CAPÍTULO XXXV

El padre Forteza llevaba más de dos horas en casa de los Alvear. Había ido allí cumpliendo una misión agradable: recoger datos sobre César, con vistas a la causa de beatificación del hermano de Ignacio.

Dicha causa había entrado en su fase legal y el señor obispo había nombrado al padre Forteza vicepostulador de ella; es decir, el jesuíta sería el encargado de buscar los testimonios y pruebas que pudieran resultar "favorables". Más tarde, no sólo expondría el resultado de sus investigaciones ante el Tribunal eclesiástico, sino que se encargaría de su defensa, mientras "el abogado del diablo", es decir, mosén Alberto, opondría las objeciones pertinentes, con el objeto de que el mencionado Tribunal, oídas ambas partes, decidiese si valía o no la pena proseguir el expediente y mandarlo a Roma.

De ahí que la entrada del jesuíta hubiese iluminado el piso de la Rambla.

– Perdonen ustedes -había dicho, con su abierta sonrisa-, pero mi visita tiene carácter profesional.

Carmen Elgazu, al ver al padre Forteza, había exclamado:

– ¡Virgen Santísima! -Y había corrido al lavabo a arreglarse el moño y a quitarse el delantal, lo que hizo en un abrir y cerrar de ojos.

Entretanto, Matías y Pilar habían acompañado al padre Forteza al comedor y le ofrecieron una taza de café.

– Gracias, pero preferiría algún licor dulce.

– ¿Anís? ¿Calisay?

– Preferiría Calisay.

– De acuerdo, padre. Un momento…

Pronto la botella de Calisay y las copitas correspondientes presidieron la mesa y todos se sentaron alrededor. La expectación familiar era enorme. ¿Visita profesional? ¿Qué podía ser?

El padre Forteza pareció querer jugar un poco con aquellos seres que lo miraban entre alegres y cohibidos. Con la mayor calma sacó un bloc de notas y un lápiz, como disponiéndose a tomar apuntes. Luego, mirando al balcón que daba al río, comentó: "Esto a veces olerá mal, ¿verdad?". A continuación preguntó por Ignacio. "¿Saben ustedes si volverá pronto?". Matías alzó los hombros. "No lo sé, padre… A veces sale muy tarde del trabajo".

Por fin el padre Forteza se decidió a hablar. Explicó a los presentes a lo que había ido, y toda la familia respiró aliviada. No obstante, desde el primer momento quiso que supieran a qué atenerse con respecto a los trámites a seguir. "Son trámites largos. Pueden durar incluso años. La Iglesia, en estas cosas es muy prudente". Añadió que los motivos por los cuales se había abierto la Causa de Beatificación eran dos. Uno, el principal, porque en principio podía considerarse que César había realmente muerto por Cristo. "Con demostrar esto sería suficiente". El otro motivo, secundario, se refería a la conducta observada por el muchacho en los pocos años que había vivido. "Todo el mundo coincide en que poseía virtudes excelsas, propias de una criatura santa".

– Así, pues -concluyó el padre Forteza-, ese nombre tan raro, vicepostulador, significa eso: yo estoy aquí en calidad de abogado defensor de su hijo.

Carmen Elgazu estaba tan emocionada, que su mano tembló cómicamente al llevarse a los labios la copita de Calisay. Matías no sabía qué decir. Se sentía confusamente halagado, aunque no acababa de entender que su hijo necesitase "abogado defensor". Pilar miraba al jesuíta pensando: "Si yo fuese vicepostulador, o como se llame, beatificaría también al padre Forteza".

Matías fue el primero en reaccionar. Lió con extrema lentitud su cigarrillo, y atrayendo hacia sí el cenicero preguntó:

– Bueno, padre, ¿y en qué podemos ayudarle nosotros?

– Lo primero que desearía pedirles -dijo el padre Forteza- es que me enseñaran algunas fotografías de César.

Carmen Elgazu palideció. Desde la operación ello le ocurría por cualquier motivo. Sin embargo, Pilar se había ya levantado, dirigiéndose a su cuarto.

– Voy por el álbum.

Y he aquí que en aquellos segundos de espera el padre Forteza empezó a hacer uso del lápiz y el papel. Pero no "para tomar notas", como todos habían creído. Simplemente le gustaba, siempre que debía tratar algún asunto serio, amenizarse el trabajo dibujando casitas y árboles, con alguna que otra oveja alrededor.

Pilar regresó al punto.

