La vida continuó en Gerona. Los que se habían marchado a Rusia habían dejado tras sí un halo romántico o dramático, según las circunstancias de cada cual. Pero la vida continuaba, a ritmo un poco lento, debido al calor. El calor se apoderó de nuevo de la ciudad. Gotas de sudor perlaban las frentes. La gente se aireaba con el pañuelo y doña Cecilia manifestaba su nostalgia por la época en que las mujeres usaban el abanico, "Aquellos abanicos…, con aquellos motivos tan preciosos…, con aquel varillaje precioso también… El abanico era un gran adorno para la mujer. ¡Debería salir un decreto que lo declarara obligatorio!".
La ola de calor dispersó, como siempre, a los ciudadanos que podían permitirse el lujo de veranear. La Organización Sindical soñaba con el día en que todos los "productores" pudieran disfrutar de sus vacaciones pagadas en buenos albergues en el mar o en la montaña; pero de momento las posibilidades eran escasas. Los Campamentos Juveniles volvieron a funcionar, eso sí. Por algo se decía que el Frente de Juventudes era "la obra predilecta del Régimen". Y uno de esos Campamentos, el de Aiguafreda, de la Sección Femenina, se llamó este año "Campamento División Azul".
Fueron varias las familias que se marcharon de Gerona en busca de aire, de bosque y de agua. El notario Noguer, observando aquel despliegue, recordaba los veranos de antes de la guerra, cuando el paro obrero hacia estragos y los hombres se sentaban en las aceras, la espalda reclinada en la pared y la boina o la gorra caída sobre los ojos. Parecían estatuas… a punto de ponerse en pie. Daban miedo. Uno tenía la impresión de que en cualquier momento se levantarían todos y empezarían a disparar… como así ocurrió.
Ahora eran pocos los que se sentaban en las aceras. El paro obrero no existía y los hábitos -era preciso reconocerlo- se habían modificado. A la noche se organizaba alguna tertulia en las puertas, o en los vestíbulos, sobre todo en las calles poco céntricas. Pero sin boina ni gorra que ocultara los ojos. Los ojos eran visibles y ello resultaba una bendición de Dios. 'La Voz de Alerta' y Carlota se fueron a Puigcerdá, a la mansión que poseían allí los padres de la "alcaldesa". Antes de marchar, Carlota fue a la consulta del doctor Morell. La mujer quería tener un hijo y, habida cuenta de que de momento no llegaba, quiso someterse a reconocimiento. El doctor Pedro Morell no descubrió en el organismo de la condesa Carlota nada anormal.
– ¿Entonces? -preguntó ésta.
– Tal vez fuera conveniente hacerle un reconocimiento a su esposo -dijo el doctor-. No podemos olvidar que en su anterior matrimonio tampoco tuvo hijos.
Carlota asintió con la cabeza. Era cierto. Habló con su esposo… Pero 'La Voz de Alerta' puso mala cara. Sin saber por qué, le desagradaba la idea. En el fondo creía que en todo caso fallaría por su mujer.
– De acuerdo, de acuerdo… Cuando regresemos de Puigcerdá, si no ha habido novedad, iré a la consulta del doctor Morell. En Puigcerdá reencontraron viejas amistades, y 'La Voz de Alerta' fue bien recibido en la "colonia", gracias, sobre todo, a sus dotes de conversador. Su mordacidad, unida a su extensa cultura, hacía estragos. Sacó motes a todo el mundo. Descubrió que era capaz de hacer reír al prójimo, cualidad siempre halagadora. Al Gobernador lo llamó el "Aspirante", por lo de las inhalaciones. Y a Carlota, debido a su afición a las joyas antiguas, la llamó "condesa de los Rubíes".
De vez en cuando miraba a su alrededor -campos de golf, de críquet, piscina-, y comentaba, limpiándose los cristales de sus lentes de oro:
– No se puede negar que, opine lo que opine Mr. Collins, el nivel de vida aumenta…
Carlota en Puigcerdá era feliz, pese a que su padre, de la nobleza catalana, se pasaba el día quejándose del proyecto gubernamental de crear "el gran Madrid".
– ¿Han leído ustedes el periódico? Van a construir en Madrid una Ciudad Olímpica… Estadio cubierto, con capacidad para ochenta mil personas… Aparcamiento para cuatro mil coches… Etcétera. ¿Quién pagará eso? La industria catalana. Así estamos.
Otra familia que se dispersó: la de Manolo y Esther. Esther no había visto a los suyos desde la terminación de la guerra. Los añoraba tanto -sobre todo a su madre, Katy-, que decidieron que se fuera con los chicos, hasta mediados de septiembre, a Jerez de la Frontera. Manolo iría luego a buscarla, y si era capaz de resistirlo se pasaría allí una semana.
– Ya sé que aquel ambiente no te gusta -le dijo Esther-. Que las bodegas y las fiestas toreras te ponen nervioso. Pero, en fin, confío en que sobrevivirás…
Manolo estimó muy lógicos los deseos de Esther. De modo que se ocupó en todos los pormenores del viaje. Llegado el día, los acompañó a la estación. Esther llevaba un espléndido pañuelo de seda anudado al cuello y aparecía desbordante de ilusión.
– Lamento que tengáis que ir en tren…
– ¿Por qué? ¡Me encanta el tren, ya lo sabes!
Jacinto y Clara se echaban al cuello de Manolo una y otra vez.
– ¿Por qué no te vienes con nosotros, papá?
– Porque tengo trabajo, hijos…
Los tres rostros amados permanecieron en la ventanilla hasta que el convoy se perdió de vista. Entonces Manolo se quedó solo, con Gerona a cuestas, con su despacho, con su barbita a lo Saibó.
Pasó un par de días muy tristes, y ello lo unió más aún a Ignacio, con quien sostenía interminables diálogos sobre Esther, sobre la guerra, sobre la "faena" de Mateo… Ignacio dijo: "Por suerte, parece que Pilar resiste bien el golpe".
Manolo comentó:
– ¡Bueno! Eso no se sabrá hasta que nazca el crío.
De pronto, Manolo se sintió a gusto solo en casa. Respiró un indefinible aire de libertad.
– Es curioso -le confesó a Ignacio-. Ahora resulta que estas vacaciones me sientan de maravilla. ¿Quieres que nos vayamos esta noche a comer ranas a la Barca?
– Bien… ¿Por qué no?
También se dispersó la familia del Gobernador. María del Mar no había visto tampoco a los suyos desde el final de la guerra civil. Y se moría de ganas de comprobar por sí misma el estado en que quedó Santander después del incendio y qué prisa se daban en reconstruirlo.
