CAPÍTULO LXIII

Si Jaime, el librero, que había ya trocado su quiosco por una tiendecita situada en la calle de Albareda, pagada a plazos y en cuya parte trasera organizaba románticas reuniones catalanistas, hubiera repartido todavía Amanecer, en aquellas últimas semanas habría subrayado con lápiz rojo las siguientes noticias:

"El Papa, Pío XII, había recibido en audiencia especial a veinte soldados alemanes y les había dado a besar el anillo".

"Había aparecido en el cielo, solemnemente, una aurora boreal, visible en todo el norte de Europa, ocasionando la más viva agitación entre los astrólogos".

"En la catedral de Nápoles, en el día preciso, 20 de septiembre, habíase repetido como cada año el milagro de la licuación de la sangre de San Jenaro".

"En el frente soviético, entre los prisioneros que las tropas finlandesas habían hecho a los rusos, habían aparecido dos muchachos españoles, uno de ellos llamado Celestino Fernández, natural de Avilés, y el otro Rubén Vicario, natural de Santurce. Ambos habían sido llevados a Rusia en 1937".

"El Caudillo había firmado gran cantidad de indultos y, prosiguiendo su viaje por el norte de España, había presidido en San Sebastián las tradicionales regatas de traineras".

"Se había inaugurado el pantano de Muedra, en la provincia de Soria".

"Los ingleses no movilizados seguían pasando sus fines de semana en el campo, en los parques o en las playas".

"El Laboratorio Ofe ofrecía a las madres lactantes, esposas de los voluntarios de la División Azul, un tubo semanal de Madresol, que favorecía la crianza".

"Marcos Redondo, el genial cantante de zarzuela, había obtenido en el Teatro Municipal de Gerona un éxito apoteósico".

Todas estas noticias habían suscitado en el Café Nacional los correspondientes comentarios, especialmente las referidas a la audiencia concedida por Pío XII, al milagro de la catedral de Nápoles y a la actuación de Marcos Redondo en el Teatro Municipal.

El solterón Galindo no comprendía que Pío XII hubiera recibido a un grupo de soldados alemanes. "Sólo me cabría en la mollera si hubiera recibido simultáneamente a un número igual de soldados ingleses". Al señor Grote se le hacía cuesta arriba admitir que la sangre de San Jenaro se licuara anualmente con tan asombrosa puntualidad. "¡Ah, esos napolitanos! -exclamó-. No se equivocan ni en los años bisiestos". Referente a Marcos Redondo, Matías, que había ido a escucharlo, dijo que mientras existiera una voz tan bien impostada como la suya la zarzuela no moriría. "Me ha puesto los pelos de punta -comentó-. En Madrid lo hubieran sacado a hombros".

No obstante, produjese en Gerona una novedad que no trascendió a la población pero que repercutió en Ignacio mucho más que todas las noticias precedentes: la visita de Moncho, su inolvidable amigo de la guerra, sobrino de don Carlos Ayestarán, que fue su jefe de Sanidad en Barcelona y que, como tantos otros exiliados, había triunfado de lleno en Sudamérica, en Chile concretamente, en cuya capital había instalado un modernísimo laboratorio farmacéutico, de acuerdo con el consejo que Julio García le diera en París.

Moncho anunció por telegrama su llegada e Ignacio fue a esperarlo a la estación. Los dos muchachos se abrazaron con la misma efusión con que Ignacio, al regreso de Esquiadores, había abrazado a Mateo.

– ¡Moncho!

– ¡Ignacio!

– ¡Mis respetos al ilustre médico!

– ¡Mis saludos al ilustre abogado!

– Ya creí que no vendrías…

– ¿Desde cuándo dejo de cumplir una promesa?

Ignacio se negó en redondo a que Moncho, que llegaba dispuesto a pasar en Gerona dos o tres días, se instalara en un hotel. Quiso que se quedara en el piso de la Rambla, para lo cual hubo que enviar a Eloy a dormir a casa de Pilar, lo que para el chico -mascota del Gerona Club de Fútbol y, en opinión del masajista Rafa, la máxima figura del equipo juvenil- constituyó una agradable aventura.

