CAPÍTULO XXXIV

La primavera jugaba al ajedrez con la naturaleza y con los hombres. Parecía ignorar que existían la guerra, los paracaidistas, los sueños del Führer y pilas de cadáveres. Más bien se dedicaba a resucitar. A resucitar las hojas de los árboles, ciertos dolores y muchas apetencias dormidas. La primavera jugaba con el talante, con la edad y con el sexo de quienes la sentían resbalar sobre la piel.

En la cárcel, donde se habían producido muchos indultos con motivo de la Pascua y del aniversario de la Victoria, circuló el rumor de que por Navidad habría una amplia amnistía, que reduciría a la mitad la población penal. Los hermanos Costa tuvieron la certeza de que ellos serían los primeros en beneficiarse. ¡Ah, el día que salieran a la calle! Los picapedreros de sus canteras entonarían una canción… ¡y ellos estrecharían por primera vez las manos del coronel Triguero y del capitán Sánchez Bravo!

Carmen Elgazu mejoró. Mejoró hasta el punto que se atrevió a salir para ir a misa y para realizar algunas compras en las tiendas del barrio, donde fue recibida como una reina. Pero caminaba con dificultad, no podía llevar peso y determinados movimientos le estaban prohibidos. Lo cierto es que se le notaba mucho el zarpazo de la operación. El pelo mucho más blanco y más ojeras. Unos años más. "El espejo no engaña a nadie", le dijo a Pilar. Sabía que la recuperación completa era cosa de meses, de modo que convinieron que Claudia, la mujer de la limpieza que iba a ayudarlas sólo dos veces por semana, fuera todos los días. "Al fin y al cabo -echó cuentas Carmen Elgazu-, es de esperar que Ignacio pronto gane más. Y la verdad es que ahora yo no soy la misma".

A Jorge de Batlle le dio por agravarse de forma alarmante en la depresión que lo atenazaba. Sufrió una crisis mucho más aparatosa que las anteriores. Chelo Rosselló, su novia, viendo que el muchacho llevaba día y medio sin llamarla y sin aparecer por Ex Combatientes, fue a su casa y lo encontró sentado en su sillón, inmóvil y con la mirada perdida… La sirvienta le dijo a Chelo: "El señorito lleva cuarenta y ocho horas así, sin apenas comer". Chelo llamó al doctor Andújar y éste, al ver el rostro mineralizado, sin expresión, de Jorge, dijo: "Hay que actuar rápido". Se llevó el enfermo a su consulta y a la media hora le dio la primera inyección de cardiazol. Jorge sufrió angustias de muerte por espacio de unos minutos, hasta que por fin se quedó profundamente dormido. El doctor Andújar le dijo a Chelo Rosselló que el ataque de inhibición de Jorge era feroz y que debería repetir dicho tratamiento lo menos siete u ocho veces. Jorge, al despertar, no conocía a nadie. Chelo le decía: "Jorge, cariño… Soy yo, Chelo…" Jorge barbotaba palabras ininteligibles. El doctor Andújar estaba atento y su cara revelaba intensa emoción. No obstante, se mostró optimista. "Es una depresión reactiva -le dijo a Chelo-. Si usted me ayuda, su prometido saldrá adelante y tal vez entre luego en un ciclo de euforia".

La primavera provocó reacciones más alegres que ésta del "huérfano resentido", como le llamaba a Jorge el chistoso señor Grote. Más alegres y entrañables. Motivo clave: el amor. Los afectados fueron, por este orden, Pablito; luego, Paz; el último, Ignacio.

Pablito, desde que viera a Gracia Andújar hacer de Virgen Adolescente, en la escena de la Anunciación, sintió tal estremecimiento que, pese a acercarse la época de loa exámenes, empezó a perseguir a la chica por todas partes con la obstinación de la adolescencia. Soñaba con sus ojos y con aquella su sola trenza, que se le enroscaba en el cuello como una deliciosa serpiente. Pablito sabía de sobra que él sólo tenía quince años y Gracia diecisiete. Pero pensaba que podría compensarlo estrenando un traje un poco más serio, peinándose con la raya a un lado y apretándose un poco más el nudo de la corbata.

