CAPÍTULO XXX

Las últimas noticias que Jaime, poeta y ahora librero de ocasión, subrayó en Amanecer, fueron las siguientes:

"El coronel Beigbeder, comisario español en Marruecos, ha dirigido un mensaje deseando prosperidad a todos los pueblos islámicos".

"El Gobierno español proyecta dar gran impulso a la cría del gusano de seda".

"Churchill ha declarado, a raíz de la guerra ruso-finlandensa: Todo el mundo puede comprobar que el comunismo hace abyecta el alma de los pueblos".

"En la colección de fieras del Retiro, de Madrid, ha muerto de frío el oso polar que figuraba en él, considerado como una de las piezas más valiosas".

"El valor cívico se demuestra desenmascarando ante la autoridad al propagador de bulos".

"Existe el proyecto de invitar a los trabajadores a volar, por turnos, en trimotores de los que intervinieron en la Cruzada, para que se familiaricen con el paisaje de España".

"Se ha reanudado la fabricación de papel de fumar en las fábricas de Alcoy".

"El Führer ha dicho: Si el mundo estuviera lleno de demonios, los venceríamos".

Por fin Ignacio obtuvo la licencia. Colgó definitivamente el uniforme. En el último viaje que hizo a Perpiñán buscó a Canela por todas partes sin dar con ella. Se trajo para España, como siempre, un montón de cartas que le entregaron los exiliados, al objeto de que las echara en el buzón de Figueras, sorteando con ello la censura. Ignacio cumplió su promesa y, como en anteriores ocasiones, al hacerlo le pareció que llevaba a cabo una obra humanitaria.

En Figueras se despidió de Nati y de las demás mecanógrafas, obsequiándolas con cajas de bombones, y estrechó la mano del coronel Triguero. Éste, que le había tomado afecto, le dijo:

– ¡Apuesto a que cuando seas abogado defenderás a los pobres!

– No lo sé, mi coronel… Es pronto para hablar de eso.

– Te molestaba la vida militar, ¿verdad?

– Pues, sí… No puedo negarlo.

– ¡Bah! También tiene sus ventajillas…

– No lo dudo.

– ¡Bien! Dale recuerdos al Gobernador…

– Así lo haré.

– Buena suerte, muchacho.

Ultimo viaje de Ignacio, de Figueras a Gerona, en el tren renqueante de la frontera. Llegada a casa, felicitaciones, ¡ducha! Al ducharse, le pareció que se desembarazaba de una vez para siempre de los esquís, del fusil y de aquellos soldados aragoneses que se pasaron la guerra hablando de mujeres y de vacas. Se presentó al Gobernador… pero no para transmitirle los saludos del coronel Triguero, sino para darle cuenta de su nueva situación.

– Muchas gracias, camarada Dávila. En realidad, estos meses han sido de descanso, gracias a ti.

– ¡Huy! No te hagas ilusiones. Ahora tendrás que trabajar de firme.

– Sí, es verdad.

Trabajar de firme había de consistir principalmente en prepararse para los exámenes de junio. Faltaban cuatro meses escasos. Ignacio sabía que dichos exámenes serían también "patrióticos", pero no en el grado en que lo fueron los de octubre. Así, pues, era preciso estudiar… Pero, además, necesitaba ganar dinero. ¿Dónde? ¿En Sindicatos? ¿En la oficina de Ex Combatientes? ¿En la agencia de la Torre de Babel…?

El conflicto se le resolvió por sí solo y de la mejor manera. Manolo le propuso: "¿Por qué, en esos meses que faltan, no te vienes ya a mí despacho? Sólo por las mañanas y cobrando una pequeña remuneración. Después de junio, ya con el título en el bolsillo, te impondré la placa de pasante y estudiaremos las condiciones definitivas".

¡Albricias! Ignacio no supo qué decir. Estrechó con fuerza la mano de Manolo.

– No sabes lo que eso significa para mí. ¡Muchas gracias!

Por su parte, el profesor Civil se avino a darle dos horas diarias de clase, de siete a nueve de la noche -Mateo, absorbido por la Falange, renunció hasta nuevo aviso-, y el resto del tiempo podría dedicarlo a estudiar.

