CAPÍTULO LXVI

Las Ferias y Fiestas de Gerona se celebraron este año normalmente, porque no hubo inundación. Los autos de choque tuvieron un gran éxito, como si la gente joven, aupada por los partes de guerra, gozara embistiéndose de mentirijillas. Las tómbolas se vieron muy concurridas, especialmente las que decían: "Siempre toca". El circo hizo las delicias de los pequeñuelos. Sus temas eran eternos aunque los payasos se lamentaban de no poder inventar juegos de palabras que rozaran la política. Echóse de menos la presencia de Paz Alvear en la barraca de Perfumería Diana. "¡Jabón para todo el mundo! ¡Jabón Diana, para los cutis más finos!". Tal vez la nota más descollante la constituyera el faquir Campoy, aquel que años atrás se hacía enterrar en la Dehesa por unas horas y volvía luego a resucitar. En esa Feria de 1941 el mago Campoy se paseó descalzo, limpiamente, sobre brasas encendidas. Un endomingado campesino, que había bajado de la comarca de Breda en busca de emociones fuertes, llegó a la conclusión de que allí había truco. Y para demostrárselo a sus compañeros, también endomingados, se agachó y tocó las brasas y se quemó la mano. El mago Campoy, entonces, en ademán elegante, con la izquierda se quitó la chistera y con la diestra le indicó el camino del Dispensario.

Luego llegó el mes de noviembre. Las especies minerales se violentaron; las vegetales empezaron a morir, como si dispararan contra ellas innumerables batallones de 'organillos de Stalin'.

Por supuesto, aquel noviembre se caracterizó por lo contrario de la monotonía. En algún lugar de la ciudad había Alguien, no se sabía quién, que parecía dispuesto a amenizar la existencia. Podía ser Rufina, la medio bruja de los traperos. Podía ser algún gigante mitológico escondido en las Pedreras. Podía ser la propia existencia, que se resistía a ser tachada de vulgar, de falta de imaginación.

Como fuere, se sucedieron las sorpresas. Sorpresas minúsculas, como el hijo de Pilar y Mateo. Sorpresas regulares, de tamaño normal, como la mayor parte de las amígdalas que extirpaban los otorrinos poco escrupulosos. Sorpresas mayúsculas, que la gente comparaba con la Catedral. "Una sorpresa como una Catedral", decían el señor Grote o el maestro Torrus, del Grupo Escolar, o el anestesista Carreras, o Leopoldo, el ladino secretario de los hermanos Costa.

Sorpresa minúscula: no hacía frío. Los abrigos y las bufandas continuaban llevándolos los maniquíes de los escaparates; e incluso el aprensivo Marcos se permitía dosificar sin temor la ración de pastillas Andreu que había previsto para su garganta. Seguía luciendo el sol. Un sol templado que rejuvenecía a los ancianos que se paseaban por la vía del tren. No faltaba quien suponía que también allí había truco, que aquello era insólito y que, por tanto, en el momento más impensado, la naturaleza se vengaría, tal vez con una nevada que convertiría a Gerona en una parodia del "sector septentrional" de Rusia. Pero mientras tanto, mientras eso no llegara, aquello era vivir.

Otra sorpresa minúscula fue el comienzo del idilio entre Gracia Andújar y el ex alférez Montero, nombrado director de la Biblioteca Municipal. A nadie podía extrañar que comenzara otro amor. El amor era algo eterno como los números del Circo o como la elegancia de algunas aves. El amor se escondía durante miles de años para, en un segundo predeterminado, tocar sincronizadamente a dos personas. Esas dos personas podían muy bien ser la hija de un psiquiatra católico, enamorado del canto gregoriano, y un muchacho como Montero, hambriento de vida, después de tanto rematar con su pistola a los condenados a muerte por el Tribunal Militar. Así que hubo los comentarios de rigor, especialmente por parte de las mujeres: María del Mar, Esther, la guapetona Adela… Pero nadie se escandalizó por la noticia. Ünicamente la madre de la muchacha, la insignificante esposa del doctor Andújar, al advertir que su hija inventaba mil excusas para ir a la Biblioteca Municipal, le dijo: "¿No crees que eres demasiado joven, hija mía?". ¡Solemne estupidez! Precisamente 'La Voz de Alerta', en una de sus espléndidas "Ventanas al mundo", había hablado pocos días antes de ciertas razas de Oceanía en las que las muchachas eran madres a los catorce y a los quince años. Así que Montero podía estar tranquilo. Gracia Andújar tenía edad suficiente para empezar a amarlo, añadiendo de rebote otro leño a la soledad de Marta.

Otra sorpresa minúscula: se produjo el previsto relevo del Delegado Provincial de Sindicatos. El indolente camarada Arjona, casado y con tres hijos, cedió el puesto al activo camarada Jesús Revilla, casado y también con tres hijos. Al camarada Arjona se le agradecieron, de palabra y por escrito, los servicios prestados y partió para Madrid, "donde tenía amigos que le explicarían el porqué de aquella humillación y le echarían una mano". El camarada Jesús Revilla, de oficio profesor mercantil y pedantón de carácter, con treinta y seis años sobre la camisa azul, que en la guerra había perdido un ojo pero se había ganado la amistad de varios consejeros nacionales, en su obligada visita a las autoridades afirmó que llegaba dispuesto a remozar de arriba abajo la organización sindical y a defender los derechos de los "productores" contra cualquier intento de oligarquía.

