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Las oficinas de investigación de Global Underwriters estaban en un bloque negro de seis pisos en Colorado, a unas seis manzanas del océano. Cuando llegué, la secretaria que custodiaba la entrada del despacho de Sandor Szatmari me miró como si acabara de bajar de la luna en ascensor.

– ¿No ha recibido el mensaje?

– ¿Qué mensaje?

– En el despacho del señor Scaggs me dieron su número y le dejé un mensaje. El señor Szatmari tiene que cancelar la cita de esta mañana.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Ha muerto alguien?

Ella se mostró ligeramente ofendida por mi desparpajo. Su voz adoptó un tono de impaciencia.

– No, al revisar su agenda del día decidió que no tenía tiempo para hacerle un hueco.

– ¿Entonces está aquí?

– No puede verle. Lamento que no recibiera el mensaje. Pensé que había algo equivocado en el número, pero yo le dejé el mensaje.

– Por favor, dígale que estoy aquí. Dígale que no recibí el mensaje porque he estado fuera de la ciudad. He venido en avión para esta reunión. Todavía quiero verle. Es importante.

La mujer parecía enfadada. Levantó el auricular para hacer la llamada, pero entonces se lo pensó mejor y colgó. Se levantó y recorrió el pasillo que partía de la sala de espera para poder darle el mensaje en persona. Al cabo de unos minutos volvió y se sentó. Se tomó su tiempo antes de decirme nada.

– He hablado con el señor Szatmari -dijo-. Tratará de recibirle lo antes posible.

– Gracias. Es muy amable y usted también.

Había un sofá y una mesita de café con revistas pasadas de fecha. Me había traído el expediente del caso, sobre todo para impresionar a Szatmari. Me senté en el sofá y ocupé el tiempo de espera pasando hojas y releyendo algunos de los informes. Nada me llamó la atención, pero estaba empezando a conocer a fondo los hechos del caso. Era importante, porque sabía que cuando barajara la nueva información me ayudaría el hecho de no tener que recurrir cada vez el expediente.

Pasó media hora hasta que sonó el teléfono y la secretaria recibió el encargo de hacerme pasar.

Szatmari era un hombre robusto, de unos cincuenta y cinco años. Tenía más aspecto de comercial que de investigador, pero las paredes de su despacho estaban repletas de cartas elogiosas y fotos de saludos que acreditaban su éxito como tal. Me señaló una silla situada enfrente de su mesa repleta y habló mientras anotaba algo.

– Estoy ocupado, señor Bosch. ¿En qué puedo ayudarle?

– Bueno, como le dije ayer por teléfono, estoy trabajando en uno de sus casos. Pensé que tal vez podríamos compartir cierta información, ver si uno de nosotros ha recorrido un camino distinto.

– ¿Por qué debería compartir mi información con usted?

Algo fallaba. Estaba mal predispuesto antes de que pusiera los pies en su despacho. Me pregunté si Peoples le había hablado de mí. Tal vez Szatmari había llamado al departamento de policía o al FBI para hacer averiguaciones sobre mí y le habían dicho que no cooperara. Tal vez ése era el motivo de que la reunión se hubiera cancelado.

– No lo entiendo -dije-. ¿Ocurre algo? Se trata de resolver el caso, ése es el motivo por el que creo que deberíamos compartir información.

– ¿Y usted? ¿La compartirá conmigo? ¿Qué parte de la recompensa piensa darme?

Por supuesto. La recompensa.

– Señor Szatmari, se equivoca conmigo.

– Claro. Si hay recompensa, allá voy. Veo a los que son como usted constantemente. Vienen aquí a pedir información para ver si se ganan unos buenos pavos.

Su acento se hizo más pronunciado al enfadarse. Yo abrí el expediente del caso y encontré las fotocopias en blanco y negro de las fotos de la escena del crimen. Arranqué la página en la que se veían las manos de Angella Benton y la tiré en la mesa.

– Esta es la razón de que haga esto. No el dinero. Ella. Yo estuve allí ese día. Era policía. Ahora estoy retirado, pero estuve en este caso hasta que me lo quitaron. Eso probablemente me elimina para recibir la recompensa, ¿de acuerdo?

Szatmari examinó la copia de baja calidad de la foto. Después se fijó en la carpeta que tenía en mi regazo. Al final me miró.

– Ahora lo recuerdo. Su nombre. Fue usted el que le dio a uno de los atracadores.