El Gobernador estimó también que todo ello era lógico y María del Mar, llevándose a Pablito y a Cristina, se fue para su patria chica. Utilizaron el coche oficial, si bien el chófer esta vez no sería Miguel Rosselló, por cuanto éste debía permanecer en Gerona cubriendo la vacante que Mateo había dejado en la Jefatura provincial de FET y de las JONS.
No señalaron fecha de regreso. Se hablarían por teléfono todos los días.
– A lo mejor he de ir a Madrid y paso a recogeros -dijo el Gobernador.
– De acuerdo. Cuídate mucho…
Pablito abrazó a su padre con fuerza. Le dolía separarse de él. Parecíale que se iba al fin del mundo.
– ¿Quieres que me quede contigo?
– ¡De ningún modo, hijo! ¿Es que no te gusta ir a Santander?
Pablito hizo un mohín.
– Pues… la verdad es que me gusta mucho…
– Anda, pues… No seas tonto y vete con tu madre.
El Gobernador no supo si se quedaba triste o no. ¡Tenía en efecto tanto que hacer! Sin Mateo se sentía desamparado. Desamparado él, y desamparada la Falange, pese a la buena voluntad de Miguel Rosselló. Permanecía lo menos posible en casa. Y los actos oficiales continuaban ocupándole mucho tiempo. ¡Y las Fiestas Mayores! La provincia celebraba tantas… Es decir, eran tantos los pueblos que había en la provincia… Y cada uno de ellos reclamaba su presencia, como reclamaba la de la Gerona Jazz.
El problema radicaba en que no podía aplicar en todas partes el mismo discurso, pues Amanecer lo reproducía íntegro cada vez y los lectores se hubieran dado cuenta. Por fortuna, el tema de la División Azul le daba ahora mucho de sí… Además de que había descubierto un slogan que arrancaba invariablemente fuertes aplausos: El pan negro que comemos estos días es mucho más grato y confortable que el pan blanco obtenido con vilipendio.
Los hermanos Costa alquilaron una torre en Palamós y depositaron allí a sus esposas. Ellos irían y vendrían, siguiendo al compás que les marcaran la Constructora Gerundense, S. A. y la Emer. Ambas sociedades les daban mucho trabajo, pese a que Carlos Civil, el hijo del profesor Civil, estaba demostrando insospechadas dotes de mando. Pero Emer se había comprometido a entregar el 30 de septiembre las obras de la nueva Cárcel, en el vecino pueblo de Salt -se adjudicaron la subasta sin mayores dificultades- y en la misma fecha debía estar terminado el edificio de Fundiciones Costa, empresa que, como es sabido, era la íntima y personal condecoración de los dos hermanos. Además… ¡don Rosendo Sarró! Y su representante en Gerona, Gaspar Ley. No los dejaban vivir. Los Costa se habían considerado siempre a sí mismos fenómenos de actividad. Pero don Rosendo Sarró les daba ciento y raya. No le bastaba con sus exportaciones "a los países beligerantes"; ahora estaba empeñado en darle un empujón a la industria de los aglomerados de corcho -de ahí que necesitase el pequeño puerto de San Feliu de Guíxols- y en hacer combinaciones con las Compañías de Seguros. Los planes que les había expuesto a los Costa eran tantálicos… y casi ofensivos. "Ustedes se andan por las ramas, amigos míos -les había dicho Gaspar Ley-. ¡Construir una cárcel! ¡Explotar una fundición… y canteras de piedra! Lo siento, señores, pero don Rosendo Sarró, cuando habla en la intimidad, les llama a ustedes… Zos picapedreros".
Los Costa se tragaban todo esto con dificultad. Aunque comprendían que Gaspar Ley tenía razón. No obstante, su defensa era buena. "¿Es que puede usted comparar la situación de don Rosendo con la nuestra? Nosotros somos ciudadanos de tercera, como esas cartillas de racionamiento… Cada sábado tenemos que presentarnos a la Policía". "Nada, nada -insistía Gaspar Ley-. Que continúan ustedes con la mentalidad de antes de la guerra".
El amor propio de los Costa rugía… Por de pronto, apartaron por completo de los negocios a sus esposas, aunque éstas, por ser "adictas", seguían firmando todos los papeles, y cuando, los domingos, los dos hermanos se iban a Palamós y encontraban a aquéllas jugando al bridge con otras señoronas veraneantes -influencia de Esther-, ellos ponían cara de circunstancias.
– ¡Si por lo menos aprendierais a jugar! -les reprochaban ellas-. Podríais tomar parte en los campeonatos…
– ¿En los campeonatos? ¡Si mañana hemos de estar en Gerona otra vez, a primera hora!
– ¡Oh, perdón! Se nos había olvidado.
Otra pareja que abandonó la ciudad: Jorge y Chelo. De entre todas las masías que aquél poseía eligieron una cerca de Arbucias, rodeada de inmensos prados, y empezaron a acondicionarla a su gusto. Carlos Godo fue precisamente el arquitecto que, a sugerencia de Agustín Lago, les hizo el proyecto, que les encantó. Por supuesto, instalaron en la casa calefacción. Y en unos terrenos aparte, junto a la vivienda de los colonos, la granja… Por fin Jorge había confesado que sí, que no le importaría permanecer muchos días del año en la masía y poner en ella una granja. ¡Ay, las vueltas que daba el mundo! El ex aviador Jorge de Batlle, que había soñado con volar sobre Moscú, sueño que ahora hubiera podido realizar, de haberse alistado en las escuadrillas de la División Azul, se pasaba el día rodeado de libros de Avicultura. ¡Los "desafectos" de Gerona podían estar tranquilos! Jorge no los iba a perseguir ni a denunciar. Le interesaban más las incubadoras, las mezclas alimenticias y la posibilidad de conseguir huevos de dos yemas.
Chelo le decía:
– ¿Sabes que cada día tienes mejor aspecto?
Era verdad. Jorge mejoraba. Los aires de Arbucias, pueblo al que los 'rojos' habían mandado a tantos y tantos niños para protegerlos de los bombardeos, niños que luego fueron llevados a Rusia y cuya suerte preocupaba ahora a Cosme Vila, le sentaban bien. Por otra parte, adoraba a Chelo.
– Has sido mi ángel. Eres a la vez Marta y María.
– ¡Eh, cuidado…! Soy Chelo nada más.
Sólo una nube en el horizonte de Chelo: había recibido una carta de su hermana, Antonia, fechada en el noviciado, en la que ésta le decía: "Me ha escrito papá desde el Penal. Se nota que está muy triste. ¡Recemos por él!". A gusto Chelo hubiera hecho un viaje al Puerto para visitar a su padre. Pero no se atrevió a proponérselo a Jorge. En este caso concreto, no sabía cómo él iba a responder.