El general Sánchez Bravo, oyéndolo, tosió varias veces de forma tal que Nebulosa, de guardia en el pasillo, pensó: "Ése no se toma aquí una gota de González Byass". Por su parte, el obispo le dijo, al tiempo que le daba su bendición: "Que Dios lo ayude en su labor, hijo mío". El Gobernador fue, sin comparación posible, el más efusivo de los tres. Le pareció que Jesús Revilla, que era vasco, tenía dotes de mando y buena voluntad. "Estaré a tu disposición siempre que me necesites". Y luego le hizo patente que uno de los principales problemas con que debería enfrentarse sería el de la ironía de los catalanes. "Los vascos sois un poco duros, esa es la verdad. Aquí la gente tiene una agilidad mental que desconcierta. Su sentido crítico es feroz, sobre todo con respecto a los que ocupamos cargos oficiales. En principio, nos consideran francotiradores. Prefieren un buen carpintero a un Delegado de Hacienda. Procura que de vez en cuando te vean junto a tu mujer y tus hijos. Esto les impresiona mucho: la familia. Un buen padre de familia es aquí muy respetado. En fin, ya te irás enterando. ¡Y no se te ocurra decir que el Mediterráneo te parece un lago! No te lo perdonarían. Y algún domingo que otro, vístete de paisano… Eso te dará mucho prestigio".

Otra sorpresa, ésta un poco mayor, la dio el general Sánchez Bravo el día en que, por fin, se puso la primera piedra para la construcción de los nuevos cuarteles, en los solares regalados por la viuda de Oriol, cerca de la estación de Olot. El general, que solía ser parco en sus arengas, en esta ocasión se remontó a las nubes, ante el asombro de su esposa, doña Cecilia, la cual, al regresar a casa le preguntó, mientras se quitaba su nuevo sombrero y sus guantes blancos: "Pero ¿qué te ha pasado? ¿Comiste pico de loro?".

Nada de eso. Simplemente, el general echaba chispas porque un alto jefe militar, compañero suyo de promoción, residente en Madrid, lo había llamado por teléfono asegurándole que todo lo que él pudiera contarle respecto a los manejos del- coronel Triguero eran minucias comparado con lo que ocurría en la capital de España. "Te lo dije por carta y no me creíste; pero es así -le informó su amigo-. Están sucediendo cosas graves. Los ingleses ofrecen sistemáticamente el doble de lo que ofrece Alemania por nuestro mercurio, por nuestras piritas, por nuestra badana, etcétera. ¡Y hay compañeros tuyos y míos que están entrando en el juego! ¿Me oyes…, me oyes? ¿Sí? Pues continúo… Vente un día por Madrid y te contaré lo último que ha ocurrido con las veinte mil toneladas de leche en polvo que la Cruz Roja Americana nos ha enviado… Rrrrr… Rrr… Rrrrr… ¿me oyes…? Rrr… Rrrr… Rrrrr…"

Fue una lástima. El teléfono no funcionaba como era debido, y la conversación se cortó. Pero el general tuvo la impresión de que su colega de Madrid había intercalado nombres importantes, entre los "responsables de las cosas graves que ocurrían". De ahí que su discurso al colocar la primera piedra para los nuevos cuarteles fuera larguísimo, apasionado -Carlos Civil, representante de Emer, se puso a temblar- y terminara diciendo: "No permitiremos que aves de rapiña, sea cual sea su apellido, se aprovechen de la sangre vertida por nuestros soldados. Si es preciso, desenvainaremos de nuevo nuestra espada".

Todo el mundo se quedó de una pieza. Fue una sorpresa de tamaño natural.

Otra, en el transcurso de aquel mes de noviembre, corrió a cargo de Carlota, condesa de Rubí. Carlota anunció a sus amistades que… era casi seguro que estaba encinta. ¡Ah, las diabluras de su marido, alcalde de la ciudad! Por fin le había hecho caso al doctor Morell y se había ido a Barcelona a operarse; y el resultado ahí estaba. Carlota notaba un temblor inédito en las extrañas. "Puede tratarse de una falsa alarma, pero no lo creo… Tengo el presentimiento de que será verdad". Sus amigas la felicitaron de corazón. Sabía lo que aquello significa para Carlota. Una mujer de la nobleza catalana debía tener hijos. No iban a tenerlos únicamente las pobres mujeres que habitaban en los agujeros de Montjuich. "¡Oh, qué alegría, María del Mar! Ésa será la mejor "Ventana al mundo" que mi marido habrá escrito".

Otra sorpresa, que afectó de manera un poco más trascendental a la colectividad gerundense. Su protagonista fue en esta ocasión el padre de Gracia, el doctor Andújar. En efecto, el hombre consiguió, ¡ya era hora!, que la gente se enterara de una vez para siempre de que él no era simplemente "un médico de locos", sino que podía ayudar con eficacia a muchas personas, que, siendo normales, padecían no obstante de trastornos ambiguos, ilocalizables, que ni ellas mismas, y mucho menos sus familiares, podían definir.

La fórmula del éxito del doctor Andújar consistió en unas charlas radiofónicas diarias, de cinco minutos de duración, tituladas "Píldoras para pensar". Nunca los gerundenses habían oído nada parecido. Hiciéronse tan populares como los seriales y como los discos dedicados. Cabe decir que el prestigio personal del doctor Andújar había ido en aumento, aparte de que en los escaparates de las librerías acababa de aparecer una monografía suya titulada sugestivamente: "¿Está usted triste sin saber por qué?", que llamó mucho la atención y que mereció un muy elogioso comentario del doctor Chaos en Amanecer. A todo lo cual cabía añadir la grata simpatía que despertaba en todas partes el modélico comportamiento, sin ñoñerías, de sus ocho hijos, de los que se decía que iban a formar una orquesta "de cámara". "Un hombre que educa así a su familia -decía la gente- es que tiene algo en la cabeza".