Asentí con la cabeza.

– Estuve allí ese día, pero como nunca encontramos a los atracadores no sabemos quién dio a quién.

– Vamos, ocho polis de alquiler y un veterano del departamento. Fue usted.

– Eso creo.

– ¿Sabe?, traté de hablar con usted entonces, pero me topé con un muro.

– ¿Cómo fue eso?

– En el departamento de policía hacen todo lo posible para mantener alejados a otros investigadores. Allí son así.

– Lo sé. Lo recuerdo.

Sonrió y se recostó en la silla.

– Y ahora aquí le tengo, ¿pidiendo cooperar conmigo? ¡Qué ironía!

– Sí.

– ¿Eso es el informe de la investigación? Déjeme verlo, por favor.

Le pasé la gruesa carpeta por encima de la mesa. El la cogió y empezó a pasar hojas hasta llegar al atestado del homicidio. Pasó un dedo por la página hasta que llegó a mi nombre en la casilla del agente investigador. Después cerró el expediente, pero no me lo devolvió.

– ¿Por qué ahora? ¿Por qué investiga esto?

– Porque acabo de retirarme y es uno de los casos que no voy a dejar.

Asintió para darme a entender que lo comprendía.

– Verá usted, nuestra investigación era en relación con el dinero, no con la mujer.

– En mi opinión es el mismo caso.

– Nuestra investigación ya no está activa. El dinero ha desaparecido. Se ha repartido o gastado. No hay posibilidad de recuperarlo. Hay otros casos.

– El dinero se puede olvidar -dije-, pero ella no. Yo no puedo, ni tampoco aquellos que la conocieron.

– ¿Usted la conocía?

– La conocí ese día.

Asintió de nuevo. Al parecer entendía lo que quería decirle. Ajustó las esquinas de una pila de carpetas de su escritorio.

– ¿Llegaron a alguna parte? -pregunté-. ¿Se acercaron a algo?

Se tomó un momento antes de contestar.

– No, en realidad no. Sólo callejones sin salida.

– ¿Cuándo se rindió?

– No lo recuerdo. Fue hace mucho tiempo.

– ¿Dónde está su archivo?

– No puedo darle mi archivo, va contra la política de la compañía.

– Por el asunto de la recompensa, ¿no? La compañía no permite que coopere con investigaciones no oficiales si hay por medio una recompensa.

– Podría llevar a conflictos -dijo-. Además, está el riesgo legal. Yo no cuento con las mismas protecciones que la policía. Si mis notas de la investigación se hicieran públicas, quedaría expuesto a posibles pleitos.

Traté de pensar por un momento en cómo jugar mis cartas. Szatmari parecía estar guardándose algo y fuera lo que fuese podría estar en el expediente. Creo que quería dármelo, pero no sabía cómo hacerlo.

– Vuelva a mirar la fotocopia -dije-. Mire las manos. ¿Es usted un hombre religioso, señor Szatmari?

Szatmari miró la foto de Angella Benton.

– A veces soy religioso -dijo-. ¿Y usted?

– No mucho. O sea, ¿qué es la religión? No voy a la iglesia, si se trata de eso. Pero pienso en la religión y creo que tengo algo parecido dentro. Un código es como una religión. Hay que creer en él, hay que ponerlo en práctica. La cuestión es… Mire las manos, señor Szatmari. Recuerdo que cuando la vi en el suelo y vi cómo estaban sus manos… Lo tomé como una especie de señal.

– ¿Una señal de qué?

– No lo sé. Una señal de algo. Como la religión. Por eso es uno de esos casos que no te sueltan. -Entiendo.

– Entonces saque el fichero y déjelo en esta mesa -dije como si le estuviera dando una instrucción a alguien en trance hipnótico-. Después vaya a tomarse un café o a fumar un cigarrillo. Y tómese su tiempo. Yo le esperaré aquí.

Szatmari me miró durante un buen rato y después se agachó para sacar lo que supuse que era un cajón del escritorio. Al final apartó los ojos de mí para elegir el informe correcto. Lo sacó -era grueso- y lo dejó en la superficie de la mesa. Después apartó la silla y se levantó.

– Voy a buscar una taza de café -dijo-. ¿Quiere algo?

– No, pero gracias.

Asintió y salió, cerrando la puerta tras de sí. En cuanto ésta hizo clic yo me levanté de la silla y me coloqué detrás del escritorio. Me senté y me zambullí en el informe.