Cabe decir que la buena voluntad del viejo profesor y de Manolo lo ayudaron muchísimo en la ardua tarea de adaptar su ánimo a la vida civil… Porque el cambio no era fácil. Instalarse de nuevo en el piso de la Rambla lo desconcertó y, sobre todo, cargó sus espaldas con una gran responsabilidad. En efecto, ahora no podría ya achacar sus caprichos, los espasmos de su carácter, al hecho de estar movilizado. Ahora el futuro dependía de él, de su comportamiento y de su sentido del deber. Dependía de él aprobar; corresponder a la confianza que le había otorgado Manolo; y modernizar un día la oscura cocina en que su madre se quemaba las pestañas.

Todo salió a pedir de boca. El profesor Civil, que cuando daba clases se sentía rejuvenecer, se tomó con tal entusiasmo la tarea de enseñar a Ignacio, que éste se contagió. Contagio que buena falta le hacía, dado que el muchacho, como era de suponer, había olvidado por completo el poco Derecho aprendido antes de la guerra. Por fortuna, él puso de su parte la mejor voluntad. Había perdido el hábito de los libros; pero se sentía fuerte, conseguía concentrarse y no le importaba, esta vez, de verdad, tener la luz encendida hasta las tantas. El calendario era un reto -junio estaba allí mismo-, pero en casa todos le decían: "Aprobarás. No te quepa duda. Aprobarás".

Tocante al despacho de Manolo, había de constituir para él un estímulo todavía mayor. No sólo porque entre sus paredes empezó a familiarizarse con el léxico de la profesión, sino porque le dio ocasión de comprobar que ésta le gustaba. Ah, sí, los "casos" con que Manolo se las había a diario, y que por supuesto no se referían sólo a multas y a desahucios, despertaron su curiosidad. Ignacio se dijo a sí mismo que el esfuerzo compensaba. Dióse cuenta de que ser abogado era un poco ser médico y confesor; siempre y cuando se obrase con recta intención. Porque cada pleito era un enigma y cada cliente una intimidad que se abría. Por otra parte, ¡qué buen estilo tenía Manolo! Manolo aplicaba a la abogacía su sentido de alegría y riesgo, compatible, por lo demás, con la minuciosidad, y ello le daba resultados sorprendentes. Por si fuera poco, en el despacho había, en calidad de ayudante, un vejete que se sabía de memoria los áridos volúmenes del Aranzadi y que era un ejemplo a imitar. Este vejete, llamado Nicolás, le decía siempre que los sumarios disciplinaban la mente, porque no sólo obligaban a alinear -y a valorizar- los datos, ¡sino a tomar en última instancia una decisión! Tomar una decisión… ¿No era éste el supremo objetivo que Ignacio debía proponerse? Así lo creía Esther, quien cada mañana, con tenacidad digna de encomio, entraba sonriendo en el despacho a saludar a Ignacio para preguntarle si le apetecía una taza de café y para repetirle incansablemente, al igual que en el piso de la Rambla: "Aprobarás".

Ignacio, sensible a esas manifestaciones de afecto, afrontó con noble ímpetu la nueva etapa que se abría ante su vida. A veces, claro, se descorazonaba, pues algo superior a él le roía por dentro, manteniéndolo pese a todo en un estado de perpetua incertidumbre. ¡Ay, su empeño de razonar lo de por sí irrazonable! ¿No sería un francotirador, un ente solitario y marginal, puesto que era incapaz de entusiasmarse por una determinada organización? Poseía el carnet de Falange, pero no asistía a ningún acto. No se sentía a gusto en las Congregaciones Marianas, pese a la seducción personal del padre Forteza. La Acción Católica se le antojaba empírica, sosa. ¡No le gustaba el fútbol! ¿Qué le ocurría? Por suerte, el doctor Chaos, a quien conoció en casa de Manolo con motivo de redactar éste los estatutos de la Clínica Chaos, le dijo algo que le animó: "No te apures, muchacho. Tu inconformismo demuestra una cosa: que quieres ser tú y no otro, que no naciste para formar parte del rebaño".

