CAPÍTULO LXV

Mateo vivía. Vivía perfectamente, como Pilar. Era de los combatientes que con más anhelo habían deseado entrar en contacto con el enemigo. Lucía en el pecho su estrella de alférez. Había nombrado asistente suyo a Alfonso Estrada, con el que se llevaba muy bien, y el cocinero de su sección era Cacerola. En cambio, había perdido de vista a los capitanes Arias y Sandoval, a mosén Falcó, a Sólita, a Rogelio e incluso a Salazar y a Núñez Maza. En el reparto de fuerzas que tuvo lugar poco después de relevar a las tropas alemanas en el extenso sector del lago limen, se había producido la dispersión.

Mateo participó con su batallón en la toma de Tigoda y de Nitlikino, y debido a la tenaz resistencia rusa vio caer a su lado a los primeros camaradas; pero el ejemplo dado por los jefes y su propia energía consiguieron que no perdiera ni un solo momento la serenidad. Cacerola temía por él, y también Alfonso Estrada. Hubiérase dicho que Mateo desafiaba a la muerte, la cual andaba siempre al acecho, debido a la artillería rusa. En cambio, los prisioneros rusos de que habían hablado los corresponsales de guerra en los periódicos españoles demostraban una sumisión incomprensible. Una pequeña escolta bastaba para vigilarlos. Cuidaban de arreglar caminos y de otros menesteres, y no aprovechaban las ocasiones que se les presentaban para huir. Al anochecer se recogían en las isbas y al día siguiente, con toda puntualidad, se presentaban a sus guardianes para reanudar el trabajo. Mateo decía: "El idioma ruso es un enigma; pero la psicología rusa es mucho peor: es el absurdo".

La llegada del telegrama puesto por Matías en Gerona coincidió con unos días de tregua concedidos a la sección que mandaba Mateo. Éste, al leer "nacido felizmente varón", lanzó un grito de júbilo que a punto estuvo de llegar a las estrellas. Alfonso Estrada, al oírlo, se acercó a su oficial y amigo y, una vez enterado del texto, se cuadró ante él y lo ascendió, sin más preámbulos, a teniente. Por su parte, Cacerola abandonó por un momento la carta que le estaba escribiendo a Gracia Andújar y juró por lo que él más amaba, que eran los candiles de luz temblorosa, que como fuere había de encontrar en alguna casucha rusa un biberón para regalárselo a Mateo.

Éste sintió muy adentro la paternidad. Y el dolor de no conocer a la criatura que algún día lo relevaría en el servicio de España si él sucumbía en aquella aventura, le punzó en el cerebro y en el vientre. Pero todo aquello lo espoleó, como los jinetes cosacos sabían espolear a los caballos, pues le infundió la idea clara de que teniendo un hijo ya no podía morir del todo.

El resultado fue que se presentó, voluntario para varios arriesgados golpes de mano; arriesgados por el terreno fangoso, por la presencia de guerrilleros en el bosque y por la gran cantidad de minas y de artefactos mortíferos que los rusos" habían sembrado alrededor. No importaba. Todo lo resistía con tan imperturbable calma que algunos de sus hombres lo llamaron "el suicida". No lo arredraban ni tan sólo las noticias que les llegaban de las muchas bajas que estaba sufriendo la División, la cual editaba una Hoja de Campaña en la que alguien escribió que "era una División exacta, porque no iba a dejar ningún resto".

En uno de dichos golpes de mano Mateo y sus hombres encontraron a varios compañeros divisionarios clavados en el suelo con picos que les traspasaban el cuerpo. Eran divisionarios que se- habían infiltrado el día anterior, a los que se había dicho: "Clavaos en el terreno", y que fueron sorprendidos por una patrulla enemiga. La visión era horrible; pero Mateo y sus hombres consiguieron desclavar a todos los muertos y darles sepultura, con cruces que no eran de hierro, como las que regalaba el Führer, sino de palo. Y consiguieron gritar luego, con voz ronca: "¡Presente!".

La divisa de los voluntarios ante el sufrimiento era sencilla: "No importa". Por lo demás, todos se las ingeniaban para aminorarlo. Mateo no sentía frío en los pies porque había cambiado sus botas por las de un muerto ruso. Un cabo gallego se había colocado, entre la lana y la piel, prendas de seda, de mujer, provocando con ello gran algazara. A su vez, Cacerola le había robado a un Unterofizier alemán una linterna de dinamo que se accionaba apretando una palanquita. La linterna emitía un hilillo de luz, pero al mismo tiempo una especie de silbido continuo que ponía nervioso a Alfonso Estrada. "Por favor, Cacerola, deja eso. Prefiero el acordeón. Y preferiría más aún la armónica de Pablito…"

Mateo tenía miedo, pero lo disimulaba; Alfonso Estrada, no. Alfonso Estrada tenía un miedo atroz, como no lo sintiera nunca en la guerra de España, en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat. Para vencerlo debía evocar la figura y los cilicios y la fe del padre Forteza. El muchacho que en la Delegación de Abastecimientos le había contado a Pilar tantos cuentos tremebundos, ahora temblaba, lo cual no le impedía sonreír y repartir, los domingos, entre las muchachas rusas del contorno, caramelos y miel.