Trazóse un plan de ataque digno del general. Empezó a enviarle notas, primero anónimas, luego firmadas. Eran madrigales, algunos de ellos con influencias de Rabindranath Tagore. La muchacha se sentía halagada, pero no podía tomarse aquello en serio. Pablito entonces le escribió una larga carta pidiéndole que se la contestara. Gracia Andújar optó por continuar guardando silencio.

Pablito se sintió ridículo. Pero algo muy hondo le decía que un hombre no podía dejar de querer por sentirse ridículo. Gracia Andújar significaba para él la primavera, los libros de texto y el descubrimiento esta vez concreto, de la mujer. ¿Cuándo podría hablarle sin prisa, escuchar su voz, adivinar en su rostro si podía acariciar alguna esperanza?

La ocasión se le presentó con motivo de la fiesta de San Fernando, patrón de los Ingenieros. Celebróse una recepción oficial en los cuarteles, con un buffet bien provisto, y Gracia Andújar y Pablito coincidieron en ella. Pablito, por fin, pudo acercarse a su razón de ser.

– Me gusta mucho que hayas venido -le dijo.

Gracia, que había estrenado un vestido rosa pálido, precioso, le contestó, riendo:

– Ya lo supongo.

– Te ríes de mí, ¿verdad?

– No, no, nada de eso. Pero ¿qué quieres que haga?

– Pues tu papá me invitó a visitar el Manicomio. El pabellón de los hombres… -Pablito añadió-: Cualquier día de éstos iré.

– Eso está bien. Hay que ver esas cosas.

Pablito no acertaba a coordinar. Él, que en el Instituto, cuando se le apetecía, hacía gala de una asombrosa facilidad de palabra; que tenía un cerebro tan poderoso que a veces le dolía; que estaba muy fuerte en griego, en latín y en todas las disciplinas de un quinto curso bien llevado, se sentía junto a Gracia y a su trenza única, un palurdo.

– ¿Te molesta que te escriba?

– Pues la verdad, sí, un poco. No tiene sentido.

– ¿No tiene sentido?

– No, Pablito. Deberías comprenderlo.

– Llámame Pablo.

– No me sale. ¡Eres un chaval!

– ¿Quieres un emparedado de jamón?

– No te molestes. Me lo tomaré yo misma.

Gracia Andújar se apartó… y se fue para otro lado. Donde, casualmente, se hallaba Alfonso Estrada.

Pablito sintió que se le hundía el mundo. Un desánimo ignorado hasta entonces se apoderó de él. Abandonó la fiesta y, en un estado casi sonámbulo, tomó el camino de la Dehesa, los brazos caídos a ambos lados del cuerpo.

Otro amor: Paz Alvear. La primavera le dio a la chica un aldabonazo en el corazón. Pachín, el delantero centro del Gerona Club de Fútbol, muchacho atlético, rubio, al que en los cafés los camareros le decían sistemáticamente: "Ya está pagado", acabó sorbiéndole los sesos a la sobrina de Matías.

Hasta entonces habían salido juntos muchas veces, pero la innata seriedad de Paz paralizaba un poco los deseos de Pachín. Pero he ahí que, de repente, todo estalló. Ello ocurrió una tarde en que el futbolista, que acababa de ducharse al término de un agotador entrenamiento en el Estadio, esperó a la muchacha a la salida de la Perfumería Diana. En contra de su costumbre, aquel día los dos se fueron andando, a darse una vuelta por la parte de atrás de la Catedral, donde habían sido restauradas las estaciones del Calvario, y cuyo paisaje continuaba recordando, por los olivos y la topografía, el huerto de Getsemaní. Acodados en la barandilla del mirador, desde allí contemplaron el meandro del río Ter, que dibujaba una elegante curva en su camino hacia el mar; el campanario de San Pedro de Galligans y, a la derecha, el ubérrimo valle de San Daniel.

Todo aquello fue penetrándolos como a veces el rencor o una enfermedad desconocida. Hasta que fue haciéndose de noche morosamente, puesto que los días iban alargándose, y se sorprendieron a sí mismos rodeados de soledad.

