Los banderines de enganche abiertos en toda España y los carteles que aparecieron por doquier respondían a una realidad: existían en el país muchos voluntarios dispuestos a luchar contra Rusia. De modo que el Alto Mando tomó el acuerdo de formar una División, la División 250, que, en homenaje al color de la Falange, se llamaría División Azul. Las inscripciones se harían con la mayor rapidez, no fuera a ocurrir que precisamente los españoles, que habían sufrido en su carne el manotazo soviético, llegasen tarde…
Amanecer dio cuenta puntual de la marcha de las inscripciones. Cádiz iba en cabeza. Pero lo cierto es que el movimiento abarcaba la nación entera: Valencia, Barcelona, Sevilla, Madrid, Guipúzcoa… Sucedíanse las noticias emotivas: se habían alistado numerosos obreros de la Constructora Naval del Ferrol; de un pequeño pueblo de Pontevedra habían acudido a la capital de la provincia cuarenta camaradas; muchos jefes y oficiales del Ejército reclamaban también el honor de alistarse… ofrecíanse capellanes castrenses, enfermeras, y alguno de los rusos blancos que formaban parte de aquel Coro que cantó en Gerona, en el Teatro Municipal.
La División, por lo tanto, sería heterogénea. ¡Habría incluso veterinarios! Y algunos aviadores y zapadores y sanitarios y un contingente de fuerzas de la Guardia Civil… Si efectivamente llegaba el invierno y la campaña no había concluido, harían falta esquiadores…
Gerona, por supuesto, no iba a quedarse atrás. El relámpago patriótico había caído también sobre la ciudad antiguamente amurallada, despertando algunas conciencias. La gente se preguntaba: "¿Quiénes se alistarán?". En el Grupo Escolar San Narciso se hablaba del maestro Torrus. En Telégrafos se hablaba de un cartero que coleccionaba sellos de Rusia. Eloy temía que se alistara el capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol.
La intuición popular, por una vez, erró el tiro. Ninguno de los citados se presentó en las oficinas del banderín de enganche, abiertas en la plaza de San Agustín.
El primer voluntario de la ciudad que se alistó fue Cacerola. El amigo de Ignacio continuaba a disgusto en la Fiscalía de Tasas. Tan pronto como leyó que Rusia le había robado a España seis mil niños, a los cuales había que rescatar costase lo que costase, decidió responder a la llamada y se presentó en la plaza de San Agustín, dispuesto a estampar su firma. "Necesitarán cocineros, ¿no es así?". No dijo más.
Detrás de la mesa, en funciones burocráticas, se encontraban los capitanes Arias y Sandoval.
– Enhorabuena, chico. Encabezas la lista…
Cacerola preguntó:
– Podremos tener madrinas de guerra, ¿no?
– ¡Claro que sí!
– A mí me gustaría… Gracia Andújar.
– ¡Oh! Es de suponer que aceptará.
El segundo voluntario fue Alfonso Estrada. El presidente de las Congregaciones Marianas lo consideró un deber. Acudió a la celda del padre Forteza y salió de allí con una bendición especial. "Me parece bien, hijo, me parece bien… La vida está hecha para que la entreguemos, poco a poco o de golpe. La causa es noble. Dios quiera, sin embargo, que no te pongan uniforme alemán…"
Alfonso Estrada abandonaría, pues, la oficina de Salvoconductos y los libros de Filosofía. Ahora ya no le contaría a Pilar cuentos de miedo; ahora los viviría él, en el frente ruso. Y ya no tocaría al piano música de Sibelius, música descriptiva del viento de Finlandia; tendría que guarecerse él del viento real, como los soldados del Afrika Korps se resguardaban en África del khasim, que hacía vomitar.
El presidente de las Congregaciones Marianas se alistó en homenaje a la Virgen. Y lo hizo con una entereza singular. Estaba seguro de que no le ocurriría nada. "No tiene mérito -les dijo a los capitanes Arias y Sandoval-. No me ocurrirá nada". Tenía la certeza de que regresaría pronto y de que se traería consigo, en el macuto, un icono que más tarde mostraría con orgullo a sus hijos e incluso a sus nietos.
El capitán Arias, al entregarle la documentación en regla, le preguntó, sonriendo:
– ¿Quieres tú también madrina de guerra?
Alfonso Estrada contestó:
– Ya la tengo. Es Asunción, la maestra. Me está bordando un escapulario de la Virgen del Carmen.
El siguiente voluntario fue mosén Falcó, el asesor religioso de Falange. Se creyó en el deber de dar ejemplo y lo dio. Su entrevista con el señor obispo no careció de emoción.
– Pero… ¡hijo! ¿Lo ha pensado bien?
– Sí, señor obispo…
– Le felicito, le felicito… Tiene usted valor.
Mosén Falcó, que sabía que el señor obispo había sentido siempre ciertos recelos con respecto a Falange, comentó:
– Es de suponer que algunos de los muchachos querrán confesarse de vez en cuando…
– ¡Claro!
– Quiere usted darme su bendición?
– ¡No faltaría más! Arrodíllese…
Mosén Falcó se arrodilló. El doctor Gregorio Lascasas irguió su ancho busto aragonés. "In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti…" Sonó, en aquel momento, la gran campana de la Catedral. Oíanse gritos de niños que jugaban frente a Palacio.
– Que Dios le proteja, hijo mío… Escríbame tan pronto como pueda.
Cinco soldados artilleros se ofrecieron también voluntarios. Eran amigos. Desde que se conocieron en el cuartel, en la mili, no se separaban. No habían hecho la guerra española y tenían sed de aventuras. Se lo jugaron a cara o cruz. Salió cara y se alistaron. "Seguro que esto nos valdrá una cruz…"
El capitán Arias les preguntó:
– ¿Esto es efecto del coñac, o habéis reflexionado debidamente?
– No nos gusta el coñac. Sabemos lo que hacemos.
