CAPÍTULO IV

La gestión que Mateo llevó a cabo cerca del Gobernador Civil para reclamar a Ignacio, quien se encontraba cumpliendo sus deberes militares en Ribas de Fresser, dio el fruto esperado. El Gobernador se puso al habla con el general Sánchez Bravo, el cual a los pocos días mandó un oficio a la Compañía de Esquiadores reclamando a Ignacio. Éste debía presentarse en Gerona el día 20 de mayo lo más tarde, donde quedaría adscrito al Servicio de Fronteras, a las órdenes directas del camarada Dávila.

Ignacio, en Ribas de Fresser, al enterarse de la noticia pegó un salto de alegría y regresó al cuartel -un garaje en cuyas paredes podía leerse todavía la inscripción 'roja' "NO PASARAN"- dispuesto a abrazar a sus compañeros. Y así lo hizo. Abrazó al cabo Cajal, de Jaca, relojero de oficio. A Dámaso Pascual, de Huesca, pesador de la báscula del Municipio. A Royo y a Guillen, quienes andaban por el pueblo como animales en celo, buscando mujeres. A Cacerola, el cocinero romántico, el que disfrutaba escribiendo cartas a las madrinas a la luz de un candil. Y, por supuesto, abrazó a Moncho, al entrañable amigo Moncho, con el que estuvo en Sanidad, en Barcelona, y luego en Madrid, y que decía siempre que la montaña era la gran maestra de la vida y que la guerra española no había sido sino el prólogo de acontecimientos mucho más trascendentales, a escala mundial.

La pregunta obligada a cada uno de estos compañeros, y a otros muchos soldados de la Compañía, fue:

– ¿Qué pensáis hacer cuando os licencien?

Las respuestas recibidas sorprendieron a Ignacio. La mayor parte de los esquiadores aragoneses, que antes de la guerra cuidaban vacas u ovejas, volverían a su menester.

– ¡Qué quieres! -confesó Royo-. Eso es lo nuestro.

Guillen rubricó:

– La verdad es que tampoco serviríamos para otra cosa.

Ignacio movió la cabeza.

– ¡Bien, chicos! Pero por lo menos tendréis algo que contar a vuestros hijos. Y a vuestros nietos…

– ¡Jolín! -admitió Royo-. Los convenceremos de que fuimos unos héroes.

Tocante a los esquiadores catalanes, tenían en su mayoría proyectos más ambiciosos.

– Yo pienso ampliar la fábrica de mi padre.

– ¿Fábrica de qué?

– De sábanas y de pañuelos. El pobre se ha quedado muy Pachucho y necesita un empujón.

Otro dijo:

– A lo mejor mi hermano y yo abrimos una joyería en el Paseo de Gracia. Después de la guerra las mujeres piden joyas caras, ¿no es eso?

El alférez Colomer, el que estuvo interno en el Collell, donde conoció a César, ironizó:

– Yo quiero dedicarme a fabricar medallas.

– ¿Por qué medallas?

– Porque me huele que nos pasaremos unos cuantos años condecorándonos unos a otros.

Había excepciones raras, como la de un muchacho de Vich, apellidado Bayeres, que decidió dar la vuelta al mundo. Le había tomado gusto al aire libre y no se imaginaba otra vez en su pueblo, tan clerical. Se largaría a América, o a Asia. "¡Cualquiera me encierra a mí ahora en un piso con tres habitaciones!".

¿Y Moncho? Moncho… era Moncho. Lamentaba horrores separarse de Ignacio, pero no descartaba la posibilidad de que sus existencias volvieran a coincidir. Porque su idea era terminar la carrera de Medicina y luego abrir consulta en alguna capital de provincia que no fuera precisamente la suya, Lérida. "¿Me comprendes, Ignacio? Déjame soñar… Déjame soñar que siento plaza en Gerona. ¿No me dijiste que los rojos mataron allí a casi todos los médicos?".

Tal perspectiva encandiló a Ignacio.

– ¡Brindemos para que ese sueño se realice!

– ¿Brindar? ¿Con qué?

– No sé… Con lo que haya por aquí.

– No hay más que leche.

– ¡Pues brindemos con leche!

Mientras llenaban los vasos, Ignacio añadió, de sopetón, cambiando el tono de voz:

– Moncho, ¿puedo hacerte una pregunta?

– Naturalmente…

– ¿Crees, como creo yo, que España va a ser ahora mejor?

Moncho se bebió la leche de un sorbo. Luego se relamió los labios.

– Chico -contestó, al cabo-, ya sabes que las profecías no se me dan bien…

Cacerola, al oír esto, sonrió en silencio. ¡Cuánto echaría de menos las sutilezas de Ignacio y Moncho! ¡Había aprendido tanto con ellos! Él no sabía nada. No tenía la menor idea de lo que haría en el futuro ni tampoco de si España sería mejor o peor. Desde luego, que nadie le hablara de volver al campo. Tal vez estudiara algo por correspondencia: Radiotelegrafía, Correos… A lo mejor solicitaba el ingreso en la Guardia Civil.

– ¡Eh, Ignacio! -gritó alguien-. ¡A las doce en punto sale el camión del suministro!

– ¡Gracias! Lo tomaré…

El sargento furriel lo llamó.

– Tendrás que entregarme el fusil, la cazadora y el gorro.

– ¡Oh, claro!

– Y las botas…

– A tus órdenes, sargento. ¿Y los pantalones?

– Quédate con ellos.

Al entregar el fusil Ignacio recordó, con repentino sobresalto, el momento en que, emborrachado por la lucha en la llamada "Bolsa de Bielsa", disparó y vio caer a un hombre. ¿Lo habría matado? Ahora entregaría la mitad del alma para que no hubiera sido así.

A mediodía tuvo lugar el último acto colectivo a que Ignacio asistiría. La Compañía de Esquiadores celebró una misa en sufragio del alma del gran héroe de la aviación "nacional", García Morato, quien había perdido la vida estúpidamente, el 4 de abril, estrellándose al tomar tierra en el aeródromo de Griñón. El páter, en su plática, dijo: "Éstos son los inescrutables designios de Dios. García Morato, con su divisa Vista, suerte y al toro, desafió mil veces a la muerte durante la guerra, contra aviones de todas las nacionalidades. Siempre salió airoso. Y he aquí que, terminada la guerra, se estrella en el suelo. Hermanos míos, queridos soldados esquiadores, no olvidéis la lección".

Saltando de camión en camión, tardó unas diez horas en llegar a Gerona, debido a los puentes hundidos y a los desvíos, en los que trabajaban grupos de prisioneros. Uno de los chóferes le dijo:

– ¿A Gerona te vas? ¡Ni forrado de oro! Aquello es un cementerio.

Ignacio barbotó, tirando la colilla por la ventana:

– ¡Tú qué sabes…!

A las diez de la noche llegó a la plaza del Marqués de Camps y se dirigió andando hacia su casa, hacia el piso de la Rambla. Al subir la escalera el corazón se empeñaba en salírsele del pecho. ¡El hogar! ¿Por qué esta palabra le impresionaba tanto?

Su entrada fue triunfal. Vítores, besos, aplausos. "¡Ignacio! ¡Ignacio!". Carmen Elgazu gritó: "¡Aleluya!", y Matías Alvear, inesperadamente, levantó el brazo y le dedicó un saludo fascista, alegando que lo hacía tantas veces, que ya levantaba el brazo incluso cuando entraba en Telégrafos. En cuanto a Pilar, despeinó al muchacho repetidas veces, riendo y exclamando: "¡Cuidado que eres guarro! ¡Voy ahora mismo por champú!". Eloy, el pequeño Eloy, se dejó izar por Ignacio a la altura del pecho, sin llegar a comprender del todo que el recién llegado formara parte de la familia.