Una veraneante feliz: Adela. La guapetona Adela había convencido a su marido, Marcos, para que le alquilara una casita en Playa de Aro para todo el mes de agosto. Marcos se había resistido a ello, por la sencilla razón de que él tenía sus vacaciones en septiembre. Pero Adela, pensando en Ignacio -ambos se deseaban con el ardor de siempre-, le objetó que en septiembre a veces el tiempo se ponía malo. "Y yo necesito baños de sol, ya lo sabes. El médico me lo ha dicho".
¡Adela, en Playa de Aro, tendida sobre la dorada arena…! En cuanto los guardias civiles de que Julio García había hecho mención en su carta se descuidaban, ¡zas!, se quitaba el albornoz. Y le ofrecía al sol -en espera de Ignacio- su piel todavía tersa. Incluso por las tardes se subía a la azotea y allí, sin más testigo que el cielo, se desnudaba por completo y se tendía sobre un colchón rojo, de goma, pensando, pensando…
Otro veraneante feliz: la Torre de Babel. La Torre de Babel se iba todos los fines de semana a Llafranch, con un Topolino que le había tocado en un concurso organizado precisamente por Caldo Potax. Caldo Potax había convocado un fácil concurso -la altitud exacta, sobre el nivel del mar, del Santuario de Nuestra Señora de Fátima-, ofreciendo como premio el diminuto coche. Los acertantes fueron muchos y se procedió a efectuar entre ellos el consabido sorteo, saliendo favorecido el ex empleado del Banco Arús, que sin duda estaba de buenas. ¡Los gerundenses se reían viendo a la Torre de Babel en el Topolino! Pero todo era propaganda para la Agencia Gerunda. La Torre de Babel, dada su estatura, para entrar en el vehículo se veía obligado a encogerse como mosén Iguacen ante el señor obispo, y para conducir debía separar grotescamente las piernas. Pero la Torre de Babel hacía todo eso con gusto y silbaba por esas benditas carreteras, rumbo a Llafranch… A veces -muy pocas- silbaba antiguas canciones de la UGT.
Dispersión veraniega… En las grandes plazas de toros, la llamada Fiesta Nacional iba recobrando el auge de otros tiempos. El señor Grote, en el Café Nacional, afirmaba que dicho auge coincidía siempre con las dictaduras, las cuales hurgaban con admirable ahínco en la llamada entraña de la raza. "Y en España, amigos, ya se sabe. Si hurgamos, de verdad de verdad, en la entraña de la raza, encontramos un toro".
En cambio, el fútbol se había concedido una tregua hasta el otoño, excepto la celebración de un partido internacional con la "nación hermana", Portugal. Dicha tregua influyó decisivamente en la conducta del capitán Sánchez Bravo, presidente del Gerona Club de Fútbol, el cual hizo saber a los restantes miembros de la Junta Directiva que hasta el 1 de septiembre no quería oír hablar ni de jugadores, ni de árbitros, ni de césped verde. "Necesito ocuparme de mis cosas, ¿comprenden?", alegó. "¡No faltaba más!". Ah, las "cosas" del capitán Sánchez Bravo eran sencillas: el póquer, los Concursos Hípicos… y darle el golpe de gracia a su padre en el asunto de la construcción de los cuarteles. Podía decirse que el pleito estaba prácticamente resuelto a favor de la empresa Emer, de modo que el capitán esperaba que le cayeran de un momento a otro cien mil pesetas, en billetes sin estrenar. Mientras, se dedicaba a lo dicho y a Silvia, la manicura; es decir, competía, en circunstancias ventajosas, con Padrosa. Porque Silvia se pirraba por los uniformes. Por los uniformes y por actuar en el cine. Había leído en La Vanguardia que la productora Vizcaya Films ofrecía oportunidades a las señoritas de 17 a 25 años que quisieran ser estrellas. "Desde el lunes próximo -decía La Vanguardia- puede usted ser estrella de cine. Preséntese en Barcelona, calle Aribau, 150, bajos, y empezará su carrera". Silvia estaba dispuesta a hacer el viaje; pero el capitán Sánchez Bravo le dijo: "Mucho cuidado. Lo más probable es que el gerente de Vizcaya Films sea un tipo gordo, mucho más bajito que yo, con ojos de sátiro". "¡Jesús! -exclamó Silvia, juntando las piernas-. No me asuste usted, capitán…"
Los niños que no habían tenido cabida en los Campamentos, también holgaban. Y se dedicaban a bañarse en el Ter, a jugar a matar rusos -ya no mataban ingleses- y a apedrear los trenes que pasaban. Esto último constituyó una novedad, que sólo el doctor Andújar hubiera podido interpretar.
Paz Alvear, en cambio, no sólo no holgaba sino que podía decirse de ella que trabaja a destajo. ¡La Gerona Jazzl El dueño de Perfumería Diana le concedió las debidas vacaciones y por su parte la muchacha le dijo a Cefe: "Cefe, hasta octubre no me verás el pelo… y todo lo demás". Pero la Gerona Jazz le ocupaba todo el tiempo. A veces, por la tarde, tocaban en un sitio, y por la noche, en otro, lo que a los músicos les iba de perlas para el trasiego de productos alimenticios en el compartimiento del taxi y en el interior del bombo, bombo cuyas dimensiones eran tales que Paz temía que acabara llamando la atención. Damián, el director, sabía muy bien que el éxito de la orquesta se debía en gran parte a Paz. ¡Pero ésta se mostraba caprichosa y le planteaba problemas! últimamente, por ejemplo, se había empeñado en recibir lecciones de canto. "Pero ¿es que no lo comprendes? -se desgañifaba Damián-. Si tu fuerza consiste precisamente en que tu voz es inaguantable… No aspirarás a cantar en el Liceo, ¿verdad?". Paz acabó dándole la razón. Lo malo de Damián era eso: que siempre tenía razón, que siempre la aconsejaba cuerdamente.
Mes de agosto, pues, triunfal para la prima de Ignacio. ¡Tomó posesión del piso que le había proporcionado Agencia Gerunda, piso bonito y alegre, aunque desamueblado por el momento! Sin embargo, llegó lo que tenía que llegar: el conflicto Pachín. Éste obtuvo la licencia prevista, causó baja en el Ejército y se marchó de Gerona rumbo a Asturias, a visitar a su familia, familia minera, en el pueblo de Cangas de Onís. Se despidió de Paz más enamorado que nunca. Loco por ella. Y prometiéndole regresar pronto y discutir juntos, como habían acordado, el porvenir… Pero a las tres semanas Paz no había recibido más que un par de cartas del chico, y precisamente en una de ellas éste le comunicaba que su fichaje por el Club de Fútbol Barcelona, para la temporada venidera, podía considerarse un hecho.
Paz, al leer esto, se encalabrinó.
– ¡Como me haga una faena -le dijo a Damián-, lo mato!