El capitán Arias insistió:
– La guerra es algo serio…
– Rusia es culpable. Querernos alistarnos.
– De acuerdo, muchachos… ¡Arriba España!
– ¡Arriba!
Otro voluntario: José Luis Martínez de Soria. Pero su madre lo disuadió.
– ¡Hijo! Murió tu padre; murió tu hermano… Marta y yo estamos solas. ¿Por qué has de irte? ¿Has hablado ya con María Victoria?
– Sí, ella se ha alistado ya… Se va de enfermera…
– José Luis, hijo… ¡te lo prohibo! No sé si tengo derecho a hacerlo, ¡pero te lo prohibo…! ¡Por favor, José Luis! ¿No ves lo solas que estamos?
La viuda del comandante Martínez de Soria se echó a llorar con tal desconsuelo, que por un momento a José Luis, teniente jurídico, le pareció que su madre faltaba a la dignidad. Por otra parte, Marta guardaba un mutismo casi hiriente. Desde que Ignacio la había dejado, a veces hacía eso, se inhibía y no se sabía lo que estaba pensando.
José Luis, que hasta ese momento había obrado por instinto, sin reflexionar -"Rusia es culpable"-, de pronto pensó que Rusia era enorme… y que las aguas del Dniéper, de que hablaban los partes de guerra, debían de bajar turbulentas y con fuerza para arrastrar un sinfín de cadáveres.
Miró con calma a las dos mujeres. Sus ojos eran de luto. Realmente, ¿a qué exponerse? ¿No había ofrecido ya su vida cien veces? ¿No había ya bastante sangre Martínez de Soria regando la tierra?
La viuda del comandante Martínez de Soria, inesperadamente, perdió el conocimiento. Se quedó inmensamente pálida y la cabeza le cayó sobre el pecho. Entonces Marta acudió a ella, junto con José Luis. La reconfortaron con agua de colonia. Por fin José Luis dijo simplemente:
– Está bien. No me iré… -Y salió de la casa dando un portazo.
En cambio, quien se alistó fue Rogelio, el camarero… ¡Sorprendente reacción! Rogelio, al salir de la cárcel, cumplida la condena que le fue impuesta por haber jugado sucio con las sirvientas, se encontró sin norte, próximo a la desolación. Andaba por Gerona sin saber qué hacer. Había pedido trabajo en un par de cafés, sin resultado. "No hay clientes, ya lo ves… Esos mejunjes que servimos, los espantan".
Entonces leyó uno de los carteles. "¡Español! ¡Alístate…!". ¿Por qué no? Rogelio no había hecho nunca nada digno de su vida. Una vida gris, como la luz de Gerona en invierno, como el trabajo de los hombres que al atardecer alumbraban en la Rambla los faroles de gas.
¡Si se alistaba se convertiría en héroe! Y conocería otras gentes, otros muchachos, que lo mirarían con respeto. Y conocería otras tierras… Porque, para ir al frente ruso, había que cruzar Francia y Alemania… ¡Francia! ¡Con lo bien que estaban las francesitas! Tal vez les permitieran darse una vuelta por París… ¡Y Alemania! ¡Con lo bien que estaban las alemanas! Aquellas cincuenta que habían visitado Gerona… Algunas, tabú. Pero otras… Y todas se habían duchado, según noticias, y se habían zampado jugo de limón.
– ¿Nombre y apellidos?
– Rogelio Ros Bosch.
– ¿Edad?
– Veinte años.
– ¿Profesión?
– Camarero.
– No has hecho la mili, claro…
– Ahora la haré.
– ¿Eres de Falange?
– No, señor.
– ¿Por qué te alistas?
– Rusia es culpable.
El capitán Sandoval miró a Rogelio. Éste había adoptado un aire de seguridad, casi de indiferencia, que ponía los pelos de punta. Fumaba con el cigarrillo esquinado, con cierto cinismo.
– De acuerdo. Pero has de traer dos fotos. ¡Arriba España!
– ¡Arriba!
El capitán Arias lo llamó en el último momento.
– ¿Has dicho que eres camarero?
– Sí, señor.
– Te nombro mi asistente…
Rogelio abrió los ojos.
– ¿Cómo…?
– Sí… Capitán Arias. Nos encontraremos en la Dehesa, el viernes, a las diez de la mañana.
Rogelio cabeceó.
– Muy bien… -De pronto, el muchacho sonrió y adoptando aire de camarero fino añadió-: ¿Desea algo más el señor?
Horas después se personó en el banderín de enganche una mujer. Tendría… unos treinta años. Su aspecto era un tanto hombruno, si bien los ojos la traicionaban, daban testimonio fiel de su feminidad. Y su cutis era suave, sin arrugas. Con el peinado corto y una gran seguridad en los ademanes. Llevaba un bolso caro, de piel de cocodrilo. Zapatos de tacón alto. Distinguida, sin afectación.
Daba la impresión de haber sufrido, de estar sufriendo. Ello se le notaba en el rictus de la boca y en cierto escepticismo que aureolaba toda su persona. Quería alistarse, pero nada en ella delataba el menor entusiasmo patriótico. Los capitanes Arias y Sandoval, al verla entrar, se habían levantado.
Era Sólita. Sólita Pinel, la hija mayor del Fiscal de Tasas, la ex ayudante de quirófano de la Clínica Chaos. Quería alistarse de enfermera. "Supongo que podré ser útil… Durante la guerra estuve treinta meses en Zaragoza, en varios hospitales".
Los capitanes Arias y Sandoval la conocían. Se miraron, extrañados, el uno al otro.
– Señorita…, reciba usted nuestra enhorabuena. Es usted valiente.
– No lo crean…
– ¿Cómo que no?
Sólita se encogió de hombros. El bolso de cocodrilo se le balanceó en el antebrazo.
– He traído las fotografías… El carnet de Falange… ¿Qué otra cosa se necesita?