Ignacio traía consigo… una maleta de madera idéntica a la que trajera un día su primo José. Al abrirla, brotaron de su interior una ristra de salchichones, botes de mermelada, cartas Que había recibido en el frente, la chapa de combatiente -se la regaló a su madre- y la insignia de esquiador, que pudo escamotear y que pensaba conservar como recuerdo. Aparte, en un voluminoso paquete, ¡la radio que requisó! Era alemana, último modelo. Se la regaló a su padre, Matías Alvear, quien la colocó en el rincón del comedor preparado al efecto. Pilar quiso enchufarla en el acto y fue un fiasco. No funcionaba. Matías se acarició el mentón y dijo: "¿Y la técnica alemana, pues?".

Carmen Elgazu intervino:

– También yo te he preparado un regalo, hijo. Entra ahí…

Ignacio entró en su cuarto, que compartiría con Eloy, y en un pedestal entre las dos camas vio una imagen de San Ignacio con una mariposa encendida. ¡Decididamente, estaba de nuevo en su hogar!

Esta idea, súbitamente, lo sobrecogió. La vez anterior, sabiendo que el permiso que le habían dado era tan corto, apenas si se fijó en nada. Estuvo pendiente de los suyos, de Marta y del desasosiego del momento. Ahora, sabiendo que iba a quedarse, todo adquiría otra dimensión, a semejanza de lo que les ocurría en el frente cuando debían atrincherarse en un lugar determinado para pasar una temporada.

Ignacio decidió tomarse veinticuatro horas antes de presentarse al que en adelante sería su jefe, el Gobernador Civil y Jefe de Fronteras, camarada Dávila, cuya fama de caballerosidad había llegado hasta Ribas de Fresser. Una jornada entera que emplearía en deambular, en hacer las visitas de rigor y en arreglar el importante asunto de reclamar en el Banco Arús los haberes que le correspondían.

Durmió a pierna suelta y al día siguiente, se puso el único traje que tenía, azul marino -Pilar, al verle, exclamó: "¡Pero si te sienta de maravilla!"-, y se calzó unos zapatos puntiagudos, brillantes. Se desayunó, pellizcó en la mejilla a Carmen Elgazu y salió a la calle. Tenía una idea fija: ir a la barbería. A que le cortaran el pelo y lo afeitaran como Dios mandaba. ¡Qué voluptuosidad! Le hubiera gustado una barbería de lujo, pero no la había en Gerona; entonces se decidió por lo opuesto y se fue a la de Raimundo, en la calle de la Barca. Raimundo, que seguía aficionado a los toros y que había quitado ya el cartel que decía "Se afeita gratis a la tropa", al verlo exclamó: "¡Pero si es el ilustre Alvear! ¿Sabes que la guerra te ha sentado bien?".

La tarea más minuciosa fue el arreglo del bigote. Ignacio se puso exigente. Se acercó varias veces al espejo palpándose los rebordes. "Por favor, Raimundo. Has perdido facultades…" El momento del masaje fue el más solemne. Parecióle que el paño caliente y el Floid acababan definitivamente con su vida de cuartel, con los colchones de crin y con los piojos. "¡Servidor, almirante!". Raimundo llamaba almirante a todos los clientes 'nacionales'.

Al salir de la barbería, como nuevo, experimentó una sensación de plenitud. ¿A quién visitaría primero? ¡Por Dios, qué pregunta! ¿Acaso no tenía novia? ¿Es que no estaría Marta esperándolo?

Andando sin prisa, como si paladeara cada segundo de libertad, se dirigió a la calle Platería. Allí se entretuvo en los escaparates, compró cerillas a una vendedora ambulante y por fin subió al piso del comandante Martínez de Soria. Su sorpresa no tuvo límites al encontrarse en él con toda la familia reunida, como si hubieran sido advertidos de su llegada: Marta, José Luis, con sus estrellas de oficial, la madre de ambos, sensiblemente desmejorada.

Ignacio, al cruzar el umbral, se había emocionado sobremanera, recordando al comandante. Y se emocionó más aún al oír el grito que lanzó Marta: "¡Ignacio!". Los muchachos se fundieron en un abrazo salido de la entraña. "¡Por fin!", repetía Marta una y otra vez, apretándose contra su pecho.

– Sí, por fin… -dijo Ignacio-. ¡Ya era hora! Te echaba tanto de menos…

Su tono era tan cariñoso que Marta no se hubiera separado del muchacho nunca. Pero allí estaban, presenciando la escena, la madre de la chica y José Luis, y no había más remedio que abreviar.

Separáronse y la viuda del comandante Martínez de Soria abrazó también al recién llegado. "¡Qué alegría, qué alegría!", musitó la mujer. Pero su voz era tan triste que Ignacio se estremeció. Comprendió que el peso de la viudez afligía obsesivamente a la madre de Marta, a la que tenía en gran estima. Ciertamente, la consideraba una gran señora. Y muchas veces pensó que si los 'rojos' no llegaron a detenerla y llevarla al paredón ello se debió, en parte, al respeto que con su sola presencia inspiraba.

A continuación, Ignacio tuvo que enfrentarse con José Luis el teniente jurídico de complemento. Y he aquí que con sólo mirarlo a la cara y estrecharle la mano se dio cuenta de que era para él un extraño. Lo había visto sólo una vez, allá por el año 1934, cuando José Luis hizo aquel viaje relámpago a Gerona y subieron todos juntos al campanario de la Catedral a ver la nevada que glorificaba la ciudad. Pero sabía de él, de sus andanzas -incluso de sus estudios sobre Satán-, por las cartas que Mateo le escribía desde el frente. José Luis, al estrechar la mano de Ignacio, lo miró con gran curiosidad, pero se limitó a decirle: "Me alegra mucho volver a verte".

La reunión fue breve. La madre de Marta hubiera querido invitar a Ignacio a una taza de café, pero la chica se opuso. Quería estar a solas con él. Los segundos le parecían siglos.

– Compréndelo, mamá… ¡Quiero salir de paseo con Ignacio! -Se volvió con decisión hacia éste-: Espera un momento, por favor…

Marta, recordando los consejos de Pilar, se fue al lavabo y se puso rímel en los ojos y se pintó de prisa las uñas.

La madre de la chica hizo un gesto de comprensión y le dijo a Ignacio:

– Te quiere mucho, ya lo ves… Trátala bien.

Minutos después la pareja bajaba la escalera y salía a la calle. Ignacio, sin saber por qué, no se decidió a tomar del brazo a Marta. Y tampoco acertaban a hablar. Sentíanse un poco aturdidos. Cruzaron el puente de San Agustín. Por fin, al pasar delante de Telégrafos, Marta se paró y con expresión picara miró hacia el interior del edificio y saludó militarmente. Ignacio se rió.

– ¿Vamos a la Dehesa?

– Vamos.

La Dehesa estaba muy sucia. Pero los árboles centenarios los recibieron de pie, como siempre. Hubiérase dicho que presentaban armas.

Marta, colmada de gozo, llenó de aire sus pulmones.

– Otra vez juntos… -dijo-. ¿Te acuerdas del día que fuiste a verme a la escuela? ¡Qué emoción! David y Olga me habían disfrazado. Me habían puesto aquellas trenzas horribles…

Ignacio comentó:

– ¿Qué habrá sido de los maestros? Contigo se portaron bien…

Marta asintió con la cabeza.

– Sí, pero yo no podía con ellos.

Estaba excitada. Ahora rebosaba de ganas de hablar.

– ¿A que no te acuerdas de la fecha exacta en que bailamos el primer baile?

Ignacio parpadeó y se detuvo un momento.

– Pues, la verdad, no…

– El 19 de marzo de 1934. Día de San José. Fue en casa de Mateo. Mateo quiso reunir por primera vez a sus camaradas, y se le ocurrió organizar un baile.

Ignacio empequeñeció los ojos, como empezando a recordar. Se puso el índice en mitad de la frente.

