Saqué el estuche del instrumento de la parte de atrás del Mercedes y caminé hasta las puertas de doble batiente de la residencia. Saludé con la cabeza a la mujer que se hallaba tras el mostrador y pasé. No me detuvo porque ya me conocía. Recorrí el pasillo, doblé a la derecha y abrí la puerta de la sala de música. Había un piano y un órgano en la parte delantera de la sala y un pequeño grupo de sillas alineadas para ver las actuaciones, aunque sabía que éstas eran escasas. Quentin McKinzie estaba repantinga-do en una silla de la fila delantera, con la barbilla caída y los ojos cerrados. Lo sacudí suavemente por el hombro e inmediatamente levantó la cabeza.
– Lo siento. Llego tarde, Sugar Ray.
Creo que le gustaba que le llamara por su nombre artístico. Había sido conocido profesionalmente como Sugar Ray McK porque cuando tocaba amagaba y serpenteaba en el escenario como Sugar Ray Robinson en el ring.
Saqué una silla de la fila delantera y la acerqué para ponerme frente a él. Me senté y dejé el estuche en el suelo. Abrí los cierres y dejé a la vista el reluciente instrumento que estaba encajado en el forro de terciopelo granate.
– Hoy tendrá que ser breve -dije-. Tengo una cita a las cuatro en Westwood.
– Los pensionistas no tienen citas -dijo Sugar Ray, cuya voz sonó como si hubiera crecido en la misma calle que Louis Armstrong-. Los pensionistas tienen todo el tiempo del mundo.
– Bueno, estoy trabajando en algo y podría…, bueno, voy a tratar de mantener mi horario, pero durante las dos próximas semanas se me va a complicar. Llamaré a la residencia y te dejaré un mensaje si no puedo llegar a la lección.
Llevábamos seis meses viéndonos dos veces por semana. La primera vez que había visto a Sugar Ray fue en un buque hospital en el mar del Sur de China, donde él formó parte del séquito de Bob Hope que vino a entretener a los heridos en la Navidad de 1969. Muchos años después, de hecho en uno de mis últimos casos como policía, estaba trabajando en un homicidio y me topé con un saxofón robado con su nombre grabado en la parte interior de la boquilla. Localicé a Sugar Ray en Splendid Age y se lo devolví. Pero ya era demasiado viejo para tocar. Sus pulmones ya no tenían fuerza.
Aun así, hice lo que debía. Fue como devolver un niño perdido a sus padres. Me invitó a la cena de Navidad. Permanecimos en contacto y después de que entregué la placa volví a visitarle con un plan que evitaría que su instrumento acumulara polvo.
Sugar Ray era un buen maestro porque no sabía cómo enseñar. Me contaba historias y me explicaba cómo amar al instrumento para arrancarle los sonidos de la vida. Cualquier nota que pudiera tocar era capaz de despertar un recuerdo y una historia. Sabía que nunca iba a ser bueno con el saxo, pero iba dos veces por semana para pasar una hora con él y escuchar historias de jazz y compartir la pasión que él todavía sentía por su arte imperecedero. De algún modo se me metía dentro y salía con mi aliento cuando me llevaba el instrumento a la boca.
Levanté el saxofón del estuche y lo puse en posición para tocar. Yo siempre empezaba la lección intentando interpretar Lullaby, un tema de George Cables que había oído por primera vez en un disco de Frank Morgan. Era una balada lenta, de modo que me resultaba más fácil, pero también era una composición hermosa. Era triste y rotunda y levantaba el ánimo, todo al mismo tiempo. La canción no duraba ni un minuto y medio, pero para mí decía todo lo que podía decirse acerca de estar solo en el mundo. A veces creía que si podía aprender a tocar bien ese tema, tendría bastante. Ya no ansiaría más.
Ese día lo sentí como un canto fúnebre. Pensé en Martha Gessler durante toda mi interpretación. Recordé su imagen en el diario y en las noticias de las once. Recordé a mi esposa contando que habían sido las únicas dos mujeres de la unidad de robos. Los hombres se excedían con ellas constantemente hasta que se reivindicaron trabajando juntas y deteniendo a un atracador conocido como el Bandido del Pas de Deux, porque siempre daba unos pasos de baile al salir del banco con el botín.
Mientras tocaba, Sugar Ray observaba el trabajo de mis dedos y asentía de manera aprobatoria. A mitad de la balada cerró los ojos y se limitó a escuchar, marcando el ritmo con la cabeza. Era todo un elogio. Cuando terminé la pieza, abrió los ojos y sonrió.
– Vamos mejorando -dijo.
Asentí.
– Todavía tienes que sacarte el humo de los bronquios para aumentar tu capacidad pulmonar.