En su mayor parte, el archivo de Szatmari estaba lleno de documentos que ya había visto. Había también copias de contratos y directrices para la relación entre Global y su cliente BankLA que eran nuevos, así como resúmenes de entrevistas con varios empleados del banco y de la productora cinematográfica. Szatmari había conducido entrevistas con cada uno de los transportistas de seguridad que habían estado en la escena el día del golpe.

Pero no había entrevista conmigo. Como de costumbre el departamento lo había impedido. Yo ni siquiera llegué a recibir la solicitud de Szatmari de entrevistarme. Aunque tampoco habría aceptado. Entonces tenía una arrogancia que esperaba haber perdido.

Miré por encima las entrevistas y los resúmenes lo más deprisa posible, poniendo particular atención en los informes correspondientes a los tres empleados de banco con los que esperaba poder hablar ese mismo día: Gordon Scaggs, Linus Simonson y Jocelyn Jones. Los sujetos no aportaron mucho a Szatmari. Scaggs era el único que había manejado todo y fue muy específico en los pasos que había que dar y en la planificación del préstamo de un día de dos millones de dólares en efectivo. Las entrevistas con Simonson y Jones los mostraban como abejas obreras que hicieron lo que se les pidió. Lo mismo podrían haberse ocupado de poner etiquetas en latas que de contar veinte mil billetes de cien dólares y anotar ochocientos números de serie mientras lo hacían.

Mi curiosómetro se disparó cuando finalmente llegué a los historiales financieros de Jack Dorsey, Lawton Cross y yo mismo. Szatmari había sacado informes bancarios de cada uno de nosotros. Aparentemente llamó a nuestros bancos y compañías de crédito y redactó breves informes. Mi historial era el más limpio, mientras que los de Cross y Dorsey no pintaban tan bien. Según Szatmari, ambos hombres tenían importantes deudas de tarjetas de crédito, sobre todo Dorsey, que estaba divorciado y tenía que pasar pensión por cuatro hijos, dos de los cuales estaban en la universidad.

La puerta del despacho se abrió y la secretaria se asomó para decir algo a Szatmari cuando me vio sentado en su silla.

– ¿Qué está haciendo?

– Espero al señor Szatmari. Ha ido a buscar un café.

Puso las manos en sus anchas caderas: el signo internacional de indignación.

– ¿Le dijo que ocupara su silla y empezara a leer ese archivo?

Me correspondía no dejar a Szatmari en una situación potencialmente comprometido.

– Me dijo que lo esperara y estoy esperando.

– Bueno, vuelva ahora mismo al otro lado de la mesa. Voy a informar al señor Szatmari de lo que he visto.

Cerré la carpeta, me levanté y rodeé el escritorio como me habían pedido.

– ¿Sabe?, le estaría muy agradecido si no lo hiciera -dije.

– Ya lo creo que voy a decírselo.

Entonces desapareció, dejando la puerta abierta tras de sí. Pasaron unos minutos y Szatmari entró y cerró la puerta violentamente. Enseguida perdió su enfado cuando se volvió a mirarme. Llevaba una taza de café humeante.

– Gracias por actuar así -dijo-. Espero que haya conseguido lo que necesitaba porque ahora para continuar con mi rapto de ira voy a tener que echarle.

– No hay problema -dije, al tiempo que me levantaba-. Pero tengo una pregunta.

– Adelante.

– ¿Era sólo rutina estudiar los informes financieros de los polis del caso? Jack Dorsey, Lawton Cross y yo. Szatmari puso ceño mientras trataba de recordar la razón de las comprobaciones financieras. Entonces se encogió de hombros.

– Lo había olvidado. Supongo que pensé que con el dinero que había en juego tenía que comprobar a todos. Especialmente a usted, Bosch, con la coincidencia de que estuviera allí en el momento oportuno.

Asentí. Me parecía una medida sensata de la investigación.

– ¿Está enfadado por eso?

– ¿Yo? No. Sólo tenía curiosidad por saber de dónde salió.

– ¿Algo más útil?

– Tal vez, nunca se sabe.

– Buena suerte, entonces. Si no le importa, manténgame informado de sus progresos.

– Lo haré, descuide.

No estrechamos las manos. Al salir pasé junto a la indignada secretaria y le dije que pasara un buen día. Ella no respondió.

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