– Llevabas… un vestido amarillo…

Marta se rió.

– ¿Cuándo he llevado yo un vestido amarillo? Lo llevaba negro; y zapatos de tacón alto, que me dolían horrores.

– Marcó una pausa y luego sonrió-. Tú te acercabas mucho y querías besarme. Yo decía 'nanay'; pero te apretaba fuerte la mano.

Ignacio movió satisfecho la cabeza y siguieron andando.

– Mil novecientos treinta y cuatro… Han pasado cinco años. ¿A ti te parece que han pasado cinco años?

Marta sonrió.

– A mí me parece que fue ayer…

Abordaron la avenida central del Paseo. El sol se filtraba por entre las hojas verdes. La atmósfera era estimulante.

Ignacio dijo inesperadamente:

– ¿Sabes una cosa, Marta? ¡Tenemos mucho que hacer!

Marta lo miró con curiosidad.

– ¿Por ejemplo…?

– ¡Qué sé yo! Tengo ganas de ver el mar… ¡He visto tantas montañas!

– De acuerdo. ¡Podríamos ir al cabo de Creus!

Echaron a andar de nuevo.

– Y otro día hemos de ir a Barcelona a visitar a Ezequiel… ¿Te acuerdas mucho de Ezequiel?

– ¿Cómo no voy a acordarme? -Marta, cada vez más contenta, añadió-: Seguro que nos saludará con el título de la película que ponen esta semana en el Albéniz: La pareja ideal.

Ignacio se detuvo otra vez y miró a Marta. Con mucha ternura le quitó la boina roja, con lo que le asomó a la muchacha el flequillo, mientras el resto de los cabellos le caían a ambos lados de la cara. Marta le gustó.

De no estar a pleno sol -¿por qué no esperó a la noche para llevarla a la Dehesa?-, le hubiera dado el beso que en vano deseó darle aquella tarde de San José, en el baile en casa de Mateo. Algo leería la muchacha en los ojos de Ignacio: su corazón se puso a latir con fuerza. En realidad, temblaban uno y otro, mientras se oían bajar lejos las aguas claras del Ter.

Fue un encuentro afortunado, que llenó de júbilo a Marta, tan necesitada como Pilar de contar en el interior del pecho con un héroe personal. Pasaron por detrás de la piscina; bifurcaron hacia la plaza de toros; y luego tomaron asiento cerca de unos jugadores de bolos, hombres de edad avanzada, que al encogerse para tirar parecía que iban a caerse al suelo.

El hecho de estar sentados intensificó entre ellos la sensación de intimidad. Marta había arrancado al paso un tallo de hierba y lo mordisqueaba.

– Ignacio… ¿es cierto que me echabas mucho de menos?

– ¡Claro! ¿Es que no me crees?

– Sí. Pero me gusta que me lo repitas.

– Pues voy a repetírtelo: estaba decidido a desertar…

Pasaron revista a todo lo que les había ocurrido desde que Ignacio se pasó a la España "nacional" y se alistó en la Compañía de Esquiadores. Hablaron de la provincia de Huesca y de la formidable impresión que al muchacho le produjo el valle de Ordesa. "Aquello es un milagro". De pronto, vieron desfilar un pelotón de soldados, manta al hombro. ¿Adonde se dirigían? Ignacio recordó sus largas caminatas, el fusil en bandolera y barbotó: "La guerra…"

Lo dijo en un tono tan colérico, que Marta se inquietó. Aunque comprendió que Ignacio no se refería al significado de la contienda, sino a algo propio. Ignacio quiso paliar su brusca reacción y dulcificó el semblante.

La muchacha se dio cuenta y aprovechó para rogarle:

– Háblame de tu guerra, Ignacio… ¿Para qué crees que te ha servido?

El muchacho se acomodó en el banco y encendió un pitillo.

– ¡Bueno! Yo odio la guerra, ya sabes… La guerra es espantosa.

– Marcó una pausa-. Aunque, en honor a la verdad, en el frente pasé ratos que no olvidaré jamás…

– ¿De veras?

– Como lo oyes.

– Echó una bocanada de humo-. Las guardias solitarias… Esquiar de noche… ¡Se piensan tantas cosas!

Marta lo miraba como escudriñándolo.

– No has contestado a mi pregunta. Te pregunté para qué crees que te ha servido luchar.

Respiró él hondo.

– Desde luego, me ha embrutecido… ¡Es inevitable! Pero, por otro lado… ¡quién sabe!; tal vez me haya ayudado a ver claro en mí.

Marta seguía mordisqueando la brizna de hierba.

– Pero, eso es contradictorio ¿no?

– ¿Por qué? Embrutecerse quiere decir… perder la inocencia. Y en el fondo, ello enseña a conocerse, en lo bueno y en lo malo.

Ella preguntó con seriedad:

– ¿Qué se siente cuando se pierde la inocencia?

Ignacio hizo un mohín.

– ¿Tú no la has perdido aún?

Los ojos de Marta expresaron una rara seguridad.

– Creo que no…

Ignacio tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie.

– Se siente… como si se rompiera algo. Es… como si se envejeciera de repente.

La muchacha reflexionó.

– Dijiste que has aprendido a conocerte, en lo bueno y en lo malo. ¿Es que hay algo malo en ti, Ignacio?

– Sí, claro: me miento a mí mismo. Cambio de parecer. A veces, en invierno sudo y siento frío en verano. Absurdo, ¿te das cuenta?

Marta respiró tranquila. Por un momento temió oír quién sabe qué. Acabó riéndose. Tomó cariñosamente una mano de Ignacio y preguntó:

– Y lo bueno que te has descubierto, ¿qué es?

Ignacio mudó de expresión.

– ¿Cómo te lo diré, Marta? Me he dado cuenta de que no seré feliz si no hago algo que beneficie a los demás.

Ella se tragó la saliva y se apartó el flequillo de la frente.

– ¿Hablas en serio, Ignacio?

– Hablo en serio. Antes llegué a sentirme como un ser neutro. Era egoísta, era yo. Ahora todo eso ha pasado… La nieve lo cubrió. Sí, te lo repito: quiero hacer algo que sea útil a los demás.

Marta echó una mirada a las copas de los árboles y respiró hondo.

– Pero ¡eso es magnífico! -Y, ante la sorpresa de Ignacio, se volvió hacia él y le pidió un pitillo-. ¿Cuándo empezaste a sentir eso?

– Creo que fue en el Hospital Pasteur, de Madrid, curando a los heridos de las Brigadas Internacionales. Aquella gente me daba asco; y sin embargo, llegué a quererlos. Complicado, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

– ¡No, no! Es muy natural…

– Luego… sentí ganas de ser buen chico… en Valladolid. El día que tú regresaste de Alemania, después dé haber saludado a la estatua del Hombre Alemán desnudo. Recuerdo perfectamente qué deseé saludar a toda la humanidad.

Marta soltó una carcajada.

– ¡Ay, qué viaje aquél! Llegué a casa con una mochila que pesaba más que yo.

– Y que apestaba…

– De eso no me acuerdo. Me abrazaste y perdí la noción de todo.

– ¡Ah!, ¿sí? Entonces ten la seguridad de que en aquel instante perdiste la inocencia.

Guardaron un silencio largo. Marta chupaba con torpeza el pitillo que Ignacio había liado para ella. Por fin la muchacha reanudó el diálogo.

– ¿Has hecho ya algún plan para cuando te den la licencia?

Ignacio, como pulsado por un resorte, se levantó, recordando que ésa era la pregunta que él formuló a sus compañeros. Respiró intensamente, al tiempo que abarcaba con la mirada las copas de los árboles de la Dehesa.

– ¡Sí, por cierto! -respondió-. Quiero llegar a ser el mejor abogado de la ciudad… -Y volviéndose hacia la muchacha, añadió-: Y para que veas mi lado bueno, te prometo que le cederé a Mateo los clientes que me sobren.