Sólita no había comunicado su decisión más que al doctor Andújar, con quien estaba en contacto desde lo que le ocurrió en el Hotel Majestic con el doctor Chaos. El doctor Andújar le había dicho:
– Vayase, Sólita… Ponga usted tierra de por medio. Yo no puedo hacer nada. Si su padre pone inconvenientes, dígamelo…
Sólita obtuvo también el consentimiento paterno. ¡Y he ahí que, mientras los capitanes Arias y Sandoval tomaban los datos requeridos, tuvo, al revés que Alfonso Estrada, el presentimiento de que ella no regresaría de la aventura! Que se quedaría en Rusia para siempre, "en algún lugar cerca de Bialystok, o de Minsk", muerta. Muerta por un bombardeo, por una bala, o segada su cabeza por la hoz de un joven militante comunista, arrojado… y varonil.
– De acuerdo. Sólita… El viernes, a las diez de la mañana, en la Dehesa.
Sólita asintió.
– Si no les importa, de momento no vestiré de enfermera. Iré con camisa azul y boina roja.
El jueves, víspera de la concentración prevista en la Dehesa -habían empezado ya a llegar voluntarios de Barcelona y afluían de todas partes donativos para obsequiar a los divisionarios-, se presentó en el banderín de enganche Mateo. Mateo Santos, jefe provincial de FET y de las JONS.
Los capitanes Arias y Sandoval se levantaron, se cuadraron y lo saludaron extendiendo el brazo.
– Les pido mil perdones… -dijo Mateo sonriendo-. No he traído ningún aval.
Amanecer publicaría luego en primera página la fotografía de Mateo; y Pilar la pegaría más tarde, muchísimo más tarde… en el álbum que guardaba y cuya etiqueta decía: Prensa.
Mateo, en cuanto leyó el discurso del ministro Serrano Súñer -"¡Rusia es culpable!"- y supo que se organizaba una expedición de voluntarios, sintió en lo más hondo que su obligación era ir. Le vino a la memoria su reciente diálogo con el Gobernador: "Si hubiera hombres políticos, no nos encontraríamos en esta situación". Alistarse era un golpe de efecto, un golpe político. Ejemplaridad. Los jefes locales que no se alistaran, alegando que debían sembrar las tierras o cuidar del archivo de Falange, se sentirían avergonzados. Y quienes hubieran podido acusarlo a él de buscar prebendas, de aprovecharse de la victoria, de disponer de coche oficial, se acurrucarían en un rincón sin pretexto para seguir calumniándolo.
Ahora bien, ¿y las circunstancias familiares? Pilar esperaba un hijo. La curva de su vientre iba notándose cada vez más. Pilar hacía gimnasia, por consejo de Esther, y satisfacía sus pequeños caprichos golosos, por consejo de su madre. Últimamente había decidido que ya no cabían dudas: el bebé sería varón y se llamaría César.
Estaba, además, don Emilio Santos… Su padre, que volvía a sentir la alegría de vivir después de su período de recuperación. Mateo imaginó su asombro, el temblor de su nariz, y recordó sus palabras con ocasión de la guerra ruso-finlandesa: "Pero ¡hijo! ¿Es que no puedes vivir sin un fusil en la mano?". Luego tendría que enfrentarse con Matías, con Carmen Elgazu… y con Ignacio. ¡Ignacio! ¿Por qué éste le preocupaba de un modo especial?
Nada lo arredró. Ninguna consideración. No se miró al espejo porque le dio miedo. Se encerró en su despacho de jefe provincial y miró el crucifijo, que lo presidía, y luego el retrato de José Antonio, cuyas cinco rosas, ya marchitas, que adornaron su tumba, habrían llegado ya a Nueva York.
No esperó mucho a comunicárselo a la familia. ¿Para qué retardar el momento? Cuanto antes, mejor. Así les daría tiempo a hacerse a la idea…
Entendió que la primera que debía enterarse era Pilar. Aguardó un momento en que don Emilio Santos no estuviera en casa. Dio muchas vueltas antes de afrontar la cuestión, mientras Pilar hacía calceta, feliz. Sentado en el comedor, con una copa de coñac en la mano, Mateo habló de Rusia, de Inglaterra, de la Academia de Ávila, en la que hizo los cursillos de alférez provisional… Habló de los once millones de asesinatos que se les calculaban a los soviets; de los planeadores de Creta -tres, enganchados en la cola de cada Junker-; de una frase de José Antonio al Tribunal que lo juzgó: "Creemos que una Nación es importante, en cuanto encarna una Historia Universal". Por último, viendo que todo aquel preámbulo no servía para nada, puesto que Pilar continuaba sin alertarse, sin soñar en cuál iba a ser el desenlace, se fatigó de tanta dilación y, con el tono más natural y amable que pudo arrancar de sí mismo, le pidió a su mujer que lo mirara… y le dijo:
– Pilar…, he decidido alistarme. Creo que es mi deber. Pilar, al oír esto, hizo una mueca. Pero inmediatamente reaccionó. Una sonrisa se dibujó en sus labios, un poco abultados. Mirando la copa de coñac que Mateo sostenía en la mano, tuvo la sospecha de que éste se había alegrado un poco y de que, en consecuencia, el muchacho le había jugado aquella broma, aun a sabiendas de que podía haberla asustado.
Sin embargo, Mateo no se movió. Y su expresión era indefinible… Entonces Pilar, sin alarmarse aún, dejó a un lado las agujas de hacer calceta -el hilo se le enredó en las manos y ella volvió a sonreír- y por fin, levantándose, se acercó a Mateo, poco a poco, hasta acabar por sentarse en sus rodillas. Una vez sentada le rodeó el cuello con sus brazos y le besuqueó.
– ¡Qué tontolín eres…! -susurró-. ¿Por qué me gastas bromas así? ¿No comprendes que puedes asustarme?
Mateo sintió que los besos de su mujer le quemaban.
– Lo siento, Pilar, pero no es broma… Me alisto… Te repito que creo que es mi deber.
