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El momento que más marcó mi carrera como oficial de policía no ocurrió en la calle, ni trabajando en un caso. Ocurrió el 5 de marzo de 1991. Fue por la tarde y yo estaba en la sala de la brigada en la División de Hollywood, ordenando papeles. Pero como todos los demás componentes de la brigada, estaba esperando. Cuando todos empezaron a abandonar sus escritorios para reunirse en torno a los televisores, yo también me levanté. Había uno instalado en el despacho del teniente y otro montado en la pared, encima de la mesa de robos. Yo no me llevaba bien con el teniente por aquel entonces, así que me fui con los chicos de robos. Ya habíamos oído hablar de la cinta, pero poca gente la había visto. Y allí estaba. En blanco y negro y con mucho grano, pero aun así lo suficientemente clara para darnos cuenta de que las cosas iban a cambiar. Cuatro agentes de policía uniformados rodeaban a un hombre desplomado en el suelo. Rodney King era un ex presidiario que se había dado a la fuga después de una infracción de tráfico. Dos de los policías le estaban golpeando con las porras. Un tercero le pegaba patadas mientras el cuarto controlaba la pistola de descargas. Un segundo anillo de agentes observaba desde un poco más lejos. En la sala de la brigada muchos se quedaron boquiabiertos y sintieron que el corazón se les encogía. Nos sentíamos traicionados de algún modo. Hasta el último hombre y la última mujer, todos sabíamos que el departamento no resistiría a esa cinta. Iba a cambiar. El trabajo policial en Los Ángeles iba a cambiar.

Por supuesto no sabíamos cómo, ni si el cambio sería para bien o para mal. Entonces desconocíamos que las motivaciones políticas y las emociones raciales iban a alzarse como un maremoto sobre el departamento, que después habría decenas de víctimas en unos disturbios y que el tejido social de la ciudad quedaría desgarrado por completo. Pero mientras veíamos aquella cinta de vídeo casero todos sabíamos que iba a ocurrir algo. Todo a causa de ese momento de rabia y frustración representado bajo una farola en el valle de San Fernando.

Mientras estaba sentado en la sala de espera de un bufete de abogados del centro de la ciudad pensé en ello por un momento. Recordé la rabia que sentí y me di cuenta de que había vuelto a través del tiempo. La grabación del maltrato de Lawton Cross no era la cinta de King. No haría retroceder décadas las relaciones entre las fuerzas del orden y la comunidad. No cambiaría la forma en que la gente veía a la policía ni por qué decidía si debía cooperar con ella o no. Aun así, tenía una clara similitud en su enfermizamente pura descripción del abuso de poder. No poseía la fuerza para cambiar una ciudad, pero podía cambiar una burocracia como el FBI. Si yo quería hacerlo.

Pero no quería. Lo que pretendía era otra cosa, y pensaba usar la grabación para obtenerla. Al menos a corto plazo. Todavía no estaba pensando en lo que ocurriría con la grabación o conmigo más adelante.

La biblioteca en la que estaba sentado una hora después de irme de Biggar & Biggar estaba recubierta de paneles de madera de cerezo y estantes llenos de volúmenes encuadernados de libros de derecho. En los escasos huecos que había en las paredes colgaban cuadros al óleo de los socios de la firma. Me hallaba delante de una de las pinturas, examinando el fino trabajo de pincel. Mostraba a un hombre atractivo, alto, de pelo castaño y profundos ojos verdes que realzaban el bronceado del rostro. La placa dorada que había sobre el marco de caoba decía que su nombre era James Foreman. Tenía todo el aspecto de un hombre triunfador.

– ¿Señor Bosch?

Me volví. La mujer con aspecto de matrona que antes me había acompañado a la biblioteca me llamó desde la puerta para a continuación acompañarme por un pasillo cuya gruesa alfombra de color verde claro susurraba la palabra dinero a cada paso que daba. Me invitó a entrar en un despacho donde una mujer a la que no conocía me esperaba detrás de una mesa. La mujer se levantó y me tendió la mano.

– Hola, señor Bosch, soy Roxanne, la ayudante de la señora Langwiser. ¿Desea una botella de agua o un café?

