecimientos, siempre procuraba decirle algo agradable.

– Mosén Alberto, ¿quién cuida de usted ahora? ¿No podríamos, Pilar y yo, ayudarle en algo?

– ¡Oh, no hace falta, muchas gracias! Estoy muy bien. He encontrado una mujer muy buena y servicial. Se llama Dolores. Me lava la ropa, cocina… y prepara el café como nadie.

– ¿El café? ¡Pero si antes no probaba usted más que chocolate!

– Ya lo sé -mosén Alberto sonrió-. Pero ya saben lo que ocurre: la guerra es la madre de todos los vicios…

Matías intervenía:

– ¿Y el Museo Diocesano?

– ¡Bueno! También en eso he tenido suerte. He recuperado ya varias piezas importantes… Confío en que dentro de poco estará presentable.

Matías ironizaba:

– Cuidado con apropiarse de lo ajeno, ¿eh?

– ¡Ni pensarlo! -contestaba mosén Alberto-. El señor obispo me enviaría a misiones. Y la verdad es que me encuentro aquí muy a gusto.

Matías Alvear y Carmen Elgazu hicieron suya la frase de mosén Alberto: "al fin y al cabo, la guerra ha terminado ya". Decidieron reanudar la vida familiar y personal, al margen de lo que ocurriera al otro lado de las paredes de su hogar y de Telégrafos. Matías, en la oficina, continuaba vistiendo su bata gris y liando con voluptuosidad sus pitillos de tabaco negro, cada día de peor calidad. Echaba de menos a Jaime y sus versos en catalán; echaba también de menos las visitas que en otros tiempos le hiciera Julio García, con su sombrero ladeado y su boquilla irónica. El ambiente había cambiado. El nuevo jefe de Telégrafos usaba como pisapapeles un cascote de metralla y el texto de muchos telegramas rezumaba ansiedad. "Sin noticias de Víctor. Escribid urgente". "Ayer enterramos al abuelo. Sigue carta".

El sustituto de Jaime, un funcionario de Vigo, llamado Marcos, "depurado" y trasladado a Gerona, le decía: "No se apure usted, Matías. Antes de un año los telegramas hablarán de la cigüeña. Siempre ocurre lo mismo después de las guerras". Matías se llevaba muy bien con Marcos, hombre un tanto ingenuo y muy aprensivo, que siempre andaba cargado de medicamentos y que se tomaba tres o cuatro aspirinas al día.

Matías, por su cuenta y riesgo, se fijó unos objetivos concretos y fue a por ellos, sin rodeos. El primero de esos objetivos era muy simple: conseguir que Ignacio regresara a Gerona, que cumpliera en Gerona los meses que le faltaban para ser licenciado. Habló de ello con Mateo. "Anda, Mateo, dile a tu simpático jefe, el Gobernador, que reclame a mi hijo, que me lo traiga aquí. Nada se le ha perdido a Ignacio en los Pirineos… Que venga y que reanude sus estudios de abogado…" El segundo objetivo de Matías fue comprar un nicho en propiedad para trasladar a él los restos de César. "No soporto la idea de que el nicho de César diga: Familia Casellas. Tenemos que comprar uno y trasladarlo". Matías confiaba en que los atrasos que Ignacio cobraría en el Banco Arús, les alcanzaría para ello. El tercer objetivo fue procurar resolver la situación del pequeño Eloy, del chico refugiado vasco que habían adoptado. El muchacho tenía ya diez años. Sus padres habían desaparecido en la ciudad de Guernica, y Matías lo llamaba "el renacuajo". ¿Qué hacer con él? Era cuestión de escribir al Norte para saber si le quedaban allí parientes. Ahora bien, ¿deseaba verdaderamente Matías que tales parientes apareciesen? Eloy era un encanto y les hacía compañía. Sobre todo, Pilar se pirraba por él… "Bueno, veremos en qué para eso. De momento, que se quede aquí". El cuarto objetivo de Matías fue reanudar cuanto antes la tertulia en su café de siempre, el ahora llamado Café Nacional. Desde el balcón veía entrar en él a diario a su compañero Marcos y a algunos desconocidos, de los que se decía que eran también funcionarios "depurados" de otras provincias. "Es cuestión de volver a alternar un poco y de jugar de nuevo al dominó". A una de sus clásicas actividades renunció, por el momento, Matías: a pescar. En primer lugar, el Oñar bajaba casi seco -excepto el agua de los vertederos de las fábricas, que tanto desagradaba a María del Mar-, de suerte que era inútil lanzar la caña desde el balcón del comedor; y en cuanto al Ter, que llevaba mayor caudal, corrió la voz de que andar por sus orillas era peligroso, pues estaban plagadas de bombas de mano que al menor tropiezo podían estallar.

