El acontecimiento más importante ocurrido en aquel mes de octubre, además del comienzo del campeonato de fútbol, fue la apertura del curso escolar. Algunas personas, como el profesor Civil, recordaban que David y Olga, antes de 1936, habían tenido originales ideas pedagógicas -utilizar pizarras de color verde, hacer visitas colectivas a fábricas y talleres, etcétera-, por desgracia adulteradas a la postre por la endiablada política. ¿Cuál iba a ser el plan actual? En resumidas cuentas, ¿qué rumbo imprimiría a la Enseñanza el inspector Agustín Lago?
Los comentarios eran de este tenor:
– Por fin podremos mandar nuestros críos a la escuela con la seguridad de que no les cantarán las alabanzas de Lenin.
– Sí, pero ahora nos iremos al lado opuesto. Supongo que el que no se sepa de corrido los discursos de José Antonio, suspenso hasta septiembre.
– ¡No seas exagerado!
– Pues yo he oído decir que se hará mucho deporte, mucho músculo.
– Eso me parece bien.
El señor Grote aseguró que en Barcelona, en algunos colegios de monjas, las alumnas ricas entrarían por una puerta y las pobres por otra; Galindo dio por cierto que los maestros cobrarían como máximo doscientas cincuenta pesetas mensuales, lo que los obligaría a llevar siempre la misma corbata; el profesor Civil sospechaba que los libros de texto, condicionados por el clima ideológico reinante, serían mediocres; la Torre de Babel calculó que, entre las vacaciones de verano, de Navidad, de Semana Santa y las festividades religiosas y patrióticas, los días hábiles de clase quedarían reducidos a menos de un semestre.
Cabe decir que la persona más interesada en conocer la verdad de la cuestión, más incluso que el Gobernador, era el señor obispo. El señor obispo no se fiaba de habladurías y sabía que del "plan" que hubiera trazado Agustín Lago dependían muchas cosas. Así que, para saber a qué atenerse, unos días antes de que se abrieran las puertas de las escuelas, mandó llamar al inspector con el propósito de obtener de él un informe detallado y directo.
Como es lógico, el doctor Gregorio Lascasas conocía ya a Agustín Lago. Y cabe decir que lo tenía en el mejor de los conceptos. Desde el primer momento valoró debidamente que viviera en una modesta pensión y que llevara almidonado el cuello de la camisa. Vio en él algo incontaminado y profundo. De suerte que estaba seguro de que nada incorrecto habría germinado en su cabeza.
La entrevista, que tuvo lugar en Palacio, lo convenció de que no se había equivocado. A medida que el inspector hablaba, el señor obispo iba repitiendo para sí: "Exacto. Perfecto". Cuando la materia rozaba la religión el doctor Gregorio Lascasas no podía menos de acariciarse el pectoral y asentir complacido. "Realmente -seguía diciéndose- es consolador oír a un seglar hablando de ese modo".
Todo estaba perfectamente claro. Según Agustín Lago, era natural que circularan rumores de toda índole. Pero los cabos estaban bien atados y todo cuanto se hiciera sería fruto de la meditación. "Evidentemente, el sueldo de los maestros era insuficiente y constituía un serio problema. También era de lamentar la falta de viviendas, especialmente para los maestros casados y la ínfima calidad del material escolar. Pero nada de esto dependía de la Inspección Provincial. Lo único que ésta podía hacer era enviar obstinadamente informes a Madrid". "Lo importante era que los alumnos estudiasen, que aprendiesen y que formasen sólidamente su carácter. Debía exigírseles mucho, pues el mundo evolucionaba de forma tal que el futuro pertenecería a los estudiosos. Ahí existía cierta desavenencia con los objetivos de la Falange, que concedía importancia primordial a la política. Pero era de prever que todo se encauzaría de la mejor manera". "Habría que proceder de tal suerte que los alumnos se convenciesen de que el mejor modo de servir a Dios era precisamente trabajar. Trabajar y, por supuesto, orar… El conflicto se plantearía de forma distinta en los colegios religiosos y en los colegios laicos; de ahí que se haría necesario un control constante de la labor realizada…" "Y desde luego, por encima de todo, habría que inculcar a los niños el sentido de responsabilidad, del autodominio y la finura de conciencia". Etcétera.
