La revista se había publicado siete meses antes. El artículo sobre Linus Simonson y sus socios no era una historia de portada, pero se anunciaba en ella con una frase que decía: «Los empresarios de los after hours de Hollywood.» El artículo, que estaba ligado a la inminente apertura de un sexto club de moda por parte del grupo de cuatro empresarios, se refería a Simonson como «el rey de los aduladores de la noche», que había cimentado todo su imperio a partir de un bar cutre que había comprado con lo obtenido en un acuerdo legal. Había conseguido ese primer club en un callejón cercano a Hollywood y Cahuenga, lo había renovado, había reducido la iluminación a la mitad y había contratado a camareras que se valoraban más por su aspecto y sus tatuajes que por sus habilidades en mezclar bebidas y sumar las cuentas. Ponían la música alta, cobraban veinte dólares por entrar y no dejaban pasar a nadie que llevara corbata o camisa blanca. El club no tenía nombre en la fachada ni constaba en el listín telefónico. Una flecha de neón azul fluorescente sobre la puerta era la única indicación de un establecimiento comercial. Pronto incluso la flecha dejó de ser necesaria y se retiró porque siempre había una fila de incondicionales que se extendía por el callejón desde la puerta.
El periodista afirmaba que Linus -se referían a él por el nombre de pila en la mayor parte del artículo- se asoció posteriormente con tres colegas de sus días en el instituto de Beverly Hills y empezó a abrir nuevos clubes a un ritmo de uno cada seis meses. Los empresarios seguían básicamente el modelo que había funcionado con el primer club. Compraban un establecimiento en decadencia, lo renovaban y volvían a abrir, hacían correr la voz y esperaban a que ésta se extendiera a través de las filas de la gente guapa de Hollywood. Después del bar sin nombre, los salones que el grupo inauguraba tendían a seguir en estilo y nombre un tema literario o musical.
El segundo bar que compró el grupo, cerrado y después reabierto era Nat's Day of the Locusts, un guiño a Nathanael West y su novela clásica sobre Hollywood. No era un nombre nuevo. El lugar había sido conocido simplemente como Nat's durante décadas y la mayoría de los clientes probablemente creían que debía su nombre a Nat King Colé. En cualquier caso el nombre tenía gancho y el grupo lo conservó.
Nat's también era el local donde habían sido tiroteados Dorsey y Cross. El artículo informaba de que el asesinato había contribuido al descenso del precio de venta del local. De hecho, había sido una ganga. Sin embargo, una vez que el bar reabrió -sin cambio de nombre- y se dirigió a los noctámbulos, la historia del local se sumó a su mística. Había sido otro éxito inmediato y enorme de los colegas de instituto que llamaban a su floreciente empresa Four Kings Incorporated.
Durante mucho tiempo en mi vida no creí en las coincidencias. Ahora he aprendido que existen. Pero hay coincidencias y coincidencias. Kiz Rider viniendo a casa y dejando caer el high jingo mientras Art Pepper lo estaba tocando, eso era una coincidencia. Pero mientras estaba sentado en el Mercedes y leía el artículo de la revista, no estaba dispuesto a aceptar como una casualidad que Linus Simonson comprara el bar en el que fueron tiroteados dos detectives que investigaron el golpe de los dos millones de dólares que él contó y cuyo envío preparó. No creí ni por un momento que fuera coincidencia. Pensé que era pura arrogancia.
Además del bar sin nombre y de Nat's, el grupo de cuatro también abrió lugares llamados Kings' Crossing, Chet's y Cozy's Last Stand, llamado, según el artículo, en honor a un amigo que había desaparecido. El lugar que había ocasionado el artículo de la revista y que estaba a punto de abrir iba a ser llamado Doghouse Reilly's, por un alias que utilizaba el detective privado Philip Marlowe en una novela de Raymond Chandler.
El artículo no ahondaba en el trasfondo financiero que había detrás de la operación de los cuatro hombres. Estaba más interesado en el oropel que en el apuntalamiento de la supuesta historia de éxito. Se tomaba como un hecho, y así se relataba, que los primeros establecimientos apoyaron la expansión del grupo en un ciclo continuado. Los beneficios del primer bar financiaron el segundo y así sucesivamente.
