CAPÍTULO XXXIX

Mateo tuvo que hacer frente a una papeleta difícil: aplazar la boda, proyectada para el 12 de octubre, Fiesta del Pilar, Día de la Raza o de la Hispanidad. Tres semanas antes recibió una orden de Núñez Maza, Delegado Nacional de Propaganda, para que se trasladase precisamente por aquellas fechas a San Sebastián, donde tendría lugar una magna concentración de Jefes Provinciales de Falange de toda España. La orden decía, como siempre: "Sin excusa ni pretexto".

No hubo opción. Pilar, que andaba atareadísima dando los últimos toques a su ajuar y al piso de la plaza de la Estación donde viviría con Mateo y con don Emilio Santos, tuvo una reacción casi histérica. Lloró, pataleó, se mordió las uñas hasta hacerlas desaparecer. En cuanto a Mateo, se limitaba a mostrarle con aire desolado la orden recibida de Madrid.

– Compréndelo. Van todos los jefes provinciales. Núñez Maza me ha llamado por teléfono. Al parecer ocurre algo grave. No puedo faltar. Por lo que he entendido, se trata de la actitud que ha de tomar la Falange con respecto a la guerra.

– ¿A la guerra? -Pilar puso cara dé espanto-. ¿A qué te refieres?

– No temas, mujer. Los alemanes quieren conocer nuestra opinión. Serrano Súñer va a Berlín y estas conversaciones previas son necesarias.

Pilar se asustó todavía más.

– Pero ¿es que España va a liarse con Alemania? ¿Eso es lo que pretendéis?

– Yo no pretendo nada, cariño. Me han llamado y tengo que ir, nada más. Lo que quiero es casarme contigo… cuanto antes. Pilar se hundió en la mecedora en que solía descansar Carmen Elgazu. No supo qué decir. Era el primer golpe "directo" que recibía desde que tenía relaciones con Mateo. Hizo un esfuerzo sobrehumano y dejó de llorar.

– ¿Qué vamos a hacer, pues? ¿Cuánto durará esto? Mateo puso una gran carga de afecto en las palabras que pronunció luego. Comprendía muy bien lo que aquello significaba para Pilar. Se le ocurrió que podían señalar otra fecha, lo más próxima posible: por ejemplo, el ocho de diciembre, fiesta de la Inmaculada.

– No deja de ser un día bonito, ¿verdad?

– Sí, claro. Precioso…

– Son dos meses nada más…

No había opción. El Gobernador en persona intervino, indicándole a Mateo que su obligación era ir a San Sebastián. Pilar accedió por fin, aunque se encerró en su cuarto y por primera vez pensó en Hitler como hubiera podido hacerlo el señor Grote, su jefe de la Delegación de Abastecimientos.

La noticia cayó como una bomba en el piso de los Alvear. Matías se lo tomó un poco a la tremenda. Se entrevistó con don Emilio Santos, quien en el piso no había cesado de darles prisa a los yeseros y a los pintores.

– Mi querido amigo -le dijo Matías-, esas "magnas concentraciones" empiezan a resultar cargantes. No me gusta esta faena. A una mujer no se le hace eso. Yo, por lo menos, no me hubiera atrevido.

Don Emilio Santos se sentía abrumado.

– ¿Qué puedo decirle, Matías? Por lo visto la Falange atraviesa un momento difícil…

– Quien atraviesa un momento difícil es Pilar…

Carmen Elgazu se enfrentó directamente con Mateo. Pero la actitud de éste fue tan rígida, que la mujer quedó desconcertada.

– Pilar ha aceptado -argumentó Mateo-. ¿A qué tanto barullo?

Carmen Elgazu no encontró las palabras justas. Murmuró varias frases incomprensibles y, por último, volviéndose hacia Pilar, le dijo:

– Ya lo ves, hija… Diles a las hermanas Campistol que tu traje de novia no corre ninguna prisa…

Y el caso es que el incidente favoreció, de rebote, a Ignacio. Ignacio no se había decidido todavía a comunicar a su familia que había roto con Marta. Entonces lo hizo. Naturalmente, la familia perdió la respiración. El disgusto fue mucho más grave que el que les ocasionara Mateo, puesto que en este caso se trataba de una rotura definitiva. Matías le soltó a su hijo una filípica de categoría, lo mismo que Carmen Elgazu. Ellos querían a Marta, la querían desde hacía años y consideraban inadmisible despachar por las buenas un compromiso que afectaba a la muchacha de modo tan absoluto. "Pero ¿qué te has creído, Ignacio? Eso es muy serio. Un compromiso así es sagrado. ¡Claro, ahora comprendemos por qué Marta se estaba quedando en los puros huesos!". Evocaron incluso la entrañable figura del comandante Martínez de Soria. "¡Debes replantearte el asunto! Marta te quiere de veras. ¿Qué te ha hecho, di? ¿No quería acompañarte a Barcelona cuando los exámenes…?".