¡Vaya si tenía algo en la cabeza el doctor Andújar! Sus charlas lo demostraron. En ellas trató, manejando un lenguaje al alcance de la mentalidad común, de las personas que iban encerrándose en sí mismas, rehuyendo el contacto con los demás; de las que tan pronto estaban eufóricas como perdían las ganas de vivir; de las que notaban crecientes sentimientos de aversión hacia sus seres queridos; de las que al encontrarse en un local cerrado sentían que les faltaba el aire; de las que se mareaban al cruzar una plaza desierta; de las mujeres que si se les moría un pajarillo salían fuera de la población y, anegadas en llanto, lo enterraban, etcétera.

Todas estas personas -dijo el doctor- suelen ser víctimas de incomprensión por parte de quienes las rodean. Se dice de ellas, despectivamente, que son histéricas, o neurasténicas, que lo que persiguen es ser miradas, que han nacido para dar la lata y que lo mejor es no hacerles caso o tratarlas con el bastón. Grave error. Los familiares deben saber que tales personas sufren mucho, que su sufrimiento es real, no imaginario ni fingido, y que el hecho de que al preguntárseles: "Pero, vamos a ver, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás así? ¿Por qué llevas media hora mirando ese jarrón?", no sepan qué contestar, no significa que no necesiten ayuda. Todo lo contrario. La necesitan más que si tuvieran el tifus o padecieran de anemia. Porque su mal no es meramente físico sino que de él participa el alma".

Aquel lenguaje era nuevo. Raimundo, el barbero, decía: "A mí me ha ocurrido eso en el cine. Asfixiarme y tener que salir". El patrón del Cocodrilo decía: "Conchi, la madre de Paz, cada vez que cruzaba un puente tenía miedo de caerse abajo". Mijares, el abogado Mijares, de la Agencia Gerunda y de la Constructora Gerundense, S. A., confesó que, pese a las apariencias, él sólo estaba lozano por las mañanas, mientras que a media tarde acostumbraba a pasar un par de horas durante las cuales por menos de un céntimo lo hubiera mandado todo bonitamente al cuerno. Pablito bebía materialmente las palabras del doctor Andújar. "A mamá le ocurren esas cosas -pensaba-. Y a mí. ¿Y por qué Cristina, el día que descubrió que se había convertido en mujer, dijo que tenía ganas de morirse?".

¡Sorpresa más que regular la provocada por el doctor Andújar! Despertó la curiosidad. Sobre todo porque a lo último anunció que los miércoles y los sábados, por la tarde, recibiría gratis a quienes tuvieran en casa a algún familiar cuya conducta les pareciera incomprensible. Lo cierto es que la sala de espera, en esos días, se le abarrotó. El desfile fue tal que el doctor se reafirmó en su idea: su arma principal debía ser la palabra humilde. Hablar de ciencia como mosén Alberto hablaba de las costumbres de los pescadores del litoral y como si el público al que se dirigía no hubiera rebasado los veinte años. Y mostrar una gran compasión por el universo emocional de las mujeres.

En el plano individual, proporcionaron sorpresas más que regulares don Anselmo Ichaso, director vitalicio de El Pensamiento Navarro, y Katy, la madre de Esther.

Don Anselmo Ichaso escribió a 'La Voz de Alerta', en papel príncipe timbrado en relieve, dándole dos suculentas noticias. Una, que, de acuerdo con lo que le dijo en Pamplona a raíz de su viaje de boda, estaba a punto de ser entregada a Franco una petición, firmada "por una serie de personajes españoles", rogándole que restaurase la Monarquía, "única fórmula viable para salvar al país de la encrucijada en que se encontraba, habida cuenta de la prolongación de la guerra mundial". Otra, que su hijo Javier, el mutilado, había prácticamente abandonado sus estudios de arquitectura y se dedicaba a escribir novelas. "Me he puesto furioso con él, pero ha sido inútil. Dice que tiene muchas cosas que contar al mundo y que quiere contárselo con verbos y adjetivos y no con edificios. ¿Ha oído usted, mi querido amigo, tontería semejante? ¡Ah, y le hace a usted responsable de su decisión! Afirma que usted, en San Sebastián, mientras trabajaban juntos, le descubrió el maravilloso paisaje de las ideas".

En cuanto a Katy, de repente llamó a su hija, Esther, y le comunicó que acababa de recibir una carta de Jerez de la Frontera según la cual su amigo el Duque de Medinaceli había cedido a sus obreros su finca de Villarejo, en la provincia de Jaén, para que fuera parcelada entre los más necesitados. "¿Te das cuenta, hija mía? Entre esos arranques de generosidad, los Sindicatos y la manía de tu marido de defender pleitos perdidos, vamos a tener que vender nuestro cortijo de Jerez".

Naturalmente, la muerte no podía faltar a la cita de las sorpresas. La muerte dio la suya, de gran significado para los gerundenses adultos: falleció, en él Penal del Puerto de Santa María, el doctor Rosselló, de "colapso cardíaco", según la nota escueta publicada en Amanecer.

El Gobernador recibió oficialmente la noticia y se la comunicó a Miguel Rosselló y a su hermana, Chelo. Miguel y Chelo se quedaron anonadados. En esa ocasión fue Jorge de Batlle quien tuvo que consolar a su joven esposa, utilizando argumentos similares a los que con anterioridad ella había utilizado con él.

Pero a Miguel, sustituto de Mateo en la Jefatura Provincial de Falange, ¿quién lo consolaba? Con la ausencia había aprendido a querer a su padre, y a perdonarlo. "Pero ¿qué ha ocurrido? -le preguntaba Miguel al Gobernador-. Cuando lo visité lo vi fatigado, pero sano. Y nunca había padecido del corazón". El Gobernador titubeó un momento… y por fin hizo un gesto de impotencia. "La cárcel es dura, mi querido Miguel. Tienes que resignarte".