Pero la historia no era completamente positiva. El autor del artículo terminaba con la sugerencia de que los cuatro reyes podrían convertirse en víctimas de su propio éxito. La teoría defendía que la población de noctámbulos de cuero negro era limitada en Hollywood, y que abrir y operar seis salas no expandía significativamente la base de clientes. Sólo los repartía. El artículo señalaba que había muchos pretendientes al trono, un montón de bares y salas menos cool que habían abierto en años recientes.
El artículo concluía señalando que en un viernes reciente, a medianoche, no había cola de noctámbulos esperando para entrar en el club sin nombre. Sugería cínicamente que podría ser hora de ir pensando en volver a poner el neón azul.
Dejé la revista en la carpeta y me quedé reflexionando. Tenía la sensación de que las cosas empezaban a encajar. Me sentía ansioso porque instintivamente sabía que estaba cerca. Aún no contaba con todas las respuestas, pero la experiencia me decía que llegarían. Lo que necesitaba era la dirección. Hacía más de cuatro años que había mirado el cadáver de Angella Benton y por fin tenía un sospechoso sólido.
Abrí la consola central y saqué el móvil. Supuse que no habría peligro en llamar al teléfono de mi propia casa y escuchar los mensajes. Tenía dos. El primero era de Janis Langwiser. Era breve y dulce.
– Soy yo. Llámame, pero usa todas las precauciones.
Sabía que eso significaba un teléfono público. El siguiente mensaje era de Roy Lindell. También seguía el estándar de brevedad.
– Muy bien, capullo. Tengo algo para ti. Llámame.
Miré en torno a mí. Había aparcado enfrente de una oficina de correos en San Vicente Boulevard. Mi tiempo de estacionamiento había transcurrido y no tenía monedas ni para el parquímetro ni para las llamadas que tenía que hacer. Supuse que habría un teléfono en el interior de la oficina de correos y una máquina para obtener cambio para comprar sellos de otras máquinas. Bajé del coche y entré en la oficina.
La oficina principal de correos estaba cerrada, pero en una sala exterior que estaba abierta fuera de horas encontré la máquina y el teléfono público que estaba buscando. Llamé primero a Langwiser porque supuse que ya había avanzado en la investigación más allá de la información que le había pedido a Lindell.
Localicé a Langwiser en el móvil, pero ella seguía en el despacho.
– ¿Qué has conseguido de Foreman? -le pregunté, yendo al grano.
– Esto tiene que mantenerse altamente confidencial, Harry. Hablé con Jim y, cuando le expliqué las circunstancias, no le importó hablar de ello. Con la salvedad de que esta información no va a ir a ningún informe y que nunca revelarás tu fuente.
– No hay problema. De todos modos, ya no escribo informes.
– No seas tan rápido y caballeroso. Ya no eres poli ni tampoco abogado. No tienes ninguna protección legal.
– Tengo una licencia de detective privado.
– Eso no te sirve. Si un juez te ordena que reveles tu fuente tendrás que hacerlo o enfrentarte al desacato. Podría suponer ir a prisión. Y a los ex polis no les va muy bien en la cárcel.
– Dímelo a mí.
– Acabo de hacerlo.
– Vale, entendido. Sigue sin haber problema.
La verdad era que no se me ocurría cómo la información podría acabar alguna vez en el tribunal ante un juez. No me preocupaba la posibilidad de la cárcel.
– Vale, mientras estemos a salvo. Jim me dijo que Simonson pactó por cincuenta mil dólares.
– ¿Nada más?
– Nada más, y no era demasiado. Su abogado se lleva un treinta y cinco por ciento. También tuvo que pagar las costas.
Había tenido un abogado que se llevaba el treinta y cinco por ciento de cualquier pacto a cambio de no cobrarle lloras, lo cual significaba que Simonson probablemente sacó en limpio algo más de treinta de los grandes. No era mucho si se trataba de dejar tu trabajo y empezar un imperio de la noche.
El sentido de la ansiedad que había sentido cosquillear cambió de marcha. Había sospechado que el acuerdo habría sido bajo, pero no tanto. Estaba empezando a convencerme a mí mismo.