Entonces, sin saber qué les ocurría, se besaron con una fuerza casi desesperada y al mismo tiempo con una gran dulzura. Permanecieron unidos por espacio de un buen rato, hasta que Pachín murmuró al oído de la muchacha:

– Vámonos un poco más arriba.

Apartándose a la derecha buscaron un espacio libre, con hierba. Lo encontraron a los pies de las murallas, entre bloques de piedra que el tiempo había ido desmoronando.

Paz había perdido por completo el dominio de sí, en tanto que una fuerza violenta se había apoderado del atleta Pachín. En un santiamén, como quien descubre un tesoro o que Papá Noel no proviene del otro mundo, la hija de la vulgar Conchi, la prima de Ignacio, conoció por vez primera, de modo total y pleno, el placer y el daño del amor.

No hubo sollozos, ni gritos, ni medió apenas una palabra. A no ser por las murallas, siempre majestuosas, todo hubiera transcurrido en medio de la mayor sencillez. Lo único, el jadeo de Pachín, que se sintió héroe, aunque esta vez sin la escolta de la multitud que lo jaleaba en los estadios.

Paz no se atrevió luego a pronunciar tampoco una sílaba. En cambio, Pachín, ducho en esas lides, comentó:

– Nunca hubiera creído que fueras virgen…

Paz, sin acertar a explicárselo, al oír aquello no se enfadó. Sintióse aún más feliz.

– Pues ya lo ves. Lo reservaba para ti…

Minutos después se levantaron. El atleta rodeó con su brazo el cuello de la muchacha y, fundidos en un solo ser, iniciaron el regreso hacia la plaza de los Apóstoles y luego se dirigieron al barrio en que vivía la muchacha. Pachín fumaba entretanto y despedía el humo a varios metros de distancia.

Uno y otro notaron que un secreto los unía. Y también que la mutua atracción era fuerte y que aquello se repetiría cuantas veces se le antojase a la primavera.

Llegados a la calle de la Barca, Paz, que paradójicamente iba experimentando un bienestar infantil, contra su costumbre, empezó a reírse de cuanto veía. De una parada de churros, del gitano que pregonaba "El crimen de Cuenca" y de los cristales, empapelados con calcomanías, del bar Cocodrilo, donde su madre trabajaba.

Hasta que, acurrucado en un portal, vieron un gato gris y pequeño, que visiblemente no tenía dueño. Paz se despegó de Pachín y acercándose al gato lo tomó en sus manos con aire maternal. El gatito no protestó. Las manos de Paz le parecieron también un tesoro o Papá Noel.

– Me quedo con él. Es mío -dijo Paz-. ¡Se llamará Gol!

– Gol, Gol… -Pachín se rió de buena gana. Seguía fumando y echó una bocanada de humo a la cara del animalito gris.

– No seas bruto. Te cogerá miedo.

– ¡Qué va! A mí todos los animalitos me quieren…

Esta vez quien se rió fue Paz. Miró con ternura a su hombre y le dijo:

– Es verdad.

El último afectado por un violento amor primaveral fue Ignacio. La experta y astuta Adela acabó sorbiéndole los sesos lo mismo que Pachín a Paz. Lo grave era que Adela se había enamorado perdidamente del muchacho. La juventud de Ignacio, su inteligencia y su manera de hablar, que tanto contrastaban con la monotonía de Marcos, el aburrido marido que coleccionaba sellos y se miraba sin cesar la lengua ante el espejo, significaba para ella el estímulo apetecido. Adela tenía treinta y cinco años y rebosaba de pasión. Ignacio subía a verla invariablemente todos los sábados, aunque el temor de ser descubiertos los llevaba incluso a hablar de buscarse algún lugar más seguro para sus encuentros. Adela llegó a conocer tan certeramente la sensibilidad de Ignacio, que era capaz de ocuparle el pensamiento más allá de toda lógica.

Ello trajo como consecuencia que Ignacio se sintiera más despegado aún de Marta. No obstante, Adela, con mucha malicia, se abstenía de hablar de la muchacha, fingiendo ignorar su existencia. No le convenía herir al respecto la susceptibilidad de Ignacio. Se limitaba a decirle, en momentos de intimidad: "¿Te das cuenta? Tú necesitas una mujer muy cariñosa, muy cariñosa… Que sepa tratarte como yo y susurrarte cosas dulces al oído…"

No se le escapaba a Ignacio la alusión. Y por unos momentos se colocaba a la defensiva y hasta pensaba en Adela con cierto encono. Pero las palabras de la mujer surtían el debido efecto, sobre todo habida cuenta de que Marta, pese a su buena voluntad, era en exceso retraída.

