El trayecto de salida hasta Woodland Hills me llevó casi una hora. Ese solía ser un lugar donde si esperabas, elegías bien tu ruta e ibas en dirección contraria al tráfico podías llegar a algún sitio en un tiempo decente. Ya no era así. Me daba la sensación de que las autovías eran una pesadilla permanente en todas partes y a todas horas. Nunca había tregua. En los últimos meses había hecho pocos desplazamientos de larga distancia y verme de nuevo inmerso en la rutina era un ejercicio molesto y frustrante. Cuando llegué a mi límite, salí de la 101 en Topanga Canyon y me abrí camino por calles de superficie el resto del trayecto. Me contuve de intentar recuperar el tiempo perdido acelerando por los distritos residenciales. Llevaba una petaca en el bolsillo interior de la cazadora y si me hacían parar podía suponerme un problema.
En quince minutos llegué a la casa de Melba Avenue. Aparqué detrás de la furgoneta, bajé del coche y caminé hasta la rampa de madera que se iniciaba junto a la puerta lateral de la furgoneta y que se había construido sobre los escalones de la fachada principal.
En la puerta me recibió Danielle Cross, quien me invitó a pasar en silencio.
– ¿Qué tal está hoy, Danny?
– Como siempre.
– Ya.
No sabía qué más decir. No podía imaginar cuál era la perspectiva del mundo que tenía una mujer como ella, cuyas esperanzas habían cambiado completamente de la noche a la mañana. Sabía que no podía ser mucho mayor que su marido. Cuarenta y pocos. Pero era imposible decirlo. Tenía unos ojos cansados y unos labios que parecían permanentemente tensos y curvados hacia abajo en las comisuras.
Conocía el camino y ella me dejó pasar. Atravesé la sala de estar y luego recorrí el pasillo hasta la última habitación de la izquierda. Entré y vi a Lawton Cross en su silla, la que se compró junto con la furgoneta después de la colecta que había promovido el sindicato de policías. Estaba mirando la CNN -un reportaje más de la situación en Oriente Próximo- en una televisión montada en un soporte fijado en una esquina del techo.
Su mirada me buscó, pero su cara no lo hizo. Una correa le pasaba por encima de las cejas y le sujetaba la cabeza al cojín. Había una red de tubos que conectaba su brazo derecho a una bolsa de un fluido claro, colgada de un poste unido a la parte posterior de la silla. Cross tenía la piel cetrina y no pesaba más de cincuenta y cinco kilos. La nuez le sobresalía como una esquirla de porcelana rota, tenía los labios resecos y agrietados y el cabello completamente despeinado. Me había sorprendido su aspecto cuando había venido después de recibir su llamada. Traté de no delatar mi sorpresa en esta ocasión.
– Eh, Law, ¿cómo va eso?
Era una pregunta que detestaba hacerle, pero sentía que se la debía.
– Ya lo ves, Harry.
– Sí.
Su voz era un susurro áspero, como el de un entrenador de instituto que se ha pasado cuarenta años gritando desde la línea de banda.
– Escucha -dije-. Siento volver tan pronto, pero había algunas cosas.
– ¿Has hablado con el productor?
– Sí, empecé con él ayer. Me concedió veinte minutos.
Se oía en la habitación un silbido bajo que ya había percibido en mi anterior visita, esa misma semana. Creo que era el respirador, que enviaba aire a través de la red de tubos que pasaban bajo la camisa de Cross, salían a través del escote y le subían por ambos lados del rostro antes de entrar en sus fosas nasales.
– ¿Y…?
– Me dio algunos nombres. Todas las personas de Eidolon Productions que supuestamente sabían lo del dinero. Todavía no he tenido tiempo de investigarlos.
– ¿Alguna vez le preguntaste qué significaba Eidolon?
– No, nunca pensé en preguntárselo. ¿Qué es, un apellido?