Las palabras de Agustín Lago, su rigor conceptual, sus ademanes mesurados y, sobre todo, el conocimiento sólido que demostró poseer de lo que el doctor Gregorio Lascasas llamaba "los esquemas evangélicos", causaron en el señor obispo tal impresión que éste, olvidándose de pronto del tema de la enseñanza, proyectó toda su atención hacia su interlocutor, cuya manga hueca, flotante, le descansaba sobre la rodilla.
– Dígame, hijo mío… -habló el prelado, llevándose los índices a los labios como si quisiera besarlos-. ¿A qué se debe su formación? ¿Ha cursado usted estudios teológicos o ha estado en algún noviciado?
Agustín Lago, sin querer, como le ocurría tan a menudo, sintió que se le teñían las mejillas. Luego negó con la cabeza.
– No, Ilustrísima. Pero pertenezco al Opus Dei.
– ¡Caramba! -exclamó, sorprendido, el señor obispo-. ¿Pertenece usted… a la Obra de Dios?
– Exactamente.
El señor obispo semicerró los ojos, de suerte que éstos se le convirtieron en dos líneas horizontales debajo de las cejas.
– Interesante, interesante… -repitió-. ¿Sabe usted que en Zaragoza tuve ocasión de conocer, antes de la guerra, a su fundador, el padre Escrivá?
Agustín Lago expresó intensa alegría.
– ¡No, no lo sabía! -Luego añadió, en tono natural-: Un hombre extraordinario, ¿verdad?
El señor obispo afirmó con la cabeza.
– Duro… y afectuoso. Bonita combinación… -Hubo un silencio, pues Agustín Lago se había colocado a la expectativa. El señor obispo rompió dicho silencio preguntando-: Y dígame… ¿Qué ha sido del padre Escrivá? Durante la guerra corrió la voz de que había muerto…
Agustín Lago no acertó a disimular su emoción.
– Sí, eso se dijo… Pero por suerte no fue así. Ocurrió que los rojos mataron a una persona creyendo que era él… Pero, como le digo, resultó falso. El padre Escrivá entró en Madrid con las fuerzas nacionales, en el primer camión de una de las caravanas que regresaban a la capital… Y allí está ahora.
El doctor Gregorio Lascasas estornudó inoportunamente -¡ah, las corrientes de aire de Palacio!- y luego preguntó a su visitante, sacándose el pañuelo de la bocamanga:
– Y usted… ¿está en contacto con él?
– Pues sí. Le escribo de vez en cuando… y él me contesta.
El señor obispo se sonó, procurando no hacer ruido.
– De todos modos, no tienen ustedes personalidad jurídica, ¿verdad?
– No, no la tenemos… ¡Somos tan pocos! Al terminar la guerra quedamos tan desconectados unos de otros, que en un momento dado creí que me había quedado solo, que yo era el Opus Dei.
El señor obispo dobló el pañuelo y lo devolvió a su lugar habitual.
– La Obra de Dios… -repitió-. Conozco el regimiento…
– ¿Lo conoce usted? -preguntó Agustín Lago, interesado.
– Sí, claro… Leen ustedes un pequeño libro de meditación, titulado Calino; no viven en comunidad; siguen ejerciendo su profesión; respetan por encima de todo la libertad personal… ¿Me he equivocado en algo?
– En nada -respondió Agustín Lago, sin poder ocultar su asombro-. El resumen es perfecto.
El señor obispo, inesperadamente, se ajustó con gracia el solideo, que se le había desplazado un poco, y mudando de expresión añadió:
– Hijo mío, yo no veo ahí más que dos peligros… Primero, el que supone no vivir en comunidad. ¡Las tentaciones son tantas! Y luego, ese respeto a la libertad personal… Me parece muy arriesgado. ¿O no lo cree usted así?
Agustín Lago no supo qué contestar. Los ojos del señor obispo se habían convertido de nuevo en dos líneas horizontales.