Asentí una vez más. No había fumado un cigarrillo desde hacía más de un año, pero había pasado la mayor parte de mi vida fumando dos paquetes al día y el daño estaba hecho. A veces meter aire en el instrumento era como empujar una roca por una cuesta.
Hablamos y toqué durante otros quince minutos. Hice un intento -sin esperanza alguna- con Soul Eyes, el standard de Coltrane, y luego probé suerte con el tema clásico de Sugar Ray, The Sweet Spot. Era un riff complicado, pero había estado ensayando en casa porque quería agradar al anciano.
Al final de la lección abreviada di las gracias a Sugar Ray y le pregunté si necesitaba algo.
– Sólo música -dijo.
Respondía lo mismo siempre que le preguntaba. Volví a dejar el instrumento en el estuche -siempre insistía en que me lo llevara para ensayar- y lo dejé en la sala de música.
Cuando volvía por el pasillo hacia la entrada principal me crucé con Melissa Royal. Sonreí. -Melissa.
– Hola, Harry. ¿Cómo ha ido la lección?
Ella estaba allí para ver a su madre, una víctima del Alzheimer que nunca la reconocía. Nos habían presentado en la cena de Navidad y después nos habíamos encontrado ocasionalmente en la residencia. Ella empezó a programar las visitas a su madre para que coincidieran con mis lecciones de las tres en punto. No me lo dijo, pero yo lo sabía. Tomamos café juntos varias veces y un día le pedí que saliera conmigo para escuchar jazz en el Catalina. Ella dijo que se había divertido, aunque yo sabía que no le importaba mucho la música. Simplemente estaba sola y buscaba a alguien. Por mí no había problema. Nos pasa a todos.
Así estaban las cosas. Ambos esperábamos a que el otro diera el siguiente paso, aunque el hecho de que ella acudiera a la residencia cuando sabía que iba a hacerlo yo ya era un paso en cierto modo. Pero verla en ese momento me suponía un problema. Tenía que irme si quería llegar a Westwood a tiempo.
– Mejorando -contesté-. Al menos eso es lo que me dice mi maestro.
Ella sonrió.
– Genial. Algún día vas a tener que tocar para nosotros.
– Créeme, falta mucho para ese día.
Ella rió de buena gana y esperó. Era mi turno. Melissa tenía cuarenta y pocos y también estaba divorciada. Tenía el cabello castaño claro con mechones más claros todavía que me dijo que se había puesto en el salón de belleza. Su sonrisa era la clave. Le llenaba la cara y era contagiosa. Sabía que estar con ella significaría tener que trabajar día y noche para que mantuviera esa sonrisa. Y no sabía si podría hacerlo.
– ¿Qué tal tu madre?
– Ahora voy a averiguarlo. ¿Te vas? Pensaba que tal vez podía verla un momento y luego tomar algo contigo en la cafetería.
Puse cara de afligido y miré el reloj.
– Hoy no puedo. Tengo que estar en Westwood a las cuatro.
Ella asintió con la cabeza como para manifestar que lo entendía, pero vi en sus ojos que lo tomaba como un rechazo.
– Bueno, no dejes que te entretenga. Probablemente ya llegas tarde.
– Sí, debería irme.
Pero no lo hice. Me quedé mirándola.
– ¿Qué? -preguntó ella finalmente.
– No lo sé. Estoy bastante metido en este caso ahora, pero estaba intentando pensar cuándo podríamos vernos.
La sospecha entró en su mirada e hizo una ademán hacia el estuche del saxofón que llevaba en la mano.
– Me dijiste que estabas retirado.
– Lo estoy. Este trabajo es excepcional. Freelance, diría. A eso voy ahora, a hablar con un investigador del FBI.
– Oh. Bueno, vete. Ten cuidado.
– Lo tendré. Entonces, ¿podemos vernos una noche la semana que viene?
– Claro, Harry. Me encantaría.
– Vale, bueno. Me gustaría, Melissa.
Los dos nos saludamos con la cabeza y entonces se puso de puntillas. Colocó una mano en mi hombro y me besó en la mejilla. Después continuó por el pasillo. Me volví y la vi marchar.
Salí de aquel lugar preguntándome qué estaba haciendo. Le estaba dando a aquella mujer esperanzas de algo que en el fondo sabía que no podía cumplir. Era un error nacido de buenas intenciones que en última instancia la lastimaría. Al meterme en el Mercedes me dije a mí mismo que tenía que terminarlo antes de empezar. La siguiente vez que la viera tenía que decirle que no era el hombre que estaba buscando. Yo no podría mantener esa sonrisa en su rostro.