Y el caso es que el muchacho debía tomar, aquella primavera, una determinación. La ya cercana boda de Pilar lo obligaba a ello, además del sufrimiento de Marta, que no cesaba de repetirle: "Me tienes preocupada, Ignacio… No eres el mismo que regresó de Esquiadores. ¿Qué te pasa? Dímelo, por favor. Ni siquiera llevas el reloj de esfera azul que te regalé con tanta ilusión…"

Ignacio se escudaba en su preocupación por los exámenes y en el mucho trabajo que le imponía el bufete de Manolo. Pero Marta lo sentía lejos. Había momentos en que no era así, claro está. De pronto Ignacio se sentía liberado de la atracción de Adela y, pensando en la integridad de Marta, hubiera fijado también la fecha de la boda: el 12 de octubre. Sí, hubieran podido casarse juntos Marta y él, Pilar y Mateo. En alguna ocasión los cuatro habían hecho este proyecto. Pero la reacción duraba poco. Inmediatamente volvía el desapego. Cualquier nimiedad bastaba para ello; por ejemplo, verla cruzar las Ramblas, marcando el paso, al mando de las "pequeñas" de la Sección Femenina.

Ignacio, desconcertado, resolvió decidir el pleito antes de ir a Barcelona, a examinarse en la Universidad. De primera intención pensó en consultar el asunto con el profesor Civil, puesto que éste los conocía a los dos desde hacía años. Pero de repente cambió de idea y prefirió hablarlo con Esther, la cual siempre se preciaba de conocer bien a las mujeres. "Sí, Esther conoce a las mujeres. Y podrá ayudarme".

Su entrevista con la mujer de Manolo tuvo carácter decisivo. A Esther la halagó que Ignacio, "que valía lo que pesaba y más aún", le consultara algo tan serio. Esther, que llevaba para la ocasión un jersey amarillo muy ajustado, pidió a la doncella que les sirviera el té. "¿Te acuerdas, Ignacio, del primer día que subiste a casa? El té no te gustó ni pizca, pero no te atreviste a decirlo".

– Por favor, Esther, contesta a mi pregunta…

La postura de la esposa de Manolo fue, al principio, cautelosa.

– ¿Por qué me consultas una cosa así, Ignacio? Ya eres mayorcito, ¿no? Has hecho la guerra.

– Sí, pero no me he casado nunca…

Esther jugueteó con la varita de bambú propiedad de Manolo. Por fin se decidió a hablar. En verdad que detestaba las situaciones ambiguas.

– Bien, voy a serte sincera. Yo admiro mucho a Marta. La considero una gran mujer. Una mujer, por supuesto, capaz de hacer feliz a un hombre. Ahora bien… -Esther encogió las piernas y sentándose sobre ellas se acurrucó a un lado del sillón-, tus dudas me parecen lógicas. No, no estoy segura de que vuestro matrimonio fuera un acierto.

Ignacio no supo si estar contento o no al oír aquellas palabras. Permaneció a la expectativa.

– Explícate, por favor…

– Marta me parece… -prosiguió Esther- un poco dramática. No sé si me expreso bien. Es cerrada, tiene sus ideas y las trascendentaliza demasiado. ¡Bueno, tú sabes eso mejor que yo! En cambio, tú… Tú eres libre. Y tengo la impresión de que lo serás cada día más. En este caso, el asunto es arriesgado. ¡Claro que Marta podría cambiar! Cuando yo conocí a Manolo era también un fanático, y ha cambiado. Pero Marta… ¿Puede cambiar Marta? Dios me libre de afirmar que no. Cuando una mujer se casa, y vienen Vos hijos, a veces lo somete todo al amor.

Llegada a este punto, Esther se calló. De nuevo pareció disgustarla verse obligada a ahondar en el tema como lo estaba haciendo. Ignacio, que había dejado enfriar el té, la invitó a continuar.