Marta se levantó a su vez y se situó frente por frente de Ignacio. Estaban solos. Los jugadores de bolos se habían ido.

– ¿Quieres que te diga una cosa, Ignacio? Querría ayudarte a ser lo que te propones.

– Puedes hacerlo.

– ¿Cómo?

– Queriéndome mucho.

– Eso… ya lo hago. ¿No se me nota?

Ignacio no contestó. Tomó en sus manos la barbilla de Marta y, atrayendo a la muchacha hacia sí, le dio un beso prolongado y suave.

Al separarse dijo:

– Sí, se te nota…

Marta permaneció unos segundos con los ojos cerrados.

– Bésame otra vez.

Ignacio obedeció. El beso ahora fue eterno.

Marta por fin despegó los labios de los labios del muchacho.

– Gracias, Ignacio, por hacerme sentir lo que siento.

Él se emocionó.

– Es hermoso quererse, ¿verdad?

– Sí, mucho…

Igualmente afortunado, aunque con otros matices, fue el encuentro entre Ignacio y Mateo. Aquél, después de acompañar a Marta a la Sección Femenina, provisionalmente instalada en el local que había pertenecido a la UGT, se dirigió a Falange -es decir, al caserón cedido por Jorge de Batlle- y encontró a Mateo en su despacho, rodeado de los retratos patrióticos de rigor y con un mapa de la provincia de Gerona en la pared, tachonado de banderitas.

Los dos muchachos, al verse, recibieron recíprocamente una impresión fortísima. De hecho, se habían despedido, separado, el 20 de julio de 1936, cuando Mateo, ante el fracaso del Alzamiento en Gerona, salió del piso de los Alvear en dirección a los Pirineos, para pasar a Francia. Habían transcurrido, por lo tanto, tres años. En esos tres años se habían convertido en hombres sellados virilmente por la guerra, rebosando vitalidad y con ganas de conquistar el mundo.

– ¡Ignacio…!

– ¡Mateo…!

Se confundieron en un abrazo tan apretado, que la medallita que colgaba del cuello de Mateo se enroscó en uno de los botones de la camisa de Ignacio. El forcejeo a que ello dio lugar los incitó a reírse, a soltar una estentórea carcajada. En realidad, no acertaban a explicarse lo que les ocurría. Se miraban y se reían. Acabaron sentándose con dolor en los riñones, riéndose aún y respirando con dificultad.

– Pero… ¡chico! -balbuceó Ignacio, por fin, con lágrimas en los ojos-. ¡Qué barbaridad!

– ¡Esto es la juerga del siglo! -añadió Mateo, sonándose con su pañuelo azul…

– Las cartas que me escribías -recordó Ignacio-, eran más serias…

– ¡Figúrate! Caían pildorazos a mi lado…

– Hay que ver, vaya con tu medallita…

Recuperaron el ritmo y volvieron a mirarse, esta vez con mayor atención. La encrespada cabellera de Mateo brillaba demasiado y sus ademanes eran exactos, de hombre acostumbrado a mandar. Por el contrario, Ignacio se había recortado el bigote en exceso y ello le daba, a juicio de Mateo, cierto aire de "señorito".

Ignacio le preguntó a Mateo, echando una mirada sobre los papeles de la mesa:

– ¿Charlamos ahora, o es mal momento?

– ¿Mal momento? No digas bobadas… -Mateo pulsó un timbre y en el acto apareció un "flecha" saludando brazo en alto-. Oye, chico… Que no estoy para nadie, ¿comprendes? Anda, que no entre nadie… Y cierra la puerta.

El "flecha" desapareció. Y Mateo e Ignacio quedaron solos como antes, más que antes, e iniciaron el diálogo con el que habían soñado tantas veces mientras montaban guardia en los parapetos.

– Tengo un interés enorme en saber cómo estás -comentó Mateo-, en saber qué piensas de todo lo que ha ocurrido y está ocurriendo. De veras te lo digo, Ignacio. A veces temo vivir embriagado, o delirando. Este despacho -giró la vista en torno- es una terrible responsabilidad. ¡Me paso el día firmando papeles!

Ignacio movió la cabeza con admiración.

– Desde luego, los tiempos han cambiado. ¿Te acuerdas de cuando te escondiste en el cuchitril del Rubio, el que tocaba el saxofón en la Pizzaro Jazz?

– Claro que me acuerdo. La FAI me tenía acorralado.

– Es que… hablabas mucho. ¡Menudos discursos! Me los soltabas incluso a mí, un día sí y el otro también.

Mateo, para sentirse más cómodo, se quitó la pistola que llevaba en el cinto y la dejó sobre la mesa.

– Pues anda que tú… Un día en casa te metiste con la estigmatizada Teresa Neumann y te quedaste solo.

Ignacio asintió.

– Todo el mundo hablaba mucho por entonces.

– Todo el mundo, no -protestó Mateo-. Había uno que no decía apenas nada: Pedro, el disidente. ¿Te acuerdas de Pedro? Quería recibir órdenes directas de Moscú…

– Sí, me acuerdo. Y también de aquella criada que tenías, que se llamaba Orencia…

– ¡Menuda ficha!

– Cuántas cosas han pasado… -De pronto, Ignacio puso cara cómica-. ¿A que no sabes lo que ahora me viene a la memoria?

– No…

– La primera caja de bombones que le enviaste a Pilar. Era de lo más cursi. En la tapa había una orquídea en forma corazón.

– Pero, ¡chico! ¿Es posible?

– Corno te lo digo.

– No me reconozco en esa orquídea.

Llegados a este punto, Mateo sacó su mechero de yesca e invitó a Ignacio a fumar. Ignacio reconoció el mechero y mil pensamientos agradables invadieron su mente.

– Bueno… -reanudó Mateo-. Volviendo a lo de antes… ¿Cómo estás, Ignacio? ¿Todavía eres tan… escéptico?

Al oír esta palabra, Ignacio abrió expresivamente los ojos.

– ¿Escéptico yo? Olvida eso…

Mateo simuló sorpresa.

– No te entiendo… Habías jurado serlo toda la vida, ¿no es así?

Ignacio se rascó con una uña la ceja derecha.

– Más o menos. Pero aquí me tienes. Hasta ayer al mediodía no abandoné el fusil.

– Eso ya lo sabía -replicó Mateo-. Pero lo que yo te pregunto… es si estás convencido.

Ignacio hizo un gesto ambiguo.

– Si me hubieran dicho que algún día lloraría al cantar Cara al Sol, hubiera reventado de risa; y resulta que en el frente lloré más de una vez.

– Lanzó una espiral de humo-. Y en Barcelona estuve a punto de incendiar la iglesia de Pompeya porque la Sanidad 'roja' la había convertido en depósito de medicamentos.

Mateo se echó para atrás en el sillón.

– ¿Querrás creer que casi lamento oírte hablar de ese modo?

Ignacio manifestó estupor.

– No te comprendo.

– Verás… A mí me parece todo esto tan apasionante que necesitaría oír a alguien que me pusiera pegas. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Ignacio movió divertido la cabeza.

– ¡Pues mira por dónde no soy yo ese alguien que te hace falta!

Los ojos de Mateo se empequeñecieron. Parecióle que Ignacio había hablado con cierto retintín.

– ¿De modo -prosiguió, arriesgándose- que eres acérrimamente optimista?

Ignacio irguió el busto.

– ¡Por favor, yo no he dicho eso! ¿Cómo voy a ser optimista? La guerra está ahí…

– ¿Así, pues…?

– Simplemente… ¡qué sé yo! He llegado a la conclusión de que hay que seguir adelante.

Mateo se pasó la mano por la cabellera.

– ¿Estás hablando en serio, Ignacio?

Éste asintió con la cabeza.