Matías y Carmen habían oído hablar tanto de Moncho, que lo recibieron como si fuera un ministro. Carmen le dijo: "Espero que me diga usted lo que le gusta comer. Y si tiene frío en la cama, le pondré otra manta…"

– ¡Por Dios! -protestó Ignacio-. Podéis tutear a Moncho. Es como si fuera yo…

– Sí, por favor -suplicó Moncho-. Me sentiré más cómodo.

Moncho, dos años mayor que Ignacio, un poco más alto, con la cabellera de un rubio dorado, ofrecía un aspecto envidiablemente saludable. Y es que desde el fin de la guerra no había abandonado el alpinismo ni el esquí. Continuaba creyendo, mucho más que Cacerola, que la montaña era fuente de salud y un remedio ideal para evacuar los malos humores. Se había pasado medio verano en el Pirineo de su provincia, Lérida, en la región de los lagos, y ahora esperaba con fruición las primeras nevadas para irse a La Molina, a deslizarse por las blancas pistas. Cuando supo que Ignacio apenas si había hecho un par de excursiones a Rocacorba y a la ermita de los Ángeles, Moncho pegó, sonriendo, un puñetazo en la mesa.

– Ignacio, eso está pero que muy mal… ¡Dentro de poco, a criar barriga! Y a quejarte de que te duelen los riñones.

El léxico que Moncho empleaba eran auténticas banderillas para Ignacio, quien recordaba de su amigo que era zurdo; que tenía un reloj de arena; que coleccionaba fotografías del Himalaya; que se ponía mucho azúcar en el café; y recordaba también que tuvo una media novia, a la que llamaba Bisturí, porque se dedicaba a pinchar con ácidos corrosivos los neumáticos de los camiones 'rojos' que se preparaban para ir al frente de Aragón.

Encuentro afortunado… Recordaron el día en que se conocieron -¡habían pasado ya cuatro años!- en una pensión "barata pero limpia" en la calle de Tallers, de Barcelona.

– ¿Te acuerdas de lo que me dijiste, Moncho?

– Pues no, la verdad.

– Me dijiste: "un poco de éter… y todos iguales". Y que Lutero no debió de ser tan mala persona como nos habían enseñado.

– ¿Eso dije? ¡Caramba! -Moncho reflexionó-. Pues mira por dónde sigo pensando lo mismo.

La llegada de Moncho tuvo sobre Ignacio efectos parecidos a la que tuvo en tiempos pasados la de su primo José, de Madrid. Con la diferencia de que José era un terremoto -con preservativos en la maleta- y Moncho un campo fértil, que daría sus frutos.

Al día siguiente Ignacio enseñó Gerona a Moncho con el mismo entusiasmo con que se la había enseñado a Ana María. "Ese barrio antiguo no lo tenéis en Lérida… ¡Qué le vamos a hacer! Tampoco tenéis ese Montilivi, ni esas casas colgando sobre el río. ¡Bueno! La verdad es que en Lérida no tenéis nada… Que me perdone el señor obispo, pero aquello es ya un poco Aragón…"

– Eres un tramposo, Ignacio -replicó Moncho-. Me enseñas la cara buena de la medalla. ¿Por qué no nos damos una vuelta por la Gerona moderna? Nunca vi nada más horrible.

Ignacio se rió.

– No te lo niego.

Subieron hacia la ermita del Calvario, cuyo paisaje, por los olivos, los peñascales y el recuerdo de los Viacrucis allí celebrados -Carmen Elgazu cantando: "¡Perdónanos, Señor!"-, continuaba pareciéndose al de Palestina. Sentáronse en la cumbre, dando vista al valle. Y allí se pusieron a revisar sus propias vidas.

Ignacio le detalló a su amigo lo que ya le comunicara por carta: su ruptura con Marta y su noviazgo con Ana María. También le describió a Manolo, su jefe y amigo. "Aprendo mucho a su lado. Creo que dentro de un par de años podré abrir bufete por mi cuenta. ¡Y agárrate!; en diciembre he de defender yo sólito, en la Audiencia, mi primer pleito… Precisamente contra los dos estraperlistas más conspicuos de la ciudad…"

Moncho lo felicitó. Entendía que Ignacio tenía todas las cualidades necesarias para triunfar en la abogacía. "Tienes buena presencia, buena voz, facilidad de palabra… e integridad. ¡Ideas un tanto confusas! Contra eso habrás de luchar".