– No, significa fantasma. Ésa es una de las cosas que recordé. Me ha saltado en la cabeza cuando he estado pensando en el caso. Se lo pregunté una vez. Me dijo que era de un poema sobre un fantasma que estaba sentado en un trono en la oscuridad. Supongo que se imagina que es él.
– Raro.
– Sí. Oye, Harry, ¿puedes apagar el monitor? Así no hemos de molestar a Danny.
Me había pedido lo mismo en mi anterior visita. Rodeé su silla y vi un pequeño dispositivo de plástico con una lucecita verde que brillaba en una cómoda próxima.
Era un monitor de audio de los que usan los padres para escuchar a los bebés mientras éstos duermen. A Cross le servía para llamar a su mujer cuando necesitaba cambiar de canal o precisaba alguna otra cosa. Lo apagué para poder hablar en privado y volví a situarme delante de la silla.
– Bueno -dijo Cross-, ¿ahora por qué no cierras la puerta?
Hice lo que me pidió. Sabía adónde íbamos a ir a parar.
– ¿Me has traído esta vez lo que te pedí? -dijo Cross.
– Eh, sí.
– Bien. Empecemos con eso. Mira si ha dejado mi botella en el cuarto de baño que tienes detrás.
El estante de encima del lavabo estaba lleno de todo tipo de fármacos y material médico. En una jabonera había una botella de plástico sin tapa. Parecía el bidón de una bici, pero era ligeramente distinto. El cuello era más ancho y estaba levemente curvado, probablemente para facilitar el ángulo de bebida. O eso pensé. Rápidamente saqué la petaca de mi chaqueta y vertí un par de medidas de Bushmill en la botella. Cuando salí del cuarto de baño, los ojos de Cross se abrieron de horror.
– No, ¡ésa no! ¡Esa es la del pis! Es la que va debajo de la silla.
– ¡Mierda! Lo siento.
Volví al cuarto de baño y estaba tirando el whisky en el lavabo justo cuando Cross gritó:
– No, no lo hagas.
Volví a mirarlo.
– Me lo habría tomado.
– No te preocupes, tengo más.
Después de enjuagar el recipiente de plástico y dejarlo otra vez encima de la jabonera volví a la habitación.
– Law, ahí no hay ninguna botella para beber. ¿Qué quieres que haga?
– Maldita sea, seguramente se la ha llevado ella. Sabe lo que pretendo. ¿Tienes la petaca?
– Sí, aquí mismo. -Di unos golpéenos en la cazadora a la altura del bolsillo.
– Déjame probarlo.
Saqué la petaca, la abrí y se la acerqué. Le dejé tragar. Él tosió sonoramente y parte del líquido se le derramó por la mejilla y el cuello.
– ¡Ah, Dios! -exclamó en un grito ahogado.
– ¿Qué?
– Joder…
– ¿Qué? Law, ¿estás bien? Iré a buscar a Danny. Hice un movimiento hacia la puerta, pero él me detuvo.
– No, no. Estoy bien. Estoy bien. Es que… hacía mucho que no bebía. Dame otro trago.
Volví a acercarle la petaca a la boca y le di una buena sacudida. Esta vez tragó el whisky sin problemas y cerró los ojos.
– Black Bush… Joder, qué bueno. Sonreí y asentí.
– A la mierda los médicos -dijo-. Tú tráeme Bushmill cuando quieras, Harry. Cuando quieras.
Era un hombre que no podía moverse, pero aun así vi que el whisky le suavizaba la mirada.
– Ella no me da nada -dijo-. Ordenes del doctor. La única vez que lo pruebo es cuando alguno de vosotros viene a visitarme. Y eso no pasa a menudo. ¿Quién va a querer ver semejante panorama?
»Tú sigue viniendo, Harry. No me importa el caso, resuélvelo o no lo resuelvas, pero tú sigue viniendo a verme. -Cross buscó la petaca con la mirada-. Y tráeme a tu amigo. Trae siempre a tu amigo.