Lo malo era que las dudas de Ignacio no se detenían en lo meramente especulativo, sino que afectaban al mismo tiempo a lo vital: por ejemplo, a sus relaciones con Marta… Y eso sí que era doloroso de veras. ¡Era preciso resolver aquello en seguida y de una vez! Pero ¿cómo? Ignacio había llegado de Figueras con la mejor de las intenciones, aupado además porque Marta oponía menos resistencia que antes a la tumultuosa naturaleza del muchacho. ¡Pero estaba escrito que la política iba a interponerse una vez más! En efecto, precisamente por aquellas fechas la chica se ausentó de Gerona, rumbo a Madrid, para seguir en la capital de España unos cursillos de la Sección Femenina que iban a durar dos o tres semanas. Al parecer, las delegadas provinciales debían recibir instrucciones para su futura labor, conocerse mejor entre sí y visitar varios "lugares patrióticos". Ignacio no tenía nada en contra de esas frecuentes escapadas de Marta. Pero en esta ocasión le invadió más que nunca el temor de que su novia, por culpa de las cinco flechas, no llegara jamás a pertenecerle por entero. La madre de Marta se dio cuenta de lo que ocurría y procuró tranquilizar a Ignacio. "Comprendo que para ti esto es molesto -le dijo-, pero ya conoces a Marta. Cree que es su deber. De todos modos, hazte cargo de que cuando se case las cosas cambiarán…" Ignacio movió la cabeza. "Así lo espero", contestó.

El caso es que el viaje de Marta fue a todas luces inoportuno, habida cuenta de que Ignacio seguía recibiendo amenas cartas de Ana María… Pilar, que estaba al quite, atosigaba a su hermano una y otra vez: "No le jugarás una mala pasada a Marta, ¿verdad?". Ignacio se encogía de hombros. "¿Qué voy a decirte? No lo sé. Pero en estos meses podía haberse quedado a mi lado, ¿no te parece? Las mujeres sois algo estúpidas".

Ignacio empleaba el plural al decirle eso a Pilar porque tampoco sus relaciones con su hermana eran, como lo fueron en otros tiempos, un modelo de cordialidad. Pilar, a veces, le ponía tan nervioso como Marta. ¡Estaba tan segura de sí! Daba la impresión de tenerlo todo resuelto… Ignacio llegó a pensar si no sería el suyo un problema de celos. Sí, tal vez Ignacio estuviera celoso de la felicidad que embargaba a Pilar… y a Mateo. Eran uña y carne. Lo primero que ambos leían en el periódico era la lista de las multas impuestas en la jornada y, a continuación, los discursos de Goebbels. Por lo demás, los dos vestían camisa azul, comulgaban con frecuencia, querían tener muchos hijos… No admitirían jamás que la incertidumbre fuera una virtud superior; a semejanza del doctor Gregorio Lascasas, creían en la línea recta, en la acción, en la fe. Mateo decía siempre que Ignacio, a fuerza de sutilezas, corría el riesgo de caer en un nihilismo suicida.

Nota alegre, luminosa -nota de fe-, en la nueva etapa de Ignacio: la tertulia diaria con su padre en el Café Nacional. Éste era el único descanso que el muchacho se permitía a lo largo de la jornada. Por supuesto, lo pasaba muy bien dialogando, a primera hora de la tarde, con el señor Grote, con el solterón Galindo, con el inefable Marcos; y con el camarero Ramón. Sin embargo, la razón principal de la integración del muchacho a dicha tertulia era saber que con ello hacía dichoso a su padre. En efecto, Matías, exhibiendo a su hijo, seguía siendo el hombre más feliz del universo. Por mutuo acuerdo habían arrinconado su antiguo slogan: Neumáticos Michelin, sustituyéndolo por el de Caldo Potax. Ello provenía de los anuncios que aparecían constantemente de este caldo y de los concursos que la empresa organizaba, ofreciendo cuantiosos premios. Ignacio ahora levantaba el índice mirando a su padre y éste respondía: Caldo Potax. Y los dos se reían como chavales. Y los espejos del Café Nacional multiplicaban sus risas hasta el infinito, ante el asombro del limpiabotas Tarrés, que había hecho la guerra en antiaéreos y que desde entonces creía que lo único lógico en el mundo era llorar.

Así las cosas, llegó el 11 de marzo. Fecha importante para Ignacio, quien en su transcurso había de protagonizar, inesperadamente, un episodio que daría al traste con su racha de serenidad.

