En el aeropuerto de Burbank aparqué en el estacionamiento de larga estancia, saqué mi bolsa y cogí el transporte hasta la terminal. En el mostrador de Southwest compré con tarjeta de crédito un billete de ida y vuelta a Las Vegas en un vuelo que partía al cabo de menos de una hora. Dejé el vuelo de regreso abierto. Después hice la cola del control de seguridad, como todo el mundo. Puse la bolsa en la cinta y dejé el reloj, las llaves del coche y la tarjeta de memoria de la cámara en un cajón de plástico para que no saltara el detector de metales. Me di cuenta de que había dejado el móvil en el Mercedes, pero no lo lamenté porque podrían utilizarlo para triangular mi posición.
Cerca de la puerta de embarque, me detuve y compré una tarjeta telefónica de diez dólares que me llevé a una cabina. Leí dos veces las instrucciones de la tarjeta. No porque fueran complicadas, sino porque estaba vacilante. Finalmente, cogí el receptor e hice una llamada de larga distancia. Era un número que me sabía de memoria, aunque hacía casi un año que no lo marcaba.
Ella contestó al cabo de sólo dos tonos, pero supe que la había despertado. Estuve a punto de colgar, consciente de que si tenía identificador de llamadas no tendría forma de saber que había sido yo. Pero después del segundo hola hablé.
– Eleanor, soy yo, Harry. ¿Te he despertado?
– No pasa nada. ¿Estás bien?
– Sí, estoy bien. ¿Has estado jugando hasta tarde?
– Hasta eso de las cinco y después fuimos a desayunar. Me siento como si acabara de acostarme. ¿Qué hora es?
Le dije que eran más de las diez y ella gruñó. Sentí que perdía confianza en mi plan. También me quedé enganchado pensando en con quién había ido a desayunar, pero no se lo pregunté. Se suponía que ya había superado eso hacía mucho.
– Harry, ¿qué pasa? -dije en el silencio-. ¿Seguro que estás bien?
– Sí, estoy bien. Yo tampoco me fui a dormir hasta más o menos la misma hora.
En la línea se deslizó más silencio. Vi que estaban embarcando mi vuelo.
– ¿Para eso me has llamado? ¿Para contarme tus hábitos de sueño?
– No, yo, eh…, bueno, necesito ayuda. En Las Vegas.
– ¿Ayuda? ¿A qué te refieres? ¿Estás hablando de un caso? Me dijiste que te habías retirado.
– Sí, estoy retirado. Pero estoy trabajando en un asunto y… La cuestión es que me preguntaba si podrías recogerme en el aeropuerto dentro de una hora. Voy a subir a un avión ahora.
Se produjo un silencio mientras Eleanor asimilaba mi petición y todo lo que podría significar. Durante la tensa espera me descubrí pensando en la teoría de la bala única hasta que ella habló por fin.
– Allí estaré. ¿Dónde nos encontramos?
Me di cuenta de que había estado aguantando la respiración. Solté el aire. En lo más profundo de los pliegues aterciopelados de mi corazón sabía que ésa sería su respuesta, pero oírsela decir en voz alta, la confirmación, me llenó con mi propia confirmación de los sentimientos que todavía albergaba por ella. Traté de imaginarla al otro lado de la línea telefónica. Estaba en la cama, con el teléfono en la mesilla, el pelo desordenado de una forma que siempre me había excitado, que me hacía desear estar en la cama con ella. Entonces recordé que era su móvil. Ella no tenía teléfono fijo, al menos yo no tenía el número. Y entonces el plural del desayuno volvió a entrometerse como en un cruce telefónico. ¿En qué cama estaba?
– Harry, ¿sigues ahí?
– Sí, estoy aquí. Eh, quedemos en un mostrador de alquiler de coches. En Avis.
– Harry, hay autobuses desde el aeropuerto cada cinco minutos. ¿Para qué me necesitas? ¿Qué está pasando?
– Oye, te lo explicaré cuando llegue. Están embarcando mi vuelo. ¿Podrás esperarme allí, Eleanor?
– Te he dicho que estaré allí-soltó en un tono al que estaba demasiado acostumbrado, como si transigiera y al mismo tiempo estuviera reacia.