– Por favor, muñeca, no digas eso… -le riñó el director de la Gerona Jazz-. Pachín dará muchos días de gloria a España con sus cabezazos. Respétalo… Ahora que tienes piso nuevo, debes empezar a ser patriota.
– Eres un bruto -gruñó Paz-. Un botarate… ¡Yo también ficharé por alguna orquesta de Barcelona!
– Ni pensarlo -replicaba Damián, moviendo la cabeza-. Aquí eres "sensacional". En Barcelona serías una más… A menos que te decidieras por algún cabaret, lo que a Pachín le sentaría como una patada en las espinillas…
El gran consuelo de Paz era su tío Matías, al que visitaba en Telégrafos con frecuencia. La sonrisa de Matías al verla la compensaba de muchos sinsabores. "¡Entra, entra, sobrinita! Me ayudarás a pegar estos telegramas…" Paz pegaba uno siempre, simbólicamente, en el papel azul. Y luego se sentaba a fumar un pitillo con su tío y con el depurado Marcos.
– Estoy reventada… Anoche terminamos a las cuatro…
– ¿Qué te ocurre? ¿Estás afónica?
– Siempre lo estoy por las mañanas. Y no debería fumar… Luego, después de comer, se me pasa.
– ¿Quieres tomarte un café?
– Bueno…
Marcos, al oír esto, se levantaba y le ofrecía el termo que llevaba siempre consigo, mucho más pequeño que el que les fue entregado a los voluntarios de la División que salieron para Rusia.
El otro consuelo de Paz era Gol, el gato, que ahora, en el nuevo piso, vivía como en un mundo alucinante. Gol echaba de menos -y a veces a su ama le ocurría lo mismo- los mugrientos rincones del piso que fue del Cojo.
¿Y Marta…? ¿Qué era de Marta en aquella estación veraniega?
Lo de siempre: el Campamento en Aiguafreda, el Campamento llamado División Azul… Tomó posesión de él dos días después de la marcha de los divisionarios. Y en él pasaba las horas intentando olvidar a Ignacio. Para ello hacía cantar a las chicas una y otra vez el himno Prietas las filas y una melodía cuya letra decía:
Bajo el sol y cara al mar está nuestro campamento de educación y solaz…
Lo cual no significaba que la vida le resultara monótona. Siempre ocurrían cosas, y siempre había algo que celebrar. Por ejemplo, el 3 de agosto hubo gran holgorio en el Campamento. Había sido declarado Día del Amanecer, no en atención al periódico gerundense sino a que en tal fecha Cristóbal Colón salió por primera vez rumbo a América… Día de América. Marta hizo a las niñas a su cargo un discurso que le salió muy bien. Cantó la gesta de los Reyes Católicos y de los conquistadores castellanos y extremeños. Añadió que, según varios historiadores, era muy posible que Colón no fuera italiano, sino español, y explicó a su adolescente auditorio que los primeros grandes cartógrafos del mundo fueron asimismo españoles -exactamente mallorquines y catalanes- y que a ellos se debía el primer mapa del Mediterráneo, de aquel mar ilustre en cuyas orillas tenían ellas instalado el Campamento.
Otra fecha importante en Aiguafreda fue el 8 de agosto. El día 8 de agosto murieron, en circunstancias muy diversas, Bruno Mussolini, hijo del Duce, y Rabindranath Tagore, el poeta indio preferido de Gracia Andújar.
Bruno Mussolini murió en accidente de aviación en los alrededores de Pisa. Su vida joven y heroica se inclinó mucho más que la famosa Torre de dicha ciudad; y el Duce acudió a llorar a su lado. En cuanto a Rabindranath Tagore, murió, a los ochenta años de edad, en Calcuta, víctima de una grave dolencia. Su legendaria barba se quedó yerta para siempre, y acudieron a llorarlo todos los poetas jóvenes de la tierra.
Marta trazó rápidamente la semblanza de los dos hombres. De Bruno Mussolini dijo que a los diecisiete años abandonó estudios y familia para ir a luchar a Etiopía, y que desde entonces había servido, siempre como aviador, a su patria… y a España, puesto que combatió en una escuadrilla italiana cuando la guerra civil española. "Ha muerto como un héroe, mientras probaba un nuevo tipo de cuatrimotor de bombardeo". De Rabindranath Tagore dijo que a los dieciocho años había escrito ya siete mil versos y que fue también un gran patriota, que defendió toda su vida la causa de su pueblo, la India, contra el colonialismo inglés. "Hace diez años devolvió al Rey de Inglaterra todas las condecoraciones que había recibido de sus manos, por considerarlas símbolos de deshonor, puesto que la policía británica efectuó por aquellas fechas una cruel matanza entre la población india".
– Camaradas, recemos, junto a la hoguera de este Campamento, un padrenuestro por el alma de Bruno Mussolini, símbolo de la juventud heroica, y otro padrenuestro por el alma de Rabindranath Tagore, símbolo de la vejez y de la sabiduría. Los dos acaban de escribir, cada cual a su manera, su último verso. Que Dios los tenga en su gloria.
Ignacio, aquel verano, vivía dos vidas: una, la de Gerona, con sus padres, con Manolo, con su trabajo, con Pilar; otra, la de los fines de semana, con sus visitas a Adela, en Playa de Aro, y a Ana María, en San Feliu de Guíxols.
Con respecto a Ana María, Ignacio disfrutaba en aquellos meses de una gran ventaja: don Rosendo Sarró, muy ocupado con el volframio y similares, estaba siempre de viaje o al frente de su despacho en Barcelona. Apenas si hacía alguna que otra escapada a San Feliu de Guíxols. Ello dejaba el campo libre a la pareja, pues la madre de Ana María había terminado por decirle a su hija: "Conoces mi criterio: creo que te estás precipitando. Pero considero que ya eres mayorcita. Por lo tanto, haz lo que quieras".
La vida de Ignacio en Gerona era intensa. El ritmo lento que el calor había marcado a la ciudad no rezaba para él. La salud del muchacho era tan espléndida que le sobraban energías. Había perdido hasta la costumbre de dormir la siesta. Ahora, después de comer, se dedicaba a escribir cartas. Le había entrado la comezón de la correspondencia, un poco porque descubrió que llegar a casa y oír que su madre le decía: "Hay varias cartas para ti", lo hacía sentirse importante. Rasgaba los sobres con aire disimuladamente solemne, enarcando un poco las cejas. Luego guardaba las cartas en el bolsillo, sin dar explicaciones; a veces se acercaba al balcón del comedor y, pese a las ordenanzas municipales, tiraba los sobre al río.