Ésos eran los propósitos de Matías, que no había nacido ni para la guerra ni para lo que viniera después. "En realidad -le confesó a Carmen Elgazu- lo que a mí más me interesa es que salga el sol, que los viejos se paseen por la vía del tren y que los niños tarden lo más posible en descubrir que los Reyes Magos son los papas".

– ¿Y yo no intereso? -le preguntó Carmen Elgazu, componiéndose el moño.

Matías, al oír a su mujer, se puso sentimental y le dijo:

– Me interesas tanto que, cuando digo yo, en realidad me refiero a los dos.

¡Carmen Elgazu! Cualquier cumplido de Matías la hacía feliz. De ahí que, en aquel momento de reagrupación familiar, quisiera también concretar dentro de sí sus objetivos. El primero de ellos ya lo había conseguido: ir a misa y comulgar todos los días… ¡Ah, y ello se lo debía a la "liberación", a las tropas que entraron en la ciudad! Consecuente con este principio fue, desde luego, una de las mujeres que más fervorosamente colaboraron en limpiar los templos que el doctor Gregorio Lascasas había recorrido. Por cierto que en las horas que en ellos pasó, con la escoba en la mano, reaccionó de forma muy distinta a como lo hiciera el señor obispo. Sí, en las iglesias desguarnecidas, sin adornos, sin altares, con sólo un tosco Crucifijo barato y un sagrario improvisado con la lamparilla encendida al lado, Carmen Elgazu encontró un no sé qué auténtico, muy hondo, que le hizo imaginar que más o menos debieron de ser así las catacumbas de los primeros cristianos. ¡En cierto sentido las prefirió a las iglesias de antes de la guerra, con aquellos altares tan repletos, con tanta purpurina y tanto boato! Se preguntó si debía confesarse de ello, pero Pilar la tranquilizó. "No, mamá. Es muy natural. Eso inspira devoción. ¿No te acuerdas de aquella misa clandestina que oímos en la habitación de mosén Francisco, en casa de las hermanas Campistol? Yo me emocioné mucho más que en los oficios solemnes de la Catedral".

Tales palabras fueron el evangelio para Carmen Elgazu. Sin embargo, deseó que los actos religiosos volvieran a tener el esplendor de antaño y se propuso aportar su grano de arena para que así fuese. Colaboraría, colaboraría mucho más activamente que en época de la República, durante la cual adoptó, como tantos otros fieles, una actitud demasiado pasiva que bien cara les costó. Por de pronto, aceptó formar parte del Patronato de Damas encargado de organizar las procesiones, el Mes de María, los turnos de Hora Santa, el Ropero de la parroquia, la ayuda a los sacerdotes ancianos… Y si alguna noche el Patronato de Damas celebraba una reunión y ella regresaba tarde a casa, que Matías se aguantase, él que tantas veces había votado por las izquierdas.

Otro de los objetivos de Carmen Elgazu fue darle cuanto antes carácter oficial a lo de Mateo y Pilar. Los veía enamorados, y Mateo, desde que llegó, le gustaba más que antes. Antes la desconcertaba, le parecía un cerebro exaltado, que hablaba forjándose extrañas ilusiones; pero los acontecimientos habían demostrado que era él quien estaba en lo cierto. ¿Qué más podía desearse para Pilar? Mateo llegaría a ser un gran hombre, era ya un gran hombre. ¡Tan joven, y con tantos cargos! No había día en que no apareciese alguna fotografía suya en Amanecer, fotografías que Pilar recortaba e iba guardando en un álbum. No obstante, Carmen Elgazu comprendía que debía obrar con tacto. Aparte de que Pilar se lo recordaba constantemente. "Tú a callarte, mamá. Mateo tiene ahora muchas cosas en que pensar. Lo único que puedo decirte es que cada día estamos más compenetrados. Por favor, hazme caso. No te entrometas en este asunto… y empieza a bordar nuestras iniciales en un par de sábanas de color de rosa".