Pilar, entonces, se puso en pie. Y retrocedió, desorbitados los ojos. Abrió la boca y miró a Mateo como si fuera a volverse loca. Mateo, con el alma rota pero con el pensamiento libre, recordó las palabras pronunciadas por el sacerdote en el altar, el día de la boda: "en lo bueno y en lo malo…" -¡Mateo…! ¡Te has vuelto loco!
Fue un grito desgarrado. Pilar conocía a su hombre. Y ahora que lo había mirado a distancia, había comprendido que no estaba borracho y que su decisión era cierta.
– Pilar, por favor, escúchame…
Pilar rodó por el suelo. Su cuerpo se dobló y cayó. Acudió Tere, la criada: "¿Qué le ocurre a la señorita?". Mateo se arrodilló a los pies de Pilar y la acomodó en el sillón. Pensó que acaso hubiera debido decírselo de otra manera. Hablar antes con don Emilio. O con Carmen Elgazu… O marcharse, pretextando cualquier cosa y escribir una vez cruzada la frontera.
Pero lo cierto era que ya se había planteado a sí mismo la cuestión, comprendiendo que cualquier procedimiento era inútil, que llegaría el momento en que Pilar debería enfrentarse con la realidad.
No, aquél no era un desmayo como el de la viuda del comandante Martínez de Soria. Costó Dios y ayuda conseguir que Pilar recobrara el conocimiento. Hubo que abrir todas las ventanas, acostarla. Su palidez era mortal. E iba murmurando, de vez en cuando: "No, no…, no es verdad…"
Sí lo era. Mateo se mantuvo firme.
– Tú sabes que te quiero. Pilar… Si hubiese sabido que esto iba a ocurrir, hubiéramos aplazado la boda. Pero conoces mis convicciones. Las conoces de siempre. La Patria es sagrada para mí…
Pilar se había quedado sin fuerzas. Era una mancha exangüe en aquella cama altísima, de línea antigua, que con tanto cariño eligió.
– Pero ahora… no estoy yo sola… Espero un hijo. Un hijo tuyo, Mateo…
– Ya lo sé, Pilar… ¡Por Dios, sé valiente! Quiero a ese hijo como tú… Pero he de ir. No tengo más remedio. Aunque sé que volveré…
Pronunció estas palabras sin convicción. Porque Mateo sabía lo que era la guerra. Aunque Pilar no lo oyó siquiera. Había cerrado dulcemente los párpados, como si fuera a dormirse, y de repente había estallado en un llanto inenarrable, que hizo que Tere, la criada, comprendiendo al fin de qué se trataba, se retirase.
Luego se produjo en la alcoba un silencio tan delgado que se cortaba a sí mismo. Pilar de vez en cuando movía un pie. Mateo no pensaba sino en una cosa: en si el choque habría podido complicar el embarazo y perjudicar a Pilar o al hijo. Pilar se había colocado panza arriba en la cama, con las piernas ligeramente separadas.
Entonces se oyó el llavín de la puerta: era don Emilio Santos. Llegaba feliz, porque había podido andar desde la Tabacalera sin fatigarse. Además, el sol era hermoso. Iba hacia el ocaso. Lo vio un momento por encima del tejado de la Estación.
– Tere…, ¿me preparas un taza de café?
Mateo salió al encuentro de su padre. Lo esperó en el comedor. Le dijo lo que ocurría.
El primer impulso de don Emilio Santos fue propinarle a su hijo un terrible bofetón. Pero la mirada de Mateo, que adivinó sus intenciones, lo paralizó.
– Eso no, padre…
Se oía un ruidillo en la cocina, como si en los fogones hirviera un samovar.
Don Emilio Santos dio media vuelta. Quiso darle la espalda a su hijo.
– ¿Dónde está Pilar?
– En la cama… Se ha acostado.
El padre de Mateo se dirigió a la alcoba: Pilar, al verlo, haciendo un esfuerzo se incorporó. Entonces don Emilio se sentó a su lado, en el borde del lecho y la abrazó con ternura y con ternura la invitó a que se tendiera de nuevo.
– Pilar, hija…
Pilar no acertaba a hablar. Además; todavía no se había acostumbrado del todo a llamar "padre" a don Emilio Santos. A veces, sí. Pero en ocasiones solemnes, y aquélla lo era, no le salía.
– ¡Está loco! ¡Se ha vuelto loco! -gritó, gritó casi, don Emilio Santos, deseando que Mateo, que continuaba de pie en el comedor junto al balcón, lo oyera-. ¡Hay que impedir que cometa esa barbaridad!
Pilar acertó por fin a balbucear:
– No podremos hacer nada… Lo más seguro es que se haya alistado ya…
Mateo oyó aquellas palabras. La clarividencia de Pilar casi lo irritó. Pero al momento se le pasó. Comprendió que no era él quien tenía derecho a pedir explicaciones.
Tere apareció con la taza de café para don Emilio Santos, pero éste la rechazó.
– Luego, luego…
Otra vez el silencio en la casa. Y los sollozos.
El forcejeo duró media hora lo menos. Intentos de Mateo para que se hicieran cargo. Todo inútil. Sus palabras -Rusia, Patria, deber- caían en el vacío. Parecían rimbombantes. Por lo visto, las palabras, con un hijo en las entrañas de la mujer, cambiaban de significado.
Don Emilio Santos sentenció:
– Todavía estás a tiempo, Mateo… Si no cambias de opinión, habrás de atenerte a las consecuencias…
No se sabía exactamente lo que don Emilio quería indicar con eso. Entonces ocurrió lo imprevisto. Pilar sacó fuerzas de flaqueza y se incorporó en la cama. Luego puso los pies en el suelo y con raro acierto los introdujo en las zapatillas que yacían allí. Seguidamente, y sin decir nada, se fue al teléfono y marcó un número: el número de Ignacio, en el despacho de Manolo.