– Ahí tiene -dijo. Y depositó el álbum en la mesa, al alcance del jesuita.

Se hizo un silencio. Y el padre Forteza, abriendo el álbum, inició su itinerario.

La mayor parte de las fotografías en que aparecía César eran antiguas y borrosas. Pero no importaba. Ante cada una de ellas, el vicepostulador se detenía y la contemplaba con calma. Lo cierto es que la figura del muchacho le impresionó sobremanera. Aquellos ojos abiertos, aquellas orejas separadas, aquel aire de humildad… Siempre con los pantalones excesivamente largos… En una de ellas se le veía en el Collell, en la pista de tenis, recogiendo una pelota. En otra se le veía en el taller de imágenes, el taller Bernat, pintando con unción la llaga del costado de Cristo. César tenía en ella una expresión de ángel, de un ángel que hubiera sacado fuera la puntita de la lengua…

El padre Forteza no pronunciaba una sílaba, por lo que la tensión iba en aumento. Hasta que Carmen Elgazu no pudo más.

– ¡Era un santo, padre…! -exclamó, llevándose las manos a la cara y estallando en un sollozo. Luego añadió-: ¡Dios mío, y esa gentuza se lo llevó y lo mató!

Matías estrechó dulcemente el brazo de Carmen Elgazu. Y el padre Forteza miró a la mujer con ternura. El jesuita era todo lo contrario de un ser frío; pero en esta ocasión quería evitar las expansiones inmoderadas.

Por fin cerró el álbum.

– Bueno, esto basta -comentó-. Ahora ya conozco a su hijo.

El padre Forteza se bebió un sorbo de agua. Y acto seguido les dijo que se vería obligado a proceder con cierto método, "de acuerdo con las normas". Les pedía excusas porque aquello iba a tener aire de interrogatorio. "Pero es necesario, ¿comprenden?". En las causas de Beatificación era preciso tener en cuenta muchas cosas: los actos de caridad, las fórmulas de devoción, las mortificaciones, la pureza… Y a veces un detalle de apariencia insignificante podía ser más revelador que un acto heroico o espectacular.

– De acuerdo, padre. Estamos a su disposición.

El padre Forteza empezó diciendo que todo lo referente a la caridad que podría llamarse "externa" de César le era ya sobradamente conocido.

– Sé que se iba a la calle de la Barca, con su estuche bajo el brazo, y que afeitaba a los viejos y a los enfermos que no podían moverse de la cama… Sé que se sentaba en el vestíbulo de cualquier casa para darles clase a los chiquillos que se encontraban dispersos por la calle… -el padre Forteza se paró-. ¡Sé que lo llamaban 4 x 4,16!

– Sí, es cierto -ratificó Carmen Elgazu, ya más serena y que procuraba sonarse sin hacer ruido.

El padre Forteza añadió:

– En cambio, no tengo el menor dato sobre sus devociones, sobre su piedad. En este sentido, ¿qué era lo que más destacaba de él?

La pregunta del jesuita hizo que multitud de recuerdos afluyeran a la mente de todos. Carmen Elgazu, y muy especialmente Pilar, cuidaron de seleccionarlos para informarle lo mejor posible. Por supuesto, resultaba un poco difícil concretar. César era una oración continua… Rezaba jaculatorias, el Credo, sentía predilección por la imagen de San Ignacio que había en su cuarto, leía a menudo los Evangelios…

– Tal vez -dijo Pilar-, amaba por encima de todo a la Virgen. Siempre llevaba muchas estampas y medallas, precisamente de la Virgen del Carmen, y las repartía. Y al terminar el Rosario se arrodillaba, porque le gustaba rezar la Salve brazos en cruz.

El jesuita asintió con la cabeza. Y en ese momento Carmen Elgazu, repentinamente iluminada, afirmó que habían olvidado lo más importante: la comunión. En efecto, lo que César consideraba más grande era comulgar… "Sin comulgar no hubiera podido vivir, ¿comprende, padre?". La mujer explicó que, cada mañana, cuando el muchacho regresaba de la iglesia, no se atrevía siquiera a pedir el desayuno, "por respeto a Jesús, que acababa de entrar en su pecho".

El padre Forteza, al oír esto, miró a Matías, quien hasta el momento se había abstenido de intervenir.

– ¿Recuerda usted, Matías… algo significativo en relación con ese amor de su hijo por la Eucaristía?