– Pues sí, hablo en serio. A pesar de todo. A pesar de que los militares no me gustan. Y de que no me gusta esa pistola que has dejado ahí. Ni que los jerarcas os reservéis una fila de butacas en todas las salas de espectáculos. A pesar de que sigo sin entender lo que significa Sindicato Vertical… -Ignacio reflexionó y agregó-: Una gran parte de España es ignorante… y cruel. Partiendo de esta base…

Mateo prosiguió, implacable:

– ¡Pero antes, cuando yo te hablaba de eso, de la necesidad del Mando único, te enfurecías!

Ignacio se encogió de hombros.

– ¡Qué voy a decirte! Te repito que tampoco ahora soy feliz. Es absurdo, ¿no crees?, que un muchacho de tu edad tenga un coche oficial en la puerta y censure todas las noticias destinadas a la población.

– Al decir eso, señaló una pila de galeradas de imprenta que Mateo tenía a su lado-. Pero cuando recuerdo aquellos retratos de Lenin… Cuando recuerdo a Teo…

Mateo acusó una extraña sacudida.

– ¿Por qué has mencionado a Teo?

– No lo sé. Se me ha ocurrido… ¿Por qué lo dices?

Mateo aplastó el pitillo sin inmutarse.

– Porque yo mandé, en Teruel, el piquete que lo fusiló.

– ¿Ves? -comentó, al cabo de unos segundos-. Tal vez lo único que de verdad me inquieta sea eso: que me cuentes una cosa así y me quede tan fresco.

Mateo se mordió el labio inferior.

– Crees que nos hemos vuelto insensibles, ¿verdad?

– Insensibles, no… Pero hemos partido el queso por la mitad y actuamos en consecuencia.

– ¿Te parece que no tenemos derecho a ello?

– Por favor, Mateo… Ha corrido tanta sangre, que hablar de derechos resulta un poco irónico.

Mateo reflexionaba.

– Bueno… hay un hecho irrebatible: salimos todos al ruedo y nosotros hemos ganado.

– Sí, ya lo sé… Pero ahora viene lo más difícil: justificarnos a nosotros mismos.

Mateo hizo un gesto ambiguo. Pensó que, de hecho, Ignacio le había puesto las "pegas" que andaba solicitando. Sin embargo, ¿qué hacer? ¿Era posible pedirle a 'La Voz de Alerta' que absolviera a sus enemigos? Por otra parte, el tiempo cuidaría de reglamentar las cosas, de asignar las atribuciones de cada cual.

Ignacio leyó el pensamiento de Mateo. Y añadió:

– Crees que a la larga todo esto se arreglará, ¿no es así?

Mateo iba a contestar: "Desde luego". Pero rectificó.

– Depende… de la ayuda que nos presten los hombres como tú…

Ahí Ignacio se mostró tajante. Comprendía la intención de su amigo. Pero éste no podría contar con él. La política era un problema de vocación y él no la tenía. Se dio cuenta en el momento en que Marta le había preguntado, hacía de ello una hora escasa: "¿Qué piensas hacer cuando te licencien?". Y acabó de convencerse al oír a Mateo decirle al "flecha": "Oye, chico… Que no estoy para nadie ¿comprendes?".

– Para saber decir eso… hay que tener vocación.

¡Bueno, la cosa estaba clara! Mateo reaccionó. Por lo demás no se trataba, en aquella primera entrevista, de volver al juego dialéctico. ¡La alegría de volver a ver a Ignacio era tan grande! ¿A qué empañarla con sentimientos y deseos ajenos a la pura amistad?

– Cambiando de tema, Ignacio… ¿Qué te parecería si organizáramos algo para celebrar nuestro regreso? El regreso de Marta, de Alfonso Estrada, de Jorge de Batlle, de Miguel Rosselló… El tuyo… ¡El regreso de los supervivientes!

– Me parecería muy bien. ¿Qué podríamos hacer?

– No sé… ¿Un baile, por ejemplo?

– ¡Oh, estupendo! Has dado en el clavo. Nos lo hemos ganado a pulso, digo yo…

– Pues déjalo de mi cuenta.

Los dos muchachos continuaron hablando durante mucho rato, ahora sin tema fijo. Ignacio se interesó por la salud de don Emilio Santos y Mateo dijo: "Está mal y sufre mucho; pero se curará". A su vez, Mateo se interesó, como quien no quiere la cosa, "por aquella preciosidad barcelonesa de los moñitos, que se llamaba Ana María o algo así" e Ignacio contestó, en tono tranquilo: "De vez en cuando me escribe una postal".

Ignacio se enteró de que mosén Alberto había sido designado miembro de la Comisión de Censura de películas.

– ¿Te imaginas? -comentó Mateo-. Años estudiando Teología, para terminar dedicando las tardes a medir escotes y la Curación de los besos de Myrna Loy.

En medio de ese pim-pam-pum, que les servía para expansionarse, sonó el teléfono. Mateo, en honor de Ignacio, se abstuvo de descolgar. "Ya llamarán más tarde", dijo.

Ignacio aprovechó aquella interrupción para preguntarle a su amigo:

– Oye… ¿Tienes idea de cuál será mi trabajo en la Jefatura de Fronteras?

Mateo negó con la cabeza.

– No sé, chico. Lo único que puedo decirte es que estarás a las órdenes del camarada Dávila y que tendrás que hacer muchos viajes a Figueras y alguno, tal vez, a Francia, a Perpiñán.

– ¿A Perpiñán?

– Sí. Los exiliados dan mucho que hacer.

Ignacio se quedó estupefacto. Y al momento recordó a Julio García, a Antonio Casal, a tantos y a tantos.

– Otra cosa -añadió-. Pensaba presentarme mañana. ¿Por qué no me acompañas?

– No hay inconveniente. Te vienes aquí a mediodía y subimos juntos al Gobierno Civil.

– De acuerdo.

Dicho esto, Ignacio se levantó. También Mateo. Al encontrarse de pie, frente a frente, se abrazaron de nuevo, sin que esta vez la medalla de Mateo les jugara una mala pasada.

– Ignacio, me ha rejuvenecido verte…

– Lo mismo digo.

Echaron a andar hacia la puerta. Ignacio vio, en un rincón, una de las dos famosas armaduras, patrimonio de la familia de don Jorge de Batlle. El Responsable la había obligado a levantar el puño; ahora extendía el brazo…

– ¿Quién es? -preguntó Ignacio jocosamente-. ¿Mussolini?

Mateo replicó:

– ¡No digas majaderías! Es el obispo, el doctor Gregorio Lascasas.

– ¡Ahí ¿sí? ¿Y qué hace ahí?

– Vigilarme…

Ignacio soltó una carcajada.

Al cruzar el umbral del despacho, el "flecha", quieto allí como un poste, levantó también el brazo para saludar. Ignacio le dijo:

– Gracias, majo.

Empezó a bajar la escalera y Mateo, desde lo alto, gritó:

– ¡Me has hecho polvo con lo de la orquídea!

Ignacio le contestó:

– ¡No es para menos!

El almuerzo en el piso de la Rambla fue feliz, con la mantelería de las grandes solemnidades. Ignacio contó a los suyos que había visto a Marta y a toda su familia y también a Mateo. "Nada, tan amigos como antes". También les comunicó que a lo mejor, sirviendo en Fronteras, tendría que hacer algún viaje a Perpiñán. Matías, al oír esto, se secó los labios con su blanca servilleta y comentó: "Si te encuentras por allí al primo José, dale recuerdos…"

Terminado el almuerzo, Ignacio se retiró a su cuarto -¡qué delicia reencontrar el colchón de lana!- y se ofreció una larga siesta. Una siesta como las de antaño en verano: completamente desnudo y con las piernas separadas.