– ¿Foreman dijo algo más del caso?
– Sólo otra cosa. Dijo que fue Simonson quien insistió en el acuerdo de confidencialidad y además los términos eran inusuales. No sólo requirió que no hubiera un anuncio público, sino también que no hubiera un registro público.
– Bueno, de todos modos no fue a juicio.
– Ya lo sé, pero BankLA es una corporación con participación pública. Así que lo que conllevaba el acuerdo de confidencialidad era que Simonson apareciera con un seudónimo en todos los registros financieros relacionados con el pago. Aparece, otra vez según su petición, como el señor King.
No respondí, mientras sopesaba la nueva información.
– Dime, ¿cómo lo he hecho, Harry?
– Francamente bien, Janis. Lo que me recuerda que has estado trabajando un montón en esto. ¿Estás segura de que no quieres cobrarme?
– Sí, estoy segura. Sigo en deuda contigo.
– Bueno, ahora estaré yo en deuda. Quiero que hagas una última cosa por mí. Acabo de decidir que mañana le daré lo que tengo a las autoridades. Sería bueno que estuvieras ahí. Sólo para asegurarme de que no cruzo ninguna línea con esta gente.
– Estaré. ¿Dónde?
– ¿Quieres comprobar tu agenda antes?
– Ya sé que tengo la mañana libre. ¿Quieres hacerlo aquí o vas a ir a una comisaría?
– No, tengo problemas con las jurisdicciones. Me gustaría hacerlo en tu despacho. ¿Tienes una sala en la que podamos meter a seis o siete personas?
– Reservaré la sala de reuniones. ¿A qué hora?
– ¿Qué te parece a las nueve y media?
– Bien. Yo estaré aquí antes por si quieres venir y hablar.
– Eso estaría bien. Te veré a eso de las ocho y media.
– Aquí estaré. ¿Crees que lo tienes?
Sabía a qué se refería. Me preguntaba si tenía la historia, aunque no tuviera pruebas reales que empujaran al Departamento de Policía de Los Ángeles y al FBI a implicarse de nuevo en el caso.
– Todo está cerrando. Tal vez hay una cosa más que puedo hacer antes de dárselo a alguien que pueda conseguir órdenes de registro y echar abajo puertas.
– Entendido. Te veo mañana. Me alegro de que hayas podido resolverlo. De verdad que me alegro.
– Sí, yo también. Gracias, Janis.
Después de colgar me di cuenta de que me había olvidado del parquímetro. Salí a echar monedas, pero ya era demasiado tarde. La policía de tráfico de West Hollywood había sido más rápida que yo. Dejé la multa en el parabrisas y volví a entrar. Encontré a Lindell en su oficina; estaba a punto de irse a casa. -¿Qué tienes?
– Herpes simplex. ¿Qué tienes tú?
– Vamos, tío.
– Eres un capullo, Bosch, pidiéndome que te lave la ropa sucia.
Comprendí por qué estaba cabreado.
– ¿La matrícula?
– Sí, la matrícula. Como si no lo supieras. Pertenece a tu ex esposa, tío, y de verdad que no me hace ninguna gracia que me arrastres a tu mierda. O la matas o te olvidas de ella, joder.
Sin duda alguna lo había sacado de sus casillas con la comprobación de matrícula.
– Roy, todo lo que puedo decirte es que no lo sabía. Lo siento. Tienes razón. No debería haberte arrastrado a esto y lamento haberlo hecho.
Hubo un silencio y pensé que lo había aplacado.
– ¿Roy?
– ¿Qué?
– ¿Anotaste la dirección del registro?
– Eres un capullo integral.
Estuvo echando pestes durante otro minuto, pero al final, a regañadientes, me dio la dirección en la que estaba registrado el coche de Eleanor. No había número de apartamento. Al parecer no sólo tenía un coche mejor, sino que ahora vivía en una casa.
– Gracias, Roy. Es la última vez. Te lo prometo. ¿Ha surgido algo en la otra cosa que te pedí?
– Nada bueno, nada útil. El historial del tipo está bastante limpio. Hay algunas cuestiones juveniles, pero han prescrito. No fui muy a fondo con eso.
– Vale.