– No sé, Ilustrísima… Los seglares…
– ¡Oh, sí, me consta que su propósito es recto! Pero en la práctica… -El doctor Gregorio Lascasas endureció, quizás involuntariamente, el tono de su voz-. No debemos olvidar que fue el propio Jesús quien dijo: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos".
Mil argumentos se agolparon en la mente de Agustín Lago. Titubeó un momento y por fin dijo:
– Creo, Ilustrísima, que no existe conflicto. Se puede ser sarmiento en medio del mundo. Uno de los pensamientos de Camino dice: "¡Qué grande cosa es ser un pequeño tornillo!".
El señor obispo reaccionó con simpatía y sonrió.
– Sí, ya sé. Y hay otro pensamiento que dice: "Tú y tus hermanos, unidas vuestras voluntades para cumplir la de Dios, seréis capaces de vencer todos los obstáculos".
Agustín Lago enmudeció. Sin duda el señor obispo estaba al corriente. Experimentó una mezcla de temor y de halago. Sonriendo a su vez dijo:
– Estoy dispuesto a dar testimonio de que me siento a gusto uniendo mi voluntad a la de los demás… Confío en que mi conducta merecerá la aprobación de Su Ilustrísima.
– Eso está bien. Voy a darle mi bendición para que tenga siempre presente lo que acaba de decir.
Agustín Lago se sorprendió, pues las palabras del señor obispo parecían indicar que éste daba por terminada la entrevista.
Así era, en efecto. El doctor Gregorio Lascasas se había levantado y al hacerlo su figura se agigantó increíblemente.
Agustín Lago se levantó también, con cierta rigidez, como si todavía estuviera en el ejército; y acto seguido comprendió que no le cabía más remedio que hincar la rodilla. Así lo hizo.
El señor obispo lo bendijo y le dio a besar el anillo.
– Vaya usted con Dios, amigo mío. Sea perseverante en su maravilloso plan escolar… Y de vez en cuando, venga a verme.
El doctor Gregorio Lascasas acompañó a Agustín Lago hasta la puerta. El inspector inclinó repetidamente la cabeza y desapareció.
Mosén Iguacen brotó como por ensalmo a su lado, en uno de los pasillos.
– Enorme este palacio, ¿verdad?
– Desde luego.
– Vaya usted con Dios.
Las clases empezaron el 7 de octubre. Agustín Lago se las arregló para que todos los maestros y maestras supieran a qué atenerse. Los libros de texto a propósito, que tanto inquietaban al profesor Civil, llegaron de Madrid, algunos tirados en cyclostyl.
En seguida se vio que Agustín Lago acertó en su pronóstico: los colegios regentados por religiosos parecieron empeñarse en justificar los temores del Gobernador. Los frailes y las monjas lo supeditaban todo a las prácticas de piedad. Creían que "para que los alumnos se sintieran constantemente en presencia de Dios" era preciso no distraerlos demasiado con las Matemáticas o con la Física. Contrariamente a los deseos del inspector jefe, consideraban que el estudio era secundario. Preferían que dichos alumnos fueran "santos" a que se interesaran por las asignaturas del programa. Organizaron un sistema de presión al que resultaba difícil oponer resistencia. Los muchachos, al entrar en el aula, debían decir Ave María Purísima y al pasar lista debían contestar ¡Viva Jesús! Inmediatamente iniciaron la celebración de los primeros viernes de mes, de los siete domingos de San José y las visitas colectivas al Santísimo. Llegaron a organizar los llamados Cruzados Eucarísticos, es decir, alumnos que llevaban una cruz en el pecho y que juraron estar dispuestos, llegado el caso, a dar la vida por defender la Fe. Y los sábados cada alumno o alumna debía presentar por escrito el número de "Buenas Obras" llevadas a cabo durante la semana: comuniones, jaculatorias, pequeños sacrificios en honor de la Virgen…
En las escuelas laicas la presión era menor, si bien los maestros que habían obtenido el título en época de la República tuvieron que examinarse previamente de Religión y de Historia Sagrada, sin cuyo requisito no hubieran podido cobrar el sueldo. Sin embargo, el profesor, según fuere su talante, gozaba de mayor libertad de acción. Los había que saboteaban lindamente las consignas y que organizaban las clases a la manera tradicional, sin hacer el menor esfuerzo por relacionar la Geografía con los viajes misioneros de San Francisco Javier ni la Física y la Geología con la omnipotencia del Creador. En los pueblos tal independencia de criterio era más difícil, dado que los párrocos, bien aleccionados, ejercían una vigilancia implacable y muchos de ellos exigían el parte de los alumnos que faltaban a la misa dominical.
