13

Roy Lindell estaba sentado en el mismo banco que yo había ocupado antes de entrar en el edificio. A sus pies había tres colillas aplastadas. Y tenía un cuarto cigarrillo entre los dedos.

– Te has tomado tu tiempo -dijo.

Me senté a su lado y puse el expediente entre ambos.

– ¿Ponerte en la ORP no era como poner a la zorra a cargo del gallinero?

Estaba pensando en el caso en el que lo había conocido seis años antes. No tenía ninguna pista de que perteneciera a una agencia del orden. Y el principal motivo era que regentaba un club de estriptis en Las Vegas y se acostaba con las strippers de dos en dos o de tres en tres. Su camuflaje era tan convincente que incluso después de que supe que era un agente encubierto barajé la idea de que hubiera cruzado la línea. Al final me convencí completamente de que no era así.

– El que es listillo es listillo siempre, ¿eh, Bosch?

– Sí, supongo que sí. Entonces, ¿quién estaba escuchando nuestra conversación ahí arriba?

– Me dijeron que la grabara, que mandarían la cinta.

– ¿A quién?

No dijo nada, era como si todavía estuviera tratando de tomar una decisión.

– Vamos, Roy, ¿quieres darme una pista de lo que está pasando? He mirado tu expediente. Es muy fino, no me ayuda mucho.

– Es sólo lo más destacado, material que guardaba en un archivo de seguridad. El archivo real ocupaba todo un cajón.

– ¿Ocupaba?

Lindell miró en torno como si se diera cuenta por primera vez de que estaba sentado en el exterior de un edificio que albergaba más agentes y espías que ningún otro lugar al oeste de Chicago. Miró al expediente que estaba entre él y yo, expuesto a la mirada de todo el mundo.

– No me gusta estar sentado aquí. ¿Dónde está tu coche? Vamos a dar una vuelta.

Salimos del aparcamiento sin cruzar palabra, pero ver a Lindell actuar de la manera en que lo hacía me puso nervioso y me hizo pensar otra vez en la advertencia de Kiz Rider sobre algún tipo de autoridad superior implicada en el caso. Una vez que nos metimos en el Mercedes, puse el archivo en el asiento trasero y arranqué. Le pregunté adonde quería ir.

– No me importa, tú conduce.

Me dirigí hacia el oeste por Wilshire, con la idea de llegar hasta San Vicente Boulevard y después circular tranquilamente por Brentwood. Sería un bonito recorrido por una calle flanqueada de árboles y atletas, aunque la conversación no fuera agradable.

– ¿Estabas siendo franco en la sala? -preguntó Lindell-. ¿Es verdad que no trabajas en esto para nadie?

– Sí, es la verdad.

– Bueno, será mejor que te andes con cuidado, amigo.

Hay fuerzas más importantes en juego aquí. Gente a la que…

– No le gustan las bromas. Sí, ya lo sé. Eso ya me lo han dicho, pero nadie quiere decirme quién es esa autoridad superior ni por qué se relaciona con Gessler o si tiene algún significado para el golpe del rodaje de hace cuatro años.

– Bueno, no puedo decírtelo porque no lo sé. Lo único que sé es que después de que llamaste hoy hice algunas averiguaciones y al momento todo se me vino encima. ¡Y de qué manera!

– ¿Esto viene de Washington?

– No, de aquí.

– ¿Quién, Roy? No tiene sentido que esté dando vueltas con el coche si tú no vas a hablar. ¿Qué tenemos aquí? ¿ Crimen organizado? Leí el informe de Gessler sobre las webs. Parecía lo único que tenías en marcha.

Lindell rió como si hubiera sugerido algo absurdo.

– ¿Crimen organizado? Ojalá esto fuera un caso de mafias.

Detuve el coche en San Vicente. Estábamos a un par de manzanas del lugar donde Marilyn Monroe había muerto de sobredosis, uno de los misterios y escándalos imperecederos de la ciudad.

– Entonces ¿qué? Roy, estoy harto de hablar solo.

Lindell asintió con la cabeza y me miró.

– Seguridad nacional, tío.

– ¿Qué quieres decir? ¿Alguien cree que hay una conexión terrorista con esto?

– No sé lo que creen. No me informaron. Lo único que sé es que me dijeron que te encerrara, te grabara y mandara la cinta a la novena planta.

– La novena planta…

Sólo lo dije por decir algo. Estaba intentando pensar. Por mi mente pasaron rápidamente las imágenes del caso, el cadáver de Angella Benton en el suelo, el pistolero abriendo fuego, el impacto de una de mis balas alcanzando a uno de los hombres -al menos creía que era un hombre- en el torso y derribándolo en la furgoneta. No había nada que pareciera cuadrar con lo que Lindell me estaba diciendo.

– La novena es donde han puesto la brigada REACT -dijo Lindell sacándome del ensueño-. Son pesos pesados, Bosch. Si te pones delante de ellos en la calle no pararán. Ni siquiera pisarán el freno.