Pero he ahí que el estado de ánimo de Mateo cambió radicalmente cuando, gracias al heroísmo de los encargados del suministro, una noche de noviembre le llegó la carta de Pilar con la fotografía de ésta y del hijo venido al mundo en la Clínica Chaos.

La fotografía se hizo carne en sus manos. César Santos Alvear se convirtió para Mateo en una evidencia sangrante. Mateo le pidió a Cacerola su linterna para contemplar mejor al niño bajo el hilillo de luz. Y al verlo, profundamente dormido, se asustó mucho más que Eloy y se puso o temblar mucho más que Alfonso Estrada. Resultó que, a partir de aquel momento, la muerte ya no lo atraía… Mateo se dijo que, teniendo un hijo si moría, moría doblemente, puesto que mataba de orfandad a una criatura que jamás había oído hablar de Marx, ni de Stalin, ni del Kremlin, ni de los generales rusos destituidos.

Mateo se sintió huérfano. Además, se percató de que vivían aislados, sin saber nada… ni siquiera de la guerra. Su mundo era el sector sembrado de minas -algunas confeccionadas con cajas de cerillas- en que operaban. ¿Qué ocurría en San Petersburgo, que no había sido tomado aún? ¿Qué ocurría en Moscú y en Odessa? Parecióle que la cocina rusa, a base de grasas, le hacía daño… Temió que ya nunca más sus hombres lo llamaran "el suicida". Todo aquello era humillante. Mateo se repetía una y otra vez: "No importa. Es mi deber". Precisamente en la Hoja de Campaña habían insertado en aquellos días un mensaje de aliento que el general Millán Astray, el gran mutilado, le había enviado al general Muñoz Grandes. Y se rumoreaba que les haría a todos prontamente una visita nada menos que el héroe del Alcázar de Toledo, general Moscardó. ¿Había dudado éste en entregar a su hijo? ¿Dudaría ahora en entregar él su propia vida? Pero ¿de dónde sacar el valor? ¡Era tan duro el frente ruso! Sin contar con que, por razones incomprensibles, la División estaba allí, efectivamente, sin la menor protección aérea. La propia Escuadrilla Azul, la escuadrilla española, cuya primera víctima, en los entrenamientos realizados en Alemania, fue el teniente Luis Alcocer, había sido enviada a otro sector. El alférez Mateo Santos comprendió hasta qué punto era sagaz que muchas de las cartas que llegaban de España fueran previamente censuradas. Que se censurase todo aquello que podía lesionar la moral del combatiente. En el frente era permisible todo, menos llorar. Bastaba con que llorasen, de tarde en tarde, las muchachas rusas, cuando algún insolente les pedía con malos modos alguna cosa. Bastaba con que llorase el cielo, con que lloviese a menudo. Bastaba con que llorase el acordeón en manos de el Charlatán, un legionario con cien tatuajes en el cuerpo, uno de los cuales era el retrato de un payaso que, según él, se había muerto de risa en África, en la Legión.

Mateo, en este sentido, y puesto que su comandante, el comandante Regoyos, le había advertido que pronto se le encomendaría una "dura misión", casi lamentó que la carta de Pilar le hubiera llegado intacta, sin tachaduras, y que se le hubiera respetado el derecho de conocer a su hijo.

¡Su hijo! Mi hijo… Mosén Alberto lo había bautizado ya. Bautismo no de fuego, sino de sal y agua. El Gobernador lo había apadrinado. A los abuelos se les caía la baba mirándolo. "¿Dónde estás, Mateo?", le preguntaba Pilar. "Aquí estoy, esposa querida… -musitó Mateo, al compás del silbido continuo que emitía la linterna de Cacerola-. Aquí estoy, sirviendo a España en Tigoda y en Nitlikino. Desclavando picos que traspasan los cuerpos de queridos camaradas. Llamándole "redoble de tambor" al cañoneo ruso de cada mañana… Llamándole "organillo de Stalin" a un artilugio que dispara sucesivamente, a través de unos tubos, treinta y seis proyectiles… Jugando a la baraja, y a la barra, y a la rana. Cantando: Por el Wolchow bajaba una gabarra, con setenta falangistas gritando Arriba España. Rumba, la rumba, la rumba del cañón… Observando a los prisioneros rusos que cuando nos oyen cantar levantan la cabeza y nos escuchan con una sonrisa de ingenuo éxtasis".