Empezaba a entenderlo. Cross se había guardado cosas. Había venido a visitarle el día anterior a ir a ver a Taylor. Cross era el punto de partida lógico. Pero él se había reservado información para que volviera… con una petaca. Tal vez todo, incluida su llamada para volver a despertar mi interés en el caso, se había tratado de una sola cosa: la petaca.
Levanté el envase del tamaño de una cartera.
– No me lo dijiste todo para que te trajera esto, Law.
– No. Iba a pedir a Danny que te llamara porque olvidé algo.
– Sí, bueno, ya lo sé. Fui a hablar con Taylor y la siguiente noticia fue una visita de la sexta planta para decirme que lo dejara, que lo estaba trabajando gente que no se anda con bromas.
Los ojos de Cross se movían adelante y atrás en su cabeza inmóvil.
– No era eso -dijo.
– ¿Quién vino a verte antes que yo, Law?
– Nadie. Nadie ha venido a preguntar por el caso.
– ¿A quién llamaste antes de llamarme a mí?
– A nadie, Harry. Te lo prometo.
Debí de levantar la voz porque de repente se abrió la puerta de la habitación y apareció la mujer de Cross.
– ¿Pasa algo?
– No pasa nada, Danny -dijo su marido-. Déjanos solos.
Ella se quedó un momento de pie en el umbral y vi que sus ojos iban a la petaca que yo sostenía. Por un momento, pensé en echar un trago yo, para que pensara que era para mí. Pero en su expresión vi que sabía exactamente lo que estaba ocurriendo. Ella no se movió durante un instante interminable y después sus ojos buscaron los míos y me sostuvo la mirada antes de dar un paso atrás y cerrar la puerta. Yo volví a mirar a Cross.
– Si no lo sabía, ahora ya lo sabe.
– No me importa. ¿Qué hora es, Harry? No veo bien la pantalla.
Miré a la esquina de la televisión, donde la CNN siempre mostraba la hora.
– Son las once y dieciocho. ¿Quién vino a verte, Law? Quiero saber quién está trabajando el caso.
– Ya te lo he dicho, Harry, nadie vino a verme. Por lo que yo sé, el caso está más muerto que estas putas piernas mías.
– Entonces ¿qué es lo que no me dijiste la otra vez?
Su mirada fue a la petaca y no tuvo que pedirlo. Se la acerqué a sus labios agrietados y despellejados y él echó un buen trago. Cerró los ojos.
– Oh, Dios… -dijo-. Tengo…
Abrió los ojos y éstos saltaron hacia mí como una jauría de lobos sobre un ciervo.
– Ella me mantiene vivo -susurró con desesperación-. ¿Tú crees que es esto lo que quiero? ¿Estar sentado encima de mi propia mierda? Ella cobra una paga completa mientras yo estoy vivo; paga completa y asistencia médica. Si me muero se queda con la pensión de viudedad. Y yo no llevaba tanto tiempo en el cuerpo, Harry. Catorce años. Cobraría la mitad de lo que saca conmigo vivo.
Lo miré durante un buen rato, sin dejar de preguntarme si Danny Cross estaría escuchando detrás de la puerta.
– Y ¿qué quieres de mí, Law? ¿Que te desconecte? No puedo hacerlo. Puedo buscarte un abogado si quieres, pero no…
– Y además ella no me trata bien.
Me detuve de nuevo. Sentí un tirón en las entrañas. Si lo que estaba diciendo era cierto, entonces su vida era un infierno peor que lo que podía imaginar. Bajé la voz antes de hablar.
– ¿Qué te hace, Law?
– Se enfurece. Hace… No quiero hablar de eso. No es culpa suya.
– Escucha, ¿quieres que te busque un abogado? También puedo conseguir un investigador de los servicios sociales.