– ¿Qué es REACT?

Sabía que se trataría de otro acrónimo federal. Todas las agencias del orden eran buenas poniendo acrónimos, pero los federales se llevaban la palma.

– Respuesta Regional… no. Es Respuesta Especial de Acción Contra el Terrorismo.

– Esta debe de haber salido de la oficina del director en Washington. Se han estrujado las meninges.

– Gracioso. Básicamente es un grupo interagencias. Estamos nosotros, el servicio secreto, la DEA, todo el mundo.

Supuse que en ese último «todo el mundo» entraban las agencias a las que no les gustaba que se mencionaran sus siglas: la NSA, la CIA, la DIA y el resto del alfabeto federal.

Un tipo en moto pasó junto al Mercedes y golpeó con fuerza el retrovisor, haciendo que Lindell saltara. El motorista siguió su camino, levantando la mano enguantada y mostrándome su dedo corazón. Me di cuenta de que me había detenido en el carril de las motos y volví a arrancar.

– Estos putos motoristas se creen los amos de la carretera -dijo Lindell-. Pasa a su lado y le daré una hostia.

No hice caso de la petición, pasé a gran velocidad junto a la moto, eludiéndola.

– No lo entiendo, Roy. ¿Qué tiene que ver la novena planta con mi caso?

– En primer lugar, ya no es tu caso. En segundo lugar, no lo sé. Fueron ellos los que hicieron las preguntas.

– ¿Cuándo empezaron a preguntarte?

– Hoy. Tú llamaste interesándote por Marty Gessler y le dijiste a Núñez que tenía algo que ver con el dinero de la película. Él acudió a verme y le dije que te invitara a venir. Mientras tanto empecé a hacer algunas averiguaciones. Resultó que el golpe del rodaje estaba en nuestro ordenador. Con una etiqueta de REACT. Así que llamé a la novena y dije: «¿Qué pasa, colegas?», y dos segundos después me cayeron encima.

– Te dijeron que descubrieras lo que sabía, que me callaras la boca y me mandaras a casa. Ah, y que lo grabaras todo en una cinta para que pudieran escucharla y asegurarse de que eras un buen agente y que hacías lo que te decían.

– Sí, algo así.

– Entonces ¿por qué me dejaste leer el expediente? ¿Y llevármelo? ¿Por qué estamos hablando ahora?

Lindell se tomó su tiempo antes de responder. Habíamos tomado la curva hacia Ocean Boulevard, en Santa Mónica. Volví a aparcar junto a los acantilados que se asoman a la playa y el Pacífico. El horizonte estaba difuminado de blanco por la niebla marina. La noria del muelle, en el Pacific Park, permanecía inmóvil, y sin su brillo de neón.

– Lo hice porque Marty Gessler era amiga mía.

– Sí, de eso me di cuenta en el expediente. ¿Muy amigos?

El significado era obvio.

– Sí-dijo.

– ¿Eso no era un conflicto, si tú dirigías el caso?

– Digamos que mi relación con ella no se conoció hasta que ya estábamos muy metidos en la investigación. Entonces jugué todas mis bazas para quedarme en el caso. No es que tuviera mucho éxito. Aquí estamos más de tres años después y todavía no tengo ni idea de lo que le pasó. Y de repente llamas tú y me cuentas algo que es completamente nuevo para mí.

– Entonces no te has guardado nada. ¿No había constancia de que hablara con Dorsey del número de serie?

– No encontramos nada. Pero guardaba muchas cosas en su ordenador, y eso ya no está, tío. Tenía que haber material del que no había hecho copia de seguridad en el servidor. Ya sabes que la norma es copiarlo todo cada noche antes de irte a casa, pero nadie lo hace porque nadie tiene tiempo.

Asentí y traté de ordenar mis ideas. Estaba recopilando un montón de información, pero tenía poco tiempo para procesarla. Intenté pensar en qué más necesitaba preguntarle a Lindell mientras estuviera con él.

– Todavía no he entendido algo -dije al fin-. ¿Por qué es distinto aquí que en la sala de interrogatorios? ¿Por qué estás hablando conmigo, Roy? ¿Por qué me dejas ver el expediente?

– El REACT es una brigada TV, Bosch. Todo vale. Estos tíos no tienen reglas. Las reglas saltaron por la ventana el once de septiembre de dos mil uno. El mundo cambió, y el FBI también. El país se quedó sentado y dejó que pasara. La gente estaba viendo la guerra en Afganistán cuando aquí estaban cambiando las reglas. Ahora la seguridad nacional es lo único que cuenta y lo demás tiene que esperar. Incluida Marty Gessler. ¿Crees que la novena planta asumió el caso porque había una agente desaparecida? Les importa un pimiento. Hay algo más y si descubren lo que le pasó a ella o no es algo que no importa. Para ellos, claro. Para mí, no es lo mismo.