Me pregunté si sus problemas cuando era menor implicaban a sus antiguos compañeros del instituto de Beverly Hills y actuales socios.
– Lo único es que hay otro Linus Simonson en el ordenador. Por la edad diría que es su padre.
– ¿Qué hizo?
– Tiene una acusación del fisco y bancarrota. Es material viejo.
– ¿Cuánto?
– Primero vino lo del fisco, como de costumbre. Eso fue en el noventa y cuatro. El viejo se declaró en quiebra dos años después. ¿Quién es este Linus y por qué querías que lo investigara?
No respondí, me quedé absorto mirando una foto de los más buscados en la pared de la oficina de correos. Un violador múltiple. Pero en realidad no lo estaba mirando a él, sino a Linus. Estaba viendo cómo encajaba otra pieza. Linus dijo que no iba a cometer los mismos errores que su padre, que había acabado en la ruina, con un collar del fisco en el cuello. La cuestión que asomaba a través de la nueva información era: ¿cómo un hombre sin trabajo ni respaldo de papá invirtió los treinta mil dólares que se embolsó en la compra y renovación a fondo de un bar? Y después otro, y otro.
Préstamos, tal vez, si disponía de avales. O quizá una retirada de fondos de dos millones de dólares.
– Bosch, ¿estás ahí?
Salí del ensueño.
– Sí, estoy aquí.
– Te he hecho una pregunta. ¿Quién es este tío? ¿Está en la movida de la peli?
– Eso parece, Roy. ¿Qué haces mañana por la mañana?
– Hago lo que hago siempre. ¿Por qué?
– Si quieres una parte de esto, acude al despacho de mi abogada a las nueve. Y no te retrases.
– ¿Está este tío relacionado con Marty? Si es él, no quiero una parte. Lo quiero todo.
– Todavía no lo sé. Pero seguro que nos lleva cerca.
Lindell quería plantear más preguntas, pero le corté. Tenía que hacer más llamadas. Le di el nombre y la dirección de Langwiser y finalmente le dije que estaría en el bufete a las nueve. Colgué y llamé a Sandor Szatmari y le dejé un mensaje invitándolo a la misma reunión.
Por último llamé a Kiz Rider a su oficina del Parker Center y le extendí la invitación a ella también. Kiz pasó de cero a cien en la escala de rabia en cinco segundos.
– Harry, te avisé sobre esto. Te vas a encontrar en un montón de problemas. No puedes trabajar un caso y después convocar una reunión en la cumbre cuando crees que es el momento de informarnos de tus investigaciones privadas.
– Kiz, ya lo he hecho. Sólo tienes que decidir si quieres estar allí o no. Habrá una buena parte de esto para alguien del Departamento de Policía de Los Ángeles. Por lo que yo estoy pensando podrías ser tú. Pero si no estás interesada llamaré a robos y homicidios.
– Maldita sea, Harry.
– ¿Juegas o no?
Hubo una larga pausa.
– Juego, pero, Harry, no voy a protegerte.
– No lo esperaba.
– ¿Quién es tu abogado?
Le di la información y estaba a punto de colgar. Sentí una sensación de terror por el daño a nuestra relación que parecía irreparable.
– Vale, nos vemos -dije finalmente.
– Sí -replicó abruptamente.
Me acordé de algo que necesitaba.
– Oh, y Kiz, mira si puedes encontrar el original del informe de los números de serie. Debería estar en el expediente del caso.
– ¿Qué informe?
Se lo expliqué y le dije que lo buscara. Le di las gracias y colgué. Salí a la calle y cogí la multa del parabrisas del coche. Entré en el Mercedes y tiré la multa por encima de mi hombro al asiento de atrás para que me diera buena suerte.
Eran casi las siete en el reloj del salpicadero. Sabía que nada se ponía en marcha en los clubes de Hollywood hasta las diez o más tarde. Pero tenía impulso y no quería perderlo mientras me quedaba en casa esperando. Me senté a pensar, con los dedos tamborileando en el volante. Pronto estaban siguiendo el ritmo del fraseo que me había enseñado Quentin McKinzie, y al caer en la cuenta de eso, supe cómo podía pasar las próximas horas. Abrí el móvil y volví a llamar.