Miguel y Chelo hubieran querido celebrar funerales públicos en memoria de su padre, el doctor Rosselló, pues estaban convencidos de que en Gerona había mucha gente que lo quería; pero el Gobernador se opuso a ello. "Lo lamento -dijo-, pero no lo considero prudente…" Fue la primera vez que Miguel Rosselló miró a su jefe con ojos coléricos. En cuanto a Chelo, se fue a ver a Marta y le dijo: "Es lamentable que la política no respete a los hombres ni siquiera después de muertos".

Tampoco podía faltar, a la cita de las sorpresas, Pachín… Pachín, en el Club de Fútbol Barcelona, triunfaba en toda la línea. En las ocho primeras jornadas del Campeonato de Liga había marcado siete goles como siete soles y se había convertido en hombre popular en España entera. Tan popular, que se pasaba el día entrenándose, durmiendo, leyendo Tebeos con displicente satisfacción… y olvidándose de Paz. Todavía no le había hecho a ésta ninguna visita, alegando "que el entrenador no le daba permiso". Y espaciaba las cartas, alegando "que escribir no era su fuerte". La llamaba por teléfono a Perfumería Diana, le decía "mi pichoncito", le prometía que se casarían cuando llegase el momento y colgaba el auricular. Paz echaba una mirada de reto a la tienda y al mundo. Pero ¿qué hacer? Su venganza consistió, al pronto, en ocuparse otra vez con tesón del Socorro Rojo y en pedirle a Ignacio las señas de su primo, José Alvear. Paz aseguró que "necesitaba con toda urgencia ponerse en contacto con él". Ignacio le dijo: "No sabemos dónde está, Paz. Te lo juro. Escribimos una carta hace tiempo a Toulouse, a la dirección que tenía antes, pero nadie nos ha contestado". El primer perjudicado fue Cefe, el pintor de retratos. Paz le dijo al artista: "Ya no me desnudo ante ningún hombre. Sois todos unos bestias".

Tampoco el señor obispo podía faltar a la cita de las sorpresas… El doctor Gregorio Lascasas, contento por aquellas fechas porque su dilecto amigo, el obispo de Salamanca, doctor Pía y Deniel, acababa de ser nombrado arzobispo de Toledo y Primado de España, comunicó a los feligreses su propósito de abrir otra Causa de Beatificación en la diócesis: la del vicario mosén Francisco…

Al señor obispo le había costado cierto esfuerzo tomar tal determinación. El hecho de que mosén Francisco se hubiese ido en calidad de voluntario con los 'rojos' al frente de Aragón, lo había desconcertado, y prefirió meditar una temporada. Pero a medida que pasó el tiempo fue recibiendo más y más noticias de mosén Francisco y todas ellas coincidían en proclamar su santidad. Un miliciano, que fue detenido en Barcelona y que declaró haber sido testigo presencial de la muerte del vicario en la checa comunista de Gorki, relató los últimos momentos de su martirio, verdaderamente patéticos. Las hermanas Campistol, que en los primeros meses de la guerra tuvieron escondido a mosén Francisco en su taller de modistas, fueron llamadas a Palacio y contaron tales detalles que el doctor Gregorio Lascasas, muy sensible a la ejemplaridad de los jóvenes sacerdotes, se las vio y deseó para contener las lágrimas. Si bien el máximo propulsor de la Causa fue, desde el primer momento, mosén Alberto. Mosén Alberto había afirmado una y otra vez que no había razón para suponer santo a César y no a mosén Francisco. "Eran almas gemelas, cada una según su condición", era su tesis. Por fin vio colmados sus deseos y fue nombrado vicepostulador; tocándole en este caso al padre Forteza el papel de "abogado del diablo". Es decir, se invirtieron los términos, lo que arrancó de ambos un comentario socarrón: "Vamos a ver si sincronizamos nuestros disparos…"

Y sin embargo, la sorpresa mayúscula, la sorpresa que iba a poner un digno colofón a todas las demás, la dio a los gerundenses el mismísimo Gobierno: el día 27 de noviembre, declarado Día del Maestro, el Gobernador Civil, el camarada Juan Antonio Dávila, recibió un oficio del Ministerio de la Gobernación en el que se disponía su traslado al Gobierno Civil de Santander.

El oficio era escueto y terminaba diciendo que el 15 de diciembre recibiría en Gerona a su sucesor y que él debería tomar posesión del nuevo destino el día 20 del mismo mes.

El Gobernador sintió, al leer aquel texto, que no le penetraba aire en los pulmones y por unos momentos temió que sus habituales y expertos ejercicios respiratorios no le sirvieran para nada. ¡Inesperado golpe! No conseguía comprender, hacerse a la idea. Estaba en su despacho, solo. Lo miró, con calma musitada. Miró el techo, las paredes, la mesa, los sillones, las alfombras, los teléfonos… El teléfono amarillo no consiguió, en esta ocasión, hacerlo sonreír. Parecióle incluso que había allí objetos que no había visto nunca. ¿Desde cuándo aquella lámpara, de pie caracoleante, detrás de la puerta?

Su primer impulso fue llamar a Madrid para pedir que se anulase la orden. Pero se dio cuenta de que sería inútil… y ridículo. ¿A quién pedírselo? ¿Al Ministro, que era el firmante del documento? ¿Al Caudillo, al que había jurado fidelidad y obediencia, con la mano puesta sobre los Evangelios?