Naturalmente, escribía a Ana María, pero también a antiguos camaradas de la Compañía de Esquiadores, cuyo paradero de pronto le interesó. Entre éstos se contaba Moncho, ¡que había terminado, en junio, la carrera de Medicina! Le escribió tres veces en quince días, rogándole que fuera a Gerona a verlo. Por fin Moncho accedió. También escribió, con la excusa de hablarles de Cacerola, a Royo y a Guillen, al Valle de Tena. De hecho, lo que persiguió al hacerlo fue cerciorarse de que los dos esquiadores con los que compartió tantas guardias y tanto frío y que se pasaron la guerra hablando de vacas y de mujeres, no sabían apenas pergeñar unas líneas y cometían más faltas de ortografía que Paz. Escribió también a Toulouse, a madame Geneviéve Bidot, preguntándole por José Alvear, de quien no sabían nada. Contestó a Julio García. Una carta larga, en la que le daba al ex policía amplias noticias de la actualidad gerundense y le pedía que le enviara revistas norteamericanas. Escribió a Ezequiel. ¡Y a David y Olga!, de quienes había recibido por Navidad una tarjeta con las señas. Sí, de repente Ignacio sintió necesidad de volver a conectar con los maestros. El verano tuvo la culpa de ello: el recuerdo de Olga saliendo del mar a medianoche… ¿Qué estarían haciendo en Méjico, aparte de publicar libros que el obispo de Gerona hubiera juzgado perversos? David y Olga le contestaron a vuelta de correo… Sus palabras rebosaban de cariño y de nostalgia. Le repetían mil veces "Querido Ignacio". Estaban bien, dedicados a la editorial, a organizar actos culturales en el Centro Catalán y a redactar, ¡otra vez!, un Manual de Pedagogía…, ahora con la experiencia acumulada con la derrota. Además le decían que "un español no era del todo español, no estaba completo, si no conocía a Méjico".
– Curioso… -comentó Ignacio, para sí-. Ahora resultará que soy español sólo a medias.
No obstante, se dio cuenta de que seguía queriendo también mucho a los dos maestros y que el vacío que su marcha había dejado en él no podría colmarlo nadie.
Al margen de su sarampión epistolar, Ignacio trabajaba lo suyo en el bufete de Manolo. Precisamente en aquel mes de agosto se produjo el primer choque entre los dos abogados: Manolo-Mijares. Un asunto de límite de propiedad. La Constructora Gerundense, S. A., compró unos terrenos para instalar una fábrica de papel y los propietarios colindantes pleitearon. Había una cláusula confusa en las escrituras y dichos propietarios se sintieron lesionados en sus intereses. Mijares defendería a la Constructora Gerundense, S. A., y Manolo a la parte demandante.
– Algún día tenía que llegar -le dijo Manolo a Ignacio-. Ya estamos frente a los hermanos Costa. Y voy a profetizarte algo: antes de un año tendremos que habérnoslas con tu futuro suegro… No sé qué va a ocurrir, pero ocurrirá algo. Y ése será el primer pleito que defenderás tú sólito, en la Audiencia.
Ignacio se llevó las manos a la cabeza.
– ¡No, por favor! ¡Eso no…!
Manolo lo miró irónicamente.
– ¿Qué te ocurre, Ignacio? Algún día has de hacer oír tu voz en la Sala, ¿no crees? -Viendo que Ignacio seguía con cara de susto, añadió-: Si, llegado ese día, no has reaccionado aún, le pediremos a tu prima que te preste el micrófono…
Ésa era la gran fuerza de Manolo: su sentido del humor. Manolo lo atribuía a que había leído mucho a Chesterton y a Bernard Shaw, y no era cierto. Era algo innato, y la vida lo divertía. Gozaba viviendo y buscándoles matices a las situaciones. "Si no le diéramos color a ese acto extraño que es respirar, los días se harían interminables", solía decir.
Ignacio había comprobado esto con motivo de la ausencia de Esther. Manolo no sólo superó su tristeza inicial, sino que aprovechó al máximo su independencia. En una de las cenas que organizaron los dos en el casi solitario restaurante de la Barca, desde cuya terraza se oía discurrir el agua del Ter y el diálogo nocturno de los árboles de la orilla, el jefe de Ignacio le confesó a éste que había hecho honor al temperamento macho de la raza: había engañado a Esther, por primera vez desde que llevó a ésta al altar.
– Pero no temas. No ha sido con la doncella… Eso hubiera sido humillante para mi mujer. Y para mí… Me ha salido al paso una señora… ¡Bueno! El caso es que lo he aprovechado. Con alevosía y, naturalmente, con nocturnidad.
Ignacio se quedó perplejo… sólo a medias. Estaba acostumbrado a confesiones de esa índole. Todos los maridos adúlteros que conocía, aunque no hubieran estado en Méjico, no se consideraban españoles ciento por ciento si no le habían contado su aventura a un amigo. Él mismo, Ignacio, sin ser marido aún, ardía en deseos de contarle a alguien sus relaciones con Adela. Le faltaba este detalle para encontrarle todo su sabor.
– Así, pues… -dijo Ignacio, contestando a la confesión de Manolo-, lo que tú entiendes por darle color a la respiración es que Esther, a su regreso, no te encuentre desentrenado.
– Exacto.
Entonces Manolo se creyó en la obligación de disculparse.
– No es que alabe mi conducta, entiéndeme… Pero ese bochorno de agosto… ¿Te das cuenta?
Manolo encendió una pequeña pipa que acababa de comprarse. Pero la temperatura era tan tibia, que acto seguido la apagó y encendió un cigarrillo.
– Verás… Esther es muy celosa, ¿sabes? No puedes hacerte idea… ¡Sí, comprendo que te sorprenda! Lleva pantalones, juega al tenis, es liberal… Monsergas. En este asunto me tiene en un puño. Me controla al minuto. Y ahora resulta que tiene motivos para ser así… Ahora resulta que obra santamente…
Ignacio no sabía que decir.
– Me fastidia este control, Ignacio. Así que, en cuanto se ha presentado la ocasión, he traspuesto la barrera… como cada quisque.
El cigarrillo de Manolo punteó en la semioscuridad. Ignacio le preguntó a Manolo:
– Por curiosidad…Si Esther se enterase de esto, ¿te lo perdonaría?
Manolo abrió los ojos de par en par, con expresión cómica.
– ¡Ni pensarlo…! Se quedaría en Jerez con sus papas. Y borraría mi imagen de la memoria de mis hijos.
Ignacio porfió con malicia:
– Y si ella te hiciera a ti algo parecido, ¿qué?
Manolo se acomodó en el sillón.
– Me pegaría un tiro.
Ignacio movió la cabeza.
– Entonces… -dijo-, todo eso de Bernard Shaw y de Chesterton y de Oxford, nada… Entonces resulta que sois tan ingleses como pueda serlo mi amigo Cacerola.
Manolo se encogió de hombros.