– Ignacio, soy Pilar… ¡Ven, por favor! Te necesito…
Y colgó.
Mateo se puso furioso, aunque no acertó a protestar. Dudó entre marcharse o irse al lavabo a frotarse la nuca con agua fría. Eligió esto último. Y luego orinó, mirando de frente, a la pared, como si allí estuviera el enemigo de sus ideales.
A gusto hubiera permanecido en el lavabo hasta que Ignacio llegara, pero era imposible. Tuvo que salir. Vio a Pilar sentada en el comedor, con aire infinitamente abatido. Y a don Emilio Santos tomándose, ahora sí, la taza de café.
Se encerró en el despacho y se distrajo pasando la mano por los lomos de los libros. Y tratando de encender un pitillo con su mechero de yesca.
Ignacio tardó unos quince minutos en llegar; a todos les parecieron una eternidad.
Cuando el muchacho entró en el comedor, Mateo estaba también allí, dispuesto a recibirlo. Mateo quería comunicarle él mismo lo que estaba ocurriendo, pero Pilar se le anticipó. Pilar, por dentro, todavía no daba la causa por perdida… En un momento dado, estando en la cama, le había penetrado la esperanza. Porque… ¡Mateo la quería tanto! Aquello era un rapto, un deslumbramiento, e Ignacio conseguiría hacerlo desistir.
– Perdona que te haya llamado así, Ignacio… Pero es que… Mateo quiere alistarse en la División Azul.
Fue una escena borrascosa. En cuanto Ignacio, previa consulta con Mateo, comprendió que la cosa iba en serio, discutió con éste como jamás lo había hecho. Aquello le parecía indigno. Una canallada. Un hombre que fuera hombre no podía casarse y a los seis meses irse a la guerra porque sí, sin necesidad. Para dárselas de héroe. En nombre del Imperio o de otra majadería similar. Un militar debía aceptar el hecho, era su profesión. Pero un paisano… Aunque llevase una camisa de color especial… La guerra era una cosa horrible y para sentirse atraído por ella era preciso haber perdido el juicio.
Ignacio retó a Mateo. Lo retó a que lo convenciera de que aquel acto era necesario. La División Azul, ese holocausto simbólico, debía ser algo exclusivamente para solteros. "Yo podría alistarme, si no prefiriera el Derecho al fusil. Pero tú, casado y esperando un hijo, no…" ¿Acaso para los sueños del Führer era necesaria la carne de Mateo… y la carne de Pilar? Y todo por hacer honor a un himno romántico. O, tal vez, para salir retratado en Amanecer.
Mateo, en varias ocasiones, estuvo a punto de gritar: "¡Basta ya!". O de acercarse a Ignacio y agarrarlo por la solapa. No lo hizo porque temió que Pilar volviera a caerse redonda al suelo. Pero lo cierto es que, cuanto más hablaba Ignacio, más distante se sentía de él y más convencido de que su deber era no transigir y acudir al banderín de enganche. Al fin y al cabo, desde que el mundo era mundo, había sido así siempre. Siempre el hombre, al partir para una empresa grande, había dejado una mujer hecha un mar de lágrimas.
Ignacio leyó en el pensamiento de Mateo. Entonces intentó un último recurso:
– Lo que te ocurre a ti es que te da miedo la vida, la vida tal y como la vivimos los demás. Es más fácil dar órdenes a un flecha previamente colocado en la puerta que estudiar, como yo, un expediente de separación de bienes. Por eso no has terminado todavía la carrera de abogado, ¿verdad? A cada convocatoria: una excusa… Estamos en junio: esta vez la excusa… va a ser la División Azul. Van a ser esos comisarios rusos que encierran a sus soldados en un refugio, como tú vas a hacer con Pilar, y luego lo taponan. ¡Magnífico…! También es más fácil irse por ahí con una estrella en el pecho que cuidar de la familia, que aguantar la monotonía de las horas junto a la mujer que hace calceta.
Pilar, pendiente de la escena, comprendió por la actitud de Mateo que Ignacio perdería también la batalla… Mateo se sen- tía herido, profundamente herido, y era obvio que estaba a punto de echar de casa a Ignacio. Por su parte, don Emilio Santos respiraba con dificultad; con tanta dificultad que acabó levantándose y encerrándose en su cuarto.
Mateo no se tomó la molestia de contestar a Ignacio punto por punto. Consiguió dominarse. Comprendía que aquello era doloroso. Pero él seguía creyendo que un hombre podía tener razones superiores por las cuales abandonarlo todo y darse. Por lo demás, Pilar supo desde el primer momento cómo era él. "Me aceptó tal como soy. Y me conocía. Pilar sabe que he arrastrado tras de mí a otros camaradas, lo cual me obliga. ¡Claro que Hitler no necesita de la carne de Pilar! Pero yo necesito cumplir con mi deber. En cuanto a lo de salir retratado en el periódico, te lo perdono porque te llamas Ignacio".
Al término de estas palabras, Ignacio miró a Mateo tal como éste había supuesto: con desprecio. Cabeceó varias veces consecutivas… Por fin, comprendiendo que la suerte estaba echada, se dirigió a Pilar:
– Lo siento, hermana… El padre de tu hijo está deshumanizado… No hay nada que hacer.
Salió de la casa. Y mientras andaba comprendió que le tocaba a él ir al piso de la Rambla y comunicar la noticia a sus padres. En las paredes vio los consabidos carteles: "Para vengar a España. Para estar presentes en la tarea de Europa. Alistaos a los banderines de enganche contra el comunismo". Al pasar delante de Perfumería Diana, por la fuerza de la costumbre miró adentro: Paz había colocado un pequeño espejo en un estante y estaba arreglándose el pelo.
Matías y Carmen Elgazu perdieron el habla. Al enterarse por boca de Ignacio, de la decisión de Mateo, sintieron que envejecían de repente.
– Pero… ¡Esto es horrible!