Los demás propósitos de Carmen Elgazu se circunscribían, por completo, a semejanza de los de Matías, a la vida íntima, hogareña. Más que nunca defendería con las uñas aquel techo Que Dios les había dado en un lugar céntrico de la Rambla. Habían perdido a César, era cierto; pero respecto a eso le había llegado, gracias al tiempo transcurrido, la conformidad. Ya sólo faltaba el regreso de Ignacio para que, otra vez, volvieran a estar todos juntos, con el alegre apéndice que el pequeño Eloy significaba. A veces temía que la sensibilidad de Ignacio se hubiera convulsionado con la guerra más que la de Mateo y que el muchacho diera pocas facilidades para la anhelada paz familiar. Pero confiaba en que Dios la ayudaría a encauzarlo, pues su hijo era bueno. En la última carta se le veía contento, si bien la posdata demostraba lo muy sinvergüenza que seguía siendo: "Querida mamá, lo siento pero acabo de requisar, así por las buenas, una radio. Funciona de maravilla. Preparadle un sitio en el comedor". ¡El muy tunante!

Carmen Elgazu había reemprendido en la casa el ritmo normal de trabajo, aunque con la ayuda de una 'maritornes' llamada Claudia, que iba a ayudarla dos veces a la semana. No hacía gimnasia al levantarse, como Mateo, bromeando, le aconsejaba, pero conseguía tener todos los muebles y los enseres relucientes como una custodia. Dichos muebles habían quedado tan anticuados que Matías le decía: "¿Por qué no te das una vuelta por el Servicio de Recuperación? Con la cara de Madre Abadesa que se te ha puesto, te entregarían lo que pidieras". Carmen Elgazu se reía y se dirigía a la cocina, donde por fin había algo que condimentar. El presupuesto no alcanzaba para lujos; pero pensaba, por Navidad, empacharse de turrón. "¡Y beberemos champaña! Con tal que tenga burbujas, la marca es lo de menos".

¡Alegría del hogar sereno y sano! De los cristales habían desaparecido aquellas horribles tiras de papel, entrecruzadas en previsión de los bombardeos. El colchón que habían entregado "para los milicianos del frente", cuando la orden de Cosme Vila, había sido repuesto. El perchero se erguía nuevamente en su lugar, en el vestíbulo. Y la imagen del Sagrado Corazón presidiendo otra vez, ¡ya era hora!, el comedor junto a un reloj de pared -tictac, tictac- que Matías había comprado de lance, en el mercado de los sábados.

Había algo que la preocupaba un poco: la salud de Matías y la suya propia. La guerra les había pegado un fuerte latigazo, pese a ser los dos de constitución fuerte. Los periódicos hablaban de eso, de las taras que se manifestaban con retraso… Aunque tal vez todo se debiera a la edad. Matías iba a cumplir los cincuenta y cinco, Carmen Elgazu los cuarenta y siete. Los años empezaban a pesar. Nada grave, desde luego, pero no eran los mismos de antes, Matías subía la escalera más despacio y se quejaba de reuma, sobre todo por las noches. En cuanto a ella, aparte una evidente disminución de la vista -se preguntaba si, para coser, tendría que llevar gafas-, experimentaba alguna pasajera sensación de vértigo, lo que nunca le había ocurrido, acompañada siempre de una extraña presión en la zona abdominal.

– Matías, ¿y si hiciéramos una promesa? Para tu reuma quiero decir…

– ¿A quién? ¿Qué santo es el encargado de curar eso?

– ¡No lo sé! Se lo preguntaremos a mosén Alberto. Quizá San Cosme, o San Damián.

– Vamos, mujer. Andarán muy ocupados…

– ¡No seas incrédulo!

– Mira, esperaremos a que pase el verano. Si con el verano no hay mejoría, entonces.

– ¿Y qué promesa haremos?

– Ir al médico.

Carmen Elgazu ponía cara de enfado.