Despertó tardísimo, a las cinco. En el comedor. Carmen Elgazu planchaba, accionando con soltura sus vigorosas muñecas. ¡La radio alemana funcionaba! Retransmitía tangos de Carlos Gardel. "¿Qué ha ocurrido?". "Nada, hijo. Que tu padre las sabe todas". Ignacio se acercó a su madre y la besó. E! dijo: "Me gustan los tangos, no lo puedo remediar".

– Adiós, madre, me voy al Banco Arús.

– ¡Huy, que tengas suerte!

El muchacho salió a la calle. Su expectación era intensa, porque del cobro de sus haberes dependía la compra del nicho para César… y acaso la posibilidad de efectuar alguna mejora en el amueblado del piso.

En el trayecto se preguntó "quién encontraría allí", dado que el director, con su eterna pipa en los labios, que describía triángulos masónicos de humo en el aire, se habría largado sin duda a Francia y el subdirector -¡cuánto se acordaba de él, tan idealista y tan calvo!- había caído asesinado los primeros días de la guerra.

Pronto salió de dudas. Apenas empujada la puerta de aquel húmedo local en el que ingresó de botones y en el que por primera vez oyó a alguien mofarse del Espíritu Santo y hablar de preservativos, dos sombras, una muy alta, la otra muy rubia, se levantaron, dudando entre cuadrarse o inclinar la cabeza hasta el suelo. Eran la Torre de Babel y Padrosa, que lo reconocieron en el acto. Ignacio tuvo la certeza de que, de haberse presentado, realmente sus ex compañeros de trabajo, aquellos que tantas veces lo habían enviado con sañudo placer a comprar periódicos que cantasen las alabanzas de Durruti, se habrían cuadrado militarmente.

– ¡Ignacio, chico…!

Ignacio facilitó las cosas. Y al notar que sentía por el Banco Arús, pese a todo lo ocurrido, como un lazo afectivo, recordó unas palabras de la madre de Marta: "Los malos recuerdos son también recuerdos, ¿no es así?".

Ignacio pasó al interior de la oficina y estrechó con efusión la mano de la Torre de Babel, al que agradeció que en Abastos tratara afablemente a Pilar, y felicitó a Padrosa por haber salido indemne de la guerra. "Es lo más que se puede pedir".

– ¡Nosotros tenemos que estarte agradecido! Es decir, a ti y a tu padre.

– ¿Por el aval?

– Claro…

– ¡Bah!

– ¿Cómo que bah? ¿Crees que eso se olvida?

Ignacio jugaba, un poco fácilmente, a gran señor. Echó una mirada en torno. La mesa del subdirector estaba vacía, pero con el mismo cenicero repleto de clips y de plumillas; en cambio, en las otras mesas había empleados nuevos, muy jóvenes, que lo miraban con suma curiosidad.

Ignacio miró a caja. Vio allí a un señor desconocido, enclenque y serio, que contaba billetes.

– ¿Dónde está Reyes? -preguntó.

Se produjo un silencio. La Torre de Babel, que parecía más alto que nunca, carraspeó:

– Está… en la cárcel -dijo con su característico tartamudeo.

– ¿Cómo? -preguntó Ignacio, sorprendido-. Mi padre lo avaló también, ¿no es cierto?

– Eso fue lo malo -explicó Padrosa-. Contando con el aval salió a la calle y lo pescaron en el acto. Y a su mujer también. La Torre de Babel añadió:

– Su hijo, Félix, vino a vernos. Pero ¿qué íbamos a hacer? -El empleado abrió los brazos en ademán de impotencia-. Le aconsejamos que se presentara en Auxilio Social.

Ignacio parpadeó varias veces.

– ¿El cajero tenía un hijo?

Padrosa intervino.

– Es raro que no te acuerdes. Félix, hombre… Un crío extraño, que tenía la manía de dibujar…

Ignacio no se acordaba. Volvió a mirar a caja, desde donde, al principio de la guerra, el bueno de Reyes le echaba siempre algún pitillo en señal de buena voluntad. Se produjo un nuevo silencio. Ignacio se volvió hacia sus dos ex compañeros de trabajo y leyó en sus ojos algo muy distinto de lo que por la mañana había leído en los ojos de Mateo: estaban a la defensiva. Sobre todo la Torre de Babel era evidente que debía controlarse con dolor, que la derrota le pesaba en los hombros como si fuera un bloque de mármol.

Le ganó una súbita curiosidad por asomarse a aquella zona mental que vivía recluida. Dulcificó el tono; y en el fondo, lo hizo con sinceridad.

– ¿La cárcel -preguntó- sigue estando en el Seminario? La Torre de Babel hizo un gesto que indicaba: "¡Este chaval vive en el limbo!".

– Claro -dijo-. ¿Dónde va a estar? Ignacio prosiguió:

– ¿Cuántos detenidos calculáis que habrá ahora allí dentro? La Torre de Babel hizo un gesto entre tímido y sarcástico.

– Cualquiera sabe… Muchos… -Luego añadió-: Continuamente traen gente de los pueblos… Padrosa completó el informe.

– En la antigua cárcel están las mujeres. Allí habrá… unas quinientas.

Ignacio se dio cuenta de que el giro que había tomado el diálogo lo fastidiaba y empezó, lentamente, a dar una vuelta por la oficina. Sin saber cómo se encontró en el despacho interior que ocupara Cosme Vila. Todavía estaba allí la máquina de escribir que éste usaba y la mesa en cuyo cajón el jefe comunista ocultaba El Capital, de Marx.

Ello le bastó para inmunizarse contra cualquier sentimentalismo. Volvió sobre sus pasos y vio que la Torre de Babel había modificado asimismo su expresión. Estaba sonriendo. O eso parecía.

– Todo igual que antes, ¿verdad?

– Sí, todo igual…

– ¿Te acuerdas de la demanda que redactaste un día protestando contra las horas extraordinarias?

– ¡Claro! Y también me acuerdo de que ninguno de vosotros se atrevió a firmarla.

La Torre de Babel encogió los hombros.

– Teníamos novia, compréndelo… Tú eras un crío.

– Y que lo digas. El botones…

Se rieron y recordaron otras anécdotas de aquellos tiempos.

– No hacíais más que contar chistes verdes, llamarme señorito de Madrid y hablar del gol que Alcántara metió en Burdeos.

– ¡Qué quieres! La rutina…

En aquel momento entró un cliente y Padrosa se acercó a la ventanilla para atenderlo. La Torre de Babel, entonces, aprovechó la circunstancia para llevarse a Ignacio a un rincón y decirle:

– Ignacio, perdona que te moleste, pero…

El tono de voz de la Torre de Babel y su tartamudeo eran tales que Ignacio le miró a los ojos.

– ¿Ocurre algo?

– Verás… No sé cómo explicarte… Yo también tengo miedo.

– ¿Miedo?

– Sí. Miedo a que me detengan.

Ignacio arrugó el entrecejo. Parecía que estaba en un confesonario.

– ¿Te da miedo "alguien" concretamente?

– Claro… Como a todos… La brigadilla Diéguez…

Ignacio no había oído hablar nunca de esa brigadilla.

– No sé a qué te refieres.

La Torre de Babel, evidentemente incómodo, le explicó:

– Es una brigadilla especial de policía, que llegó de Barcelona… Son… ¡bueno! Quiero decir que no se les escapa nada.

Ignacio comprendió.

– Escucha una cosa. Aparte de ser de la UGT… y proponer que nos fuéramos todos voluntarios al frente, ¿te metiste en algún lío?

– Nada. ¡Nunca! Eso del frente fue lo único. Te lo juro.

Ignacio asintió, meditabundo. Por fin dijo:

– ¡Bien, no sé qué decirte! Pero si ocurre algo, ya sabes dónde estoy.

– Gracias, Ignacio.

Padrosa regresó. Ignacio les preguntó entonces por el nuevo director.

– Necesito verlo. ¿Quién es?

– Lo han mandado de la Central. Se llama Gaspar Ley.

Al oír este nombre, Ignacio parpadeó otra vez con el mayor asombro.