Pilar reaccionó de manera más brutal. Estuvo en un tris de pegarle a su hermano una bofetada. "Ha ocurrido lo que me temía. ¡Dios mío, por qué no avisé a Marta a tiempo?". Llamó a Ignacio "monstruo de egoísmo" y lo abochornó delante de todos comunicándoles que el muy canalla maduraba ese proyecto desde muy atrás, puesto que nunca había dejado de escribirle cartas cariñosas a una monada de Barcelona que se llamaba Ana María.

– Una monada… de la buena sociedad ¿comprendéis? El chico tiene aspiraciones. ¡No faltaría más!

Ignacio aguantó el chubasco como pudo y su única defensa consistió en escudarse en la orden recibida por Mateo. No, él no quería exponerse a chascos de este calibre. Dirigiéndose a Pilar concluyó:

– Y lo que te deseo, hermana, es que tu fanático Romeo no te obligue a aplazar la boda cinco veces más… Hasta que Alemania haya ganado. O hasta que España vuelva a ser un Imperio.

Mateo se fue a la magna concentración de San Sebastián, lo que lo obligó además a posponer de nuevo, esta vez para junio, examinarse en la Universidad del último curso de la carrera. Y le ocurrió que, pese a su buena voluntad, en San Sebastián, al encontrarse con sus antiguos camaradas y al conocer a los otros que habían acudido a la reunión, olvidó el asunto de la boda como se deshace un terrón de azúcar. En la capital donostiarra vivió tres semanas intensísimas de yugos, flechas y camisas azules. Por descontado, en las agotadoras sesiones se habló efectivamente de la guerra -había pasado el buen tiempo sin que el presunto desembarco en Inglaterra se hubiera producido- y la opinión general, aunque no unánime, era que España tenía la obligación de ayudar al Eje en forma militante. Mateo, excitado por el ambiente, se manifestó en favor. Sin embargo, la realidad era que los allí reunidos no eran quiénes para decidir tamaña cuestión. En última instancia, y fuera cual fuere el acuerdo tomado, Franco y sus generales se arrogarían el derecho, lo que sumió a los jerarcas falangistas en la mayor perplejidad.

Una vez clausurado el albergue veraniego, Marta regresó a Gerona. Su estado de ánimo era mucho peor que el de Pilar. Subió a su casa y se echó en brazos de su madre, llorando hasta agotarse. Tenía la impresión de que no podría resistir semejante sufrimiento. Su hermano, José Luis Martínez de Soria, no cesaba de repetir la frase de Pilar: "¡Es un canalla!". En un momento dado parecía dispuesto a ir a entendérselas con Ignacio; pero Marta hizo un tal ademán de impotencia que desistió.

La madre de la muchacha carecía de fuerza moral para levantar el ánimo de su hija, habida cuenta de que, roto el compromiso de ésta con Ignacio, vio cernerse sobre aquella casa el fantasma de la soledad. ¡Ah, claro, José Luis se casaría un día u otro con María Victoria, quien se había negado rotundamente a dejar la capital de España para residir en Gerona! Cuando esto ocurriera ¿qué las uniría a ellas a la ciudad? Sólo los recuerdos, la Dehesa y el río; y el cadáver del comandante Martínez de Soria, que yacía en el cementerio.

Marta procuró desahogarse con sus amigas, pero ninguna de ellas podía tampoco hacer nada. Pilar, que era como siempre su mejor confidente, acabó revelándole la existencia de Ana María, con lo que Marta conoció además la irritación y los celos. "¿Qué tendrá esa chica? ¿Cómo es? ¿La conoces tú? ¡Dios mío, qué horror…!".

