Todavía no había empezado a llover, pero tronaba cuando llegué a Hollywood. Desde la autovía tomé por Franklin hacia Bronson y subí a las colinas. El cañón de Bronson probablemente salía en más películas de las que yo había visto en toda mi vida. Su terreno escarpado y sus salientes rocosos dentados formaban el escenario de innumerables westerns y de no pocas exploraciones espaciales de bajo presupuesto. Yo había estado allí de niño y también investigando casos. Sabía que si no se iba con cuidado uno podía perderse en los senderos o en las cuevas y canteras. Las imágenes de las rocas empiezan a amontonarse y al cabo de un rato todas te parecen iguales. Puedes desorientarte. Era esa similitud lo que entrañaba el peligro.
Subí por la carretera del parque hasta que ésta terminaba en la pista forestal. La entrada a ese camino de polvo y gravilla aplastada estaba bloqueada por una verja de acero con un candado. La llave estaba en manos del departamento de bomberos, pero gracias a Lawton Cross sabía que no tenía que recurrir a ellos.
Llegué antes que Lindell y estuve tentado de no esperarlo. Sería una larga caminata a pie hasta las cuevas, pero mi rabia se había forjado en resolución e ímpetu. Sentarse ante la puerta cerrada no era la mejor manera de atizar esos fuegos y mantenerlos encendidos. Quería subir a las colinas y terminar de una vez. Saqué el móvil y llamé a Roy Lindell para ver dónde estaba.
– Justo detrás de ti.
Miré en el espejo. Estaba dando la última curva en un Crown Vic federal. Me hizo pensar en cómo reaccionaría cuando descubriera que la última pista que me había llevado hasta allí había estado siempre tan cerca.
– Ya era hora -dije.
Colgué y salí del Mercedes. Cuando Lindell aparcó, me asomé por su ventanilla.
– ¿Has traído la cizalla?
Lindell miró la verja desde el parabrisas.
– ¿Para qué? No voy a cortar eso. Se me va a caer el pelo si me cargo la cadena.
– Roy, creía que eras un agente federal duro. Dame la cizalla, lo haré yo.
– Y puedes llevarte toda la bronca. Tú diles que tenías una corazonada.
Lo miré, con la esperanza de comunicarle que estaba trabajando sobre algo más que una corazonada. El abrió el maletero y yo saqué la herramienta que probablemente él se había llevado del almacén de material federal. Lindell se quedó en el coche mientras yo me acercaba, cortaba la cadena y abría la verja.
Pasé junto a su ventanilla en mi camino de regreso al maletero.
– Roy -dije al pasar-, creo que me hago una idea de por qué no te han elegido para la brigada.
Dejé la cizalla en el maletero, lo cerré y le dije que me siguiera colina arriba.
Ascendimos por la ruta serpenteante. La gravilla crujía bajo las ruedas como el sonido de la lluvia que aún no había comenzado a caer. El camino daba un giro final de ciento ochenta grados y terminaba enfrente de la entrada principal del túnel, una abertura de cinco metros de alto cortada en un muro de granito del tamaño de un edificio de oficinas. Aparqué junto a Lindell y me reuní con él en el maletero. Había traído dos palas y dos linternas. Cuando estaba buscando la mía me puso la mano en el brazo.
– Vale, Bosch, ¿qué estamos haciendo?
– Ella está ahí. Vamos a entrar y a encontrarla.
– ¿ Confirmado?
Lo miré y asentí. A lo largo de mi carrera tuve que notificar a mucha gente -demasiada para llevar la cuenta- que no volvería a ver con vida a un ser querido. Sabía que hacía mucho que Lindell había perdido la esperanza de volver a ver con vida a Marty Gessler, pero la confirmación final nunca es fácil de aceptar. Ni tampoco es fácil de transmitir.
– Sí, confirmado. Lawton Cross me lo dijo.
Lindell asintió y se volvió hacia el maletero. Miró hacia la cima de la montaña de granito. Me ocupé en coger las herramientas del maletero y comprobar si mi móvil tenía señal. Por encima del hombro le oí decir:
– Va a llover.
– Sí-dije-. Vamos.
Le pasé una linterna y una pala y nos aproximamos a la boca del túnel.
– Va a pagar por esto -dijo Lindell.
Asentí. No me molesté en decirle que Lawton Cross había estado pagando cada día de su vida.
El túnel era enorme. Shaquille O'Neal podría atravesarlo con Wilt Chamberlain a hombros. No era nada parecido a los laberintos rancios y claustrofóbicos por los que me había arrastrado treinta y cinco años antes. En el interior el aire era fresco. Olía a limpio. Avanzamos tres metros antes de encender las linternas y al cabo de otros quince metros el camino se curvaba y perdimos de vista la entrada. Me acordé de las indicaciones de Cross y seguí hacia la derecha, procediendo con lentitud.
Llegamos a una cueva central y nos detuvimos. Había tres túneles secundarios. Enfoqué mi linterna al tercero y supe que era el camino. Apagué la linterna y le dije a Lindell que hiciera lo mismo.
– ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Nada. Sólo apágala un segundo.
Lo hizo y yo aguardé a que mi vista se acostumbrara a la oscuridad. Recuperé la visión y distinguí la silueta de las paredes de roca y las superficies afiladas. Vi la luz que nos había seguido al interior.