Agustín Lago, que recibía puntual noticia de lo que ocurría en cada caso, tuvo la evidente impresión de que se vería obligado a librar una dura batalla. Cada día, al mirarse al espejo en su habitación de la plaza de las Ollas, recordaba el consejo que en cierta ocasión le diera mosén Alberto: "No hay que llevar las cosas demasiado lejos, amigo Lago". ¡Claro que no! Pero ¿y el señor obispo…? Agustín Lago recordaba las palabras de éste: "De vez en cuando, venga a verme".
La escuela más importante de Gerona, y que en consecuencia era la que mayormente preocupaba a Agustín Lago, era el Grupo Escolar San Narciso, en el que precisamente se habían matriculado no sólo Eloy y Manuel Alvear, sino también Félix Reyes y 'El Niño de Jaén'. Cuarteto heterogéneo pero unido por lazos afectivos bastante sólidos, nacidos durante su convivencia veraniega en el Campamento Onésimo Redondo.
La directora del Grupo Escolar San Narciso era nada menos que Asunción, quien continuaba con sus escrúpulos y dispuesta a no exponerse de ningún modo a que "por escandalizar a un parvulillo le ataran una rueda de molino al cuello y la sumergieran en lo profundo del mar". El resto del profesorado era también declaradamente "beato", excepto un par de ex alféreces provisionales, los cuales exageraban por otro lado, por el lado del patriotismo.
Los contertulios del Café Nacional comentaban con sorna los métodos empleados en el Grupo Escolar San Narciso. Por ejemplo, para la enseñanza de la Aritmética, Asunción concibió un sistema de símbolos que se reveló plástico y original. Comparaba el número 1 con la unidad de Dios; el número 2 con las dos naturalezas de Cristo; el número 3 con las tres virtudes teologales; el número 4 con los cuatro evangelistas. Para la enseñanza de la Gramática, ordenó que en las redacciones y análisis no se emplease ningún nombre propio que no correspondiera a un personaje bíblico y que no se echase mano de ninguna cita que no figuraba en alguna Encíclica. Se produjo algún conato de indocilidad. Uno de los maestros, de edad avanzada, Torrus de apellido, al enseñar Literatura se negó rotundamente a afirmar que Campoamor profundizó más que Leopardi y que Rousseau era tonto de capirote. Asunción discutió con él, pero no hubo nada que hacer. Claro que la flamante Directora, íntima de Pilar, se resarcía con creces, sobre todo al dar clase de Historia, que era su disciplina preferida. La Historia, para Asunción -en tanto Alfonso Estrada no alegrara un poco su vida íntima- eran Mahoma, Lutero, Calvino y otros nombres igualmente heterodoxos.
Cabe decir que los alumnos, faltos de otros puntos de referencia, se adaptaron gustosos al programa, entre otros motivos porque los maestros de la plantilla eran, pese a todo, muy competentes. Por otra parte, los atraía cierta curiosidad. Las jornadas escolares podían pecar de cualquier cosa menos de monotonía. Hoy recibían la visita de la Inspectora de Falange, que era Chelo Rosselló; mañana, la del profesor de Religión, que era mosén Obiols, catedrático del Seminario, hombre de pies larguísimos y voz tronitronante; pasado mañana debían redactar la lista de "Buenos Propósitos": propósitos de obedecer a los padres, de ser corteses con los compañeros, de renunciar voluntariamente al postre… En cualquier momento podían ser llamados para efectuar una visita colectiva a la checa de Cosme Vila o al gimnasio de los anarquistas; o a una sesión de dibujos animados en el Cine Coliseum; etcétera. Por añadidura, el maestro Torras era un experto prestidigitador y a menudo los deleitaba con sesiones de juegos de manos, cuyos trucos 'El Niño de Jaén' era infaliblemente el primero en descubrir.