– ¡Eres un fresco! Merecerías un castigo.

Matías sonreía y sus ojuelos echaban chispas.

– ¿Un castigo yo? Si todo el mundo me considera un santón…

Eran dulces escarceos, en espera de la primavera cuya inminente llegada el Gobernador le había prometido a María del Mar. Matías, el primer día que conectó, en el Café Nacional, con aquellos funcionarios "depurados" que Marcos le presentó y que en un santiamén se convirtieron en sus amigos, exclamó al regresar alegre a casa:

– ¡Ya he resuelto lo de la promesa! Te llevaré a Mallorca…

La antigua esperanza, el antiguo objetivo no satisfecho aún.

Carmen Elgazu no pudo contener una carcajada. Se acercó a Matías y reclinó la cabeza en su hombro.

– Tonto, más que tonto… ¿No sabes que el barco me marea?

– ¿Cómo? No sabía que a los vascos los mareara el mar…

Hogar sereno y sano… Pocos había en Gerona que se le pudiesen comparar. En muchos de ellos la guerra había provocado tensiones, distanciamientos, amargura. Los nervios a flor de piel. El propio Marcos discutía siempre con su mujer, según confesaba. Su mujer se llamaba Adela, era muy guapa y al parecer su objetivo era presumir e introducirse en la buena sociedad. Matías le preguntó a su compañero: "¿Y qué entiende su mujer por buena sociedad?". Mateo contestó, compungido: "La gente que tiene dinero…" "¡Ah, vamos!". También en el vecindario se oían discusiones a granel. Y en las tiendas. Se había desencadenado en todas partes tal afán de vivir, de recuperar lo perdido, que el denominador común era una suerte de frenesí, que se había contagiado incluso a los perros y a los gatos, muchos de los cuales corrían por las calles como si los de la FAI, ¡o los moros!, los persiguiesen. A uno de estos perros, propiedad de un panadero, le había dado por ladrar cuando veía un uniforme o una sotana. "¡El pobre está listo! -exclamaba Matías-. ¡Acabarán pidiéndole treinta años y un día!".

El tercer personaje de la familia, personaje que tenía también, ¡hasta qué punto!, sus proyectos, era Pilar. A Pilar no le pesaban los años -dieciocho-, sino que, por el contrario, le hacían circular vigorosamente la sangre por las venas.

El primer proyecto de la muchacha era, por supuesto, colaborar en la tarea de levantar la Falange y España. Gracias al ejemplo de Mateo y al clima de euforia que reinaba por doquier, la palabra Patria le había tatuado con fuerza el corazón. ¡Oh, sí, resultaba tan triste vivir sin ella! Pilar, desde el día 4 de febrero, en que habían entrado las tropas en la ciudad, había tomado conciencia de hasta qué extremos la República, con los Azaña, los David y Olga, los Julio García y los Gorki, la habían estado engañando. Por confusos resentimientos, le habían escamoteado la grandeza de España, todo lo que ésta le había dado al mundo y que, colocado hacia lo alto, tocaría las estrellas.

Ahora, en virtud del esfuerzo homogéneo y del entusiasmo, sus defectos, que también los había, irían desapareciendo. Se regarían los campos, brotarían aldeas en los yermos, se acabaría con el analfabetismo e incluso con el vicio de hablar a gritos, como si el diálogo fuera una disputa. Y tal vez se recuperara Gibraltar.