Todo sucedió como si una mano misteriosa actuara opresivamente sobre él. Ignacio, después de almorzar, acompañó a su padre al Café Nacional. Y he aquí que, apenas el muchacho se sentó a la mesa de costumbre, clavó su mirada en Marcos y experimentó una repentina sacudida. ¡Acordóse de la mujer de éste, la guapetona Adela, y de las palabras que ella le dijo en el baile del Casino: "¿Por qué no subes cualquier sábado por la tarde a hacerme un poco de compañía?"!

Cualquier sábado… Aquel día era sábado. Ignacio notó en el acto que su escala de valores iba a chaquetear. Incluso se permitió bromear con Marcos más de lo ordinario, echando cálculos sobre el número de aspirinas que éste se habría tomado en la vida. Pero su decisión era irrevocable. A la media hora escasa, y aprovechando que Galindo propuso jugar la clásica partida de dominó, Ignacio se levantó, pretextando que alguien lo esperaba, y despidiéndose de todos salió disparado a la calle.

Entró en el café de al lado y pidió la Guía telefónica. Su índice temblaba al buscar los nombres. Por fin dio con el que le convenía y, encerrándose en la cabina, marcó el número. La respuesta no tardó en llegar: Adela, desde el otro lado, le dijo simplemente: "Te espero".

Ignacio se dirigió, como impulsado por el viento, al piso de la mujer. ¡Al diablo la disciplina, al diablo el orden en la mente! El esfuerzo que estaba haciendo ¿no se merecía un alto en el camino?

Adela lo recibió enfundada en una bata de color azul celeste, escotada. La casa era una de las privilegiadas: tenía calefacción. A los cinco minutos el muchacho y la esposa de Marcos se abrazaban con frenesí. Un beso interminable, tremendo, como correspondía al ansia recíproca y a la diferencia de edad. Ignacio no pudo menos de recordar su aventura con doña Amparo Campo, pero aquello llevaba trazas de ser más intenso. Adela le gustaba. Tenía la piel cálida y los senos agresivos. Y hambre de hombre, de hombre en plenitud. Fue el suyo un encuentro que rozó la locura, un encuentro feliz y temerario. Adela susurró en los oídos de Ignacio palabras dulcísimas y otras un poco fuertes. Hubo un momento en que pareció que la mujer iba a desmayarse; luego reaccionó. Ignacio hizo honor a su sexo y en ningún momento se dejó avasallar.

Ignacio salió de aquella casa como ebrio. En las calles, los carteles anunciaban simultáneamente zarzuela, fútbol y ejercicios espirituales para señoras. Las banderas aparecían arrugadas, lacias, por la lluvia recién caída. El ambiente era invernal. Los carros de la basura -¿a esa hora?- circulaban destapados, despidiendo un hedor insoportable.

Antes de subir a su casa entró de nuevo en el Café Nacional y le pidió a Ramón, el camarero, una copa de coñac.

La tertulia se había dispersado. Ramón le dijo: "Creo que deberías subir al piso. Pilar ha venido a buscar a tu padre hace un rato".

– ¿Cómo?

– Debía de ser algo urgente…

Ignacio tuvo como un presentimiento: su madre. Algo le había ocurrido a su madre. Cruzó la calzada de la Rambla de un salto y de otro se tragó los peldaños. Al entrar en casa se confirmó su temor: su madre había tenido una hemorragia espectacular. El médico, doctor Morell, había acudido en seguida y había pronunciado las palabras esperadas desde hacía tiempo: era preciso operar.

Carmen Elgazu ingresó en la Clínica Chaos al día siguiente. Pintores y electricistas trabajaban todavía en los pisos de arriba, dando los últimos toques, pero en la planta baja, donde se encontraban los quirófanos, algunos servicios funcionaban ya. La proximidad del estadio era tal que, desde cualquiera de las habitaciones traseras, los domingos por la tarde se oía el griterío de los hinchas que presenciaban el partido de turno. "¡Gol…! ¡Goooool…!".