– ¿Cómo has dicho?

– Gaspar… Ley -repitió la Torre de Babel-. ¿Es que lo conoces?

Ignacio se mostró dubitativo.

– Personalmente, no. Pero he oído hablar de él…

Padrosa se ofreció, en tono servicial.

– Si quieres, le digo que estás aquí.

– Sí, por favor…

¡Gaspar Ley! No podía ser otro… El dueño -durante la guerra "el responsable"- del Frontón Chiqui. El íntimo amigo del padre de Ana María, casado con Charo, en cuya casa Ana María se refugió.

Ignacio preguntó:

– ¿Qué tiempo lleva aquí?

– Escasamente un mes.

Minutos después Ignacio penetró en aquel oscuro despacho, que tan familiar le fue. Pensó que desde su marcha nadie habría vuelto a quitarle el polvo.

El flamante director le esperaba ya de pie, la cara sonriente.

– Gaspar Ley, para servirte… -dijo ofreciéndole la mano-. Realmente… es una coincidencia, ¿verdad?

Ignacio le correspondió con la mayor cordialidad, pues sabía por Ana María que aquel hombre y Charo, su mujer, la trataron como a una hija e hicieron todo lo inimaginable para sacar de la Cárcel Modelo al padre de la muchacha, arriesgando mucho.

Gaspar Ley cerró la puerta del despacho, al tiempo que decía:

– ¡Lo que son las cosas! Barcelona no me sentaba bien y encontré esta salida… ¿No quieres sentarte?

– Gracias.

Ignacio se sentó. Y su interlocutor pasó a ocupar su sillón. Intentando ver claro, Ignacio le preguntó:

– Pero… ¿usted se había dedicado antes a la Banca?

– ¡Sí! Muchos años… Ésa ha sido mi suerte. El padre de Ana María… ha podido lanzarme este cable.

La situación era transparente e Ignacio se alegró. Por otra parte, Gaspar Ley tenía buena facha. Pelo blanco, pero se le veía joven y respiraba lealtad. Llevaba para la sordera un aparato que al menor movimiento del cordón parecía gruñir. Incluso ese detalle le cayó simpático a Ignacio.

– ¿Y Charo, su mujer?

– Charo se ha quedado en Barcelona, custodiando el piso. Porque, naturalmente, esto para mí es provisional.

Hablaron de Ana María. A Gaspar se le hacía la boca agua refiriéndose a la muchacha. "Es un encanto. Mi mujer la enseñaba a cocinar; pero ella, en cuanto nos descuidábamos, pegaba la oreja a la radio para escuchar a Queipo de Llano". También hablaron del padre de Ana María, que se llamaba Rosendo Sarró, pero que era ahora "don Rosendo".

– ¿Por qué "don" Rosendo…?

– ¡Porque es hombre importante! -contestó Gaspar Ley, cuyo aparato, incrustado en el oído, resonó escandalosamente.

– ¿Así que… no salió malparado de la Modelo?

– Se recuperó en seguida. Y huele los negocios. ¡Algo tremendo! -añadió Gaspar Ley, con decidida admiración.

A Ignacio le complació el sentimiento de gratitud que demostraba aquel hombre, que daba la impresión de activo y eficiente. Tan eficiente, que a sabiendas de que el muchacho de un momento a otro se presentaría en el Banco a reclamar los atrasos -norma establecida para todos los ex combatientes- había preparado ya la cuenta.

– Sí, ahí tienes todo -le dijo, cortando el diálogo anterior abriendo un cajón y sacando una carpeta azul.

– ¿Me va a alcanzar para comprar una torre?

Gaspar Ley sonrió.

– Vas a cobrar tu sueldo mensual, íntegro, desde que te incorporaste a las fuerzas 'nacionales' hasta hoy. Lo único que me hará falta es un certificado…

Ignacio hizo un cálculo rápido, mirando al techo, y concluyo que la cantidad iba a ser mínima. El nicho, un traje, una pequeña librería para su cuarto… Poco más.

– Está bien. Pediré el certificado a la Compañía de Esquiadores.

Gaspar Ley le preguntó:

– ¿Piensas reingresar en el Banco?

Ignacio contestó, rotundo:

– ¡No! De ningún modo…

El director hizo un guiño de inteligencia.

– Me parece muy bien.

Sonó el teléfono. Gaspar Ley no se abstuvo de descolgar como había hecho Mateo. Tomó el auricular, fue moviendo la cabeza y por fin dijo: "Ya, ya… Sí, estoy enterado… Por favor, ¿no le importaría volver a llamar dentro de unos minutos?".

Ignacio comprendió que debía marcharse. Se levantó. Gaspar Ley hizo un gesto que indicaba: "Perdóname…"

Quedaron en verse algún día y, seguidamente, salieron juntos del despacho. Gaspar Ley tomó del brazo al muchacho. Éste, al paso, iba mirando una por una las ventanillas. Hasta que se detuvo un momento en una de ellas para decir adiós a los amigos, a los que sorprendió mordiendo el consabido bocadillo.

– Me voy, muchachos. Hasta otro día…

– ¡Adiós, Ignacio! -gritaron al unísono la Torre de Babel y Padrosa.

Ignacio, en tono chusco, añadió:

– Salud…

Y se acercó a la puerta, a aquella puerta cuyo vestíbulo debía colmar de aserrín en los días de lluvia.


* * *

Salió del Banco aturdido. Pensó en la Torre de Babel: "Ignacio, yo también tengo miedo…" Claro, claro. Pese a las apariencias, la España Una no era todavía realidad. Por debajo de la España triunfal había la España de Reyes, el ex cajero y de la Torre de Babel. Y la del comisario Diéguez, expresamente llegado de Barcelona. Y la de Gaspar Ley, obligado a "cambiar de aire", pero sentado en un sillón de director, gracias un tal "don Rosendo", hombre "importante, que olía los negocios". Y la España de los exiliados.

Ignacio se colgó otro pitillo de los labios -fumaba sin parar- y echó a andar sin rumbo fijo. Pronto recobró el ánimo, lo cual lo alegró. "Señal de que empiezo a estar de vuelta".

Decidió darse un garbeo por la ciudad de sus amores. Vio la fábrica Soler, cuya calle se llamaba ahora de "José Antonio Primo de Rivera", completamente destruida, incendiada, y unos presos, vigilados por guardias civiles, desescombrándola. Pasó por la calle del Pavo. En la puerta de la casa que perteneció a la Logia Ovidio, un letrero decía ahora: "Por la Patria, el Pan y la Justicia". Orilló el Oñar, como si fuera a la escuela a ver a David y Olga. El escuálido río le trajo a la mente un comentario de Julio García: "Mientras en España no haya ríos caudalosos, habrá caudalosas guerras civiles". Dio media vuelta y pasó frente al Sagrado Corazón. En la puerta del templo platicaban tres jesuítas, uno de ellos con grandes ojeras amoratadas. ¡Los jesuítas se habían reinstalado en la ciudad! La República los expulsó de España -grave error, según el profesor Civil-, pero ya estaban otra vez en la brecha… Llegó a la plaza del Ayuntamiento. Se anunciaba, en el Teatro Municipal, para el próximo domingo, la zarzuela La Revoltosa.