Carmen Elgazu se acercó a Ignacio y lo asió de los brazos.
– ¿Qué dice Pilar…? ¡Dios mío, pobre hija mía! ¿No hay forma de impedirlo, Ignacio? ¿Y si hablaras con el Gobernador?
Ignacio se encogió de hombros.
– Es de suponer que el Gobernador le dará la enhorabuena… Matías se acercó al balcón que daba al río y musitó:
– Debí haberlo imaginado…
No acertaban a coordinar. Trazaron mil planes en pocos minutos. Pero ¿qué planes? De nada serviría que Matías y Carmen fueran a ver a Mateo y se enfrentaran con él. No podían inmiscuirse en aquello. "Es el marido… Pilar se casó con él".
Los vaticinios de Ignacio se cumplieron. Todos los complots familiares se estrellaron contra la decisión irrevocable de Mateo, quien no encontró sino un aliado: el pequeño Eloy. El pequeño Eloy no se atrevió a manifestarlo en voz alta, pero admiró el gesto de Mateo. Pese al recuerdo de Guernica. Pese a lo mucho que quería a Pilar.
Además también resultó cierto que el Gobernador le dio a Mateo la enhorabuena. Aunque añadió: "Lo lamento por tu mujer… Para ella, claro, es un mal trago".
En cambio, Mateo se encontró con la sorpresa de que Marta se puso en contra suya. Marta, que desde el primer momento había ordenado a las muchachas de la Sección Femenina que se organizaran para atender a los voluntarios, le dijo a Mateo:
– Es un error… Tú deberías quedarte. Mi madre y yo convencimos a José Luis para que se quedara -Marta añadió, apartándose el flequillo de la frente-: Yo perdí a Ignacio… por cosas parecidas a ésta. Y te juro que es doloroso perder a quien se ama…
Mateo rechazó de plano el argumento.
– Te equivocas, Marta. Tú habías perdido a Ignacio el primer día. Vivíais… dos mundos. Lo que me sorprende es que ahora pareces renegar del tuyo…
Marta puso cara triste.
– ¿Qué voy a decirte? No reniego de nada. Pero a veces, cuando estoy sola, me hago preguntas.
Mateo zanjó el asunto.
– ¡Bueno! Lo tuyo es natural. Eres mujer. Pero yo… Y me sorprende que José Luis se haya vuelto atrás.
Manolo y Esther, como es lógico, se abstuvieron de intervenir. Pero le dijeron a Ignacio: "Menudo cuñado te tocó en suerte…" Esther añadió: "Yo me di cuenta de cómo era Mateo en aquel baile que celebramos en el gimnasio de los anarquistas, cuando hizo pedazos los discos de canciones 'rojas' que llevó Alfonso Estrada".
Todo lo demás… euforia. Al margen de aquel drama íntimo, exteriormente todo era euforia en la ciudad, en vísperas de la salida de la expedición. Amanecer publicó efectivamente la fotografía de Mateo, con un pie que decía: "Las jerarquías dan ejemplo". Rodeando la efigie de Mateo, un friso en el que aparecían los capitanes Arias y Sandoval, Alfonso Estrada, Cacerola, los cinco soldados artilleros, Rogelio… y Sólita.
Estos hombres -y esta mujer- fueron, para la gente de la calle, desde aquel momento, héroes. ¡Partir para Rusia! Ahora que llegaba el verano y los árboles en el bosque darían sombra y las olas romperían mansamente en la playa.
Ramón, en el Café Nacional, comentó: "¡Menudo viaje…!". El comisario Diéguez pensó, para sus adentros: "Eso sí tiene mérito… y no interrogar a "rojillos" que rechazan la chapita de Auxilio Social". Con todo, acaso la persona más vivamente afectada fuera el doctor Chaos. El doctor Chaos, al contemplar en la misma página del periódico los rostros de Rogelio y de Sólita, perdió el habla, como anteriormente les ocurriera a Matías y Carmen Elgazu… Lo de Rogelio podía pasar. El doctor Chaos supo oportunamente que el chico había ingresado en la cárcel, que era una vida sin norte. ¡Pero Sólita…! Se sintió responsable, inmensamente responsable. ¡Qué morterazo habría recibido aquella mujer, puesto que había decidido alistarse! Al doctor Chaos le faltaron fuerzas para darle a Goering el terrón de azúcar que el perro, con la lengua fuera, le estaba reclamando.
El general hubiera deseado que su hijo, el capitán Sánchez Bravo, se alistase. Pero el capitán negó con la cabeza. "Si no es una orden, prefiero quedarme…" El general reflexionó; por suerte, intervino en seguida doña Cecilia diciendo: "¡No le hagas caso a tu padre, hijo! ¿No llevas ya tres heridas en el cuerpo?". El general sentenció: "Ordenarte una cosa así… no puedo hacerlo".
Pleito resuelto. Y euforia por doquier en la ciudad. Los divisionarios llegados de fuera para unirse a los gerundenses eran obsequiados en todas partes. Acamparon en la Dehesa, en tiendas de lona, y todos los muchachos y todos los niños de la ciudad, incluyendo a Pablito, a 'El Niño de Jaén' y a los inseparables Eloy y Manuel Alvear, desfilaron por allí para verlos.
Las chicas de la Sección Femenina atendían a esos voluntarios, a los que a última hora se agregaron un par de docenas llegados de los pueblos de la provincia. ¡Claro, Gerona no era solamente la capital! Cada alcalde que podía presentar un voluntario se sentía un tanto justificado ante el Gobernador. La camarada Pascual, de Olot, repartía vasos de café caliente. Gracia Andújar repartía medallas y detentes…, hablaba con Cacerola, su "ahijado", con solicitud especial. Asunción se ocupaba exclusivamente de Alfonso Estrada. Estaba enamorada de él. "Que Dios te acompañe… Y la Virgen". "Te escribiré, Asunción… Si la pólvora me lo permite". Cacerola parecía feliz, bajo los árboles, rodeado de camaradas que, al enterarse de que era cocinero, le decían: "Oye… ¿Qué tal los ingredientes rusos? ¿Sabes si por allí hay garbanzos y si es costumbre adobarlos con caviar?".