Naturalmente, no faltaban los consabidos alumnos rebeldes. Por ejemplo, el primogénito de Marcos y de la guapetona Adela, un muchacho inquieto llamado, no se sabía por qué, Cándido, un día le preguntó a Chelo Rosselló por qué los puntos de la Falange eran exactamente veintiséis y no treinta y dos, o cuarenta. También Félix Reyes, contento porque su madre había salido absuelta de la cárcel -lo que a él lo liberó de los comedores de Auxilio Social-, le preguntó en cierta ocasión a mosén Obiols si era cierto que Jesucristo había tenido hermanos. Pero, por regla general, imperaba una sana obediencia, excepto, claro está, a la hora del recreo, en donde todo estaba permitido, desde jugar al fútbol hasta improvisar con bastones combates de esgrima. Por cierto, que esto último no dejó de llamar la atención de los maestros del Grupo Escolar San Narciso. Los alumnos, sin que nadie los empujara en esa dirección, se inclinaban espontáneamente hacia los juegos bélicos, utilizando para ello fusiles de madera, balines, piedras o imitando onomatopéyicamente, con admirable fidelidad, los clásicos ruidos de la guerra: el de los tanques al arrastrarse; el zumbido de los aviones; el galopar de la Caballería. Asunción, pese a ser hija de militar, se extrañaba de que los muchachos no prefirieran diversiones más pacíficas, aunque comprendía que en este sentido eran víctimas del ambiente reinante y de los incesantes comentarios que oían por doquier referidos a la campaña de Polonia.
En resumidas cuentas, el Grupo Escolar San Narciso demostraba bien a las claras que Agustín Lago tenía posibilidades de salirse con la suya, aunque a muy largo plazo. Los alumnos veían desarrollarse a la par su alma y su cuerpo -el deporte, en efecto, era mimado especialmente- y no se sentían oprimidos. Cuando a la hora de entrada se izaban en el patio las tres banderas -la Nacional, la de Falange y la del Requeté- la mayoría de ellos cantaban brazo en alto, con entusiasmo sincero, el Cara al sol y el Oriamendi.
Tal vez existiera un momento difícil: el de los periódicos exámenes de conciencia en vísperas de alguna Comunión General
Dichos exámenes corrían a cargo de mosén Obiols y tenían lugar a media tarde, con los postigos de las ventanas de la clase entornados, para facilitar la debida concentración interior. Mosén Obiols subía al estrado e iba dejando caer sobre las cabezas de los alumnos los diez mandamientos, guardando después de cada uno de ellos unos segundos de silencio para dar tiempo a la reflexión.
La práctica demostró que algunos chicos se torturaban en demasía preguntándose a sí mismos si "amaban a Dios sobre todas las cosas" -si lo amaban más, por ejemplo, que a sus padres-; si habían jurado en vano su Santo Nombre; o si habían calumniado al prójimo. Especialmente creaba un clima de incomodidad el sexto mandamiento. "¿Habéis cometido actos impuros?", preguntaba mosén Obiols. Los alumnos no acababan de comprender exactamente. Eloy se preguntaba si el sacerdote se refería a "aquello" que casi todos hacían solitariamente, entre los árboles, en el Campamento de San Feliu de Guíxols; o a los sueños nocturnos; o al deseo que a veces sentía él, en el piso de la Rambla, de que Pilar saliera de su cuarto vistiendo el camisón de dormir…
Menos mal que los mandamientos eran sólo diez y que al final mosén Obiols desaparecía rápidamente y Asunción se llevaba a todo el Grupo Escolar a confesarse. Porque, en la iglesia la espera era larga, debido a la cola que se formaba, y ello aquietaba los ánimos. A uno le daban ganas de pellizcar al vecino. El otro simulaba volverle a pasar al compañero agua bendita, como habían hecho al entrar. El otro de pronto encogía los hombros, pensando en que el quinto mandamiento, el "no matarás", rezaba más bien para la gente mayor, que había hecho la guerra; una guerra no de embuste como las que ellos organizaban en el patio a la hora del recreo.