Por su parte, Esther… fingió. Simuló ignorar la noticia, siendo así que Ignacio había ido a pedirle consejo. "Lo lamento, Marta. Lo lamento en el alma. Me hago cargo de lo que esto significa para ti". Y en cuanto a María del Mar, intentó animarla desde otro ángulo. "El tiempo lo borra todo, Marta… Yo también había querido a otro hombre… Es posible que Ignacio tenga razón y que vuestra boda hubiera sido un fracaso. Ya sé que es fácil decir eso. Pero distráete lo más que puedas y ven a verme cuando te apetezca. Entrégate más que nunca a la Sección Femenina… Y a esperar".

Esperar era una palabra fatídica. Sobre todo teniendo en cuenta que Gerona era una pequeña ciudad, por lo que Marta se encontraría a menudo con Ignacio por la calle, o en el lugar más impensado. ¿Cómo reaccionaría al verle? ¿Qué hacer? La revelación de Pilar la había anonadado: "Ana María, Ana María…" Y no se apartaba de su mente el sonsonete de José Luis: "¡Es un canalla!".

Por más que, ¿era Ignacio un canalla? ¿No habría fallado ella? Marta se miró al espejo y se vio terriblemente desmejorada.

La religión le fue, sin duda, de gran utilidad. Marta hizo con mosén Falcó una confesión general y luego comulgó fervorosamente, pidiéndole a Dios fuerzas para no cometer un disparate, pues habían cruzado por su mente extraños pensamientos. Chelo Rosselló, que seguía sin moverse de la consulta del doctor Andújar, escoltando a Jorge de Batlle, le dijo: "Por favor, Marta, domínate. No vayas a caer en el pozo en que ha caído Jorge…"

Nada que hacer. Marta no consiguió siquiera guardar las apariencias. ¡No lo consiguió ni tan sólo en su despacho de la Sección Femenina! Y era lo peor que por aquellos días llegaban en cadena órdenes de Madrid, redactadas con la habitual objetividad. Entre otras cosas le pedían también su opinión sobre los deberes de la Falange con respecto a la guerra. ¿La guerra? ¿Dónde había guerra? ¿Y qué podía importar su opinión? Por si fuera poco, al Mando Nacional le dio por enviar circulares referentes a Ja maternidad… De repente, en Madrid este problema pasó a primer término. Para empezar, debía organizar para el 8 de diciembre -¡el día de la boda de Mateo y Pilar!- grandes festejos. Debía llenar Amanecer de slogans dedicados a preparar ese día, uno de los cuales diría: "Lo más sagrado, después de Dios y de la Patria, es la madre. Ella te dio la bienaventuranza de nacer en España. Honra a tu madre, haciéndole un pequeño obsequio en ese día, por pequeño que sea".

¿Quién habría lanzado en Madrid semejante consigna? ¿María Victoria tal vez…? Sí, claro. María Victoria, novia de José Luis… María Victoria, simpática y exuberante, quien sin duda le hubiera dicho a Marta, simplemente: "¡Qué quieres chica! Los hombres son así…"

Marta no podría subir ya nunca más al piso de la Rambla. Su camisa azul se encogió. Se movía como una autómata y cuando la comadrona Rosario, regidora de la Sección de Puericultura, la informaba de que en España morían de parto anualmente 3.800 madres, ella no acertaba a echarse a llorar. Y cuando Gracia Andújar le daba cuenta de los avances que conseguía en la Sección de Danzas, Marta movía la cabeza como si le hablaran de una lejana galaxia. "¿Danzas…? Pero ¿es que había en el mundo quien se dedicaba a bailar?".

La muchacha se pasaba horas y horas en su cuarto. ¡Qué extraño se le aparecía el botiquín, con las iniciales C.A.F.E. con que salió por Gerona el día del Alzamiento! Cuan preñados de sentido se le antojaban todos los objetos que Ignacio le había devuelto: la placa de abogado que ella le regaló; el reloj de esfera azul; ¡la piedra del Alcázar de Toledo que le trajo cuando su viaje a Madrid! Esta piedra fue un error. Las piedras eran siempre un error.

Sus únicos consuelos eran, pues, la religión y el afecto de su madre y de Pilar. Su reto constante, el balcón del despacho de Manolo Fontana en que Ignacio trabajaba. ¡Manolo Fontana! Con la llegada del otoño se había cubierto de nuevo la cabeza con el sombrerito verde, tirolés, adornado con la plumilla de pavo real…

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