– Continúa, Esther. Te lo ruego…

Esther prolongó su silencio por espacio de unos segundos. Pero por fin movió la cabeza y se encogió de hombros.

– Pues bien -dijo-, creo que he hablado bastante claro. Existe realmente el peligro de que con el tiempo se cree un abismo entre vosotros. Porque es obvio que a ti te tiene sin cuidado la devolución de Gibraltar. En cambio, Marta grita en las manifestaciones como si fuera a comerse de un bocado las Islas Británicas o a míster Churchill.

Ignacio se quedó meditabundo. Al rato dijo:

– Todo eso que has dicho, y que me parece cierto… ¿lo consideras un impedimento decisivo, a rajatabla?

Esther abrió los ojos de par en par, como en un primer plano de película.

– ¡De ningún modo! -el tono de su voz cambió-. Querido Ignacio, aquí hemos omitido la verdadera clave de la cuestión. Porque, la verdadera clave es ésta: ¿quieres a Marta o no la quieres? Porque, si la quieres, todas mis teorías carecen de valor…

Ignacio se mordió el labio inferior. El dilema de siempre.

– Por favor, Esther… ¿Hay algún sistema para saber si un hombre quiere lo bastante a una mujer como para estar seguro de que le perdonará sus defectos?

Esther dejó caer al suelo la varita de bambú.

– Voy a serte franca, Ignacio. A mí siempre me ha parecido que la cosa fallaba por ahí… Que constantemente has de estar "perdonando" a Marta. Eso significa que te esfuerzas por quererla y que no lo consigues del todo. Fíjate en Pilar. ¿Le preocupa a Pilar que Mateo sea un exaltado y tenga vocación política?

Ignacio abrió los brazos.

– ¡Mateo es un hombre! La situación es distinta, ¿no?

Esther movió la cabeza, -Sólo en cierto grado…

Ignacio se inmovilizó. Le pareció que le dolía una muela. Encendió un pitillo. Las palabras de Esther le habían hecho mella: "A mí me parece que la cosa falla por ahí…" ¿Cuánto tiempo llevaba dudando? Desde antes de la guerra. Y la verdad era que no había avanzado un ápice y que últimamente más bien la cosa iba peor. No sólo por culpa de Adela, sino por las cartas que recibía de Ana María, en las que ésta se firmaba Cascabel.

Esther leyó el pensamiento del muchacho y quiso añadir algo:

– Ignacio, por favor… no querría ser yo la responsable de tu decisión. Compréndeme. He accedido a hablarte porque tú me lo has pedido. Pero te repito lo dicho al empezar: el problema es tuyo, de nadie más. Marta te ama de verdad y, por lo tanto, tú no tienes ningún derecho a prolongar esta situación.

Ignacio asintió con la cabeza. Y bruscamente se levantó. Se levantó con la íntima sensación de que acababa de dar un gran paso hacia el final.

A raíz de este diálogo, todo fue encadenándose de una manera implacable. Marta se dio cuenta de lo que ocurría. Y dispuesta a retener a Ignacio como fuere, tomó una decisión insólita: acompañarle a Barcelona a examinarse. Ello significaba para Marta una increíble complicación, pues la Sección Femenina había acordado abrir aquel verano un Albergue Juvenil en Palamós y la muchacha debía dirigirlo, lo que significaba prepararlo todo y luego ausentarse a lo largo de julio, agosto y septiembre…

– Quiero estar a tu lado. ¡No faltaría más!

Ignacio se quedó estupefacto. Pero entonces se dio cuenta de hasta qué punto estaba decidido. De un modo espontáneo la obligó a renunciar a su proyecto.

– Te agradezco mucho, Marta, lo que acabas de decirme. Pero ¿no te parece una exageración? Eres la jefe de la Sección Femenina. ¿Qué excusa vas a dar?

– Eso corre de mi cuenta… -Marta tuvo un arranque amoroso-. ¡Te quiero tanto!

Ignacio se inquietó. Y se demostró a sí mismo que la coraza que llevaba puesta era dura.

– Hazme caso, querida… Me basta con el gesto que has tenido. En realidad, no puedo negarte que esperaba que algún día hicieras por mí algo así… Pero esta vez quédate… y cumple con tu deber.