Matías, a quien la palabra Eucaristía le sonaba siempre un poco rara, titubeó un instante y luego dijo:

– Supongo que hay un dato que lo resume todo: si los milicianos lo detuvieron fue porque se escapó de casa para salvar los copones de las iglesias…

El jesuita, pese a conocer ya este detalle, se quedó pensativo. Y esta vez dibujó en el bloc un árbol. Pilar iba pensando: "Pero ¿se acordará de todo esto el padre? ¿Por qué no lo anota, en vez de dibujar ovejas y arbolitos?".

Prodújose otro silencio. En realidad, la figura del padre Forteza inspiraba también un gran respeto a todos. Todos le recordaban en La pasión, en el Teatro Municipal, recitando: "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados". "Me causan compasión estas turbas, porque tres días hace que permanecen ya en mi compañía y no tienen qué comer".

El jesuíta manifestó que, con respecto a la piedad, de momento aquello le bastaba y que podían pasar a otro capítulo: el de las mortificaciones. Suponía que ahí resultaría más difícil hacer memoria, pues César realizaría muchas por cuenta propia,! sin que se enterase nadie. Pero no había más remedio que proseguir.

Pilar intervino con más decisión de lo que cabía esperar. Habló de la austeridad de César en la mesa y en los juegos; de su preocupación por no sentarse nunca en posturas excesivamente cómodas; de cómo se mordía la lengua cuando en su presencia se criticaba a alguien.

– Se mortificaba constantemente -concluyó la muchacha-. Aunque estaba tan acostumbrado a hacerlo, que no parece qué ello lo hiciera sufrir.

El padre Forteza se dirigió nuevamente a Matías.

– ¿Es cierto, Matías, que le prohibió usted llevar cilicio?

Matías asintió.

– Desde luego. Se lo prohibí. Aunque -añadió en tono ligeramente irónico- me temo que no me hizo el menor caso…

– ¿Y por qué se lo prohibió usted? -interrogó el jesuíta.

Matías se encogió de hombros.

– ¡Qué sé yo! César era un chico débil. Y no me gustaba que hiciera esas cosas…

Carmen Elgazu, que se esforzaba en no olvidar detalle -¡con qué relieve recordó el momento en que Matías tiró coléricamente el cilicio al río-, intervino otra vez, afirmando que cuando mayormente se mortificaba César era en época de Cuaresma.

– Se pasaba la Cuaresma sin sonreír siquiera. Adelgazaba todavía más, pues no podíamos conseguir que comiera lo que le hacía falta. Y desde luego, no se atrevía ni a silbar.

Pilar, al oír esto, tuvo un reflejo entusiasta.

– En cambio, cuando llegaba el Sábado de Gloria, al oír las campanas pegaba un gran salto y nos abrazaba a todos. Sobre todo a Ignacio.

El jesuíta preguntó:

– ¿Por qué sobre todo a Ignacio?

– No sé…

El padre Forteza, llegados a este punto, formuló una extraña pregunta, tal vez por aquello de que un dato insignificante podía ser revelador. Preguntó si era cierto que César visitaba con mucha frecuencia el cementerio.

La palabra sonó fuerte en el comedor. Esta vez quien contestó, haciendo de tripas corazón, fue Matías.

– Desde luego, era lo primero que hacía al llegar del Collell.

– ¿Qué cree usted, Matías, que lo impulsaba a ello?

Matías aplastó la colilla en el cenicero.

– Eso… nadie puede saberlo. Lo único que puedo decirle es que allí visitaba de preferencia los nichos de los niños.

Al oír esto, el padre Forteza abrió de nuevo el álbum de las fotografías. Y volvió a fijarse en aquélla en que se veía a César pintando en el taller de imágenes la llaga en el costado de Cristo. Cerrado el álbum, el jesuíta modificó el tono de la voz.

– César… era un chico triste, ¿verdad?

Las opiniones fueron en este punto contradictorias. Carmen Elgazu negó con mucha seguridad.

– ¡De ningún modo! Era el chico más feliz del mundo… En muchos momentos respiraba una alegría que no he visto nunca en nadie más.

Matías manifestó perplejidad, pero no dijo nada. En cambio, Pilar apuntó:

– Pues a mí me parece que el padre tiene razón. Que en el fondo, era triste… -la muchacha agregó-: Muchas veces yo le preguntaba: "Pero ¿qué te ocurre, César? ¿Te sientes mal?".

Hubo un forcejeo, pero Pilar se mostró muy firme.

– Es más -concluyó-. Creo que llegué a descubrir la causa de la tristeza de César.

– ¡Ah!, ¿sí? -el padre Forteza miró fijo a la muchacha.