La operación, que tuvo lugar el día 14 de marzo, fue difícil, penosa. El doctor Chaos había contratado por fin a un anestesista de Barcelona, llamado Carreras, y también a dos jóvenes médicos licenciados del Ejército. El anestesista, que había trabajado durante mucho tiempo en el Hospital de San Pablo, demostró conocer su oficio. Sumió a Carmen Elgazu en un estado de absoluta insensibilidad. Y entretanto, en el quirófano, las batas blancas de las enfermeras circulaban sin hacer ruido y el doctor Chaos, imponente, con su mascarilla, su delantal y sus guantes, iba pidiendo el instrumental con ademanes tan automáticos que se veía a la legua que llevaba años practicando aquella labor.

Carmen Elgazu permaneció en el quirófano por espacio de dos horas largas. Afuera esperaban, mirando al suelo, mirándose unos a otros, rezando, crispando los puños, Matías, Ignacio, Pilar, mosén Alberto, Paz y Mateo. No fue admitido nadie más, ni siquiera Eloy. Mateo y Paz habían pedido permiso para presenciar la operación, pero el doctor Chaos se lo negó. Era su norma: no admitía curiosos.

Los órganos genitales de Carmen Elgazu fueron extirpados en su totalidad y depositados en una palangana. Todos sabían que iba a ser así y se preguntaban: "¿Será capaz un cuerpo humano de resistir semejante amputación?". "Y en el caso de que así sea, ¿dicho cuerpo no perderá para siempre algo sustancial?". ¿Tendría Carmen Elgazu la misma voz, los mismos ojos, ¡las mismas cejas!? ¿Sus piernas seguirían siendo las columnas del hogar? El doctor Chaos les había dado un margen de garantías muy amplio. "Todo saldrá bien, espero. La convalecencia será larga, naturalmente. Pero se recuperará. Su corazón es fuerte y se recuperará".

A las dos horas el doctor Chaos salió del quirófano y todos lo miraron como si fuera un ángel. Nadie se acordó de la tesis del señor Grote, según la cual el doctor Chaos realizaba siempre aquella operación experimentando un secreto placer… "¡Doctor!". El doctor Chaos buscó con la mirada a Matías y al verlo le dijo en voz alta, para que todos lo oyeran: "Perfecto. No ha habido complicaciones. Ahora saldrá…"

¿Quién había de salir? Carmen Elgazu… El doctor Chaos se fue pasillo abajo, torciendo luego a la derecha. Y a los pocos segundos apareció en una camilla rodante, impulsada por una enfermera, el cuerpo de Carmen Elgazu. El momento fue solemne. Todos los presentes se apartaron a un lado para dejar paso al silencioso vehículo.

Una sábana cubría casi por entero, hasta el cuello, el cuerpo de Carmen Elgazu. Sólo asomaba su cabeza, inclinada a un lado, horizontal; una cabeza absolutamente inmóvil, en apariencia muerta, con unas ojeras horribles, la boca entreabierta, boca de la que salía un gemido sordo y hondo, que fue oído por todos como proveniente del umbral de una vida que no era la común, que estuvo en un tris de perderse para siempre. La camilla dejó tras sí un fuerte olor a éter.

Matías vio pasar indefensa aquella "carne de su carne" y no acertó a contener un sollozo. "Carmen…", musitó. Ignacio y Pilar querían gritar: "¡Madre!", pero no se atrevieron. Mosén Alberto se acarició las rasuradas mejillas. Mateo se pasó la mano por la recia cabellera. En cuanto a Paz, lloró. La hermosa Paz rompió a llorar desgarradamente, como Manuel había llorado el día de Navidad.

La camilla rodante penetró en la habitación número 21, que estaba al fondo. Dos minutos después la enfermera salió de ella y les dijo: "Pueden entrar, pero de dos en dos. Y no hagan el menor ruido".

Matías fue el primero, acompañado por Ignacio. La habitación estaba tan oscura que apenas si se veía nada, sólo la mancha blanca de la cama. Acercáronse a la cabecera y vieron de cerca el rostro de Carmen Elgazu. Ésta continuaba inmóvil, ligeramente despeinada, y de su boca seguía brotando aquel gemido que partía el alma.

Matías besó a su mujer en la frente. Luego lo hizo Ignacio. En la mesa de al lado había agua mineral. En otra mesa, un inmenso ramo de flores.