No me quedé enganchado en eso. Tenía lo que necesitaba. Lo dejé así.
– Gracias. ¿Qué te parece justo a la salida de Southwest? ¿Sigues teniendo el mismo Taurus?
– No, Harry, ahora tengo un Lexus plateado. Cuatro puertas. Y tendré los faros encendidos. Te haré luces si te veo yo primero.
– Vale, nos vemos. Gracias, Eleanor.
Colgué y me dirigí a la puerta de embarque. Un Lexus, pensé mientras caminaba. Había preguntado el precio antes de comprarme el Mercedes de segunda mano. No eran lujosos, pero tampoco baratos. Las cosas debían de estar cambiando para ella, y yo estaba casi seguro de que me alegraba por eso.
Cuando llegué al avión no había sitio en los compartimentos superiores para mi bolsa y sólo quedaban asientos del centro. Me apreté entre un hombre con camisa hawaiana y gruesa cadena de oro y una mujer tan pálida que pensé que podía encenderse como una cerilla en cuanto le alcanzara el sol de Nevada. Me aislé, pegué los codos al cuerpo, aunque el tipo de la camisa hawaiana no lo hizo, y me las arreglé para cerrar los ojos y casi dormir la mayor parte del breve trayecto. Sabía que había mucho en lo que pensar y la tarjeta de memoria casi me estaba perforando el bolsillo mientras me preguntaba por su contenido, pero también sabía instintivamente que tenía que descansar mientras pudiera hacerlo. Seguramente no dispondría de mucho tiempo para hacerlo cuando volviera a Los Ángeles.
Menos de una hora después de despegar salí caminando por las puertas automáticas de la terminal de McCarran y sentí el fogonazo seco como al abrir un horno que señalaba la llegada a Las Vegas. No me perturbó. Mis ojos buscaron con avidez los vehículos amontonados en las filas de recogida hasta que vi un coche plateado con las luces encendidas. El techo solar estaba abierto y la mano del conductor asomaba a través de él y me hacía señas. También me hacía luces. Era Eleanor. La saludé y corrí hacia el coche. Abrí la puerta, tiré el bolso por encima del asiento y entré.
– Hola-dije-. Gracias.
Después de un instante de vacilación ambos nos inclinamos hacia el centro y nos besamos. Fue breve, pero agradable. No la había visto en mucho tiempo y me sentí desconcertado al darme cuenta de lo rápidamente que el tiempo puede escurrirse entre dos personas. Aunque hablábamos cada año por los cumpleaños y las Navidades, hacía casi tres años que no la veía, que no la tocaba, que no estaba con ella. Y de inmediato fue embriagador y deprimente al mismo tiempo. Porque tenía que irme. La visita sería más fugaz que esas llamadas de cumpleaños que nos hacíamos cada año.
– Tienes el pelo distinto -dije-. Te queda bien.
Lo llevaba más corto de lo que se lo había visto nunca, cortado limpiamente en la mitad del cuello. Pero no era un halago falso. Estaba guapa. Aunque, claro, me habría gustado con el pelo por los tobillos o más corto que el mío.
Se volvió para mirar el tráfico por encima del hombro. Le vi la nuca. Se metió en el carril central y arrancamos. Mientras conducía levantó el brazo y pulsó el botón que cerraba el techo solar.
– Gracias, Harry. Tú no has cambiado tanto. Pero sigues teniendo buen aspecto.
Le di las gracias y traté de no sonreír demasiado mientras sacaba la cartera.
– Bueno -dijo-, ¿cuál es ese gran misterio que no me podías contar por teléfono?
– Ningún misterio, sólo quería que alguna gente creyera que estoy en Las Vegas.
– Estás en Las Vegas.
– Pero no por mucho tiempo. En cuanto alquile un coche, me vuelvo.
Eleanor asintió como si lo entendiera. Saqué mi tarjeta del cajero automático y la American Express de la cartera. Me guardé la Visa para pagar el alquiler del coche y cualquier otra cosa que pudiera surgir.
– Quiero que te quedes estas tarjetas y que las uses en los próximos dos días. El código del cajero es uno tres cero seis. Debería ser fácil de recordar.