Inmediatamente después se dijo que aquello no podía ser sino el fruto de alguna maniobra maquiavélica. Pensó seguidamente en el coronel Triguero…, e incluso en su propia esposa, María del Mar. El coronel Triguero, la última vez que le habló, le sonrió de forma más enigmática que de costumbre. ¡Tenía, el muy canalla, tantas agarraderas! En cuanto a María del Mar, no había acabado de aclimatarse en Gerona y ahora cuando fue a buscarla a Santander, la encontró, como es sabido, rejuvenecida, sonrosadas las mejillas y sin la menor prisa por regresar.

El Gobernador acabó irritándose consigo mismo.¿Por qué pensar en "maniobras maquiavélicas"? Desde un punto de vista objetivo, el traslado significaba un ascenso. Santander era capital más importante que Gerona, y sin duda lo que el Ministro perseguía con su nombramiento era poner al frente de aquella provincia, que había recibido el azote del incendio y del huracán, a alguien que la conociera a fondo: que tuviera, como él tenía, raíces en el propio lugar.

¡Y a lo mejor ni siquiera eso! Los relevos eran frecuentes, formaban parte del juego político habitual. Él mismo había estado jugando al ajedrez con los alcaldes.

Acabó reprochándose el haber pensado mal de María del Mar. ¡Ésta se alegraría del traslado, por supuesto! Se alegraría enormemente, y a duras penas conseguiría disimularlo. Pero le era fiel y por nada del mundo hubiera sido capaz de intrigar a espaldas suyas.

El Gobernador, sin saber a ciencia cierta por qué, se reservó la noticia por espacio de veinticuatro horas. Hasta que comprendió que aquello era absurdo y decidió darla a conocer.

Primero se la comunicó, naturalmente, a la familia; luego, a las autoridades; por fin, a la población.

¡Ah, cuan cierto era el refrán: "De todo hay en la viña del Señor"! María del Mar se tapó la boca con la mano pero sus ojos, efectivamente, gritaron: "¡Viva!". Pablito retrocedió un paso. Hubiérase dicho que se mareaba. "Pero…", balbuceó. Era evidente que su pesar era enorme, tanto o más que el de su padre. "Papá, ¿por qué no llamas a Madrid y procuras arreglarlo?". Cristina miró a los suyos con semblante atónito. A ella lo mismo le daba. Por el momento, las cosas le parecían sustituibles; las cosas y las personas. También en Santander tendría amigas, y una habitación con animalillos de trapo, y graciosos pijamas. También allí sería "la hija del Gobernador".

En cuanto a las autoridades, manifestaron en bloque tal pesadumbre, que el Gobernador se sintió halagado. Lo mismo el general, que el obispo, que 'La Voz de Alerta', que el jefe de Policía. "Pero ¿es posible? Nunca tendremos aquí a nadie como usted". El general, que era quien más acostumbrado estaba a aceptar los hechos, le dijo por fin: "Lo que son las cosas. Yo querría irme y me tienen aquí; usted se siente a gusto y lo mandan a su tierra".

¿Y la población? En cuanto la noticia circuló por la ciudad y la provincia, produjese una situación de perplejidad. Muchas personas lamentaron, ¡cómo no!, la marcha del Gobernador. En términos generales, éste había conseguido ganarse las simpatías de la gente. Se reconocía unánimemente que su labor estuvo presidida siempre por el deseo de ser justo. A veces tuvo que mostrarse duro. ¡Natural! ¡Los tunantes, los bribones abundaban como la mala hierba! Pero, cuando el apogeo de los juicios sumarísimos, de la represión, si alguna gestión hizo fue para salvar a los acusados y en ocasiones lo consiguió. Y aparte esto, era preciso reconocer que cuando él llegó a Gerona, en abril de 1939, recién terminada la guerra, Gerona era un solar. No había puentes, ni electricidad, ni agua, ni gas. Montañas de basura y de chatarra y la gente merodeando desnuda por los caminos. ¿Alguien podía negar que, en su gestión de dos años y pico, había levantado aquello, en la medida de lo posible? ¡Los gerundenses, trabajadores de suyo, lo ayudaron! De acuerdo. Pero él fue su conductor y su amparo, preocupándose por todo, desde la pensión asignada a las viudas hasta solicitar para los bomberos la escalera metálica que ahora poseían.

El Gobernador, que era el primer convencido de haber cumplido con su deber, por un momento soñó con que la población sería consecuente y le demostraría masivamente su gratitud. ¡Sí, esperaba que de un momento a otro vería congregarse ante el Gobierno Civil una muchedumbre pidiendo que se asomara al balcón!

Y lo cierto es que eso no ocurrió. Y que no faltó quien supuso que habría sido él mismo quien habría pedido el traslado. "Natural. En Santander tiene sus fincas…" Y otros que se encogieron de hombros diciendo: "¡Qué le vamos a hacer!", y volviendo en seguida a sus ocupaciones.

El Gobernador pulsó muy en breve este punto de aceptación fatalista entre quienes habían sido sus súbditos. Entonces, por un momento, mostró la cara aniñada de su personalidad y pronunció la palabra 'desagradecidos'. María del Mar le dijo: "No escarmentarás nunca. Eres un ingenuo. También se encoge de hombros la gente cuando lee que en un bombardeo han perecido mil ingleses o mil alemanes".

Tales palabras, preñadas de lógica, lo hicieron reaccionar. Por otra parte, ¿qué le ocurría? ¿Era posible que anduviese 'mendigando' por dentro ovaciones, el delirio? Si llevaba gafas negras era para no ver la molicie. Si vestía uniforme de Falange era para no caer en la tentación de pasar factura. Si mascaba caramelos de eucalipto era para no saborear el placer del halago.