– Sí. César estaba descontento de sí mismo… ¡Se consideraba un pecador!

– ¿Un pecador?

– Eso es. Decía que era un pecador… Y que debido a ello no conseguía convertir a los hombres de la calle de la Barca.

El padre Forteza abrió los brazos, dando a entender que las intervenciones de Pilar le agradaban. Marcó otra breve pausa y acto seguido se dirigió nuevamente a Matías.

– ¿Podría usted imaginar, Matías, que César cometiera alguna vez actos impuros?

Carmen Elgazu miró a Matías como si quisiera sobornarlo.

– No… -dijo Matías-. Absolutamente imposible… -luego añadió-: Ni siquiera sabía lo que era eso.

La respuesta fue tan contundente, que el padre Forteza golpeó la mesa con el lápiz. Luego se pasó la mano por la cabeza y, como dispuesto a abreviar, preguntó a todos cuál podía ser, en resumidas cuentas, la principal virtud del muchacho.

Esta vez el mohín de perplejidad fue colectivo. ¿Qué podían contestar? Tal vez la obediencia; tal vez la humildad… Si lo elogiaban, César se ponía nervioso. Matías recordó que en una ocasión el muchacho, en el río Ter, consiguió pescar un pez y se quedó tan aturdido como si hubiera cometido un mala acción.

Carmen Elgazu intervino:

– ¿Puedo darle mi opinión, padre?

– Claro que sí.

– Creo que la principal virtud de César era la esperanza… Sí, mi hijo tenía una gran esperanza. Una gran confianza en Dios.

El padre Forteza irguió el busto. Era la primera vez, ¡qué curioso!, que sonaba en el diálogo la palabra ¿05. La expresión del jesuíta denotaba que habían llegado a un punto particularmente delicado.

– Señora… ¿le habló su hijo, alguna vez, de visiones sobrenaturales?

Esta vez Carmen Elgazu se mordió los labios. Dio la impresión de que la daba apuro entrar en este terreno.

– Hable, señora, por favor…

– Es que… -por fin Carmen Elgazu se decidió-. Una vez me dijo que vio rayos de luz en torno a la imagen de San Francisco de Asís…

El padre Forteza manifestó sorpresa.

– ¿De San Francisco de Asís? ¿Es que César amaba mucho a los animales?

Carmen Elgazu dudó un instante.

– No… No creo que los amase de una manera particular.

El jesuita advirtió que Matías había empezado a liar otro cigarrillo.

– La verdad… no sé -y añadió-: De todos modos, César no mentía jamás…

El padre Forteza se dirigió a Pilar.

– ¿Te habló a ti de esto en alguna ocasión?

La muchacha movió negativamente la cabeza.

– No. Pero, en cambio, un año, por Navidad, me dijo que tuvo la impresión de que el Niño Jesús le había sonreído.

El padre Forteza se mostró ahora impenetrable. Y resultó evidente que no quería seguir en esa dirección. Entonces se dirigió una vez más a Carmen Elgazu.

– Antes dijo usted, Carmen, que César, en muchos momentos, respiraba una alegría que no ha visto usted nunca en nadie más. ¿Cómo podía estar alegre en aquella época, con tanto escarnio y tanta persecución?

Carmen Elgazu no titubeó.

– Él sabía que Jesús triunfaría, ¿comprende, padre? Lo mejor de César era eso: que creía con todas sus fuerzas en las promesas de Jesús.

Las promesas de Jesús… El padre Forteza evocó para sus adentros, en un instante, varios textos dirigidos a los apóstoles: "Vuestra tristeza se convertirá en gozo". "Dentro de poco ya no me veréis; mas poco después me volveréis a ver".

La palabra "apóstoles" condujo al jesuita a efectuar un viraje enfocando un aspecto de la cuestión que sin duda le interesaba especialmente.

– ¿Considera usted, Carmen, que la máxima aspiración de César era ser sacerdote?

Carmen Elgazu tuvo entonces una intervención absolutamente inesperada.

– Pues la verdad… No creo que la máxima aspiración de César fuera ser sacerdote.

Sorpresa general.

– ¿Qué quiere usted decir?

Carmen Elgazu asumió una gran dignidad.

– Yo creo que la máxima aspiración de César era otra: era morir… Sí, ésa era su vocación. Decía que precisamente porque la época era de escarnio debía haber quien expiara las culpas.

Meses antes de la guerra le entró ese pensamiento muy adentro y no hacía más que hablar de eso. Decía que todos pecábamos y que él deseaba morir.