Ignacio y Moncho estaban tan solos allá arriba, cerca del montículo llamado de las dos Oes, que a no ser por la indumentaria les hubiera parecido que montaban guardia, como antaño, en el frente de Brazato y Bachimaña.

– ¿Y tú, Moncho, qué haces? Anda, cuéntame… ¿Continúas reñido con tu padre… porque denunció a más de cien personas? Moncho hizo una mueca de desagrado.

– Sí, continuamos reñidos… -Luego añadió-: No consigo olvidar aquello.

Ignacio se rascó con la uña una ceja.

– Te comprendo… -dijo-. De todos modos, fuimos unos ingenuos pensando que eso no iba a suceder, ¿no crees?

– ¡Oh, por supuesto!

– Recuerdo que tú mismo, cuando te preguntaban por qué luchabas con los nacionales, contestabas: porque los militares garantizan el orden público…

Moncho movió la cabeza.

– Sí, es verdad. Entonces no me daba cuenta de que mantener el orden público costase tan caro…

Ignacio lo miró con fijeza.

– Hablas como si te arrepintieras de algo…

– ¿Arrepentirme? No es la palabra exacta, pero en fin… -Moncho modificó su semblante. Miró a su alrededor. Todo aquello era hermoso-. ¿Qué te parecería si abandonáramos el tema?

– Me parecería muy bien -aceptó Ignacio.

Hablaron de la profesión de Moncho. Ahí éste se movió a sus anchas, mientras arrancaba una brizna de hierba y se la llevaba a los labios. Él era analista. Al terminar la carrera dudó entre la cirugía, la anestesia, que era lo suyo -"¿recuerdas el Hospital Pasteur, con tanto toxicómano?"-, y el análisis. Por fin descubrió que lo que de verdad lo apasionaba era esto último, el análisis. "Mi idea es ésa: estudiar bichitos en el microscopio. Ahí dentro se esconde la verdad. Hay personas que por la calle parecen atletas; analizas su orina y su sangre y dices: dentro de seis meses, la muerte. ¿Te das cuenta? Los analistas somos la policía secreta de los demás…"

A Ignacio no le sorprendió en absoluto la especialidad elegida por su amigo. Moncho era un observador implacable. Lo felicitó a su vez porque entendió que había acertado con lo idóneo para él.

– Dime una cosa -prosiguió Ignacio-: ¿Bisturí… te ha ayudado mucho?

Moncho soltó una carcajada.

– ¡Huy, Bisturí…! Se ha dedicado a comer bombones y ahora parece un tonel.

Ignacio se rió también.

– Entonces… ¿a quién le dedicas ahora poesías de Bécquer?

Moncho hizo un mohín expresivo. Titubeó un momento. Por fin contestó:

– A lo mejor te escandalizas; pero vivo con una chica alemana…, con la que me entiendo muy bien.

Ignacio se quedó atónito. Aparte las razones de orden moral, recordó que Moncho, durante la guerra, sentía verdadera alergia por todo lo alemán.

Moncho se anticipó a sus objeciones.

– No vayas a creer que es una chica nazi… ¡Oh, no! En realidad es todo lo contrario. Huyó de Alemania. La conocí en Barcelona, en el Hospital.

Ignacio se preguntó si, en Figueras, en el Servicio de Fronteras, no habría visto él la ficha de la muchacha. Y le pasó por las mientes si no sería judía.

Moncho pareció adivinar su pensamiento., -No hagas demasiadas cabalas, ¿sabes? De hecho es todo muy sencillo: es una criatura que detesta las guerras, como yo.

Ignacio hubiera deseado conocer más detalles, pero no le pareció el momento oportuno.

– ¡Bien! -exclamó-. Es lo último que hubiera podido imaginar…

Moncho sonrió.

– El día que la conozcas -concluyó-, comprenderás perfectamente por qué le recito poesías de Bécquer.