"¡De acuerdo!", dijo. E hizo lo que debía hacer, que no otra cosa podía esperarse de un Dávila. Ordenó a 'La Voz de Alerta' que Amanecer fuera parco en los elogios de despedida. Enteróse de que algunos organismos oficiales -la Sección Femenina, las alcaldías- querían organizar una manifestación y acompañarlo en caravana, el día de la marcha, hasta el límite de la provincia, y se opuso rotundamente. ¡Ni hablar! Se marcharía silenciosamente… Con su mujer y sus hijos, y con un chófer que le prestara el general. El comisario Diéguez le pidió audiencia. Quería agradecerle no sé qué… "Agradézcaselo usted al clavel blanco que lleva en la solapa". El doctor Chaos solicitó una entrevista. "Venga, venga usted. Pero nada de lamentaciones. Hablaremos de las necesidades del Hospital, si es que cree usted que ahora, a mi paso por Madrid, puedo conseguir algo". Lo llamó el profesor Civil…

¡Ah, ése fue otro cantar! Lo recibió. Lo recibió con efusión extraordinaria. Tuvo para él frases en verdad emotivas. Pese a las apariencias, nunca había olvidado el diálogo que sostuvieron en el coche, camino de Barcelona, cuando fueron a esperar al conde Ciano. Y, sobre todo, la conducta del profesor, su extraña mezcla de energía intelectual y de mansedumbre, habían sido para él un ejemplo constante que imitar.

– Profesor Civil…, a veces nos ocurre eso. Que, sin saberlo, influimos sobre determinadas personas. Éste es su caso con respecto a mí. Usted y el padre Forteza han sido en este tiempo mis dos espejos. Se lo puedo garantizar. Más de una vez, a punto de cometer cualquier simpleza, he recordado aquellas cruces que grababa usted, con la uña del pulgar, en las paredes de la cárcel durante la guerra, y he hecho marcha atrás. De manera que lo menos que puedo hacer es manifestarle ahora mi gratitud.

El profesor Civil se emocionó de veras. Quería mucho al Gobernador.

– Mi querido amigo, gracias por sus palabras. Pero creo que ha exagerado usted. Tengo la impresión de que el ángel tutelar de su vida no habrá sido el padre Forteza, y mucho menos yo, que ya soy viejo y anticuado y que me conmuevo con exceso cuando oigo sonar las campanas de la Catedral. Creo que el gran fiscal de su vida -y le ruego que no olvide lo que voy a decirle- va a ser, a la postre, su hijo, Pablito, a quien le ruego que dé en mi nombre un fuerte abrazo. Y ahora, adiós… Y póngame también, por favor, a los pies de su esposa…

El Gobernador quedó tan impresionado por esta entrevista con el profesor Civil, que se sintió con ánimo para organizar en su casa una reunión de despedida. María del Mar, esta vez, cuidó de escribir de su puño los nombres en los sobres de las invitaciones. Y todo el mundo acudió. El hogar del camarada Dávila presentaba aquella noche un aspecto rutilante y los asistentes -doña Cecilia se dio cuenta de ello en seguida- eran más o menos los mismos que se daban cita en el baile de gala que tenía lugar en el Casino de los Señores, al final de las Ferias y Fiestas de San Narciso.

Un halo de melancolía flotaba, por supuesto, en la reunión, pues todo el mundo tenía plena conciencia del motivo por el cual María del Mar, ayudada por Pablito, por Cristina y por la doncella, ofrecía a todos aquellas copas y aquellos emparedados. Pero el camarada Dávila cumplió con suma elegancia su papel de anfitrión. Realmente supo estar a la altura de las circunstancias.

Fuera de eso, le dio ocasión para sostener breves diálogos con todos aquellos que habían compartido con él más o menos intensamente su estancia en Gerona.

Los primeros en llegar habían sido, como siempre, el notario Noguer y su esposa. Tuvo con ellos un aparte bastante largo, que terminó así:

– Vayase tranquilo, amigo Dávila. Ha sido usted eficiente, no le quepa duda. Nadie hubiera hecho más de lo que usted ha hecho.

– Sí, tal vez sea verdad. Pero a uno siempre le parece que se quedó corto. ¡Hay tantas necesidades!

– La incógnita reside en cómo será su sucesor…

– ¡Ah, lo ignoro! Le deseo mucha suerte. Por mi parte, le pondré al corriente lo mejor que sepa y le daré cuenta de las conclusiones a que he llegado en ese tiempo.

– ¿Cree usted, mi querido amigo, que ha conseguido entendernos, entender a los catalanes?

– No. Francamente, notario Noguer, no… ¡Son ustedes un problema!

Más tarde dialogó cuanto pudo con Manolo y Esther, que llegaron con cierto retraso.

A lo primero se rieron mucho, recordando cómo al principio de su mandato, cuando él tenía "la puerta abierta para todo el mundo", algunas aldeanas habían intentado sobornarlo llevándole como regalo una gallina o dejándole sobre la mesa del despacho "un duro para que se tomara un café". También recordaron el grito de: "¡Que se repita!, ¡que se repita!", con que lo obsequiaron en Darnius cuando él y Mateo y otros falangistas, en su primera visita oficial al pueblo, cantaron Cara al Sol desde el balcón del Ayuntamiento y los darniuenses pensaron que era una canción folklórica.

Pero pronto hablaron de cosas más serias. De hecho, fue Esther quien decidió que así fuese.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -le dijo al Gobernador.

– No faltaría más. Con lo hermosa que estás esta noche…

– ¿No has pensado nunca en la posibilidad de abandonar la política?