Al padre Forteza se le marcaron súbitamente las ojeras. Dejó de dibujar arbolitos.

Segundos después prosiguió:

– ¿Quién fue el último que lo vio?

Intervino Matías:

– Mosén Francisco… Se había disfrazado con mono azul y se ocultó en el cementerio… Cuando los milicianos se cansaron de disparar y se fueron, mosén Francisco se acercó a las víctimas y consiguió darle a César la absolución.

Un gran silencio se apoderó del comedor. Esta vez fue Carmen Elgazu quien lo rompió, llevándose repentinamente el pañuelo a la nariz:

– ¿Sabe usted, padre…? En Gerona hay mucha gente que le reza ya a mi hijo, como si estuviera en los altares. Que le pide favores… -Luego añadió-: Podrá usted hablar con algunas de ellas, si le interesa…

El padre Forteza hizo un gesto que significaba: "Eso, en todo caso, más tarde".

En ese momento exacto se oyó el llavín en la puerta y entró Ignacio.

Todos se alegraron lo indecible de su llegada. Era la pieza que faltaba. En cierto modo, Ignacio fue quien mejor conoció a César, aparte de que hubiera sido verdaderamente una lástima que el padre Forteza se hubiese marchado sin haberle saludado siquiera.

Ignacio, al reconocer desde el pasillo, al jesuita, no pudo disimular su asombro. Llegaba con el semblante un poco demudado, no se sabía por qué. Tal vez por el exceso de trabajo en casa de Manolo.

El muchacho, en dos zancadas, se plantó en el comedor.

– Pero, ¡padre! ¡Cuánto honor! La verdad es que no esperaba…

El jesuita se levantó para estrecharle la mano.

– Ya lo ves, hijo… Has llegado en el momento oportuno.

– ¿De veras?

Ignacio, algo desconcertado, besó en la frente a su madre y tomó asiento a su lado, en una silla que Pilar le acercó. Y fue la propia Pilar la encargada de explicarle el motivo por el cual el padre Forteza estaba allí.

Ignacio, mientras escuchaba a Pilar, iba moviendo repetidamente la cabeza. Era evidente que le costaba adaptarse al tema, que llegaba con la mente muy ajena a él. Ello intensificó el cambio de clima que la llegada de Ignacio había operado en el comedor. No obstante, el muchacho había visto en seguida el álbum de las fotografías sobre la mesa. Y aquello lo puso rápidamente en situación.

– César, claro… -musitó, como hablando consigo mismo, sin dejar de mirar el álbum.

El padre Forteza le dijo:

– Me han contado cosas de gran interés para mi labor. Estoy muy impresionado.

Ignacio, por fin, levantó la vista y la fijó en el jesuita. Y en un tono muy suyo, mezcla de añoranza y de descontento, replicó:

– Lo impresionante sería que César continuara sentado aquí con nosotros, en su silla de siempre.

Carmen Elgazu volvió a palidecer. Matías mudó de expresión.

El padre Forteza comprendió al muchacho.

– Por supuesto -dijo-, tienes razón. Desde el punto de vista humano, mejor sería tenerlo sentado aquí… -el jesuita, midiendo bien sus palabras, agregó-: Sin embargo, en un orden… diríamos trascendente, reconocer la santidad de César podría servir de consuelo, ¿no te parece?

Ignacio sintió activarse en su interior su atávica rebeldía. Era obvio que su lucha era fuerte. Finalmente respondió:

– Compréndalo usted, padre… En estos casos hablar de consuelo resulta difícil…

Esta vez el tono de voz de Ignacio fue más duro que antes. Carmen Elgazu miró a su hijo con expectante temor. El juego era complejo y sutil y las vacías copitas de Calisay parecieron notas frívolas. Ocurría lo siguiente: los allí reunidos ignoraban que Ignacio no llegaba de casa de Manolo, sino de casa de Adela. De ahí su contagiosa incomodidad. Ignacio, un cuarto de hora antes, le estaba diciendo a Adela: "Es terrible. Me doy cuenta de que no puedo vivir sin ti…"

Se había creado un silencio tenso. El padre Forteza apuntó:

– Sin embargo, insisto en que puede ser hermoso pensar que César es ya un ángel, y que desde arriba está mirando, en estos momentos, este comedor…

Ignacio hizo una mueca. Recordó las dudas que respecto al cielo había expuesto en casa de Manolo y Esther. Incluso pensó: "¿Por qué dice esto el padre, si sabe que a los ángeles y a los santos les basta con la contemplación de Dios?". Pero cedió. ¿Por qué cedió? Porque allí estaba su madre, Carmen Elgazu, que lo miraba con aquella expresión dramática con que lo miró años atrás, cuando él se enfrentó con mosén Alberto.