– No, no quiero abogados. Eso sería eterno. No quiero investigadores. No quiero eso. No quiero que te metas en ningún lío, Harry, pero ¿qué voy a hacer? Si pudiera desenchufarme yo mismo…
Dejó escapar el aire. Era el único gesto que su cuerpo le permitía. Sólo podía imaginar su horrible frustración.
– Esto no es manera de vivir, Harry. Esto no es vida.
Asentí. En la primera visita no había surgido nada de esa impotencia. Habíamos hablado del caso, de lo que él podía recordar. Sus recuerdos de la investigación volvían en jirones. Había sido una entrevista difícil, pero exenta de odio de sí mismo y desesperación. No hubo más depresión de la esperada. Me pregunté si la causa del cambio había sido el alcohol.
– Lo siento, Law.
Era lo único que podía decir. Sus ojos se desviaron hacia el televisor que estaba por encima de mi hombro izquierdo.
– ¿Qué hora es ya, Harry?
Esta vez miré mi reloj.
– Y veinte. ¿Qué prisa tienes, Law? ¿Estás esperando a alguien?
– No, es que quiero ver un programa de Court TV. Lo dan a las doce. Me gusta Rikki Klieman.
– Entonces aún tienes tiempo para hablar conmigo. ¿Por qué no te pones un reloj más grande?
– No me lo daría. Dice que el doctor opina que es malo para mí que mire un reloj.
– Quizá tenga razón.
Fue un comentario equivocado. Vi que la ira se abría paso en su mirada e inmediatamente lamenté mis palabras.
– Lo siento. No debería…
– ¿Sabes lo que es no poder levantar la muñeca para mirar tu puto reloj?
– No, Law, no tengo ni idea.
– ¿Sabes lo que es cagarse en una bolsa y que tu mujer la lleve al váter? ¿Tener que pedírselo todo a ella, incluido un sorbo de whisky?
– Lo siento, Law.
– Sí, lo sientes. Todo el mundo lo siente, pero nadie…
No terminó la frase. Pareció arrancar el final de la frase como un perro que muerde un pedazo de carne cruda. Apartó la mirada y se quedó callado. Yo también me quedé un buen rato en silencio, hasta que pensé que se había tragado la rabia hasta un pozo de frustración y pena por sí mismo aparentemente sin fondo.
– Eh, ¿Law?
Sus ojos volvieron a fijarse en mí.
– ¿Qué, Harry?
Estaba tranquilo. El momento había pasado.
– Volvamos atrás. Dijiste que ibas a llamarme porque habías olvidado algo cuando hablamos del caso antes. ¿Qué es lo que olvidaste decirme?
– Nadie vino aquí a hablarme del caso, Harry. Tú eres el único. En serio.
– Te creo. Estaba equivocado en eso. Pero ¿qué es lo que olvidaste decirme? ¿Por qué ibas a llamarme?
Cross cerró los ojos un momento, pero enseguida los abrió. Estaban claros y centrados.
– Te dije que Taylor había asegurado el dinero, ¿no?
– Sí, me lo dijiste.
– Lo que olvidé fue que la aseguradora… De repente no recuerdo el nombre de la…
– Global Underwriters. El otro día lo recordaste.
– Sí. Global Underwriters. Una condición del contrato era que el prestamista (BankLA) escaneara los billetes.
– ¿Escanear los billetes? ¿Qué quieres decir?
– Registrar los números de serie.
Recordé el párrafo que había señalado con un círculo en el recorte de periódico. Empecé a hacer cálculos mentalmente. Dos millones entre cien. Casi lo tenía y de pronto se me fue el número.
– Eso serían muchos números.
– Lo sé. El banco puso pegas. Dijo que le haría falta poner a cuatro personas durante una semana, algo así. La cuestión es que negociaron y llegaron a un acuerdo. Hicieron un muestreo. Anotaron diez números de cada una de las pilas.