En cambio, lo que encantaba a todos, sin distinción, eran las excursiones que tenían lugar los jueves por la tarde y, a veces, los domingos.
– ¡Mañana subimos a las Pedreras!
– ¡El próximo domingo, a la ermita de los Ángeles!
Los alumnos cabrioleaban toda la tarde felices por las colinas y los oteros, tirándose piedras y contemplando a Gerona abajo en el llano, envuelta en una neblina de color reciamente autumnal.
Excursión singular fue la organizada el día 21, segundo aniversario del hundimiento del frente 'rojo' del Norte, al litoral, a San Antonio de Calonge. ¡Ay, el pasmo del pequeño Manuel al ver el mar! Por fin se hizo realidad su sueño, tantas veces acariciado en el Atlas que se trajo de Burgos. Manuel Alvear, al descubrir desde un recodo de la carretera la inmensidad azul, se incorporó en su asiento del vehículo y se tapó la boca con las manos. Cándido, a su lado, le dijo: "¡No hay para tanto muchacho!". Pero Manuel no acertaba a hablar. ¡La Costa Brava! No comprendió que su hermana, Paz, pusiera en entredicho la grandeza de la región gerundense. Y cuando los autocares se detuvieron y todos los alumnos irrumpieron como pequeños salvajes en la playa, él permaneció clavado en la arena, sin atreverse a acercarse al agua: tanto era el respeto que ésta le inspiró.
Manuel hubiera deseado tener a su lado a Eloy para gritar: "¡Me gusta, me gusta!". Pero Eloy, la mascota del Gerona Club de Fútbol, feliz porque el equipo local, "su" equipo, había ganado en la jornada anterior, se había subido a una roca y desde lo alto, con dos dedos entre los dientes, emitía escalofriantes silbidos en espera de que le contestara la sirena de un barco que pasaba allá lejos, en el horizonte.
Por supuesto, Manuel era el más desconcertado de los alumnos… Manuel Alvear, como le llamaban sus compañeros, desde que había llegado a Gerona no sabía a qué carta quedarse. Las influencias que recibía eran tan contradictorias -en el Grupo Escolar, en el piso de la Rambla, en su casa, con su madre y con Paz- que notaba frío en la cabeza, motivo por el cual su tío Matías le había regalado, al igual que a Eloy, una boina. Manuel llevaba también boina, además de un abrigo raído; y su sonrisa era habitualmente triste. ¿Cómo no iba a serlo? ¿No era todo aquello un tanto excesivo para su edad?
Lo era, sin duda alguna, sobre todo por culpa de Paz, la cual, siempre al acecho, le decía cada dos por tres:
– No les hagas caso, Manuel. Todo esto es una patraña. ¿Juegos de manos, excursiones? Para que no os deis cuenta de lo que se proponen; para distraeros… ¿Clases de religión? ¡Puah! Si Dios existiera y fuera bueno, la gente no sufriría lo que sufre… Parece mentira que no te des cuenta. ¿Sabes por qué te llevan a confesar? Para tenerte bien amarrado, para saber lo que piensas. Fácil ¿no te parece? ¡Son unos granujas!
Manuel escuchaba a su hermana, procurando sopesar sus argumentos. Y no veía que, en el mejor de los casos, hubiera nada fácil en todo aquello. ¡Si no los hubieran llevado a las Pedreras y al mar, Paz hubiera dicho que los tenían encarcelados! En cuanto a la religión, ¿era realmente una patraña? Manuel miraba a menudo, en la clase, el crucifijo de la pared, como le había ocurrido al doctor Chaos en el Manicomio. ¿Realmente aquel hombre, que según mosén Obiols era Dios, se dejó clavetear manos y pies "para tenerlo a él bien amarrado"? ¿Y su primo César? ¡Era tan impresionante lo que le contaban de él en el piso ¿e ja Rambla! ¿Y cómo podían luego los confesores acordarse de lo que pensaba cada uno de los chicos, de los "pecados" de cada cual? Ni siquiera conocían sus nombres…
Paz, y su propia madre, Conchi, se daban perfecta cuenta del combate que libraba el muchacho. ¡Por algo, en Burgos, dudaron entre aceptar 0 no aceptar el traslado a Gerona! Lo cierto es que las dos mujeres vivían sobre ascuas. Especialmente desde que a Paz se le ocurrió un día echar un vistazo a los libros que Manuel guardaba en la cartera del Grupo Escolar… ¡Por todos los diablos! ¿Como podían enseñar semejantes majaderías? Por ejemplo, en el libro de Historia de España, historia dialogada, podían leerse cosas de este calibre:
– ¿A qué ha de aspirar España?