Marta, más intranquila que nunca, lo miró con fijeza.

– ¿Es que mi presencia te estorbaría?

– ¡Por Dios, no digas eso! -Ignacio apenas si acertó a disimular-. Pero a lo mejor los exámenes se prolongan más de la cuenta… Y por otro lado, necesitaré estar lo más concentrado posible.

Marta se sintió derrotada. Los ojos se le humedecieron. Su expresión era muy distinta de cuando en las manifestaciones pro Gibraltar gritaba como si fuera a comerse de un bocado las Islas Británicas o a míster Churchill.

– Está bien, Ignacio. Pero que conste que mi deseo hubiera sido acompañarte…

Ignacio le estrechó con fuerza la mano. Y al hacerlo tuvo la impresión de que se despedía de la muchacha. Ésta se fue… y a los lejos su silueta con camisa azul se fundió en la oscuridad bajo los soportales de la Rambla.

Ignacio suspiró. Poco después notó que lo ganaba una absoluta frialdad. Recordó las palabras de Esther: "El problema es tuyo, de nadie más". ¡Claro que sí!

El día 14 tomó el tren para Barcelona. Al igual que Pablito, se había trazado un plan. La diferencia estribaba en que el plan de Pablito fracasó mientras que el de Ignacio salió redondo.

Al llegar a Barcelona se dirigió a la casa de Ezequiel, donde se hospedaría mientras duraran los exámenes. Ezequiel, al verlo, exclamó, contento como siempre: "¡Ahí llega el gran hombre!". Y Rosa, la esposa del fotógrafo, primero le preparó un tazón de leche caliente… y luego le asignó la cama que Marta ocupó cuando la muchacha se había ocultado allí, al inicio de la guerra.

Ignacio, desde la misma casa, llamó por teléfono a Ana María. Y ésta acudió al instante a verlo y ya no lo abandonaría hasta el fin de los exámenes… ¡Lo que no le impediría al muchacho concentrarse! Mañana y tarde lo acompañaba a la Universidad y, si era necesario, esperaba horas y horas sentada en un bar cercano. Ana María vivió minuto a minuto la zozobra de aquel fin de carrera. Ignacio se había presentado solo, pues Mateo, por cuestiones de su cargo, había decidido posponer sus exámenes hasta septiembre. Ignacio se había presentado con su certificado de ex combatiente y pronto se dio cuenta de que los ejercicios lo desbordaban. No estaba, ni con mucho, preparado, pese a los esfuerzos del profesor Civil. A no ser por la certeza de que "aquellos exámenes eran todavía patrióticos", se hubiera sentido abochornado. Pero el ambiente a su alrededor era rotundamente optimista. Especialmente un muchacho de Tarragona, que siempre coincidía a su lado en las pruebas, le decía: "¿A qué apurarse? Ganaste unas cuantas medallas, ¿no? ¡Pues firmas Arriba España, como en octubre pasado, y san-seacabó!".

Ignacio siguió el consejo… y acertó.

¡Aprobó! Sí, Ignacio, en uno de los instantes más felices de su existencia, muy poco después del término de los ejercicios, y gracias a que la calificación fue dada con vertiginosa rapidez, pudo leer su nombre y sus dos apellidos, Ignacio Alvear Elgazu, en la lista triunfal que el bedel de la Universidad había colocado en el tablero del vestíbulo.

¡Abogado! ¡Ya era abogado! Ana María lo abrazó… Se le echó al cuello un poco como Goering, el perro del doctor Chaos, levantaba sus patas traseras cuando veía regresar contento a su amo. Ignacio no sabía lo que le ocurría. ¿Qué hubieran dicho David y Olga? ¿Qué hubiera dicho Julio García? ¿Y por qué pensaba en ellos en un momento así? Se encontró casi llorando en la plaza de la Universidad, rodeado de tranvías. Ana María, por el contrario, pegaba saltos, e Ignacio viéndola se repetía para sus adentros: "Efectivamente, es un cascabel".