Recordaba del artículo del Times que el dinero se entregó en fajos de veinticinco mil dólares. Ese cálculo era fácil. Ochenta fajos eran dos millones.
– Así que anotaron ochocientos números. Sigue siendo mucho.
– Sí. Recuerdo que el listado ocupaba unas seis páginas.
– ¿Y qué hicisteis con él?
– Dame otro trago de ese Black Bush, anda.
Se lo di. La petaca ya estaba casi vacía. Necesitaba averiguar lo que tenía que decirme y salir de esa casa. Empezaba a sentirme absorbido por ese mundo deprimente y no me gustaba.
– ¿Conseguisteis los números?
– Sí, solicitamos la lista y se la dimos a los federales. Y pedimos a los de robos que la repartieran a todos los bancos del condado. También la mandé a la Metro de Las Vegas para que la hicieran llegar a los casinos.
Asentí, esperaba más.
– Pero ya sabes cómo funciona eso, Harry. Una lista así sólo sirve si la gente la comprueba. Lo creas o no hay un montón de billetes de cien circulando y si los usas en los sitios adecuados la gente ni siquiera arquea una ceja. No van a perder tiempo en comprobar cada número en una lista de seis páginas. No tienen ni el tiempo ni la predisposición.
Era cierto. El dinero marcado se usaba más como prueba cuando se descubría en posesión de un sospechoso en un delito económico como un asalto a un banco. No recordaba haber trabajado, ni siquiera haber oído que una transacción con dinero marcado condujera a un sospechoso.
– ¿Ibas a llamarme porque olvidaste decirme esto?
– No, no sólo eso. Hay más. ¿Te queda algo en esa petaca?
Agité la petaca para que oyera que estaba casi vacía. Le di lo que quedaba y luego la tapé y volví a guardármela en el bolsillo.
– No hay más, Law. Hasta la próxima. Acaba lo que me ibas a contar.
Su lengua asomó del horrible agujero que tenía por boca y lamió una gota de whisky de la comisura de los labios. Era patético y volví la cabeza para mirar la hora en la televisión y no tener que verlo. En la tele pasaban noticias de economía: un gráfico con una línea roja descendente al lado del rostro de preocupación del obeso presentador.
Volví a mirar a Cross y aguardé.
– Bueno -dijo-, al cabo de, no sé, diez meses o así, casi un año (eso fue después; Jack y yo ya estábamos trabajando otros casos), Jack recibió una llamada de Westwood relacionada con los números de serie. Lo recordé todo el otro día, después de que te fueras.
Supuse que Cross estaba hablando de que un agente del FBI había llamado a su compañero. No era en absoluto raro que los detectives de la policía de Los Ángeles evitaran referirse a los agentes del FBI como agentes del FBI, como si negarles el título de alguna manera los rebajara uno o dos peldaños. La relación entre las dos organizaciones competidoras nunca había sido idílica. El principal edificio federal de Los Ángeles estaba en Wilshire Boulevard, en Westwood, y albergaba los distintos departamentos de la policía federal. Al margen de las envidias jurisdiccionales, necesitaba estar seguro.
– ¿Un agente del FBI? -pregunté.
– Sí, una mujer.
– Vale. ¿Qué os dijo?
– Sólo habló con Jack y después Jack habló conmigo. La agente le contó que uno de los números de serie estaba equivocado y Jack dijo: «¿De veras? ¿Cómo es eso?» Y la agente le explicó que la lista había dado vueltas por el edificio y finalmente había llegado a su mesa. Y ella se había tomado el tiempo de comprobar los números en su ordenador y había un problema con uno de ellos.
Se detuvo como para recuperar el aliento. Volvió a lamerse los labios y me recordó a algún tipo de criatura subacuática saliendo por una grieta de una roca.
– Ojalá tuvieras un poco más en esa petaca, Harry.
– Lo siento. La próxima vez. ¿Qué problema había con el número?