– Así es…
Ignacio se quedó pensativo. En el fondo le había impresionado que Manolo hubiera engañado a Esther. Manolo se dio cuenta y le dijo:
– Todo esto te demostrará una cosa, Ignacio: el matrimonio es un compromiso extraño… En el mejor de los casos se sostiene por un hilo… -marcó una pausa-. La convivencia, entiéndelo… La convivencia es algo terriblemente difícil.
Nueva sorpresa. El tono de Manolo era reticente.
– Pero tú has tenido suerte, ¿no es cierto? Vuestro matrimonio… prácticamente es perfecto.
Manolo continuaba arrellanado en el sillón. El agua del Ter seguía bajando, al amparo de la noche.
– No lo creas… ¡En fin! No me considero desafortunado… Esther y yo… nos llevamos bien. Pero nos llevamos bien sobre todo cuando hay gente delante.
Ignacio se tomó de un sorbo el café que había dejado enfriar.
– ¿Quieres decir… que cuando estáis solos os peleáis?
– ¡No! Eso nunca… Es decir, en raras ocasiones. Nos queremos… ¡Por Dios, no pongas esa cara! Nos queremos, chico, nos queremos de verdad… La cosa no va por ahí. Pero te repito que la convivencia… ¡Oh, qué difícil resulta explicarle esto a un soltero!
– Lo siento, Manolo; pero si no me pones algún ejemplo…
– ¿Algún ejemplo…? -Manolo estaba tranquilo-. Pues verás. Entrar en el cuarto de baño cuando ella acaba de bañarse y encontrar el espejo empañado con el vaho caliente… Al principio, uno llega a respirar hondo ese vaho. Es íntimo. Es excitante. Ahora me fastidia. He de dominarme para no coger la toalla y hacer un claro en el espejo que me permita empezar a afeitarme…
Ignacio se rascó con el índice la ceja izquierda.
– Puedes afeitarte en otro momento, ¿no?
– ¡Ahí está! Claudicación… ¿Es que no me escuchas? Al principio ese vaho me gustaba…
– Ya…
Manolo prosiguió:
– Otro drama… Tú sabes que tenemos unas vértebras en la espalda, ¿verdad? Pues bien, exactamente la tercera, la tercera vértebra, le duele a Esther… He de darle friegas todas las noches, con una pomada que hasta ahora le mandaban de Gibraltar… -Manolo añadió-: Huele. Es una pomada que huele… Y además, en el contrato no figuraba que un día empezaría a dolerle a Esther la tercera vértebra.
Ignacio se rascó con el índice la ceja contraria, la derecha.
– Pero… ¡todo esto es una broma!
– ¿Una broma? ¿Has dicho una broma? -Manolo llamó al camarero para pedirle coñac-. ¡Bueno…! No hay nada peor que la insensibilidad. Y esta noche, querido Ignacio, eres insensible… Uh coñac, por favor.
El camarero viró en redondo y fue por la botella.
Manolo sonrió.
– ¡Ah, el matrimonio…! Me las sé todas, Ignacio. ¿Quieres otro matiz de la cuestión? Eso de adivinar lo que el otro está pensando… y de saberse de antemano los gestos que hará… Hay quien dice que ahí radica la felicidad. ¡Supongo que se referirá a la vejez! Y yo acabo de cumplir los treinta y seis… ¿No será que el hombre es polígamo?
Manolo se rió. El camarero llegó con la botella de coñac y dos copas, como si se hubiera dado cuenta de que Ignacio también necesitaba vigorizarse. Manolo esperó a que el camarero se fuera y luego prosiguió:
– Esther… Caprichosa… Con sus pantalones de raya perfecta… Con sus jerseys, que son un primor… ¡Demasiado elegante, Ignacio! Y yo he de imitarla, ponerme a tono… ¿Crees que me gusta ese sombrerito tirolés, que llevo en invierno? Pero he de hacer pendant… -Manolo se tomó de un trago el coñac-. ¡Ay, amigo mío, mi pasante…! A ti, con Ana María, va a ocurrirte algo parecido… Y eso que la prefiero mil veces a Marta, que a lo mejor ahora estaría en la División Azul… Sí, va a ocurrirte lo mismo, a menos que don Rosendo Sarró caiga en manos de la Fiscalía y lo manden a Garrapinillos… ¿Te fijaste en el dúo Esther-Ana María la noche de la procesión? Parecían gemelas… Ana María también ocupará el cuarto de baño antes que tú, y tú, para afeitarte, también tendrás que coger la toalla y hacer un claro en el espejo…
Ignacio hizo un esfuerzo y consiguió sonreír.
– ¡Bien! -dijo-. Pero yo tengo una gran ventaja sobre ti, por lo que veo: no me importará no hacer pendant. No llevaré nunca sombrerito tirolés.
Fuera de Gerona, Adela y Ana María…
Lo de Adela era una llama.
– Te necesito, Ignacio. Ven, acércate, abrázame…
Adela mandaba a los chicos y a la criada fuera, a jugar a la playa o a que pasaran la tarde en Torre Valentina, y esperaba el autocar que trajera a Ignacio. Desde la ventana lo veía pararse en la carretera. La casita que le había alquilado Marcos en Playa de Aro se erguía sobre un montículo, disponía de salita trasera, hacia el bosque. Era muy difícil que alguien los sorprendiera. No había vecinos. Y Marcos tenía guardia en Telégrafos, en Gerona, precisamente los sábados y los domingos.
Era una fusión erótica y nada más. Nada más por parte de Ignacio. Pero Adela le estaba tomando afecto al muchacho. "Eso… engendra cariño, ¿sabes?".
Adela era una experta en cuestiones de amor. Conocía el valor de un lunar pintado hoy aquí, mañana allá. Y sabía adoptar posturas, previamente ensayadas en el espejo -como se decía que Hitler preparaba sus discursos-, que hubieran puesto nervioso al propio Cefe, pintor de desnudos.
– Pero ¿dónde has aprendido todo eso, guapa? -le preguntaba Ignacio-. No será en el Kama-Sutra, ¿verdad?
– El Kama-Sutra… ¿Y eso qué es?
– Quiero decir que no creo que tu marido sea precisamente un maestro…
– ¡Ji, ji! Marcos… el pobre… ¿Me vas a obligar a decirte… que he conocido otros hombres antes que tú?
Adela quería darle celos a Ignacio.
– No te obligaré a nada, Adela… Anda, yo también te necesito. Ven, acércate…
Ignacio, antes de abandonar la casa, tenía que admirar el último bañador que Adela se había comprado. Y subir a la azotea, donde ella se ofrecía al sol. Y luego el chico se tomaba una merienda fenomenal.
– Hay una cosa que me horroriza: pensar que algún día puedo perderte…
– Pero, mujer… No me perderás nunca. ¿No ves que estoy loco por ti? ¿Te das cuenta de que expongo mi pellejo?