Continuaron charlando, haciendo caso omiso del frío del crepúsculo que empezaba a penetrarles en los huesos.

Ignacio le dijo a su amigo que estaba leyendo a Freud. Moncho hizo un signo aprobatorio.

– Ahí tienes -apuntó- a un analista de primer orden. Aunque a veces se pasa de la raya.

– ¿Tú crees?

– Claro…

Ignacio ladeó la cabeza.

– Pues a mí casi todo lo que dice me parece verdadero. Somos impenetrables. Cuando pienso profundamente en mí me doy cuenta de que los demás no tienen idea de cómo soy por dentro…

Moncho ironizó:

– Tanto mejor para ti…

El frío era ya tan intenso que los echó de la cumbre. Bajaron por las murallas, por detrás de la Catedral, asomándose un momento al mirador desde el cual se dominaba el meandro del río Ter.

Moncho comentó:

– ¿Ves? Me hubiera quedado a gusto allá arriba, con una tienda de campaña y un saco de dormir.

Ignacio caminaba por las callejuelas empedradas, con las manos en los bolsillos y fumando.

– Moncho, ¿puedo hacerte una pregunta?

– Naturalmente…

– ¿Qué les pedirías a los Reyes Magos, si estuviera en tu mano elegir?

Ignacio supuso que Moncho se tomaría algún tiempo para contestar. Y no fue así.

Con gran rapidez dijo:

– Conservar todas las facultades hasta los setenta años, y luego morir de repente.

Ignacio se paró un momento.

– No estoy seguro de haber oído bien.

Moncho se detuvo a su vez.

– ¿Por qué? ¿Tan raro es lo que he dicho?

Ignacio tiró el pitillo y lo aplastó con el pie.

– No, claro…

Regresaron a casa. La cena en el piso de la Rambla fue tan cordial como la de la víspera. Al terminar, Matías escuchó la BBC, de Londres, y luego Carmen Elgazu, fiel a sí misma, propuso rezar el rosario.

Moncho se pasó la mano por la rubia cabellera.

– ¡No faltaría más!

Matías, como de costumbre, se paseó todo el rato a lo largo del pasillo -ahora, por culpa del reuma, daba la vuelta con menos rapidez- y al contestar rutinariamente la letanía, se comía el ora, diciendo sólo pro nobis.

Ignacio había trazado un plan para el día siguiente. Quería que Moncho conociera a sus antiguos amigos el profesor Civil y mosén Alberto, de quienes tanto le había hablado, y por supuesto, a Manolo y Esther. También quería que conociera a Pilar y a don Emilio Santos.

Moncho, con toda franqueza, le indicó que lo único que le ilusionaba era conocer a Pilar.

– Por favor, no me hagas subir tantas escaleras… ¡Si quieres cogemos la mochila y nos vamos a Rocacorba! Pero eso de las visitas no se me da bien.

Ignacio se sorprendió. Se desayunaban y la luz entraba suave por los cristales del balcón que daba al río.

– Pero… ¿es que te has vuelto insociable?

Moncho protestó:

– ¡Nada de eso!

La expresión de Ignacio lo obligó a explicarse un poco más. Había ido a Gerona a hablar con él, con Ignacio, y a conocer la ciudad. "Con eso y con saludar a tu familia me basta". No le gustaba vivir de prisa, atiborrándose de imágenes. "¿Es que ya no te acuerdas? Prefiero saborear las cosas".

Ignacio asintió. Pero le dolía no poder exhibir a su amigo, sobre todo en lo respectivo a Manolo y Esther. Insistió, pero fue en vano.

– Entonces, ¿qué es lo que te apetece?

– Nada. Dar otra vuelta por ahí. Por la Dehesa, por ejemplo.

– Está bien. Luego almorzaremos en casa de Pilar.

Salieron rumbo a la Dehesa. Moncho cogió su máquina fotográfica y aprovechando que la mañana era soleada disparó varias veces. Primero, los soportales de la Rambla; luego, el Oñar, desde el puente de San Agustín; ¡luego, el edificio de Telégrafos! Ignacio le miró con simpatía… Y le resultaba gracioso que Moncho disparase con la mano izquierda.