Ignacio realizó un esfuerzo titánico pero consiguió iluminar su rostro y hablar en tono de gran convicción.

– Tiene usted razón, padre… Sí, seguro que César está en el cielo… y que en estos momentos nos está mirando.

Carmen Elgazu casi estalló de alegría.

– ¡Hijo! -exclamó tomándole la mano con dulzura-. Gracias a Dios que te oigo hablar así.

La situación había dado un vuelco. Las palabras de Ignacio cayeron como una lluvia bienhechora en el comedor. El jesuita miró al muchacho con gratitud, si bien no se le ocultó que su reacción obedeció a un impulso de carácter emocional.

Ignacio, sin embargo, estaba tan contento por haber triunfado sobre sí mismo -además de que se dio cuenta de que su padre lo miraba también con gratitud-, que decidió rematar su buena acción.

– ¡César…! -exclamó, como dando a entender que él podría estar hablando de su hermano interminablemente-. A su lado yo era… ¡qué sé yo! Un cobarde -sonrió y añadió-: Y como han visto ustedes, ¡sigo siéndolo!

El jesuita protestó:

– No digas eso, muchacho. A tu edad, es lógico que te formules preguntas… Además -prosiguió, en expresivo gesto-, si no lo hicieras así no serías Ignacio, ¿verdad?

Pilar casi palmoteo.

– ¡Eso me gusta!

El padre Forteza recogió su bloc de notas, indicio cierto de que daba por terminado "el interrogatorio". Entonces Ignacio, viendo la botella de Calisay dijo: "¡Hum…!". Y se sirvió una copita y paladeó el licor.

El clima habla pasado a ser alegre. El jesuita entonces bromeó de nuevo sobre el nombre que oficialmente le correspondía: vicepostulador. "Todo lo que sea vice -comentó-, malo. Significa que la opinión propia no cuenta".

Ignacio, lanzado a convertir la alegría en euforia, le preguntó al jesuita:

– ¿Le han dicho ya que hoy es día grande en esta casa?

El padre Forteza negó con la cabeza.

– No sé a qué te refieres.

Ignacio le notificó entonces que celebraban nada menos que el cumpleaños de su padre, Matías.

El jesuita, al oír esto, estuvo a punto de palmetear también y se volvió hacia el interesado.

– ¡Su cumpleaños! Enhorabuena… -El padre Forteza se incorporó ligeramente hasta conseguir estrechar entre las suyas las dos manos de Matías-. ¿Cuántos cumple usted, Matías? ¿Cuántos?

– Exactamente, cincuenta y cinco…

– ¡Un chaval!

– Y que lo diga. Mañana ingresaré en las Organizaciones Juveniles.

La sesión, agradable a todas luces, se prolongó por espacio de un cuarto de hora aún. El padre Forteza contó varias anécdotas de su época de noviciado y les habló de la labor evangélica que realizaba en el Japón, en Nagasaki, su hermano mayor, misionero.

Carmen Elgazu preguntó:

– ¿Y no corre peligro su hermano en aquellas tierras?

– ¡No, no! -contestó el padre Forteza-. Llevar sotana es mucho más peligroso aquí…

Por fin terminó la reunión. El padre Forteza debía regresar al convento… ¡a confesar mujeres!

– En la iglesia habrá una cola de ellas esperándome…

Pilar le preguntó:

– ¿Todavía les impone tanta penitencia?

– ¡Más, hija mía! Pero siempre vuelven… No hay nada que hacer.

La familia en pleno acompañó al jesuita a la puerta. Pilar intentó besarle la mano, pero el padre Forteza la retiró con habilidad.

– Que César os bendiga a todos… -dijo el jesuíta-. Y a mi me ayude a llevar a buen término esta misión, pues hoy no he hecho más que empezar.

Dicho esto salió disparado, bajando los peldaños de dos en dos.

La familia quedó sola. Fueron regresando al comedor. Ignacio se metió en el lavabo. Pilar recogió el álbum y lo devolvió a su cuarto. Matías se dirigió al balcón que daba al río, en cuya agua rielaban las luces de enfrente, y pronto notó a su lado la callada y feliz proximidad de Carmen Elgazu.

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