Matías e Ignacio abandonaron, casi de puntillas, la habitación, pues sabían que los demás querían comprobar que Carmen Elgazu vivía. Entró Pilar, acompañada de mosén Alberto. Más tarde lo harían Mateo y Paz. Todos se acercarían también a la cama haciendo idéntico esfuerzo para adaptarse a la oscuridad.

Matías e Ignacio, al encontrarse fuera solos, en el pasillo, se miraron por primera vez a los ojos. Y sin saber cómo se abrazaron uno al otro conteniendo los sollozos. La misma pregunta seguía martilleándoles el cerebro: "¿Sería capaz aquel cuerpo de resistir semejante amputación?". Ignacio musitó: "El doctor Chaos parecía tranquilo…" "Sí", contestó Matías.

Ignacio se separó de su padre, pues vio venir a mosén Alberto y tuvo la secreta impresión de que el sacerdote propondría algo así como rezar colectivamente una acción de gracias. Aquello le produjo malestar. Así que el muchacho dio unos pasos y de repente vio abierto el quirófano, del que salía una luz blanquecina. Le vinieron a la mente muchas escenas vividas en el Hospital Pasteur, de Madrid. Una fuerza irresistible lo impulsó hacia aquella habitación. Penetró en la estancia, en la que ya no había nadie. Los focos encendidos, la mesa vacía, el instrumental reluciente. Pero, en una mesa aparte, en una palangana, un amasijo rojo y violento, que parecía tener existencia propia: la pieza cobrada por el doctor Chaos: la pieza entregada por Carmen Elgazu.

Ignacio, ante aquella viscera sanguinolenta, en cuyo interior él fue engendrado, experimentó una emoción incontenible. ¡Qué pequeña era, qué importante! Allí estaba en realidad su madre, lo nuclear y fundamental de su madre. En aquella palangana. Todos cuantos intervinieron en la operación lo habían abandonado como se abandona algo ya inútil. Allí estaría, además, el tumor…

Todo aquello era demasiado fuerte para permitir cualquier reflexión. Ignacio se convirtió en un mero centro de sensaciones. Sintió un amor profundo y deseos de llevarse "aquello" con ánimo de guardarlo para siempre en su cuarto, en alguna cajita sagrada. Pero al propio tiempo, ¡Dios, qué complicado era el espíritu!, sintió una repugnancia extrema que le atenazó la garganta.

Miró por última vez los restos violentos y rojos, y salió al pasillo, demudado el semblante. Su padre, su hermana, todos estaban allí esperando, esperando no se sabía qué. Tal vez le esperaran a él, pues advirtió que era el blanco de todas las miradas. ¿Qué habría visto? Ignacio se sobrepuso. "Todo ha ido bien", dijo, arrogándose una inexistente autoridad. Y sacó el paquete de cigarrillos. Se disponía a invitar a su padre y a Mateo a fumar; pero entonces advirtió con asombro que ambos se le habían anticipado, que sostenían entre los dedos el correspondiente cigarrillo. "Sí -repitió-. Todo ha ido bien".

Entonces Ignacio miró a mosén Alberto. Éste sonrió. Pero acertó a hacerlo con tal discreción que el muchacho se le acercó y tomándole la mano se la besó.

Discretamente, y con paso rápido, cruzó a su lado el anestesista Carreras. Un hombre menudo, que siempre miraba al suelo. No lo reconocieron. El anestesista llevaba doblado debajo del brazo un ejemplar de Amanecer.

Carmen Elgazu permaneció en la Clínica Chaos doce días. Desfiló mucha gente por su habitación, llevándole ramos de flores como si fuera una parturienta, es decir, lo contrario de lo que era. Cuando despertó preguntó por Matías. Estuvo mucho rato pronunciando exclusivamente este nombre: Matías… Luego deliró un poco y habló de Bilbao y de algo que debía de referirse a su infancia.

Todas las noches, sin exceptuar una sola, la veló Pilar. Pilar no quiso ceder tal honor a nadie más. Al principio lo máximo que se permitía, cuando veía a su madre tranquila, era echar unas cabezadas. A partir de la tercera noche se acostó en el diván junto a la cama y durmió a ratos pacíficamente, aunque despertándose al menor movimiento de la enferma.

