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Desde Biggar & Biggar volví al valle de San Fernando por el paso de Sepúlveda y me topé con la primera oleada brutal de la hora punta. Tardé casi una hora en llegar a Mulholland Drive. En ese punto salí de la autovía y conduje en dirección oeste por las crestas de las montañas. Observé el sol que se ponía por detrás de Malibú dejando un cielo en llamas como rastro. Cuando el sol estaba bajo, sus rayos se reflejaban en la contaminación acumulada en el fondo del valle en tonos de naranja, rosa y púrpura. Era una especie de recompensa por haber soportado respirar todo el día el aire envenenado. Esa tarde predominaba un tono anaranjado suave con volutas de blanco. Era lo que mi ex esposa solía llamar cielo batido de crema cuando veía los anocheceres desde la terraza de la parte de atrás de mi casa. Tenía un nombre para cada uno y siempre me hacía sonreír.

El recuerdo de ella en la terraza parecía muy lejano y formaba parte de un periodo de mi vida muy diferente. Pensé en lo que Roy Lindell había dicho de cuando la había visto en Las Vegas. El sabía que yo le había estado preguntando por mi ex mujer, aunque no se lo hubiera dicho. Si no un día, al menos no pasaba una semana sin que pensara en ir allí, encontrarla y pedirle otra oportunidad. Una oportunidad aceptando sus condiciones. Yo ya no tenía ningún trabajo que me esperara en Los Ángeles, así que podía ir a donde quisiera. Esta vez podía acudir a ella y podríamos vivir juntos en la ciudad del pecado. A Eleanor le quedaría la libertad de encontrar lo que necesitaba en las mesas de fieltro azul de los casinos de la ciudad. Y cuando volviera a casa al final del día la estaría esperando. Yo podría dedicarme a lo que surgiera. Siempre habría en Las Vegas algo para una persona con mis aptitudes.

En una ocasión había llenado una caja, la había puesto en la parte trasera del Mercedes y había llegado hasta Riverside antes de que los miedos familiares empezaran a crecer en mi pecho y saliera de la autovía. Me comí una hamburguesa en un In-N-Out y di media vuelta. No me molesté en vaciar la caja cuando llegué a casa. La dejé en el suelo del dormitorio y fui sacando la ropa a medida que la fui necesitando a lo largo de las dos semanas siguientes. La caja vacía todavía continuaba en el suelo, preparada para la siguiente vez que quisiera llenarla y hacer ese recorrido.

El miedo. Siempre estaba presente. Miedo al rechazo, miedo a las esperanzas y el amor no correspondidos, miedo a sensaciones que seguían bajo la superficie. Todo había sido mezclado en la batidora y vertido suavemente en mi vaso hasta que éste se llenó hasta el borde. Estaba tan lleno que si tenía que dar un paso se derramaría por los costados. Por consiguiente no podía moverme. Me quedé paralizado en casa, viviendo de lo que sacaba de una caja.

Creo en la teoría de la bala única. Puedes enamorarte y hacer el amor muchas veces, pero sólo hay una bala con tu nombre grabado en el costado. Y si tienes la suerte suficiente de que te alcancen con esa bala, la herida no se cura nunca.

Puede que Roy Lindell tuviera el nombre de Martha Gessler grabado en el costado de esa bala. No lo sé. Lo que sí sabía era que mi bala era Eleanor Wish. Me había atravesado por completo. Hubo otras mujeres antes y otras mujeres después, pero la herida que ella dejó estaba siempre presente. No se curaría fácilmente. Continuaba sangrando y sabía que siempre sangraría por ella. No podía ser de otro modo. Las cosas del corazón no tienen fin.

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