La letra de la carta de Pilar no era la de siempre. No era la misma del Diario íntimo que ella empezó a escribir cuando él le regaló aquella caja de bombones con una orquídea en la tapa. Era una letra que temblaba como las llamas de los candiles que utilizaba Cacerola. Letra irregular, líneas inclinadas hacia abajo, signo de pesimismo y de tristeza, según los grafólogos.

Y la última frase de la carta de Pilar, cien veces leída, decía: "¡Oh, Mateo, que Dios te proteja!".

Esta frase se clavó en él como un dardo. ¿Qué significaría la "dura misión" de que le había hablado el comandante Regoyos? Se decía que una compañía alemana había quedado sitiada a veinte quilómetros más al sur, en un cenagal. ¿Y qué? ¿No habían muerto en la guerra de España muchos alemanes que tenían también esposas, aunque ninguna se llamase Pilar?

– Alfonso… ¿Quieres que recemos juntos el rosario?

– Me apunto… -dijo Cacerola.

Era una noche clara, fría, con muchas estrellas. Mateo, Estrada y Cacerola hicieron la señal de la cruz, mientras el Charlatán le recriminaba por enésima vez al cabo gallego que se hubiera puesto ropa de mujer entre la lana y la piel.

El rosario comenzó. Pero le fue imposible, a Mateo, "pasearse a lo largo del pasillo" como, en el piso de la Rambla, lo hacía su suegro, Matías Alvear. La sección se había refugiado, excepto los centinelas, en una isba, sin apenas poder moverse: tanta era la promiscuidad. Calentándose las manos en un plato en el que ardía un poco de alcohol, cuya llama tenía un color violáceo que debía de parecerse mucho al que presentaba la piel de muchos niños al nacer.

Mateo, al llegar a la letanía, no dijo solamente… pro nobis. Por el contrario, cargó todo el acento precisamente sobre el ora… Sí, que la Virgen, turris ebúrnea, domus áurea, foéderis arca, rezara, y velara por él, y por Pilar, y por el diminuto César, al que Mateo no sabía si Pilar enseñaría a amar o a odiar a su temerario padre, aquel falangista que una mañana, en la plaza de San Agustín, de Gerona, se alistó bonitamente porque oyó gritar: "¡Rusia es culpable!". Y porque creyó que era su deber.

Rusia culpable… ¿Y aquellos dóciles prisioneros, pues? ¿Y aquellas muchachas de admirable pudor, sensibles a una mirada de afecto, a un poco de miel y a unos caramelos? ¿Y aquellos viejecitos, con sus iconos, que de pronto gritaban: "¡Christus, Christus!"?

No, Rusia no era culpable. Los culpables eran la injusticia de los zares; el odio de los bolcheviques; los judíos poderosos de que les había hablado, a él y a Ignacio, el profesor Civil; y los partidos políticos; y Cosme Vila; y aquellos milicianos que mataron a César, al César seminarista, hermano de Pilar, cuyo recuerdo le servía siempre a Mateo de estímulo y de consuelo.

Rusia, la nación rusa, las múltiples razas rusas, el pueblo ruso que cuando se llamaba a la puerta decía da, da…, no era culpable de nada. Estaba acostumbrado a sufrir y a humillarse. Llevaba siglos siendo esclavo; y este sentimiento hizo posible el triunfo del comunismo en sus lagos y en sus tierras; el triunfo de Lenin, el hombre de la perilla irónica, aficionado al ajedrez y a los gatos.

El rosario terminó. Se hizo un silencio en el interior de la isba. El Charlatán se había dormido y Alfonso Estrada salió a orinar.

– ¿Jugamos una partida, Cacerola?

– Si no es una orden, no…

– ¿Por qué? ¿Qué te pasa?

– Querría escribir una carta…

– ¿A Gracia Andújar?

– No, a Hilda, la alemana…

Mateo sacó su pañuelo azul… ¡y su mechero de yesca! Y encendió un pitillo marca Juno. Y dijo:

– Me has dado una idea. Yo voy a escribir también…

– Dale recuerdos.

– ¿A quién?

– A Pilar.

– ¡No! Te equivocas. Voy a escribir a mi hijo…

– ¿Cómo? Estás chiflado…

– Que te crees tú eso. ¡Es un fenómeno! Sabe ya leer…

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