– Oh, no, gracias.

– Entonces puede pasar. Le está esperando.

Me indicó una puerta cerrada situada al lado de su escritorio y yo me acerqué. Llamé una vez y entré. Llevaba un maletín que me había prestado Burnett Biggar.

Janis Langwiser estaba sentada detrás de un escritorio que me hizo pensar en un garaje de dos plazas. Tampoco faltaba el techo a tres metros y medio ni los paneles de madera de cerezo ni la biblioteca. No era una mujer pequeña, al contrario, Langwiser era alta y delgada. Sin embargo, el despacho hacía que pareciera diminuta. Me sonrió al verme, y yo hice lo mismo.

– Nunca me preguntaron si quería una botella de agua o café cuando iba a verte a la oficina del fiscal.

– Ya lo sé, Harry. Sin duda los tiempos han cambiado.

Langwiser se levantó y me tendió la mano por encima del escritorio. Tuvo que inclinarse para hacerlo. Nos saludamos. La había conocido cuando ella era una novata que presentaba cargos en los tribunales penales del centro de la ciudad. Había sido testigo de su progresión y la había visto ocuparse de algunos de los casos más complicados. Fue una buena fiscal. Y estaba tratando de ser una buena abogada defensora. Eran pocos los fiscales que acababan su carrera en la fiscalía. El dinero era demasiado goloso en el otro lado. Y a juzgar por el despacho en el que me encontraba, Janis Langwiser estaba bien acomodada en ese otro lado.

– Siéntate -dijo-. ¿Sabes que he estado tratando de localizarte? Es fantástico que hayas aparecido así hoy.

Estaba perplejo.

– ¿Localizarme para qué? No representarás a alguno de los que metí en la cárcel, ¿verdad?

– No, no, nada de eso. Quería hablarte de un trabajo.

Alcé las cejas. Ella sonrió como si me estuviera ofreciendo las llaves de la ciudad.

– No sé lo que tú sabes de nosotros, Harry.

– Sé que sois muy difíciles de encontrar. No estás en la guía telefónica. Tuve que llamar a un amigo mío de la fiscalía y él me dio tu número.

Langwiser asintió con la cabeza.

– Es verdad. No salimos en la guía. No lo necesitamos. Tenemos muy pocos clientes y nos ocupamos de todos los detalles legales que se cruzan en sus vidas.

– Y tú llevas los detalles criminales.

Ella vaciló. Estaba tratando de determinar desde qué ángulo la estaba abordando.

– Eso es. Yo soy la experta penal de la firma. Por eso quería llamarte. Cuando me enteré de que te habías retirado pensé que sería perfecto. No a jornada completa, pero algunas veces (depende del caso) la situación se pone complicada. Nos vendría bien alguien con tu preparación, Harry.

Me tomé un momento para componer mi respuesta. No quería ofenderla. Quería contratarla. Así que decidí no decirle que lo que estaba diciendo era imposible. Que yo nunca me iba a cambiar de campo, no importaba el dinero que me ofrecieran. No era mi estilo. Retirado o no, yo tenía una misión en la vida. Y trabajar para una abogada defensora no formaba parte de ella.

– Janis -dije-, no estoy buscando un trabajo. Podría decir que tengo uno. He venido porque quiero contratarte.

Se rió por lo bajo.

– ¿ Estás de broma? -dijo-. ¿ Te has metido en un lío?

– Probablemente. Pero no quiero contratarte por eso. Necesito un abogado en el que pueda confiar para que me guarde algo y tome las medidas apropiadas si es necesario.

Langwiser se inclinó sobre el escritorio. Todavía estaba a dos metros de mí.

– Harry, esto se pone misterioso. ¿Qué está pasando?

– En primer lugar, ¿cuál es tu tarifa habitual? Empecemos por aclarar la cuestión económica.

– Harry, nuestra minuta mínima es de veinticinco mil dólares, así que olvídate de eso. Estoy en deuda contigo por los muchos casos a toda prueba que me proporcionaste. Considérate un cliente.

Me sacudí la sorpresa del rostro.

– ¿De veras? ¿Veinticinco mil sólo por abrir un expediente?