Ignacio sintió deseos de subir al Museo Diocesano, que estaba allí mismo, para saludar a mosén Alberto, pero desistió de hacerlo. "Ya habrá ocasión". Entonces, por contraste, se le ocurrió irse al otro confín y saludar, en la calle de la Barca, al patrón del Cocodrilo, de quien le habían dicho que había perdido exactamente treinta y siete quilos y que estaba en los puros huesos. A medida que se acercaba a aquel barrio, iba encontrando grupos de soldados que canturreaban y gitanas que ofrecían telas de seda a los transeúntes. El bar Cocodrilo estaba tan abarrotado que era imposible abrirse un hueco en la puerta para entrar. Ni siquiera pudo ver a su propietario, que andaría tras el mostrador sirviendo copitas de anís. Ignacio, entonces sintió como un tirón en la carne y pensó en la Andaluza. Su "casa" se encontraba a doscientos metros, bifurcando a la derecha. ¡La Andaluza! Había ocultado, entre sus puercos colchones, a mucha gente de "derechas", a muchos propietarios de la provincia y a los hermanos Estrada. Ahora se resarcía, al parecer; pasaba factura y la tropa se la pagaba de buena gana. Las guerras terminaban siempre así: en las iglesias y en los prostíbulos. Y había guerreros -Ignacio era uno de ellos- que pasaban de un lugar a otro con matemática regularidad. Ignacio se desazonó más aún y bifurcó por la derecha. Siempre le ocurría lo mismo: había momentos en que se encontraba a gusto tirándolo todo por la borda, apenas sin transición y chapoteando. Por cierto, ¿qué habría sido de Canela? El barrio entero olía a mujer, olor que se apoderaba de los sentidos.

Tampoco pudo saludar a la Andaluza, aunque la vio un momento asomarse al balcón, con una flor en el pelo y un abanico cruzado por la bandera nacional. Pero no importaba. Había allí profusión de patronas recién instaladas y un enjambre de chicas de edad imprecisable. Una de éstas, milagrosamente solitaria y libre, llamó al muchacho desde un portalón y se le ofreció para leerle la buenaventura. Ignacio accedió. Abrió su mano derecha y la levantó a la altura de los lacios senos de la mujer. Ésta le dijo que sin duda él regresaba de un largo viaje y que ahora necesitaba "amores". Ignacio se rió. "Sí, es verdad. Los necesito". "Pues sube conmigo, anda".

Ignacio subió.

¡Dios, se equivocó pensando "que empezaba a estar de vuelta"! Por lo visto, la complejidad de la vida continuaba jugando a placer con él.

A las nueve en punto de la noche, entre bombillas vacilantes y olor a churros, se abría paso entre la multitud de la calle de la Barca y regresaba hacia el centro. No pensaba nada, se dejaba mecer como si fuese un muñeco que alguien hubiera sacado en una tómbola.

En la Rambla había "oficiales" de postín, de eses con polainas y varita de bambú. Subió al piso; la cena estaba preparada. La familia unida en torno a la mesa, bajo la lámpara reluciente. "¡Te vas a chupar los dedos, hijo! Te he preparado sopa de guisantes".

– Un momento, voy al lavabo.

Ignacio permaneció medio minuto lo menos con la cabeza debajo del grifo. Luego regresó al comedor y ocupó su puesto. Su aspecto era de vencedor. "¡Ah, ja! ¡Sopa de guisantes marca Elgazu!".

La cena transcurrió con dulce armonía. Ignacio pensó en el frente. También allí, a menudo, minutos después de un bombardeo intenso, se hacía el silencio y de la tierra emanaba una gran paz. "Decididamente -se dijo- somos hijos de la tierra".

Hubo intercambio de noticias. Él les comunicó que cobraría los atrasos del Banco, aunque el total no subiría mucho, pero se abstuvo de mencionar a Gaspar Ley. No quería que sonara en aquella casa el nombre de Ana María y que de rebote pudiera llegar a oídos de Marta. También les comunicó que en el Teatro Municipal pondrían La Revoltosa. Por su parte, Pilar le hizo saber que sus padres acababan de tomar una decisión insólita: a mediados de junio se irían al Norte. ¡Sí, sí, tal como lo oía! A mediados de junio tomarían un quilométrico y se irían a Bilbao, con parada en Pamplona para visitar a tía Teresa, a sor Teresa, que debía de sudar a mares con tanto almidón en la cabeza. Una vez en Bilbao, su padre se llegaría hasta Burgos, de donde se había recibido una carta angustiosa, firmada por su prima Paz. "Claro que, tal y como andan los trenes, Dios sabe si llegarán".

Ignacio se quedó desconcertado. Miró a Carmen Elgazu, quien le guiñó el ojo diciendo: "¿Es que no tenemos derecho a una segunda luna de miel? Mañana tu padre pedirá el permiso en Telégrafos".

¡La abuela Mati, de Bilbao! ¡Paz Alvear, de Burgos! Ignacio exclamó: "¡Eso hay que celebrarlo!".

Terminada la cena, Ignacio se asomó al río, en el que se reflejaban las luces de enfrente. Eloy brotó a su lado e Ignacio, sin mirarlo, le acarició la cabeza. "¡Hola, renacuajo!".

Poco después, Ignacio dio las buenas noches y se retiró a su cuarto. Ya en la puerta, su padre le preguntó:

– ¿Cuándo empiezas en Fronteras?

– Mateo me espera mañana a mediodía para acompañarme al Gobierno Civil.

Ignacio encontró sobre la mesa, plegado, un pijama nuevo, de color azul pálido. Lo desechó y se metió desnudo. La lamparilla de San Ignacio lo molestaba, e incorporándose la apagó de un soplo. Y se quedó dormido, soñando que el patrón del Cocodrilo iba adelgazando, adelgazando, hasta convertirse en una caña de bambú.

Toda la noche fue una pesadilla. Se despertaba sudando. Quería sentir remordimientos y no lo conseguía. "Los amores son una cosa natural".

Por fin se despertó con un sobresalto distinto a los anteriores. Le había parecido oír un rumor y que la claridad del alba se filtraba por debajo de la puerta.

Se incorporó en la cama y se quedó sentado. No cabía duda. Se oía un rumor 'in crescendo', que procedía, al parecer, de la Rambla.

No supo a qué atribuirlo. Se levantó, se puso el pijama azul pálido y se dirigió al balcón, entreabriendo los postigos. ¡Por los clavos de Cristo! El rosario de la aurora. Una inmensa muchedumbre, compuesta sobre todo por mujeres, ocupaba toda la calle Platería y penetraba en la Rambla rezando el rosario en voz alta. En cabeza, el obispo, doctor Gregorio Lascasas, concentrado, la vista baja, acompañado por una pléyade de sacerdotes que Ignacio no conocía. Era el amanecer…

Ignacio se quedó como petrificado, pues la luz incierta de la hora enloquecía las caras de las mujeres que seguían al obispo rezando, abriendo las bocas como fauces, con las cuentas colgando. Todas llevaban mantilla negra.

– ¡Tercer Misterio de Dolor! ¡La coronación de espinas de Nuestro Señor Jesucristo! ¡Padre nuestro, que estás en los cielos…!

La voz del doctor Gregorio Lascasas era rotunda y rebotaba contra las fachadas, en algunas de las cuales se leía: "Ni un hogar sin lumbre ni un español sin pan". El obispo tenía aspecto de profeta. En los sillones del Café Nacional, un gato lo miraba con los ojos desorbitados.

Ignacio oyó pasos a su espalda: era su padre, Matías. Se le acercaba dulcemente, vistiendo un pijama idéntico al suyo. Las zapatillas, al arrastrarse, producían un susurro amable.

– ¿Qué, has visto ya a tu madre? Ignacio se volvió en redondo.

– ¡Cómo! ¿Está ahí fuera?

– ¿Tú qué crees? Salió a las cinco. Con Pilar, claro… Ignacio abrió un poco más los postigos y volvió a mirar a la multitud, que pasaba ya delante de la casa. Imposible localizar, entre tantas fauces abiertas, los velos de Carmen Elgazu y de Pilar.

– Es muy difícil… Hay tanta gente…

Ignacio y Matías guardaron un largo silencio. Hasta que la procesión desapareció y la Rambla se quedó desierta, con sólo el gato asustado en la silla del Café Nacional.

Entonces Matías dijo:

– Mes de mayo, mes de la Virgen. ¿Comprendes, hijo?

– Sí, comprendo…

Загрузка...