La Dehesa, desnuda por obra y gracia del otoño, ofrecía un aspecto impresionante. Moncho comentó:

– No es moco de pavo, la verdad…

Anduvieron sin descanso, charlando. ¡Ah, sí, Moncho había evolucionado en aquellos años! Había llegado a determinadas conclusiones. Las dudas permanentes de Ignacio le parecían inútiles y fatigosas. Era preciso creer en algo. Y para ello un sistema eficaz era proceder por eliminación. "¿Andar diciendo "tanto gusto" y "he pasado una velada deliciosa"? Ni hablar… ¿Escuchar palabras altisonantes como "heroísmo", "misticismo", "futuro mejor"? Manotazo limpio…" "Hay que elegir, Ignacio. Pero elegir cosas humildes, que estén a nuestro alcance: el trabajo, los amigos, la marca de tabaco… Con eso es suficiente".

Ignacio objetó:

– Entonces ¿hay que renunciar a la ambición?

– ¿Ambición? Yo soy más ambicioso que tú: ambiciono vivir a la medida de mis fuerzas.

Lo bueno de Moncho era que predicaba con el ejemplo. Allí mismo lo demostró. El muchacho era capaz de pasarse cinco minutos contemplando el tronco de un árbol. Sí, Moncho era un enamorado de lo inmóvil, aunque también, e Ignacio lo sabía, le gustaba ver correr el agua clara de los arroyos. "Fíjate en un detalle: eso de no tocar, peligro de muerte, lo ponen en los postes eléctricos, nunca en los árboles. ¡También los insectos se tragan unos a otros! Pero luego no sueltan discursos. Hay cierta diferencia, ¿no te parece?".

Otra alusión a la guerra. Ignacio comprendió. A Moncho la contienda civil lo había marcado profundamente. Y ahora, con la chica alemana fugitiva de su país… El chico admitió que aquello era cierto. Las personas seguían siendo lo que fueron siempre: mitad ángeles, mitad diablos. Rubias como él, morenas como Ignacio. Pero el mundo, el mundo colectivo y amorfo, se había vuelto loco. No había más que leer el periódico cada mañana. ¡Bombardeos, tanques, bajas enemigas! ¿Enemigas de quién? Un perpetuo combate de leucocitos. Nada tendría arreglo si la sociedad volvía la espada a la naturaleza. Lo peor de las guerras era eso, que impedían amar los pequeños detalles y la naturaleza. Realizaban un lavado de cerebro en esa dirección. Conducían hacia las máquinas y hacia el apelotonamiento en las grandes urbes. Las guerras eran la promiscuidad. Mataban lo íntimo y ello era muy grave.

Ignacio, que escuchaba atento, estaba impresionado. Sin embargo, veía en Moncho un peligro: que desembocara en la inhibición.

– De todos modos, debemos contribuir a mejorar las cosas, ¿no? Mandar el prójimo al cuerno -negarse a decir: "tanto gusto"-, resulta un poco egoísta. Proceder por eliminación puede conducir a esa serenidad de que tú gozas, pero al mismo tiempo a la vanidad personal. Tampoco me gustaría volverles la espalda a los demás…

– Yo no he dicho eso, Ignacio. He hablado precisamente de prestar atención. Más importante que hacer, es sentir. ¿Comprendes adonde voy?

– Creo que sí… Lo único, que en el fondo la actitud es pesimista. Eso de que el dolor purifica ¿te suena también altisonante?

– No, es otra gran verdad. Pero lo que no purifica en modo alguno es el odio.

– ¿Y crees que todos los que hicimos la guerra odiamos por definición?

– Sí, sin darnos cuenta. Y también odiarán todos los que la hacen ahora.

– ¡Pues mira por dónde -afirmó Ignacio- a mí me parece que soy mejor que antes!

Moncho, en aquel momento, enfocaba con su máquina un alto ciprés. No sabía si fotografiar su base o la punta afilada hacia el cielo, muy parecida al campanario de San Félix.

– No digas tonterías. Antes de la guerra eras ya un ser puro. Tú estás inmunizado. Te lo dice un médico… Y ahora, después de haber conocido a tus padres, comprendo el porqué.