El trece de junio había sido el día de nuestra boda.
– Es curioso -dijo-. Este año cae en viernes. Lo miré. Eso es mala suerte, Harry.
Un viernes trece de algún modo me parecía apropiado. Por un momento me pregunté si significaba que ella estaba comprobando cuándo caían nuestros próximos aniversarios en el calendario. Lo dejé estar y volví al presente.
– Bueno, sencillamente úsala en los próximos días. Ya sabes, vete a cenar o lo que quieras. Si estuviera aquí seguramente te compraría un regalo por dejarme estar contigo. Así que ve al cajero, saca dinero y cómprate algo que te guste. La American todavía lleva mi nombre completo. No deberías tener problema.
La mayoría de la gente no sabe de qué género es mi nombre de pila, Hyeronimus. Cuando estuvimos casados, Eleanor utilizaba mis tarjetas de crédito sin problema. La única dificultad podía surgir si le pedían una identificación en el punto de venta. Pero eso rara vez ocurría en los restaurantes y menos en Las Vegas, un lugar donde primero cogen tu dinero y luego hacen las preguntas.
Le pasé mis tarjetas, pero ella no las cogió.
– Harry, ¿qué es esto? ¿Qué está pasando contigo?
– Ya te lo he dicho. Quiero que cierta gente crea que estoy aquí en Las Vegas.
– ¿Y es gente que puede controlar las compras por tarjeta de crédito y los reintegros en los cajeros automáticos?
– Si quieren. No sé si lo harán. Es sólo una precau…
– Entonces estás hablando de los polis o del FBI. ¿De quién?
Me reí en silencio.
– Bueno, podrían ser los dos. Pero por lo que sé, los más interesados son del FBI.
– Oh, Harry…
Lo dijo con un tono de ya estamos otra vez. Pensé en contarle que tenía que ver con Marty Gessler, pero decidí que no debía implicarla más de lo que ya lo había hecho.
– Oye, no es gran cosa. Sólo estoy trabajando en uno de mis viejos casos y un agente se ha mosqueado. Quiero que piense que me ha asustado. ¿Vale, Eleanor? ¿Puedes hacerlo, por favor?
Volví a tenderle las tarjetas. Después de un instante interminable, ella estiró el brazo y las cogió sin decir palabra. Estábamos en una carretera del aeropuerto, donde se alineaban las empresas de alquiler de vehículos. Quería decir algo más. Algo acerca de nosotros y acerca de cuánto deseaba volver cuando este asunto repugnante hubiera concluido. Si ella quería. Pero ella entró en el aparcamiento de Avis y bajó la ventanilla para decirle al vigilante que sólo iba a estar un momento.
La interrupción estropeó el flujo de la conversación, si es que había conversación. Perdí mi impulso y abandoné cualquier idea de decir algo más de nosotros.
Ella se detuvo ante la oficina de recogida de vehículos de Avis. Era el momento de bajarme, pero no lo hice. Me quedé sentado mirándola hasta que ella finalmente se volvió y me miró.
– Gracias por hacer esto, Eleanor.
– No hay problema. Ya te llegará la factura.
Sonreí.
– ¿Alguna vez vas a Los Ángeles? A jugar a cartas o así.
Ella negó con la cabeza.
– No desde hace mucho tiempo. Ya no me gusta viajar.
Asentí. No parecía que hubiera nada más que decir.
Me incliné para besarla, esta vez sólo en la mejilla.
– Te llamaré mañana o pasado, ¿de acuerdo?
– Vale, Harry. Ten cuidado. Adiós.
– Lo tendré. Adiós, Eleanor.
Salí y observé cómo se alejaba. Deseé poder pasar más tiempo con ella y me pregunté si ella me lo habría permitido. Enseguida me desembaracé de esos pensamientos y entré en Avis. Mostré mi licencia de conducir y tarjeta de crédito y cogí la llave de mi coche alquilado. Era un Ford Taurus y tuve que acostumbrarme a conducir de nuevo cerca del suelo. En mi camino de salida de la fila de alquiler de coches vi un letrero con una flecha que señalaba a Paradise Road. Pensé que todo el mundo necesitaba una señal como ésa. Ojalá fuera tan sencillo.