Para canalizar este espíritu patriótico que se había despertado en Pilar, la institución ideal era, por supuesto, la Sección Femenina, adonde la muchacha iba todos los días dispuesta a servir y al mismo tiempo a aprender. Bien claro se lo habían dicho María Victoria, la novia de José Luis -ahora en Madrid, en la Delegación Nacional-, y Marta: la Sección Femenina proporcionaría a sus afiliadas una formación humana completa. Cabe decir que en Gerona ello comenzaba a ser una realidad. Pilar, de momento, asistía a clases de cocina y de labor. Más tarde se organizarían las lecciones de danza, de puericultura, y se practicarían toda clase de deportes. Faltaban, naturalmente, instructoras, pero Marta aseguraba que éstas llegarían pronto. Por añadidura, Pilar aprendía a servir en los comedores de Auxilio Social, regentados -¡qué bien eligió el Gobernador!- por el profesor Civil. En dichos comedores Pilar entró en contacto con el mundo de los ancianos, de las mujeres sin dueño y de los niños. A los ancianos los atendía con devoción especial, pues algunos de ellos eran puros esqueletos, de los que se hubiera dicho que de un momento a otro iban a licuarse o a subirse bonitamente al cielo. En cuanto a las mujeres de moño sucio y abúlico, muchas de ellas no catalanas, muchas de ellas embarazadas, las servía con cierta repugnancia, que procuraba vencer. Y en cuanto a los niños, no componían ningún paisaje ideal, como hubiera podido suponerse. El azote del hambre les había marcado el rostro, desviándoles los ojos, y amoratándoles la tez. Daban mucha pena, y por uno que se recuperara briosa" mente eran muchos los que daban la impresión de que su vida se truncó para siempre. Niños a los que la guerra pilló en pleno desarrollo y que llevaban el estigma de la miseria y de la soledad.

Con todo, el principal proyecto de Pilar sincronizaba con uno de los formulados por Carmen Elgazu y tenía un nombre concreto: Mateo. Cuando se encontraba con él, en Falange, en la calle, donde fuera, alegres campanas repiqueteaban en el pecho de la muchacha. Pilar estaba asombrada, pues temió que Mateo, en el transcurso de la guerra, la habría olvidado o habría entregado su amor a otra mujer. Asunción le había repetido con machaconería: "¡Que te crees tú que va a acordarse de ti!". Y mira por dónde se produjo el milagro. Nada de cuanto Mateo vivió en aquellos años de ausencia modificó sus sentimientos. Todo lo contrario. El chico había llegado a Gerona queriéndola mucho más. ¡Cómo la miraba! ¡Y cómo la besaba! Con ardor "convincente", ésa era la palabra. Y en cualquier sitio: al subir a su casa, en un pasillo, en la Dehesa, si por casualidad podían ir de paseo un momento.

Por más que tales besos de Mateo colocaban a la muchacha ante un serio dilema. Mateo venía de la guerra, había bebido en cantimploras de legionario, estaba fuerte y se lo llevaba todo por delante. Era natural que quisiera besar a su novia y lo era asimismo que Pilar consintiera, intuyendo que de otro modo perdería al ser que amaba. Pero luego a la muchacha la hurgaban los escrúpulos, los remordimientos, y, una y otra vez, ¡y sin propósito de enmienda!, corría a confesarse. Era un juego agotador que probablemente no terminaría hasta el día en que se vistiera el traje de novia y se acercara al altar.

En resumen, Pilar era una muchacha hermosa, muy mujer. Debido a su juventud y a su talle, la camisa azul le sentaba mucho mejor que a las camaradas de busto opulento. A menudo se colocaba la boina roja para atrás, con cierto desparpajo, casi con cinismo, lo que hacía las delicias de Matías. Por el contrario, Carmen Elgazu la reprendía: "La impresión que das es que quieres provocar". A lo que Pilar respondía: "Caliente, caliente, mamá. ¡Y te diré más!: creo que lo consigo…"

La mejor amiga de Pilar seguía siendo, sin discusión, Marta. Podía decirse que no tenían secretos entre sí. Eran uña y carne y se comunicaban, casi con morbosidad, los más recónditos pensamientos. Tan pronto se reunían en casa de Marta, procurando que el hermano de ésta, José Luis, no estuviese allí, pues las intimidaba un poco, como se citaban en el cuarto de Pilar, en el cual, cómodamente sentadas en la cama, hablaban de lo divino y lo humano hasta que una de las dos gritaba de repente: "Pero ¿te das cuenta? ¡Son más de las diez!".