– Bueno, por lo que recuerdo, esa tía le dijo a Jack que coleccionaba números de serie. ¿Me explico? Siempre que llegaba algún documento a su escritorio con números de serie de billetes, ella los introducía en su ordenador, los añadía a su base de datos. Podía cruzar información y cosas así. Era un programa nuevo en el que ella estaba trabajando desde hacía varios años y tenía un montón de números introducidos. Oye, necesito agua. Tengo la garganta seca de tanto hablar.
– Iré a buscar a Danny.
– No, no, eso no. Pon un poco de agua del lavabo en la petaca y beberé de ahí. Eso estará bien. No molestes a Danny. Ya está bastante molesta.
En el cuarto de baño llené la petaca hasta la mitad con agua del grifo. La agité y se la llevé. Se la tomó toda. Después de unos momentos, Cross finalmente prosiguió con su relato.
– Ella dijo que uno de los números de nuestra lista estaba en otra lista y que eso era imposible.
– ¿A qué te refieres? Me he perdido.
– A ver si lo recuerdo bien. Dijo que el número de serie de uno de los billetes de cien que figuraba en nuestra lista coincidía con el de otro billete de cien que formaba parte de un paquete cebo que se habían llevado en el asalto a un banco unos seis meses antes del robo del rodaje.
– ¿Dónde fue el atraco del banco?
– En Marina del Rey, creo. Pero no estoy seguro.
– Vale, ¿cuál era el problema? ¿Por qué el billete de cien del robo anterior no podría haberse puesto otra vez en circulación, llegado a un banco y después formar parte de los dos millones que enviaron a Selma Avenue?
– Eso es lo que yo le pregunté y Jack me dijo que era imposible, porque la agente le explicó que habían detenido al ladrón de Marina del Rey. Llevaba encima el paquete cebo y acabó en la cárcel federal y el billete quedó en custodia como prueba.
Pensé en ello, tratando de formarme una idea clara.
– Estás diciéndome que según ella era imposible que el billete de cien dólares de tu lista formara parte del dinero entregado para el rodaje de la película porque en ese momento estaba custodiado como prueba en relación con el atraco al banco de Marina del Rey.
– Exactamente. Ella incluso fue a comprobar que el billete seguía bajo custodia, y allí estaba.
Traté de pensar en lo que esto podía significar, si es que significaba algo.
– ¿Qué hicisteis Jack y tú?
– Bueno, no mucho. Había un montón de números, seis páginas llenas. Supusimos que tal vez se habían equivocado con uno. Tal vez el tipo que lo anotó todo se había equivocado, había traspuesto una cifra o algo. Entonces ya trabajábamos en otro caso. Jack dijo que haría algunas llamadas al banco y a Global Underwriters. Pero no sé si lo hizo. Poco después entramos en ese maldito bar y todo lo demás quedó en segundo plano… hasta que pensé en Angella Benton y te llamé. Ahora estoy empezando a recordar otra vez, ¿sabes?
– Entiendo. ¿Recuerdas el nombre de la agente?
– Lo siento, Harry, no me acuerdo del nombre. Puede que no lo supiera nunca. No hablé con ella y no creo que Jack me lo dijera.
Me quedé en silencio mientras consideraba si estaba ante una pista que merecía la pena investigar. Pensé en lo que Kiz Rider había dicho respecto de que se estaba trabajando el caso. Tal vez ésa era la clave. Tal vez la gente sobre la que me había hablado eran agentes del FBI. Mientras pensaba esto, Cross empezó a hablar otra vez.
– Por si sirve de algo, según lo que Jack me contó, esta agente, quienquiera que fuera, averiguó esto por su cuenta. El programa que utilizó era suyo. Era como un pasatiempo. No era el ordenador oficial.
– Vale. ¿Sabes si hubo alguna coincidencia más en los números? ¿Antes de éste?