– Sí, pero… ¿y cuando te cases?
– ¡Por favor, Adela! Eso está muy lejos… Y además, ya veremos.
– Sí, claro, ya veremos… Yo querría una seguridad, ¿comprendes?
Por suerte, Adela sabía sonreír en el momento oportuno.
– Sí, tienes razón, Ignacio. Hay que vivir el presente… ¡Ay, bendita Playa de Aro! -Adela miraba hacia el mar-. ¿Quieres otra tostada con mantequilla?
– Pues… sí.
La despedida era siempre frenética. "Ahora, otra vez sola… Otra semana esperando el autocar".
En San Feliu de Guíxols, Ana María… Cambio de decoración. Allí lo que importaba mayormente no era lo presente sino lo futuro.
Ignacio llegaba cada semana a San Feliu abochornado. Cada vez tenía que inventar excusas, pues nunca sabía la hora de llegada. A Ana María le hubiera gustado ir a esperarlo a la estación. Precisamente aquel tren pequeño, asmático, le hacía gracia. Pero Ignacio le decía: "No te molestes. A lo mejor vengo con alguien en coche… No sé a qué hora terminaré el trabajo. Compréndelo".
Daba igual. Por fin se reunían y se iniciaba, hasta el domingo por la noche o hasta el lunes, aquel idilio profundo, sincero, que la anécdota de Adela y su lunar móvil no conseguía romper.
San Feliu de Guíxols estaba hermoso aquel verano. Las cicatrices de la guerra iban desapareciendo. Habían reparado y limpiado por completo el rompeolas y también, y a conciencia, el paseo del Mar. En el rompeolas circulaba siempre la brisa y desde la rotonda del faro se veía una gran extensión de azul. Y el agua al rebotar contra las rocas de contención arrancaban sonoridades misteriosas, que excitaban la imaginación de Ignacio. "¿Sabes, Ana María, que en el Manicomio hay un torrero que afirma que los peces se siembran?".
– ¿Cómo? ¡Qué curioso!
La imaginación de Ignacio era el mejor antídoto para Ana María, tocada a veces de una lógica excesiva. Ana María tenía una gran sensibilidad, pero le costaba inventar mundos. Los dibujos de Félix, el protegido de los hermanos Costa, la hubieran desconcertado. Estaba segura de que lo intocable no se podía ver. Mejor dicho, ella se sentía incapaz de ver lo intocable. En cambio, Ignacio le aseguraba que, pese a las teorías del doctor Chaos, el espíritu era más verdad que el cuerpo, los deseos más reales que la nariz y que en el interior de cada cosa habita un duende.
– Todo es subconsciente, ¿comprendes, Ana María? Nos movemos por impulsos ignorados, como esa agua que viene de lejos. Por impulsos que no son nuestros, que no nos pertenecen. A ti, por ejemplo, te asusta el viento. Lo he notado; a mí, por el contrario, me gusta. ¿Por qué será? Algún antepasado tuyo se vería envuelto en una galerna o en un huracán… A mí, como sabes, me dan asco los mariscos… Hay aquí algo oculto, remoto… Debes leer a Freud. ¡Y preguntarle qué son los sueños!
Por cierto, ¡si te contara lo que soñé anoche! Oh, sí, todo tiene un significado, incluso esa voracidad que nos invade a veces al ver una tostada de pan untada con mantequilla…
San Feliu de Guíxols estaba hermoso porque los pescadores, en los bancos del paseo del Mar, tomaban el sol y miraban el rizado del agua más allá del puerto y la Punta de Garbí, intentando profetizar el tiempo que haría. Ignacio decía que los pescadores miraban raramente al cielo, o que sólo lo hacían como orientación, con un sentido funcional. Lo que les interesaba de veras era el mar. "Los que miran al cielo son los campesinos, la tierra, la tierra escueta y parda, es terriblemente inexpresiva. Es mucho más expresivo el mar".
Una nota desagradable en el mar de San Feliu de Guíxols: el balandro de don Rosendo Sarró. Se lo habían construido durante el invierno, de acuerdo con sus instrucciones. Allí estaba, como una bandera, como una admonición. Blanco, con unas franjas encarnadas. Un poco como si fuera de la Cruz Roja… Se llamaba Victoria.
– ¿Por qué le pusisteis ese nombre? Debía llamarse Ana María…
– No, Ana María no le pega a un balandro. Aunque Victoria tampoco me gusta. No sé…
– Yo sí lo sé… -decía Ignacio-. Tu padre le puso un nombre autobiográfico.
Ana María se reía. "_ Aquel verano había mucha más gente que el anterior. Amistades de Ana María y de los padres de ésta. Ignacio fue presentado a ellas. Todavía Ana María no se atrevía a decir: "Mi novio…", o "mi prometido…" Decía: "Os presento a un amigo… Ignacio Alvear".
El nombre gustaba a las amigas de Ana María. Y les parecía bien que fuera abogado y que tuviera el pelo negro y unos ojos que perforaban las cosas. Ahora bien, ¿y su familia? ¿De qué familia era? Porque Ana María rehuía, durante la semana, salir a solas con otro muchacho…
– Su padre es funcionario de Telégrafos.
Los pensamientos de las amistades de la familia Sarró retrocedían. Pero a Ana María no le importaba. "Son señoras cursis. Y mis amigas, niñas bien…" Ana María era valiente, lo era su amor. Lo era tanto, que la chica se había puesto a estudiar mecanografía y taquigrafía con el objeto de ayudar a Ignacio una vez casados. Su madre le había comprado una máquina portátil y se pasaba un par de horas cada tarde tecleando. Y tres veces a la semana iba a clase de taquigrafía con un esperantista de San Feliu, un hombre que escribía a una velocidad increíble. "Como siga usted así, pronto escribirá más de prisa que yo". Ignacio se sentía conmovido por aquella prueba de buena voluntad.
– Es lo menos que puedo hacer. Porque no puedo estudiar Derecho Romano, ¿verdad? Soy ya vieja para eso…
Ana María gozaba con cualquier cosa. Bailando sardanas, desde luego. Trenzaba los pasos con gracia singular. Y se miraban haciendo signos de aprobación. También gozaba mucho saliendo de paseo en bicicleta con Ignacio. Ana María tenía una bicicleta rutilante, último modelo. Ignacio se veía obligado a alquilar una, vieja y torcida, de manillar alto y ridículo, pero que servía para la ocasión.
A veces, pedaleando, pedaleando, llegaban hasta Playa de Aro… E incluso hasta Palamós. El asfalto y la brisa incitaban a su juventud a esforzarse. "¡Ana María… espérame! ¡Que yo llevo un cacharro!". "¡Nada de eso…! ¡Demuestra que hiciste la guerra!".