Eso último emocionó a Ignacio. Por un instante se sintió efectivamente un santo. Amaba a aquel ciprés, al mundo colectivo, amorfo y loco, a sus padres, a Moncho… ¡Lo amaba todo!

– Gracias por el piropo, Moncho.

– No hay de qué.

Por fin se sentaron. Y guardaron un largo silencio. La memoria los llevó de nuevo a recordar las horas que habían pasado juntos en la alta montaña, al lado de una hoguera y bajo el firmamento estrellado. Les llegaba tenue el rumor del Ter que bajaba acariciando, puliendo, afinando los guijarros.

Ignacio rompió la pausa.

– Pensando en todo lo que has dicho, me pregunto si querrás tener hijos…

También en esta ocasión Ignacio supuso que Moncho se tomaría un tiempo para contestar. Y tampoco acertó. Moncho dijo:

– Rotundamente, no.

Ignacio hizo una mueca.

– Ahí está. Me lo temía… Y va a ser una lástima.

– Gracias por el piropo, Ignacio.

Llegó la hora de ir a casa de Pilar. ¡Paradójica situación! Pilar, ajena a las opiniones de Moncho, estaba a punto de dar a luz. El doctor Morell calculaba que faltaba un par de semanas para el gran acontecimiento. La hermana de Ignacio preparó en honor del huésped un almuerzo de postín. Moncho procuró en el diálogo tratar temas frívolos, pero resultaba difícil. Amanecer, dando razón cumplida a sus argumentos, había publicado aquel día la noticia del primer divisionario muerto: el camarada Luis Alcocer Moreno, teniente de aviación, hijo del alcalde de Madrid. Pilar aludió al hecho, aunque consiguió hacerlo sin llorar. Moncho se abstuvo de aplicar sus teorías. Se dedicó a cantar las excelencias del crío que iba a nacer. "¡Estoy seguro -profetizó- de que se parecerá a César!".

La alusión fue del agrado de Pilar, que a medida que iba observando y oyendo a Moncho pensaba: "¡Marta sería feliz con ese hombre! Si pudiera concertar una entrevista…" Don Emilio Santos quedó también prendado de Moncho, entre otras razones porque éste se interesó mucho por él, por su enfermedad ya superada y por su estancia en la cárcel. Don Emilio Santos acabó contándole lo que siempre contaba desde que 'La Voz de Alerta' le informó: que las cruces que él había grabado en la pared con la uña del pulgar, los detenidos de turno la habían convertido en hoces y martillos. Moncho exclamó: "¡Oh, claro! Es la ley".

El almuerzo se prolongó. Moncho se puso en el café tal cantidad de azúcar que Pilar se llevó las manos a la cabeza. El muchacho dijo: "No te preocupes… Dulce veneno, ¿no te parece?".

Pilar asintió. Y luego, inesperadamente, añadió:

– ¡Ojalá hubieras estado aquí cuando se marchó Mateo…!

Ignacio miró a su hermana.

– ¿Por qué dices eso? Tampoco hubiera conseguido nada.

Pilar jugueteaba con la cucharilla.

– Sí, claro, ya lo sé…

Segundos después se produjo lo impensado. Pilar se desmayó sin más. La cabeza le cayó sobre el pecho. Hubo general alarma. Menos mal que Moncho estaba allí… Moncho abrió la ventana y actuó de forma determinante. "Pilar, respira hondo, así… Eso es…"

Cuando la muchacha recobró el conocimiento, preguntó:

– ¿Dónde estoy? -Y a continuación balbuceó-: ¡Oh! Perdonadme…

Don Emilio Santos le aconsejó que se acostase, pero Moncho desaprobó la idea.

– ¿Por qué? Todo eso es natural.

Pilar corroboró:

– Desde luego. Ya estoy bien.

Pero momentos después rompió a llorar inconsolablemente.

Ignacio y don Emilio Santos permanecieron inmóviles, sin saber qué hacer. Moncho, en cambio, se levantó y acercándose a la ventana, la cerró.