El Gobernador levantó un dedo e hizo un signo negativo. No, nunca había pensado en tal cosa… Cada día estaba más convencido de que era hombre vocacionalmente político. Lo cual, si bien tenía sus inconvenientes, como se estaba demostrando con ese traslado -y como muy bien sabía María del Mar…-, no dejaba de ser, según venía diciéndose desde hacía siglos, "menester muy noble y muy digno de loanza".

– No, Esther… No pienso pedir la excedencia, como Manolo hizo. Nuestro caso es distinto. Aparte de que las ideas de Manolo evolucionaron, mientras que yo sigo estando donde estuve, él es abogado nato y yo no. Y tampoco me veo dándoles ahora la lata a mis hermanos y mezclándome con ellos en asuntos de ganadería, de los que no entiendo ni jota…

Separóse de la pareja, porque reclamó su presencia nada menos que doña Cecilia, la esposa del general.

– ¡Juan Antonio…! -le dijo-. Que me tienes olvidada. Dime. ¿Tenéis piso en Santander, o viviréis, como aquí, en el propio Gobierno Civil?

– La verdad, mi querida amiga, no lo sé… No me ha dado tiempo a ocuparme de eso…

– Hazme caso, Juan Antonio -insistió doña Cecilia-. Búscale a María del Mar un piso aparte. A ella esto no le va. ¡Como tampoco a mí me van los cuarteles! Pero tú no eres general, ¿comprendes? Tú puedes darle ese gusto a María del Mar.

Coloquio fuera de lo común, casi extemporáneo en aquel ambiente, fue el que sostuvo con Carlota, quien se presentó con un collar que debía de tener dos o tres siglos. La pregunta que le hizo Carlota le recordó la de Esther, pues la flecha apuntaba en la misma dirección. Carlota, después de un preámbulo halagador, durante el cual le dijo que marchándose él tal vez su marido dejara también la alcaldía, le preguntó si había pensado alguna vez… en la posibilidad de que Hitler perdiera la guerra.

No era aquél el lugar indicado para ahondar en la cuestión; con tanta gente y con Pablito y Cristina pasando de grupo en grupo con bandejas en la mano. Sin embargo, el Gobernador aceptó el envite. En realidad, Carlota no fue nunca santo de su devoción, no sabía exactamente por qué.

Contestó que no, que nunca había pensado en tal posibilidad. De modo que, por ese lado, se iba tranquilo. En primer lugar, él era de Santander, no de Barcelona, donde por lo visto los ingleses habían impreso, a través de los tejidos -como en Jerez de la Frontera a través del coñac- huellas muy vigorosas. En segundo lugar, tenía fe ciega en la superioridad absoluta de los Estados totalitarios sobre los Estados regidos por la democracia. Y por último, y sobre todo, sabía leer. Sabía leer los partes de guerra. Y éstos decían bien a las claras, precisamente en aquellos días, que la campaña de Rusia, decisiva a todas luces, había entrado en su fase final. Hitler había declarado en su último discurso: "Rusia está vencida. Lo que queda por hacer es pura cuestión de trámite". Tal vez el Führer hubiera exagerado un poco, para calentar a sus soldados, puesto que en Rusia el frío parecía ser verdaderamente intenso; pero la realidad no difería mucho de tan tajante declaración. San Petersburgo estaba al caer, completamente cercado; y sobre todo, estaba al caer Moscú… ¡Todo ello sin que el grueso del Ejército alemán hubiera entrado todavía en acción! Así que, en su opinión, la suerte estaba echada.

Carlota sonrió, inclinó brevemente la cabeza y levantando la copa que tenía en la mano brindó:

– ¡Que tengas mucha suerte!

A continuación, el Gobernador habló con don Eusebio Ferrándiz, jefe de Policía, quien como siempre se presentó solo. Habló con él de un tema que calificó de "apasionante": los hermanos Costa.

– Recibirá usted un informe sobre ellos, mi querido amigo Ferrándiz, idéntico al que mandaré al Fiscal de Tasas, que por cierto no ha llegado aún, según veo… Creo que, en cuanto haya usted leído ese papel, tendrá usted por fin en sus manos a los famosos industriales. ¡Una vez más, gracias al comisario Diéguez!

A don Eusebio Ferrándiz no le gustaba hablar, fuera de la Comisaría, de estos asuntos. Pero en este caso le picó la curiosidad. Y el Gobernador, en cuatro palabras, la satisfizo.

– Sí, esta vez se han pasado de la raya. Por lo visto, andan trapicheando con una Sociedad barcelonesa, Sarró y Compañía, o algo así. Pues bien, por indicación de esa Sociedad, los hermanos Costa han sobornado a un pobre brigada que estaba a cargo de los restos de las baterías artilleras de la costa. En el depósito se guardaban no sé cuántas toneladas de cobre, procedente de Transmisiones; y se han hecho con ellas, a un precio irrisorio. Operación importante, desde luego. Y que supongo cae de lleno en el Código Militar.

Don Eusebio Ferrándiz se quedó de una pieza.

– Pero ¿es posible? ¿Ha dicho usted cobre de Transmisiones? Se referirá usted a los cables, claro…

– Exacto.

– ¿Entonces… ese brigada?

– ¡Ah!

– Mándeme usted ese informe, por favor.

– Mañana lo tendrá usted en la mesa.