Una sombra en la felicidad de estos coloquios: Pilar no estaba segura de que Ignacio sintiera por Marta lo que ésta por Ignacio. Marta, al respecto, vivía en el limbo, confiada y feliz, y guardaba en una carpeta amarilla y nostálgica todas las cartas del muchacho. Pero Pilar conocía a fondo la inestabilidad de su hermano y a veces sentía temor, y Marta le daba un poco de pena. La hubiera deseado un poco más… coqueta. Marta seguía siendo hija de militar y jamás se hubiera echado para atrás la boina roja. Se la incrustaba en la cabeza como si fuera un dogma, tapándose el gracioso flequillo y la frente hasta las cejas. "¿Quieres hacerme un favor, Marta? ¿Quieres ponerte un poco de rímel y pintarte las uñas? ¿O te figuras que si haces eso saldrá perjudicada la idea del Sindicato Vertical?".

Marta comprendía muy bien la intención que se ocultaba tras estas palabras, pues su madre, que por fin se había decidido a salir de Valladolid y a reunirse en Gerona con sus hijos le decía muchas veces aproximadamente lo mismo. Pero la chica, jefe provincial de la Sección Femenina, no sabía qué hacer. En el fondo se quedaba un tanto desmoralizada, por creer que la coquetería no era algo que dependiera de la voluntad.

Pilar hacía también buenas migas con Asunción, cuyo padre había muerto. Asunción continuaba viviendo al lado de su casa y había cambiado mucho. Estaba dispuesta a ejercer el Magisterio, pero se había vuelto tan beata que convertía lo natural en conflicto. Los hombres la asustaban. Fue la mejor colaboradora de Carmen Elgazu en el barrido de la iglesia parroquial. "¿No acabarás haciéndote monja?", le preguntaba Pilar. "¡No, no! -protestaba Asunción-. La verdad es que me gustaría casarme y tener hijos…" "Pues chica, como sigas con esa falda negra hasta los tobillos…" Asunción, para compensar, era muy culta. Pilar se daba cuenta de ello y se sentía apabullada. "Mujer, la de libros que te has tragado. ¡Hay que ver!". Asunción tenía un cuerpo insignificante y se había vuelto muy miope. Estaba tan celosa de Pilar, que su confesor la amenazaba con dilatados años de purgatorio si no acertaba a dominarse.

– En resumidas cuentas -decía Matías, hablando de su hija-, Pilar es una joya. La prefiero a cualquiera de sus amigas. No sé cómo nos las arreglaríamos sin sus arranques, sin sus ganas de vivir.

El último personaje del piso de la Rambla, el que más quería a Pilar, por las muchas horas que ésta se había pasado dándole clase y jugueteando con él, era Eloy, llamado "el renacuajo".

¡Curiosa situación! Tampoco sabía Eloy si deseaba o no que le surgiese algún pariente en el Norte con derechos sobre él. Se sentía feliz en casa de los Alvear. Había encontrado en ella comprensión y cariño y podía deslizarse a gusto sobre el mosaico del pasillo hasta irrumpir como una bala en el comedor. Dormía; como siempre, en la cama de César y a menudo se quedaba contemplando la fotografía de éste que había en la mesilla dé noche, sin comprender que alguien hubiera sido capaz de fusilarlo.

Pilar le había dicho que lo inscribiría para el primer turnó del Campamento de Verano que se organizaría para los "flechas", precisamente en San Feliu de Guíxols, advirtiéndole qué si por casualidad encontraba en la playa del pueblo un bañador de principios de siglo y unas calabazas, que supiera que pertenecían a la familia. "Son de mamá, ¿entiendes, Eloy? Un verano fuimos allí y se le olvidaron".

Eloy, con su cara llena de pecas, se sintió feliz… Campamento; tiendas de lona, camaradería… ¡Tal vez pudieran jugar al fútbol llevando camisetas de verdad y con una pelota de reglamento! Porque la pasión de Eloy no eran ni las Matemáticas, ni la Historia, ni las gestas de la Patria: era el fútbol. Cuando desaparecía de casa ya se sabía dónde encontrarlo: o bien en la Dehesa, dándole al balón con otros rapazuelos de su edad, o bien en el Estadio de Vista Alegre, donde una apisonadora allanaba el terreno de juego, en el que más tarde se sembraría hierba:

– Eloy, ¿quieres bajar al colmado por un quilo de sal?

– ¡Voy volando!

El objetivo del muchacho era resolver el arduo problema de cómo llamar a Matías y a Carmen. No se atrevía a llamarlos "padres". La palabra padre era para él un misterio tan grande como para Asunción la palabra pecado.

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