– ¿Qué es? -preguntó Lindell.
– Luz perdida. Quería ver la luz perdida.
– ¿Qué?
– Siempre puedes encontrarla. Incluso en la oscuridad, incluso bajo tierra.
Volví a encender la linterna, con cuidado de no cegar a Lindell, y me dirigí hacia el tercer túnel.
Esta vez necesitamos agacharnos y avanzar en fila india, mientras el túnel se hacía más pequeño y estrecho. El canal se curvaba a la derecha y no tardamos en ver la luz de una abertura. Avanzamos y salimos a una hondonada abierta, un estadio de granito cincelado durante décadas antes: el Hoyo del Diablo.
Con el paso del tiempo el suelo de la hondonada se había llenado con una capa de restos de granito y polvo, una capa justo lo bastante gruesa para que los arbustos echaran raíces y para enterrar un cadáver. Allí era donde Dorsey y Cross habían encontrado el cuerpo sin vida de Antonio Markwell y a donde habían vuelto con Marty Gessler. Me descubrí a mí mismo preguntándome cuánto tiempo había estado viva esa noche, tres años atrás. ¿La habían empujado a punta de pistola a través del túnel o la habían arrastrado ya muerta, al lugar de su último reposo?
Ninguna respuesta aliviaba. Miré atrás mientras salía del túnel a la hondonada. El rostro de Lindell tenía una palidez fantasmal y supuse que había estado sumido en las mismas cabalas.
– ¿Dónde? -preguntó.
Le di la espalda y examiné el suelo de la hondonada. Entonces la vi: una crucecita blanca que se alzaba en la línea de matojos marrón y amarilla, junto a la pared de granito.
– Allí.
Lindell tomó la iniciativa y nos acercamos a la cruz. La arrancó sin pensárselo dos veces y la arrojó a un lado. Ya estaba poniendo su pala en el suelo cuando yo llegué. Observé la cruz. Estaba hecha con un trozo de cerca viejo. En el centro estaba la foto de un niño. Una foto escolar enmarcada con palitos de chupa-chups. Antonio Markwell hacía mucho que había abandonado este mundo, pero su familia había marcado el lugar como terreno sagrado. Dorsey y Cross lo habían usado después porque sabían que el suelo de allí nunca sería removido por quienes se colaran en la cueva.
Me agaché y levanté la crucecita. La apoyé en la pared de granito y me puse a cavar con mi pala prestada.
En realidad no cavamos, sólo arañamos la superficie. Ambos temíamos hundir demasiado el filo de la pala.
En menos de cinco minutos la encontramos. Un último arañazo de la pala de Lindell reveló una gruesa lona de plástico. Dejamos las palas a un lado y los dos nos acuclillamos a mirar. El plástico era opaco, como una cortina de ducha, pero a través de él se distinguía la silueta reconocible de una mano. Una mano pequeña y atrofiada. La mano de una mujer.
– Vamos, Roy, ya la hemos encontrado. Tal vez deberíamos salir de aquí y hacer las llamadas.
– No, quiero hacerlo. Yo…
No terminó. Puso la mano en mi pecho y me apartó con suavidad. Se agachó y empezó a cavar con las manos, moviendo los brazos con rapidez, como si estuviera en una carrera contra el reloj, como si estuviera tratando de salvarla antes de que se ahogara.
– Lo siento, Roy -dije a su espalda, aunque no creo que me oyera.
Al cabo de un momento había dejado al descubierto la mayoría del plástico. Desde la cara a las caderas. El plástico aparentemente había retardado la descomposición, pero no la había detenido. El aire adquirió un olor a mustio. Al volver a acercarme y mirar por encima del hombro de Lindell vi que la agente Martha Gessler había sido envuelta y enterrada completamente vestida, con los brazos cruzados en el pecho. Sólo la mitad de su rostro era parcialmente visible a través del plástico. El resto quedaba oculto en la oscuridad. Había sangre en los pliegues del plástico. Supuse que la habían matado de un tiro en la cabeza.
– Su ordenador está aquí-dijo Lindell.
Me acerqué a mirar. Distinguí el perfil de un ordenador portátil, envuelto en su propio plástico y colocado encima del pecho de la agente.
– Ahí está la conexión con Simonson -dije, aunque eso ya era obvio-. Era su arma. Querían el cadáver y el portátil en un lugar al que tuvieran acceso. Pensaban que eso contendría a Simonson y a los demás, pero se equivocaron.
Vi que los hombros de Lindell empezaban a sacudirse, pero ya no estaba cavando.
– Dame un minuto, Harry -dijo, tensando la voz.
– Claro, Roy. Voy a volver a los coches para hacer las llamadas. He dejado allí el móvil.
Tanto si sabía que mentía como si no, no puso pegas. Cogí una de las linternas y emprendí el regreso. En mi camino a través del túnel más pequeño oí que aquel hombrón lloraba detrás de mí. El túnel captaba el sonido y lo amplificaba. Era como si lo tuviera a mi lado. Era como si estuviera en el interior de mi cerebro. Avancé más deprisa hasta la galería principal y estaba casi corriendo al alcanzar la entrada. Cuando finalmente salí a la luz, estaba lloviendo.