El Gobernador continuó atendiendo a los invitados. Charló un rato con el doctor Chaos, el cual le dijo: "¿Se convence usted, Gobernador, de que el hombre no es libre ni siquiera de elegir el lugar de su residencia?". Charló con el doctor Andújar y con su esposa. "Doctor Andújar, ¡echaré de menos sus píldoras para pensar!". Habló con don Óscar Pinel, Fiscal de Tasas, que por fin llegó: "¿Qué, recibió usted noticias de Sólita?". "Sí, ayer. Y por lo que me dice deduzco que se encuentra en Riga, en un hospital. ¿Por qué precisamente en Riga, digo yo?". Habló con Agustín Lago. "Amigo Lago, ¿le mando un par de estufas desde Santander, para sus escuelas?". Lago sonrió. Saludó un momento a Ignacio. "Ilustre abogado, a tus órdenes". Marta estaba al otro lado, lejos, hablando con el ex alférez Montero… "Marta, eres muy valiente… ¡Te felicito!". El Gobernador se acercó al grupo que formaban Jorge de Batlle, Chelo y Miguel Rosselló. ¡El hombre hizo de tripas corazón! Sí, entre los secretos que se llevaría a su tierra -para no hacer daño a nadie-, figuraba uno que afectaba de forma muy directa a los hermanos Rosselló: su padre, el doctor, no había muerto de "colapso cardíaco" en el Penal; se había suicidado. Pero ¿a qué darles semejante noticia? "¡Chelo, el matrimonio te sienta divinamente!". Jorge de Batlle bromeó… ¿Desde cuándo era Jorge capaz de ello? "No es el matrimonio el que le sienta bien. Es el campo, es la granja…" "¡Adelante, pues, con las gallinas!". Habló con Jesús Revilla, el nuevo Delegado Sindical, quien exclamó, en tono algo irónico: "Pero ¡esto es un despilfarro! ¡Ni que fuera una Primera Comunión!". El Gobernador miró al vasco sin darse por aludido. "Es la última, camarada…"

Ahorróse el enfrentarse con el capitán Sánchez Bravo, porque casualmente aquella noche éste tenía guardia en el cuartel. De modo que, a la postre, todo salió a pedir de boca. El general le repitió: "¡Y pensar que puede usted salir de aquí!". El Gobernador había tenido el detalle de invitar a su conserje. Pero éste se sentía cohibido, al lado de su mujer, que era bajita y que se había puesto un lazo rojo en el pelo. El conserje no se atrevió a mezclarse con los huéspedes y hubiera sido más feliz sustituyendo a Pablito con una bandeja.

A una hora muy avanzada, cuando el cansancio había empezado a hacer mella en los invitados, el Gobernador solicitó un momento de silencio, y en medio del respeto general, dedicó a todos unas palabras de gratitud por su asistencia y les rogó… que le desearan el mejor acierto en su nuevo cometido, "para el bien de España".

El Gobernador y María del Mar, que estaba a su lado, húmedos los ojos, escucharon una cerrada, una prolongadísima ovación. Y poco después el salón del hogar del Gobierno Civil quedó vacío, con sólo la familia y, en el suelo, restos de pastas, con algunas botellas en un rincón y copas en todos los muebles.

Fue, para el camarada Dávila y los suyos, un momento un tanto difícil, mezcla de estupor y de nostalgia. Se miraron unos a otros. Les invadió una inevitable tristeza, que cortó Pablito diciendo:

– Bueno, me siento cansado, me voy a dormir… ¡Buenas noches! -Besó a sus padres y se retiró.

También Cristina los besó y tomó el camino de su cuarto. Pero apenas hubo andado unos pasos se volvió y dijo:

– ¡Has estado estupenda, mamá!

Entonces, al quedarse solos el Gobernador y María del Mar, se miraron… y se abrazaron. Y para evitar que aquello se convirtiera definitivamente en un "serial", el camarada Dávila le propuso a su mujer salir a dar una vuelta antes de acostarse.

– ¿Te apetece? Vamos a estirar un poco las piernas… A esta hora no habrá nadie por ahí.

María del Mar estaba agotada, pero aceptó. "Espera, que me arregle un poco". Se fue a la alcoba y regresó al instante. "El rímel se me había corrido, ¿sabes?".

Minutos después el Gobernador y María del Mar se encontraban en la calle de Ciudadanos. El Gobernador bromeó: "Bien, aprovechando que el señor obispo no nos ve, si me permites te cogeré del brazo…"

Efectivamente, la calle estaba desierta. Los impresionó oír sus propias pisadas en la noche gerundense. El sereno los reconoció y los saludó quitándose la gorra. En un establecimiento de ortopedia, iluminado, había un maniquí, un torso varonil, que arrancó de María del Mar un comentario sorprendente: "¿Por qué Agustín Lago no se coloca un brazo ortopédico articulado?".

– Habrá hecho una promesa… -comentó el Gobernador.

Al llegar a la plaza Municipal contemplaron el balcón del Ayuntamiento, el escudo de la ciudad, el reloj. Oyeron sonar la campana de la Catedral, que tanto emocionaba al profesor Civil. Los soportales de la plaza estaban oscuros y cerrados con tablones de madera los puestos de los limpiabotas. Llegaron al Puente de Piedra y se acodaron en el pretil, para ver el Oñar. De un vertedero a la izquierda salía un poderoso chorro de agua sucia. "Son los residuos de la fábrica Soler". Las casas sobre el río parecían sostenerse de milagro.

Calle de José Antonio Primo de Rivera… ¡En la Perfumería Diana había un espejo, también iluminado! El Gobernador se acercó a él, se quitó las gafas y se miró. Y le ocurrió lo que en su despacho: parecióle descubrir, esta vez en su rostro, algo que no había visto nunca: varias profundas arrugas a ambos lados de la nariz. "¿Estaban ahí -se preguntó- antes de recibir la orden de traslado?".

– Tengo frío -dijo María del Mar-. ¿Regresamos?

– Sí, querida. Ha sido un día duro para ti.

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