Moncho e Ignacio salieron en el instante en que el reloj del despacho de Mateo, al que don Emilio Santos cuidaba siempre de dar cuerda, marcaba las seis. Se dirigieron hacia el Café Savoy. Ignacio caminaba inquieto. De pronto, llegados a la plaza del Marqués de Camps, se detuvo. Era evidente que un pensamiento le hervía en la mollera.

– Moncho… -le dijo-. ¿Por qué no te vienes a vivir a Gerona? ¿Por qué no instalas aquí tu laboratorio? No estoy muy seguro, pero creo que en Gerona no hay ningún analista de verdad…

Moncho siguió andando.

– Nos divertiríamos, ¿no es cierto? -comentó, como hablando consigo mismo.

– Eso no lo sé… -contestó Ignacio, reanudando la marcha para no rezagarse-. Pero para mí sería maravilloso.

Moncho empezó a mirar en torno. En una pastelería exhibían sólo licores y unas cajitas, en forma de gatos puestos en pie, que contenían Dios sabe qué clase de caramelos. Delante del espejo de Perfumería Diana un transeúnte se reventaba morosamente un grano que tenía en la nariz. Pasaban parejas cogidas del brazo. Y perros. Y niños.

– Tengo que pensarlo… -dijo Moncho.

Ignacio, al oír esto, casi pegó un salto.

– ¿De modo… que admites la posibilidad?

Moncho repuso:

– ¿Por qué no? -Se le veía concentrado-. Se me ha ocurrido desde que me apeé en la estación. Además, ya sabes que no quiero vivir en Lérida.

– Pero… -insinuó Ignacio, temeroso-. ¿Y la muchacha alemana?

Moncho alzó el mentón.

– ¡Bueno! No es seguro que eso vaya a durar siempre…

Ignacio estuvo a punto de cogerlo de la manga, de obligarle a dar media vuelta y darle un abrazo. Pero habían llegado frente al Café Savoy, en cuyo interior una viejecita solitaria y elegante se tomaba con fruición el extraño mejunje que allí servían.

– ¿Entramos?

Ignacio cedió el paso a Moncho. Y una vez dentro, miró el local con aire conocedor, saludando a los camareros detrás de la barra.

– ¿Dónde nos sentamos?

¡Por todos los santos, Ana María tuvo razón!: Gerona era un pañuelo. Allá al fondo, en las mesas que solían ocupar los enamorados, se encontraban Manolo y Esther. Ésta acababa de levantarse y Manolo hacía lo propio, como si se dispusieran a marchar.

Ignacio voló a su encuentro.

– ¡Un momento! -ordenó-. Quietos ahí…

Manolo y Esther, al reconocer a Ignacio, tuvieron una expresión alegre.

– ¿Qué ocurre? -Pensaron que el muchacho los andaba buscando.

– Me gustaría presentaros… a Moncho.

– ¡Cómo! ¿Está ahí…?

Ignacio se volvió hacia el aludido, indicándole que se acercase.

– Ése es Moncho -Segundos después añadía-: Y ésos son Manolo y Esther…

Moncho no parecía contrariado, sino al revés. Manolo y Esther le ofrecieron la mano, también visiblemente complacidos.

– ¡Caramba! Ignacio no hace más que hablar de ti…

– Sentémonos -sugirió Esther.

Pronto formaron una reunión alegre, que contrastaba radicalmente con la tenida en casa de Pilar. Por desgracia, la radio estaba conectada y la potente voz del locutor iba facilitando noticias. Era domingo. En la primera jornada del Campeonato Nacional de Fútbol el equipo del Barcelona, "reforzado por Pachín", había ganado por 5-0; el señor obispo pensaba instalar calefacción en el Seminario, cuyas obras de restauración habían empezado; etcétera.

Ignacio, que estaba eufórico, le pidió al camarero:

– Por favor, ¿querrá cerrar esa radio?

El camarero, sorprendido al principio, por fin se dirigió al mostrador y obedeció.

– ¿Qué queréis tomar?