Claro que se lo demostraba… De pronto le daba alcance en cualquier tramo solitario de carretera y entonces se apeaban y se sentaban en la cuneta y se besaban. Nada más. Ignacio respetaba a la muchacha de forma tal, que Ana María se lo agra- decía. "Te lo agradezco, Ignacio…" Ignacio no podía decirle que a quien debía agradecérselo era a Adela.
Era un verano espléndido, sin apenas nubes. Y eso que Ignacio, puesto en guardia a raíz de su conversación con Manolo, procuraba adivinar cuáles podían ser, más adelante, los motivos de roce con Ana María.
Poca cosa. Encontraba escasas discrepancias. Alguna vez Ana María le reñía porque no le interesaban la música, ni el teatro, ni el ballet. Ignacio se preguntaba si aquellos baches de educación llegarían a tener tanta importancia como el vaho en los espejos del baño y como un dolor en la tercera vértebra. Tal vez sí. Tal vez sí. Manolo no hablaba nunca gratuitamente. De todos modos, ¿existía algún matrimonio perfectamente sincronizado, aun perteneciendo a la misma clase? Sus padres, Matías y Carmen, no estuvieron nunca de acuerdo en la manera de educar a los hijos. La cuestión era saber soportarse. ¿Soportarse? ¿Cómo era posible que utilizara ya este verbo, si las bicicletas estaban allí, esperando a su juventud, y el asfalto era gris, pero cómodo, y la brisa mecía a sus espaldas los cañaverales?
Ana María reflexionaba también por cuenta propia. Sobre todo en la playa, por las mañanas. Lo que más le preocupaba de Ignacio, aparte de la inestabilidad emotiva, crónica, del muchacho -de repente éste parecía ponerse una careta y era capaz de cualquier desplante, por simples ganas de mortificar-, eran sus dudas religiosas. Los domingos por la mañana iban a misa y él asistía a ella distraído, pensando en las musarañas. En ocasiones adoptaba incluso una postura irónica. Y cuando el párroco soltaba alguna barbaridad, lo que ocurría a menudo, le daba un codazo y le decía: "Eso es una idiotez".
Lo malo era que Ignacio parecía estar documentado en heterodoxia… Porque Ana María tampoco aceptaba de la religión una serie de costumbres externas, anacrónicas. Y la molestaban la intolerancia y la excesiva seguridad. Pero había algo para ella sagrado, tan sagrado como para el profesor Civil: los Evangelios… Pues bien, ahí radicaba precisamente el punto de fricción. Ignacio no le ocultaba que de un tiempo a esta parte los Evangelios le parecían contradictorios. Que algunos, como el del "sagaz administrador", no los comprendía. Y que era muy difícil saber a ciencia cierta lo que Cristo dijo, puesto que Cristo habló en arameo -como Teresa Neumann, la estigmatizada, cuando estaba en trance- y la Iglesia no ofrecía sino traducciones. A menudo, traducciones de traducciones…
– ¿Qué significa, en arameo, espíritu? ¿Lo sabes tú…? ¿Y hombres de buena voluntad? ¿Y la palabra Padre? ¿Y la palabra cielo? ¿Qué quiso dar a entender Jesús cuando dijo: "si no os hicierais semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos"? ¿Que hemos de renunciar a nuestra madurez?
Ana María sufría.
– Pero ¿por qué has de torturarte así? Doctores tiene la Iglesia, ¿no te parece?
– Sí, claro… Pero ¿quién me garantiza que esos doctores han avanzado más que yo?
– ¡Por Dios, Ignacio! ¡No hables así!
Ignacio procuraba tranquilizarla.
– Ana María, pequeña…, no te preocupes. No he perdido la fe. No creo perderla nunca. Te amo a ti y amar es ya creer en Dios… Lo que ocurre es que aspiro a ser religioso de una manera más consciente. ¡Sí, ya sé lo que vas a decir! ¡Vas a decir que quiero un Dios a mi medida! No se trata de eso. Más bien se trata de lo contrario. Presiento que Dios es mucho más grande de lo que quieren hacernos creer, de lo que nos han dicho hasta ahora. ¡Bueno! Dejemos eso por hoy… ¿Sabes lo que me hace falta? Confesarme… Esta semana me confesaré con el padre Forteza y el próximo domingo oiré la misa, toda la misa, de rodillas. ¿Vale? Bien… Pues vamos a celebrarlo. Vámonos al rompeolas a ver el mar…
El 31 de agosto ocurrió en San Feliu de Guíxols algo chusco. Un comerciante de harinas fue obligado por el Fiscal de Tasas, don Óscar Pinel, a pasearse todo el día por las calles con un cartel que rezaba:
"He tratado de estraperlar cinco mil quilos de harina a Auxilio Social. Soy un sinvergüenza".
La gente se desternillaba de risa. Ignacio y Ana María, por el contrario, miraron a aquel hombre con una mezcla de confusos sentimientos. Ignacio no podía olvidar las palabras de Manolo: "Antes de un año tendremos que habérnoslas con tu futuro suegro…" Y Ana María pensaba también en su padre, en frases aisladas que le había oído por teléfono.
El hombre del cartel representaba unos cincuenta años. Al parecer era un propietario de Castillo de Aro, que poseía varios molinos. Tenía aspecto campesino; pero miraría poco al cielo, era de suponer… Se le veía tan angustiado, que daba pena. ¡Cinco mil quilos de harina a Auxilio Social!
– Vámonos… Eso me crispa los nervios.
– A mí también.
Se fueron a contemplar escaparates. A Ana María le gustaban las perfumerías. En una de ellas leyeron un letrerito que decía:
No se pinte los labios Avívelos con Marilú.
Es un consejo Pimpinela.
– ¿Quién es ese Pimpinela? -preguntó Ignacio, mirando con fijeza a los labios de Ana María, sin pintar.
Ana María se rió.
– Un fabricante-filósofo, que conoce a las mujeres más que tú…
Anocheció en San Feliu de Guíxols. Ignacio y Ana María entraron en un café, que les recordaba el del Frontón Chiqui, de Barcelona. Hablaron de la guerra. Ambos deseaban, pese a todo, no sólo que Mateo saliera con bien de la aventura, puesto que ésta no tenía ya remedio, sino que llegara a Moscú.
– Entre los alemanes y los rusos, nos quedamos con los alemanes, ¿verdad?
Ana María guardó como siempre en el pequeño bolso el envoltorio de los terrones de azúcar, para su colección.
– De acuerdo…, monsieur Voltaire.
A continuación la chica añadió:
– Y hablando de Moscú… ¿Cuándo nos casamos?
Ignacio hizo un guiño expresivo.
– ¡Voy a decírtelo!: el día que me guste la ópera…
Ana María se santiguó.
– ¡Jesús! Voy a quedarme para vestir santos…