Se dirigieron a la cercana oficina de Telégrafos e Ignacio envió un telegrama a su padre, calculando, por la hora, que éste lo recibiría personalmente y que al leerlo tiraría sin duda al aire el lápiz que siempre llevaba en la oreja, como si fuera un pitillo. También envió un telegrama a Manolo y Esther, otro al profesor Civil… y otro a Marta. Acto seguido, Ignacio y Ana María se dirigieron a su bar preferido, el del Frontón Chiqui, y allí se sentaron y se miraron largamente a los ojos, ojos que cambiaban de color a cada instante, confirmando la teoría del doctor Andújar, según la cual la felicidad es lo contrario de lo inmóvil.

– ¡Ana María!…

– ¡Ignacio!…

Al fondo del café, dos ancianos fumaban y jugaban en silencio a las damas. La cafetera exprés resoplaba, pero Ignacio y Ana María se habían aislado como si fueran náufragos en un mundo anterior al pecado original.

En aquellos días no habían hablado sino de los exámenes… Ahora éstos quedaban atrás. Ignacio sintió algo hondo, al igual que Ana María. Por sus mentes desfilaban recuerdos de mar y de balones azules… Y sin darse cuenta, se sorprendían con las manos enlazadas.

Ignacio se sentía tan lleno de Ana María que comprendía que debía aclarar de una vez para siempre la situación. ¡No era fácil! Dio muchos rodeos. Habló incluso de la operación sufrida por su madre, Carmen Elgazu, y, por descontado, de Manolo, en cuyo bufete él encarrilaría definitivamente su destino profesional. Por fin, se decidió.

– Ana María -dijo-, hoy es un día muy grande… Hay otra noticia, además del aprobado: estoy completamente decidido a romper con Marta.

Ana María retiró su mano. En San Feliu de Guíxols, el verano anterior, había tenido la íntima seguridad de que aquello sucedería, de que Ignacio un día pronunciaría aquellas palabras. Y el comportamiento del muchacho desde su llegada a Barcelona la había confirmado en esa opinión. Sin embargo, al oírlas en voz alta, sílaba por sílaba, le penetró algo parecido al miedo. ¿Es que podía pasarse así, de una mujer a otra, en una mesa de café?

Ignacio intuyó los escrúpulos de la muchacha y le dio toda clase de explicaciones.

– Comprendo tus reservas, Ana María. No hace falta que digas nada. Pero he agotado todos los recursos. Ni yo podría hacer feliz a Marta ni ella podría hacerme feliz a mí. Si la conocieras te darías cuenta de que tengo razón. Ambos cometeríamos un tremendo error -luego añadió-: Lo que ocurre es que he sido un insensato llevando las cosas tan lejos…

Ana María era feliz por dentro. Se daba cuenta de que Ignacio no mentía, de que esta vez aquello era definitivo. Pero no podía dejar de pensar: "¡Si esto me ocurriera a mí, me volvería loca!".

Por fortuna, Ignacio dio con las frases justas. Él necesitaba una mujer alegre, afectuosa y que no tuviera que luchar para colocarlo a él detrás de José Antonio, o de los Albergues Juveniles, o de los documentales cinematográficos del III Reich. En el matrimonio se jugaba uno la vida entera. Marta encontraría a la larga otro nombre: probablemente, un militar. Cuando la herida se le hubiera cicatrizado. Él, desde que conoció a Esther, comprendió que necesitaba una mujer que se le pareciera. Y Ana María le ofrecía esta posibilidad. Ana María era capaz de jugar al tenis, de enviar crismas y de otras mil cosas por el estilo. Y era femenina por los cuatro costados, hasta el punto de guardarse, como acababa de hacer, los envoltorios de los dos terrones de azúcar que ellos se habían tomado en el café.

Ana María, por fin, agachó la cabeza… sonriendo. Y se declaró vencida -o vencedora-, al margen de los escrúpulos, que por otro lado honraban a su sensibilidad. Entonces tuvo un rapto de alegría. Se acercó a Ignacio y le dio un fortísimo beso en la mejilla, que era como el sello del pacto que acababan de hacer.

– Yo te quiero, Ignacio. Te quise desde el primer día… Pero eso tenía que ser limpio. Ahora creo que lo está. ¡Dios, qué alegría! ¿Te das cuenta de que yo también he aprobado? ¡Pídeme otro café, por favor!