La conversación se encauzó sin mayores dificultades. Manolo iba dándole vueltas a su verde sombrero tirolés, al tiempo que Esther, que llevaba uno de sus jerseys primorosos, mordisqueaba coquetonamente la medallita de oro que le colgaba del cuello. Inevitablemente pasaron revista a Gerona, a la impresión que le había causado al forastero. "¿Qué voy a deciros? Aquí no hay más que dos instituciones: la Catedral e Ignacio". Esther le preguntó a Moncho: "¿Cómo te las arreglas para tener ese color?". Ignacio se anticipó: "La montaña, Esther… ¿Es que ya no te acuerdas?". "¡Es verdad! Tendré que dedicarme al alpinismo…"

Ignacio rubricó:

– Moncho es capaz de pasarse cinco minutos contemplando el tronco de un árbol.

Manolo puso cara de asombro.

– Me parece un ejercicio arriesgado…

Hablaron del jazz, pasión de Manolo. A Moncho no le gustaba. "Pero sigues el ritmo con el pie, no es cierto?". "¡Qué remedio!", admitió el muchacho. Hablaron del Gobierno español, que acababa de crear el INI -Instituto Nacional de Industria-, con el propósito de montar en el país grandes plantas industriales. Hablaron de Barcelona, de la Universidad, de toros. En un rincón del café vieron a Mr. Edward Collins y Esther informó: "Es el cónsul inglés". Moncho sonrió: "También me parece un ejercicio arriesgado".

Ignacio se dio cuenta de que Moncho había impresionado a la joven pareja y no pudo sustraerse a una reacción celosa. Intentó, como tantas veces le ocurriera, protagonizar el diálogo.

– ¿Queréis conocer el principal defecto del aquí presente?

– Vaya… ¿Por qué no?

– Es agresivo por naturaleza. ¡Afirma que he sido siempre un ser puro!

Manolo se acarició la barbita a lo Balbo.

– Cuando quieras le ponemos un pleito y le demuestro lo contrario.

– También afirma que lo más importante de la vida es saber elegir tres cosas: el trabajo, los amigos y la marca de tabaco…

Esther tuvo un expresivo gesto.

– Eso me parece bien.

– ¡Pero da la casualidad de que él no fuma!

Manolo enarcó cómicamente las cejas.

– Entonces tienes razón: es un bellaco.

Moncho se rió. Se sentía a gusto. ¡La radio volvió a funcionar! Cante flamenco. Mr. Edward Collins parecía escuchar con suma atención.

– ¿Os dais cuenta? -dijo Ignacio-. Hurgando a fondo en nuestro secreto nacional…

El Café Savoy estaba lleno. Era el más elegante de la ciudad.

Moncho, que tenía al lado su máquina fotográfica, se dirigió a Esther y le dijo:

– Es una lástima que se haya hecho de noche. Me hubiera gustado sacarte una foto.

Esther, como siempre en esos casos, esbozó una reverencia… feliz.

Jornada completa. La última que Moncho pasaba en Gerona. Al día siguiente a primera hora el amigo de Ignacio tomaría el tren.

En el transcurso de la cena en el piso de la Rambla, Carmen Elgazu y Matías se desvivieron para atenderle. Querían a toda costa que Moncho guardara un grato recuerdo de aquella casa.

– ¿Más sopa…? ¿Un poco más?

– No, muchas gracias… Tengo bastante.

En el momento del postre, Carmen Elgazu le dijo:

– ¡Qué lástima que te marches tan pronto! A Ignacio se le ve dichoso a tu lado.

Ignacio, en tono alegre, comentó:

– ¡No alarmarse! A lo mejor Moncho vuelve… y se queda.

Matías y Carmen Elgazu abrieron de par en par los ojos.

– ¿De veras?

– No sé, no sé… Tengo que pensarlo.

Matías cabeceó varias veces consecutivas.

– Sí, hombre, anímate… Hay mucho que analizar aquí.

A la mañana siguiente Moncho se marchó. Con un pie en el estribo-, el "analista" leridano, que al entrar en el cuarto para acostarse había encontrado, encima de la cama, una hermosa reproducción del Everest dedicada por Ignacio, con un pie que decía: No tocar, peligro de muerte, miró con indisimulable afecto a su entrañable compañero de guerra.

– Ignacio, lo que les dije ayer a tus amigos lo dije en serio: eres una institución.

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