Carmen Elgazu, los primeros días, creyó morir. De pronto perdía totalmente las fuerzas y desfallecía. En esas ocasiones, cuando volvía a abrir los ojos parecía despedirse para siempre de los suyos, que se turnaban o que, según la hora, estaban todos a su lado. Por suerte, el doctor Chaos y el propio doctor Morell estuvieron siempre pendientes de ella y desde el primer momento confiaron en que no sobrevendrían complicaciones, como así fue.

Una de las visitantes más asiduas fue la madre de Marta. Ignacio se lo agradeció de veras. Si por azar coincidía con Paz, o con tía Conchi, la mujer saludaba y luego permanecía mirando al suelo.

Otros visitantes asiduos fueron Eloy y el pequeño Manuel, aunque ninguno de los dos acababa de ver claro lo que había ocurrido. Solían ir juntos, al salir del Grupo Escolar San Narciso. A veces subían antes al Museo Diocesano para hacer el viaje en compañía de mosén Alberto, quien por supuesto se comportó como un auténtico amigo y que, antes de que Carmen Elgazu entrara en el quirófano, la oyó en confesión.

Matías hizo tantas veces el recorrido a la Clínica, desde su casa o desde Telégrafos, que tuvo la impresión de conocerse de memoria casa por casa y todos los accidentes de la acera y de la calzada. Los últimos días caminaba ya con mayor desparpajo, más erguido, y hasta se permitía, a la ida o a la vuelta, detenerse un poco a contemplar las obras que se efectuaban en el Jardín de la Infancia, o a los tranquilos pescadores que pescaban en el Oñar.

El día en que se efectuó el traslado de Carmen Elgazu a su casa, la familia tuvo la impresión de salir de una pesadilla e intuyó que todo volvería a su cauce normal. ¿Normal…? Bueno, eso era decir mucho. Ignacio, por lo menos tuvo la sensación de que no olvidaría aquello nunca. ¿Y si su madre hubiera muerto? Una y otra vez notaba en el cerebro el alfilerazo de aquel olor a éter que le penetró en la clínica al salir Carmen Elgazu del quirófano. ¡El éter! El muchacho se acordó de una frase de su amigo Moncho, pronunciada en lo alto de una montaña, desde la cual los valles y los hombres parecían enanos. "Un poco de éter -había dicho Moncho- y todos iguales".

Tan árido recuerdo vapuleó con intensísima fuerza a Ignacio, por cuanto contrastaba con la exaltación religiosa, trascendente, que se apoderó de la familia: lamparillas encendidas, triduos de acción de gracias y, sobre todo, la comunión. Carmen Elgazu manifestó deseos de comulgar y mosén Alberto la complació, llevándole una Sagrada Forma, en una cajita antigua, pequeña, del Museo Carmen Elgazu comulgó en la cama y rodeada de todos, todos con una vela en la mano y un minuto después, al quedarse a solas con Dios, entornados los postigos de la ventana, se apretó el pecho con las manos deseando fervorosamente que Jesús se quedara instalado allí para siempre. Se había puesto su mejor camisón: el camisón de novia, de color blanco que había guardado en el armario siempre. Y sin saber cómo, de pronto le pareció que junto al lecho, acompañando a Jesús, brotaba la figura de César. Fueron unos minutos de profunda introspección, pues tanto más claramente veía a su hijo cuanto con mayor fuerza cerraba los ojos. Siendo lo curioso que César no llevaba en la mano, como la habían llevado los demás, una vela encendida, sino que su propia mano era una llama resplandeciente y sus ojos despedían tal felicidad, que Carmen Elgazu por un momento deseó unirse con él, separándose del resto de la familia.

Aunque, de pronto, venciendo el rapto místico que la embargaba, se asustó. Entonces deseó ardientemente que fueran todos a unirse con César, todos juntos; incluida Paz, la sobrina, incluidos Conchi y Manuel. Por más que ¿era lícito desear aquello? No, no lo era. Que fuera el propio Jesús, el Jesús que se había dignado entrar en su pecho y diluirse en él, en su sangre, quien decidiese el momento de la partida.