Ignacio y Ana María se aislaron otra vez… y el amor, ya sin niebla, embelleció sus semblantes. Se pasaron una hora regodeándose con el pensamiento del futuro que los aguardaba, mientras allá al fondo, los dos ancianos continuaban fumando y jugando a las damas.

– ¡Ignacio!

– Ana María…

Ana María reclinó la cabeza en el hombro del muchacho.

– Te escribiré todos los días… -susurró.

– Y yo te contestaré.

– ¿Sabes? En julio nos instalamos ya, otra vez, en San Feliu ¿Cuántas veces irás a verme?

– Cada semana. Los domingos.

– A ver si es verdad.

Ignacio simuló repentinamente asustarse.

– ¿Crees que todavía habrá guardias civiles en la playa?

Ana María hizo un mohín.

– Eso… supongo que no habrá cambiado.

– Bueno -aceptó Ignacio, encogiéndose de hombros-. Tendré que contentarme, como siempre, con mirarte sin estorbos debajo del agua.

No quedaba sino un problema que resolver, aparte el de la imprevisible reacción que, al enterarse, tuviera el padre de Ana María, "el cada vez más poderoso don Rosendo Sarró": ¿Cuándo y cómo Ignacio le diría a Marta esto ha terminado? Era preciso herirla lo menos posible. Ignacio dijo: "Regresaré a Gerona y esperaré la oportunidad… Lástima que no pueda contar con Pilar. Pilar quiere tanto a Marta, que se pondrá furiosa".

Ana María dijo:

– Lo dejo en tus manos. Y deseo con toda el alma que Marta consiga reaccionar.

La entrevista terminó, pues Ignacio quería tomar el tren aquella misma tarde. Salieron del bar del Frontón Chiqui y subieron a un taxi, en dirección a casa de Ezequiel, para recoger la maleta. Ana María en el trayecto reclinó al cabeza en el hombro de Ignacio y le pareció que en aquel coche había flores y lacitos blancos, como en los que conducían novias a la iglesia.

Ezequiel felicitó a Ignacio por el aprobado.

– Conque abogado, ¿eh? A ver si les zumbas a los estraperlistas…

Ignacio comentó:

– Ya lo hago.

El mismo taxi los condujo a la estación. Al llegar allí faltaban escasos minutos para que el último tren partiera. Se abrazaron fuertemente, en el andén. Las locomotoras echaban humo espeso y negro; pero este humo acabó desvaneciéndose en la gran nave e Ignacio pensó para sí que del mismo modo se habían desvanecido por fin, ¡ya era hora!, las dudas de su corazón.

Gerona recibió a Ignacio con banda de música. "¡Menudo telegrama! -exclamó Matías-. ¡El mejor que he recibido desde que estoy en la oficina!".

Destapóse champaña en casa de los Alvear. Champaña que, inesperadamente, mareó a Eloy, así como el de Navidad había mareado a tía Conchi. "¡Hupi…!", gritaba el chico, dando vueltas por el comedor y besuqueando a todos.

Marta participó en la ceremonia… más que nadie, pues se presentó en el piso de la Rambla con un obsequio que significó para Ignacio un mazazo en la cabeza: una placa dorada, idéntica a la que Manolo tenía en la puerta, y que decía: Ignacio Alvear, Abogado.

Ignacio palideció. No consiguió otra cosa que tartamudear:

– Gracias, Marta. Es un detalle… maravilloso.

Ignacio no sabía qué hacer con la placa. Todo el mundo advirtió su incomodidad. Marta comprendió que había gastado en balde su último cartucho. Y Pilar miró a Ignacio sin poder ocultar su irritada desazón.

Una hora después Ignacio había hecho ya las dos visitas inevitables: a Manolo y Esther, y al profesor Civil. Nuevos brindis. Manolo le dijo: "Mañana hablaremos de negocios. Ahora podremos trabajar en serio". El profesor Civil lo abrazó: "¡Bueno, Ignacio! Estaba seguro de que todo saldría bien.

Aquella noche, en la cama, Ignacio decidió esperar a que Marta estuviera en Palamós, en el Albergue Juvenil, para ir a verla… y comunicarle la decisión que había tomado, dolorosa e irrevocablemente.

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