Lindell miró de frente mientras hablaba. Entendí un poco mejor lo que estaba ocurriendo. El FBI le había dicho que desistiera. A él podían darle órdenes, pero yo iba por libre. Lindell me ayudaría cuando pudiera, si podía.

– Así que no tienes ni idea de cuál es su interés en el caso.

– Ni una pista.

– Pero quieres que yo siga adelante.

– Si alguna vez lo repites, yo lo negaré. Pero la respuesta es sí. Quiero ser tu cliente, amigo.

Puse la marcha y volví a entrar en la carretera. Me dirigí de nuevo a Westwood.

– No puedo pagarte, claro -dijo Lindell-. Y es probable que tampoco pueda contactar contigo después de hoy.

– ¿Sabes qué? Deja de llamarme amigo y estamos en paces.

Lindell asintió como si se lo hubiera dicho en serio y me estuviera diciendo que aceptaba las condiciones del trato. Circulamos en silencio hasta que bajé por el California Incline hasta la autopista de la costa y nos dirigimos al cañón de Santa Mónica y después volvimos a subir hacia San Vicente.

– Entonces, ¿qué opinas de lo que leíste allí arriba? -preguntó Lindell por fin.

– Me parece que hiciste los movimientos adecuados. ¿Y el tipo de la gasolinera que la vio esa noche? ¿Lo investigasteis?

– Sí, por todos los costados. Estaba limpio. La estación de servicio estaba a tope y él estuvo allí hasta medianoche. Lo tenemos grabado en el vídeo de seguridad. Y nunca salió de la cabina después de que ella entrara y saliera. Su coartada para después de medianoche también era sólida.

– ¿Algo más del vídeo? No vi nada en el expediente.

– No, el vídeo era inútil. Salvo por el hecho de que aparece ella y fue la última vez que se la vio.

Miró por la ventana. Habían pasado tres años y Lin-dell seguía colgado. Tenía que recordarlo. Tenía que filtrar todo lo que decía y hacía bajo ese prisma.

– ¿Cuáles son las posibilidades de que vea el archivo completo de la investigación?

– Entre cero y nada.

– ¿La novena planta?

Asintió.

– Subieron y se llevaron el archivo con cajón y todo. No volveré a ver ese material. Seguramente no me devolverán ni el puto cajón.

– ¿Por qué no me pararon los pies ellos? ¿Por qué tú?

– Porque te conozco. Pero sobre todo porque se supone que tú ni siquiera tienes que saber que existen.

Asentí mientras doblaba por Wilshire y veía el edificio federal al fondo.

– Mira, Roy, no sé si las dos cosas están relacionadas, ¿entiendes? Me refiero a Martha Gessler y el caso de Hollywood, Angella Benton. Martha hizo una llamada, pero eso no quiere decir que los dos casos estén relacionados. Hay otras pistas que estoy siguiendo. Esta es sólo una de ellas. ¿Vale?

Miro otra vez por la ventana y murmuro algo que no pude oír.

– ¿Qué?

– Dije que nadie la llamaba Martha hasta que desapareció. Entonces salió en los diarios y en la tele y empezaron a llamarla así. Ella odiaba ese nombre, Martha.

Asentí con la cabeza porque no había otra cosa que pudiera hacer. Entré en el aparcamiento federal y me metí hasta la plaza para dejarlo.

– ¿Puedo llamarte al número que había en el expediente?

– Sí, cuando quieras. Pero asegúrate de que me llamas desde un teléfono seguro.

Pensé en ello hasta que detuve el coche en el bordillo de enfrente de la plaza. Lindell miró por la ventana y examinó la plaza como si estuviera juzgando si era segura o no.

– ¿Vas mucho a Las Vegas? -le pregunté.

Respondió sin mirarme. Mantuvo la mirada en la plaza y en las ventanas del edificio que se alzaba sobre ella.

– Cuando tengo ocasión. Tengo que ir disfrazado. Hay mucha gente allí que no me quiere.

– Me lo imagino.

Su trabajo encubierto junto con mi equipo de investigación de homicidios había derrocado a una figura capital del hampa y a muchos de sus subalternos.

– Vi a tu mujer allí hace un mes -dijo-. Jugando a cartas. Creo que fue en el Bellagio. Tenía una buena pila de fichas delante.

Conocía a Eleanor Wish de aquel primer caso en Las Vegas. Entonces fue cuando me casé con ella.

– Ex mujer -dije-. Pero no era por eso que te lo estaba preguntando.

– Claro, ya lo sé.

Al parecer satisfecho con el examen previo, abrió la puerta y salió. Volvió a mirarme y esperó a que dijera algo. Yo asentí.

– Me quedaré tu caso, Roy.

Me saludó con la cabeza.

– Entonces llámame cuando quieras, y ten cuidado, amigo.

Me sonrió con esa sonrisa del que ríe último y cerró la puerta antes de que pudiera decir nada.

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