– Eso es.

– Bueno, tienen a la persona adecuada.

– Gracias, Harry. Veamos, ¿qué es eso que quieres que haga?

Abrí el maletín que me había dado Burnett Biggar para llevar el segundo equipo de material que me había prestado junto con la tarjeta de memoria y los tres cedes que contenían copias de la cinta de vigilancia. Andre había hecho las copias. Puse la tarjeta de memoria y los cedes en el escritorio de Langwiser.

– Esto es una vigilancia que hice. Quiero que guardes el original (la tarjeta de memoria) en un lugar seguro. Quiero que guardes un sobre con uno de los cedes y una carta mía. Quiero el número privado de tu despacho. Voy a llamar todos los días a medianoche para decirte que estoy bien. Por la mañana cuando llegues, si escuchas el mensaje es que todo va bien. Si llegas y no hay mensaje, entonces entregas el sobre a un periodista del Times llamado Josh Meyer.

– Josh Meyer. Me suena el nombre. ¿Trabaja en judicial?

– Creo que antes se ocupaba de casos de delincuencia local. Ahora está en terrorismo. Trabaja desde Washington.

– ¿Terrorismo, Harry?

– Es una larga historia.

Miró su reloj.

– Tengo tiempo. Y también tengo un ordenador.

Primero me tomé quince minutos para hablarle de mi investigación privada y de todo lo que había sucedido desde que Lawton Cross me había llamado cuando menos lo esperaba y yo había bajado del estante el archivador de los viejos casos. Entonces dejé que pusiera el cede en su ordenador y observara el vídeo de la vigilancia. No reconoció a Lawton Cross hasta que le dije quién era. Reaccionó con la indignación apropiada cuando vio la parte en la que aparecían los agentes Milton y Carney. Le pedí que lo apagara antes de que Danny Cross entrara en la habitación para consolar a su marido.

– La primera pregunta, ¿eran agentes de verdad? -preguntó cuando el ordenador expulsó el disco.

– Sí, forman parte de la brigada antiterrorista que trabaja desde Westwood.

Sacudió la cabeza, consternada.

– Si esto llega al Times y después a la tele, entonces…

– No quiero ir tan lejos. Ahora mismo, ése es el peor de los escenarios.

– ¿Por qué no, Harry? Son agentes sin ley. Al menos ese Milton lo es. Y el otro es igual de culpable por quedarse ahí sin hacer nada por impedirlo.

Langwiser hizo un ademán hacia su ordenador, donde el vídeo de vigilancia había sido sustituido por un salvapantallas que mostraba una bucólica escena de una casa sobre un acantilado con vistas al océano y las olas llegando incesantemente a la orilla.

– ¿Crees que eso es lo que el fiscal general y el Congreso de Estados Unidos querían cuando aprobaron la legislación que cambió y dinamizó las normas del FBI después del Once de Septiembre?

– No, no lo creo -respondí-, pero deberían haber sabido lo que podía ocurrir. ¿Qué es lo que se dice, que el poder absoluto se corrompe absolutamente? Algo así. De todos modos, estaba cantado que este tipo de cosas iban a ocurrir. Deberían haberlo previsto. La diferencia es que ahí no tenemos a un lumpen de Oriente Próximo, sino a un ciudadano de Estados Unidos, un ex policía tetrapléjico porque le dispararon en acto de servicio.

Langwiser asintió con gravedad.

– Por eso mismo deberías hacerlo público. La gente tiene que ver que…

– Janis, ¿vas a trabajar para mí o debería recoger todo esto y buscar a otra persona?

Ella alzó las manos en ademán de rendición.

– Sí, trabajo para ti, Harry. Sólo estaba diciendo que no deberíamos permitir que esto pasara.

– No estoy hablando de dejarlo estar. Simplemente no quiero hacerlo público todavía. Primero necesito usarlo como palanca. Primero quiero conseguir lo que necesito.

– ¿Qué es?

– Iba a llegar a eso, pero empezaste a ponerte en plan Ralph Nader.

– Vale, lo siento. Ahora ya me he calmado. Cuéntame tu plan, Harry.

Y eso hice.

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