– Hubo una, pero no llevó a ninguna parte. De hecho, surgió enseguida.
– ¿Qué fue?
– Apareció en un depósito bancario. Creo que era en Phoenix. Mi memoria es como un queso de Gruyere. Está llena de agujeros.
– ¿Recuerdas algo de ese billete?
– Sólo que era un depósito de dinero procedente de una transacción en efectivo. Un restaurante, quizá. No íbamos a poder tirar del hilo mucho más.
– ¿Pero fue poco después del robo?
– Sí, recuerdo que saltamos sobre ello. Jack lo investigó, pero llegó a un callejón sin salida.
– ¿Cuánto después del robo? ¿Lo recuerdas?
– Tal vez unas pocas semanas. No estoy seguro.
Asentí con la cabeza. Estaba recuperando la memoria, pero ésta todavía no era fiable. Me sirvió para recordarme que sin el expediente del caso estaba notoriamente limitado.
– Bueno, Law, gracias. Si te acuerdas de algo más o piensas en algo, pídele a Danny que me llame. Y tanto si eso pasa como si no, volveré a verte.
– Y traerás el…
No terminó, pero no hacía falta.
– Sí, lo traeré. ¿Estás seguro de que no quieres que venga con nadie? Tal vez un abogado que pueda hablar contigo sobre…
– No, Harry, de momento nada de abogados.
– ¿Quieres que hable con Danny?
– No, Harry, no hables con ella.
– ¿Estás seguro?
– Estoy seguro.
Lo saludé con la cabeza y salí del dormitorio. Quería llegar rápidamente al coche para escribir algunas notas acerca de la llamada que Jack Dorsey había recibido de una agente del FBI, pero cuando llegué a la sala Danielle Cross estaba sentada en el sofá, esperándome. Me miró con ojos acusadores. Yo le devolví el mismo tipo de mirada.
– Creo que ya casi es hora de un programa que quiere ver en Court TV.
– Me ocuparé de eso.
– Yo ya me voy.
– Ojalá no vuelvas.
– Bueno, puede que tenga que hacerlo.
– Lawton está en un equilibrio mental y físico precario. El alcohol lo pone mal. Tarda días en recuperarse.
– A mí me ha parecido que se sentía mejor.
– Vuelve mañana y me lo dices.
Asentí. Ella tenía razón. Yo había pasado media hora con Cross, no toda mi vida. Esperé. Sabía que se estaba preparando para decirme algo.
– Supongo que te ha dicho que quiere morir y que yo soy la que lo mantiene con vida. Por el dinero.
Dudé, pero finalmente asentí con la cabeza.
– Te ha dicho que lo maltrato.
Asentí de nuevo.
– Se lo dice a todos los que vienen a verlo. A todos los polis.
– ¿Es verdad?
– La parte de que quiere morir. Algunos días sí, otros no.
– ¿Y la parte de que lo maltratas? Ella apartó la mirada.
– Tratar con él es frustrante. No es feliz y la paga conmigo. Una vez yo la pagué con él. Le apagué la televisión y se echó a llorar como un bebé. -Me miró-. Es lo único que le he hecho nunca, pero fue suficiente. Lamento lo que hice, odio en lo que me convertí en ese momento. Salió lo peor de mí.
Traté de interpretar su expresión, la posición del mentón y la boca. Se tocaba los anillos de una mano con los dedos de la otra. Era un gesto de nerviosismo. Vi que su barbilla empezaba a temblar y enseguida brotaron las lágrimas.
– ¿Qué se supone que tengo que hacer?
Sacudí la cabeza. No tenía respuesta. Lo único que sabía era que tenía que salir de allí.
– No lo sé, Danny. No sé lo que ninguno de nosotros tiene que hacer.
Fue lo único que se me ocurrió. Caminé con rapidez hasta la puerta de la calle y salí. Me sentí como un cobarde que huía y los dejaba solos en aquella casa.