La comunión obró efectos taumatúrgicos sobre Carmen Elgazu. A partir de aquel momento se dedicó a sonreír. El primer día que intentó levantarse de la cama -¡Dios, cómo le dolían las entrañas, que ya no tenía!-, al sentir que las rodillas se le doblaban, sonrió. Y al día siguiente, al conseguir llegar, del brazo de Matías e Ignacio, al comedor amado, donde la estufa ardía y la esperaba la mecedora en la que tantas veces había echado la siesta, sonrió otra vez. Una alegría inmensa se apoderó entonces de la casa, pues la enferma se recuperaba a ojos vistas. Entonces todos le contaron a Carmen Elgazu la terrible impresión que les produjo verla pasar exánime en la camilla rodante, gimiendo como si estuviera en la agonía. Produjese un contagio de confidencias. Todo el mundo volcó lo que había sentido en el hondón del alma. No hubo sino dos detalles que fueron escamoteados: Ignacio no reveló a nadie lo que había visto en la palangana del quirófano y Carmen Elgazu se calló, guardó para sí, que el día en que comulgó vio a César y que la mano de César era una llama esplendorosa.

¡Ay, qué cantidad de pruebas de afecto! Muchas más que por Navidad. Desde el Gobernador hasta el profesor Civil y los tenderos de la Rambla, todo el mundo se interesó por Carmen Elgazu. Jaime, el poeta, subrayó con dos trazos fuertes, en Amanecer, la noticia que publicó el periódico dando cuenta "del feliz desenlace de la operación".

Por cierto que Pilar -la muchacha, como siempre que había enfermos en la casa, se superó a sí misma y se constituyó en la auténtica heroína- recortó dicha noticia y pegó el recorte en una página de su Diario; de aquel Diario que iniciara antes de la guerra, cuando conoció a Mateo.

Matías concluyó la odisea diciendo:

– Lo que más me ilusiona es que salgas al balcón el primer día que luzca el sol. Es decir, ¡el primer día que el sol caliente un poco! Quiero que los transeúntes te vean. ¡Estás tan guapa!

Era verdad. Carmen Elgazu llevaba impresas en el rostro las huellas de la intervención. Pero emanaba de ella un halo de nobleza superior incluso al de antes. Tal vez fuera cierto que el dolor era fecundo. Tal vez fuera cierto que quien había rozado la muerte vivía luego una temporada inspirando respeto a los demás. Alfonso Estrada así lo creía; él, que tanto entendía de fantasmas y de fuerzas ocultas. El primer día que Pilar volvió al trabajo, a la oficina de Salvoconductos, Alfonso Estrada le dijo: "Lo que tu madre haya perdido en lo físico lo habrá ganado espiritualmente". Pilar protestó: "Pero ¿es que una santa puede perfeccionarse todavía más?".

Ignacio sacó también conclusiones prácticas de todo aquello. Incluso del recuerdo de la frase de Moncho. En primer lugar, fue a confesarse con el padre Forteza, quien le dijo: "Eres un muchacho rebelde; pero eso dice mucho en tu favor". En segundo lugar, recibió a Marta, cuando ésta llegó, ¡a finales de marzo!, de sus cursillos de Madrid, con cara un tanto seria.

– Ya ves cuántas cosas han pasado… -le dijo Ignacio-. Y tú ausente, cantando himnos con las otras Delegadas Provinciales.

Marta hizo de tripas corazón. Se disculpó, se disculpó con todas sus fuerzas. Y de pronto depositó en manos de Ignacio un obsequio que había traído para él, un paquete.

Ignacio pensó un momento que acaso dicho paquete lo reconciliara con la muchacha. Debía de ser una pluma estilográfica, pues habían hablado de que le hacía falta, o un mechero de plata. ¡Sí, seguro que era una pluma estilográfica, o un mechero de plata!

Ignacio, un tanto nervioso, abrió el paquete. Contenía una piedra. Una piedra casi blanca, dura y cuya forma no recordaba nada concreto.

– Pero ¿esto qué es?

Marta se explicó con entusiasmo:

– Una piedra de las ruinas del Alcázar… Estuvimos en Toledo. Te la he traído para que la uses como pisapapeles.

Ignacio, con la piedra en las manos, no sabía qué hacer.

– Es un detalle… muy original -comentó-. Un recuerdo heroico.

Загрузка...