– A rehacer el Imperio que perdió.
– ¿Por qué lo perdió?
– Por culpa del liberalismo y la democracia.
– ¿Qué son el liberalismo y la democracia?
– Los sistemas políticos que están deshaciendo al mundo.
– ¿Qué es la nueva España?
– Un estado totalitario destinado a ser el ejemplo de todas las naciones.
Etcétera…
Paz le decía a Manuel:
– Pero ¿te das cuenta, so tonto? ¡Pobres como ratas, y a rehacer el Imperio! ¿Y qué ejemplo vamos a dar al mundo? ¿Es que ya no te acuerdas de los fusilamientos en la carretera de Miraflores? ¿Y sabes lo que cobro yo por trabajar ocho horas en la fábrica de lejía? ¿Y lo que cobran los peones ferroviarios, sin derecho a protestar ni ir a la huelga? ¿No has estado nunca en el Palacio del Obispo?
¡Y el libro de Historia Sagrada! ¡La Virgen se había subido después de muerta bonitamente al cielo, entre una nube de ángeles! ¡Una pareja de cada especie animal cupo holgadamente en el Arca de Noé! ¡Cristo se bajó a los infiernos!
– Por favor, Manuel… Abre un poco los ojos y no te dejes embaucar.
La gran crisis, precursora de otras muchas que tendrían lugar en aquel piso que fue del Cojo, llegó en el día llamado Día de la Madre, instituido por la Sección Femenina. En el Grupo Escolar San Narciso se obligó a cada alumno a redactar una felicitación que decía: "A mi madre, con todo cariño". Felicitación ilustrada con un dibujo que representaba los campanarios de la Catedral y de San Félix, ambos enlazados en el aire por la bandera nacional.
Cuando Conchi, la madre de Manuel, recibió de manos de su hijo aquel cartoncito, sin pensarlo un segundo rasgó el dibujo en mil pedazos. ¡Los campanarios! ¡La bandera!
Pero entonces ocurrió lo insólito. Manuel no se echó a llorar. Se agachó, recogió del suelo los pedacitos en que podía leerse: "A mi madre, con todo cariño", apartando el resto, y calmoso y digno volvió a ponerlos en manos de su madre. Ésta entonces, entre sollozos, atrajo hacia sí a su hijo y lo acarició y lo llenó de besos.
– Es que no quiero perderte ¿sabes, hijo? No quiero que te vayas con "ellos". Son unos canallas. Es por tu bien…
Entretanto, Paz había encontrado en la cartera de Manuel una poesía copiada de puño y letra del muchacho y que decía así:
¡Gibraltar! ¡Gibraltar! ¡Avanzada de nuestra Nación! ¡No es bastante nuestra hazaña si es inglesa la bandera del Peñón! ¡A la lid con valor! ¡Empuñemos de nuevo el fusil! ¡A luchar con ardor que en tus rocas sabremos morir!
Paz le dijo a su madre, blandiendo el papel:
– Déjale… Allá él si no nos hace caso. Le darán un fusil y lo mandarán a morir en las rocas de Gibraltar.
Manuel se refugió en su cuarto y se sentó al borde de la cama. Paz se fue al lavabo y se peinó, pues de acuerdo con el estribillo del encargado de la fábrica de lejía: "esto no es para ti", quería presentarse a la céntrica Perfumería Diana, en la que según un anuncio aparecido en el periódico, en Amanecer, necesitaban una "dependienta de buena presencia".