Los voluntarios pasaban en un santiamén del misticismo a la picardía, y del "Vamos a armar la de San Quintín" al pánico. Celebróse una misa en la Catedral y todos comulgaron: misticismo, organizado por el voluntario mosén Falcó. Pero he aquí que a la salida, en la mismísima plaza de los Apóstoles, viendo a Marta y a sus subordinadas, rompieron a cantar:
No me marcho por las chicas, que las chicas guapas son, guapas son…
Y a continuación otra tonada que, cruzando los muros del Palacio Episcopal, hizo estremecer los atentos oídos del señor obispo:
Un estudiante a una niña le pidió… ¿qué le pidió? Le pidió una linda cosa y la niña se la dio…
La certeza de armar la de San Quintín la tuvieron en el transcurso del baile que el Gobernador organizó en su honor, en la Piscina, la noche antes de la partida. Mateo no asistió a ese baile. Permaneció en casa empeñado, sin conseguirlo, en que Pilar o don Emilio Santos le dirigieran la palabra. Pero todos los demás divisionarios acudieron a la fiesta, ¡amenizada por la Gerona Jazz! Damián se había ofrecido para tocar aquella noche sin percibir honorarios de ninguna clase. Bello rasgo orquestal en favor de la Nueva Europa. Y ocurrió que los voluntarios, al ver a Paz Alvear agarrada al micrófono, con un traje de escamas plateadas y uno de sus provocadores casquetes verdes en la cabeza, se desbocaron. "¡Viva la madre que te parió!". "¡Si te vienes con nosotros tomamos Moscú el dieciocho de julio!". "¡Oye, maja! ¿Eres cosaca o qué?".
Paz Alvear sufría… y gozaba a la vez, cosa que venía ocurriéndole hacía tiempo. Aquellas camisas azules eran para ella puñales, pero reconocía que debajo de ellas había hombría. Y además su padre le había hablado siempre muy mal de Rusia. Así que ¿qué pensar? Al tercer baile se decidió por odiar. Odió a toda aquella muchachada, tal vez porque un teniente se empeñó en colocarle en la cabeza, en sustitución del casquete verde, una boina con la bandera nacional. Los odió tanto que se embelleció más aún, y de pronto, le dijo a Damián:
– Vamos a tocar el Rascayú…
– ¡A la orden! -accedió Damián.
¡Raskayú cuando mueras qué harás tú…! ¡Rascayú cuando mueras qué harás tú…! ¡Tú serás un cadáver nada más…! ¡Rascayú cuando mueras qué harás tú…!
Esta letra, al pronto coreada por todos, no dejó de surtir su efecto en los novatos. Rogelio, por ejemplo, se puso a temblar. El pánico repentino de que se habló… Y también temblaron los cinco soldados artilleros. Preferían, por supuesto, la tonada del estudiante que le pidió a la niña no sé qué linda cosa… Pero Paz Alvear se desgargantaba con el Rascayú y con el "cadáver nada más" y la Piscina iluminada se convirtió durante unos minutos en un cementerio de hombres vivos, en una profecía de muerte.
El día siguiente era el viernes señalado en las oficinas del banderín de enganche. Los capitanes Arias y Sandoval llegaron con mucha anticipación a la Dehesa, donde se efectuaría la definitiva concentración. Los dos capitanes se pusieron a las órdenes del coronel Tejada, procedente de Barcelona. Sólita llegó acompañada de su padre, don Óscar Pinel. A última hora lo había pensado mejor y vestía de blanco, vestía de enfermera, como durante la guerra en los hospitales de Zaragoza.
Media Gerona acudió a la Dehesa para acompañar a los divisionarios hasta la estación. Fue el momento de las grandes dádivas: botellas, tabaco, chicles… "Oye… ¿por qué chicles? ¿Es que estamos liados con los americanos?".
Todas las autoridades estaban allí, desde el General y el Gobernador hasta el señor obispo y el notario Noguer. También estaban allí doña Cecilia -con sus guantes blancos, un nuevo sombrero y un nuevo collar-, María del Mar y Carlota, condesa de Rubí. 'La Voz de Alerta' sintió un leve escalofrío… ¡El mensaje enviado por Navarra -redactado por don Anselma Ichaso- a los países combatientes contra Rusia había sido tan emotivo!
Mateo llegó con cierto retraso: a las nueve y media exactamente. Había esperado hasta el último momento a que Pilar, sobre todo Pilar, comprendiera y cambiara de actitud. Estaba seguro de que al final le entregaría… cualquier cosa: una bolsa conteniendo un bocadillo y una naranja. Una botella de vino… Que por lo menos le habría cosido en el interior de la camisa azul una imagen de su patrona, la Virgen del Pilar, Nada. Pilar mantuvo su postura, alternando lágrimas y silencio. Las últimas noches, tres o cuatro, habían sido de pesadilla. En la almohada, las dos cabezas separadas, divergentes, formaban una V. Ambos intentando dormir, sin conseguirlo. Levantándose continuamente para ir al lavabo. Y cuando el sueño vencía a uno de los dos, era peor. Si la que dormía era Pilar, Mateo encendía la luz ambarina de la mesita de noche y contemplaba las mejillas, sonrosadas, de aquella mujer que era carne de su carne. Y se le hacía un nudo en la garganta: un nudo en forma de yugo… Si quien se dormía era Mateo, Pilar lo oía respirar. ¡Respiraba normalmente, con la pasmosa serenidad del hombre en paz con su conciencia! O roncaba…
Eran noches interminables, las primeras del mes de julio. Fuera, en el cielo, había un gran lujo de estrellas. De estrellas de alféreces provisionales…
Mateo tuvo que irse a la Dehesa, a incorporarse, sin escuchar de labios de Pilar una palabra de cariño. Sólo un beso, dado en el umbral de la puerta. Un beso y una advertencia: "Todavía estás a tiempo. Quédate…" Igualmente le ocurrió a su padre: "Hijo…, quédate". Horas antes había subido a despedirse al piso de la Rambla, y Matías y Carmen Elgazu e Ignacio lo recibieron como si fuera un extraño, sin invitarlo siquiera a sentarse.
Pero Mateo era el jefe provincial… En cuanto llegó a la Dehesa y vio a la gente preparando sus macutos para dirigirse a la estación, respiró hondamente. Aquél era el mundo que le tocaría vivir, el mundo por el cual había prestado juramento cuando tenía diecisiete años "y los demás muchachos sólo pensaban en comprarse helados…"
Se presentó al coronel Tejada:
– ¡Creí que nos marcharíamos sin ti…! -dijo éste.
– Nada de eso, mi coronel…
Formaron en filas de a dos.
– ¡Alinearse con el codo!
Aquello olía a Somosierra, a Teruel…
La banda de música del Regimiento los acompañó a la estación. Los balcones estaban engalanados como para la reciente procesión del Corpus. La gente gritaba: "¡Arriba España! ¡Viva Franco! ¡Viva Hitler! ¡Muera Rusia!".
Muera Rusia… ¿Podía una nación morir?
Al pasar por la plaza de la Estación, Mateo sintió ganas de gritar: "¡Vista a la derecha… mar!". Para que todos los voluntarios miraran hacia su casa, donde sin duda Pilar estaría espiando entre los postigos del balcón.
No lo gritó. Sólo él miró. Y vio efectivamente la sombra de Pilar. Y la de don Emilio Santos. Pero fue sólo un momento. Había árboles en la plaza y la formación avanzaba. Y Cacerola preguntaba: "¿Cuándo cantamos Cara al sol?".
Cara al sol fue cantado en el andén. Emoción en las gargantas y en la entraña. El general a gusto hubiera subido al tren, que estaba esperando… de cara a Barcelona.
¡Oh, sí, ésa fue la gran sorpresa! Todos los divisionarios suponían que se irían directamente a Francia por la línea de Port-Bou. Pero por lo visto el Alto Mando había decidido lo contrario, tal vez para no tener que cruzar el pedazo de Francia no ocupada por los alemanes. Partirían hacia San Sebastián y entrarían en la nación vecina por Hendaya, donde montaban la guardia soldados del Führer.
"…me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver…"
– ¡Arriba España!
– ¡Arriba!
Subieron al tren. Y éste arrancó, renqueando. Una gran bandera nacional ondeaba en lo alto de uno de los coches, junto con otra rojinegra.
Alfonso Estrada y Mateo coincidieron asomados en la misma ventanilla. Como siempre, la última visión de Gerona fueron los campamentos de San Félix y la Catedral.
– Yo me quedo con San Félix -dijo Alfonso.
Mateo consiguió sonreír.
– Pues yo con la Catedral… ¡Qué remedio!
Todo el viaje hasta Irún fue un flamear de pañuelos. En Vitoria, la Sección Femenina los obsequió con una gran cantidad de barajas y con paquetes de galletas. En San Sebastián, damas de la buena sociedad, como aquellas que en tiempos cultivó 'La Voz de Alerta', les entregaron gigantescos termos llenos de café caliente, idéntico al que les sirvió en la Dehesa la camarada Pascual. Galletas y café: ambas cosas las pedía el cuerpo.
Al cruzar el puente internacional, con mucha gente apostada aquí y allá para presenciar el paso de "Los Voluntarios" -por lo visto era aquélla la tercera expedición que pasaba en cuatro días-, el tren enteró cantó:
¡Adiós, España…! ¡España de mi querer, mi querer! ¡Adiós, España, cuándo te volveré a ver…!
En Hendaya, en la estación, las fuerzas alemanas de guarnición tocaron atención -en el mismo lugar en que se había celebrado la entrevista Franco-Hitler- y presentaron armas. Los divisionarios se apearon unos momentos para estirar las piernas y les salieron al encuentro unas señoritas alemanas, uniformadas, con aspecto de haberse duchado hacía poco…, y les repartieron bolsitas que contenían sardinas noruegas, queso, pan de forma cuadrada, de sabor desagradable, salchichas…
Unos quilómetros más… y Burdeos. En Burdeos -donde el mariscal Pétain y De Gaulle discutieron sobre si Francia debía o no debía rendirse- había que esperar un par de horas y los voluntarios recorrieron al azar las inmediaciones de la estación. Algunos paisanos, al reconocerlos, levantaban el puño… O escupían. Eran franceses. O tal vez exiliados españoles. Los soldados alemanes contemplaban con indiferencia semejante provocación y los voluntarios habían recibido orden de "no responder". "¡Si serán maricas!".
De regreso a la estación, en cuanto el tren se puso en marcha, ya hacia el interior de Francia, Mateo se acercó al capitán Sandoval y le preguntó:
– ¿Tiene usted idea, mi capitán, de cuál va a ser el itinerario?
El capitán Sandoval, mientras luchaba por abrir una lata de sardinas noruegas, le contestó:
– Pues… no puedo decirte exactamente. Pero creo que vamos a un campamento alemán, próximo a Bayreuth, llamado Grafemwhor o algo así. Allí aprenderemos, supongo, la instrucción… Hasta el día que juremos bandera.
– ¿Jurar bandera?
– ¡Bueno! Me refiero a la bandera alemana. Creo que tendremos que jurar fidelidad a Hitler…
Mateo, que tenía en las manos el gigantesco termo que le dieran en San Sebastián, se quedó inmóvil.
– ¿Y luego? -preguntó al cabo.
– Luego… a Rusia. A rescatar a Cosme Vila…
Mateo soltó una carcajada.
– ¡Es una idea, fíjese…!