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Jocelyn Jones trabajaba en una sucursal del banco en San Vicente Boulevard, en Santa Mónica. En un condado conocido durante décadas como la capital mundial de robos de bancos ella estaba en un lugar lo más seguro posible. Su sucursal se alzaba justo enfrente de la comisaría del sheriff de West Hollywood.

La sucursal era un edificio de dos pisos estilo art déco con una fachada en curva y grandes ventanas redondas en la segunda planta. El mostrador del cajero y los escritorios de nuevas cuentas ocupaban la primera planta y las oficinas ejecutivas se hallaban arriba. Encontré a Jones en una oficina con un ojo de buey con vistas, al Pacific Design Center, conocido localmente como la Ballena Azul porque desde algunos ángulos su fachada revestida de azul recordaba la cola de una ballena jorobada saliendo del océano.

Jones sonrió y me invitó a sentarme.

– El señor Scaggs me dijo que vendría y que podía hablar con usted. Me ha explicado que estaba usted trabajando en el caso del atraco.

– Exacto.

– Me alegro de que no se haya olvidado.

– Bueno, yo me alegro de oírle decir eso.

– ¿ En qué puedo ayudarle?

– No estoy seguro. Estoy tratando de volver a trazar una serie de pasos que ya se dieron antes. Así que puede resultar repetitivo, pero me gustaría que me hablara de su participación. Le haré preguntas si se me ocurre alguna.

– Bueno, no hay mucho que pueda decirle. Yo no estuve allí como Linus y el pobre señor Vaughn. Yo estuve básicamente con el dinero antes de que lo transportaran. En ese momento era ayudante del señor Scaggs. Él ha sido mi mentor en la compañía.

Asentí y sonreí como si pensara que todo era muy bonito. Me estaba moviendo con lentitud, con el plan de irla conduciendo progresivamente en la dirección en la que quería ir.

– Así que trabajó con el dinero. Lo contó, lo empaquetó y lo preparó. ¿Dónde hizo eso?

– En la central. Estuvimos permanentemente en una cámara acorazada. El dinero nos llegó de las sucursales y lo hicimos todo allí mismo sin salir en ningún momento. Salvo, claro, al final del día. Tardamos tres días, o tres días y medio, en prepararlo todo. La mayor parte del tiempo la pasamos esperando que llegaran los billetes de las sucursales.

– Cuando habla en plural se refiere a Linus…

Abrí el expediente del caso en mi regazo como para comprobar un apellido que no recordaba.

– Simonson -dijo ella por mí.

– Exacto, Linus Simonson. ¿Trabajaron juntos en esto?

– Eso es.

– ¿El señor Scaggs también era mentor de Linus?

Ella negó con la cabeza y creo que se ruborizó ligeramente, aunque era difícil de decir porque tenía la piel muy oscura.

– No, el programa de mentores es un programa minoritario. Debería decir que era. Lo suspendieron el año pasado. De todos modos, Linus es blanco, de Beverly Hills. Su padre tenía unos cuantos restaurantes y no creo que necesitara ningún mentor.

– De acuerdo, entonces usted y Linus estuvieron allí tres días reuniendo ese dinero. También tenían que anotar los números de serie de los billetes, ¿no?

– Sí, también nos encargamos de eso.

– ¿Cómo lo hicieron?

Ella tardó un momento en responder, mientras hacía un esfuerzo por recordar. Se balanceó lentamente en la silla. Observé el helicóptero del sheriff que aterrizaba en el tejado de la comisaría, al otro lado de Santa Monica Boulevard.

– Lo que recuerdo es que se suponía que tenía que ser aleatorio -dijo ella-. Así que sacábamos billetes de los fajos al azar. Creo que teníamos que anotar unos mil números. Eso también nos llevó lo suyo.

Pasé las hojas del expediente del caso hasta que encontré el informe de los números de serie que ella y Simonson habían elaborado. Abrí las anillas de la carpeta y saqué el informe.

– Según esto registraron ochocientos números de serie.

– Ah, de acuerdo. Entonces ochocientos.

– ¿Es éste el informe?

Se lo tendí y ella lo estudió, mirando cada página y su firma al final de la última.

– Eso parece, pero han pasado cuatro años.

– Sí, ya lo sé. ¿Ésa fue la última vez que lo vio, cuando lo firmó?

– No, después del robo lo vi. Cuando me interrogaron los detectives. Me preguntaron si ése era el informe.

– ¿Y usted dijo que lo era?

– Sí.

– Bien, volviendo a cuando usted y Linus prepararon este informe, ¿cómo fue el proceso? Ella se encogió de hombros.

– Linus y yo nos turnamos anotando números en su portátil.

– ¿No existe algún tipo de escáner o de copiadora que pudiera registrar los números de serie más fácilmente?

– Sí la hay, pero no servía para lo que teníamos que hacer. Teníamos que seleccionar al azar y registrar billetes de cada paquete, pero mantener cada billete en su fajo original. De esa forma si robaban el dinero y lo repartían habría una manera de seguir la pista a cada paquete.

– ¿Quién le dijo que lo hicieran así?

– Bueno, supongo que surgió del señor Scaggs o tal vez del señor Vaughn. El señor Vaughn fue quien se ocupó de la seguridad y de que se cumplieran las instrucciones de la compañía aseguradora.

– Muy bien, de modo que está usted en la cámara acorazada con Linus. ¿Exactamente cómo registraban el dinero?

– Oh, Linus pensó que no acabaríamos nunca si anotábamos los números y después teníamos que copiarlos en un ordenador. Así que trajo su portátil y los introdujimos directamente. Uno de nosotros leía el número mientras el otro lo tecleaba.

– ¿Quién hacía cada cosa?

– Nos turnábamos. Podría pensar que estar sentados a una mesa con dos millones de dólares en efectivo es algo muy emocionante, pero lo cierto es que era aburrido. Así que nos cambiábamos. A veces yo leía y él escribía y después yo escribía mientras él leía los números.

Pensé en ello, tratando de ver cómo podía haber funcionado. Podría parecer que el hecho de asignar dos empleados a la elaboración de la lista proporcionaba un sistema de doble control, pero no era así. Tanto si Simonson leía los números como si los introducía en el portátil, estaba controlando los datos. Podía haberse inventado los números en cualquiera de las dos posiciones y Jones no lo habría sabido a menos que hubiera mirado al billete o a la pantalla del ordenador.

– Entendido -dije-. Cuando terminaron imprimieron el archivo y firmaron el informe, ¿no?

– Sí, bueno eso creo. Fue hace mucho tiempo.

– ¿Es ésa su firma?

Ella pasó a la última página del documento y lo comprobó. Asintió.

– Sí.

Estiré la mano y ella me devolvió el documento.

– ¿Quién le llevó el informe al señor Scaggs?

– Probablemente Linus. Él lo imprimió. ¿Por qué son tan importantes todos estos detalles?

Era su primera sospecha de lo que estaba haciendo. No respondí. Pasé el informe que ella había estado estudiando a la última página y miré yo mismo las firmas. La firma de ella estaba debajo de la de Simonson y encima del garabato de Scaggs. Ese había sido el orden de las firmas. Primero Simonson, después ella y luego el documento fue llevado a Scaggs para la autorización final.

Cuando levanté el informe a la luz del ojo de buey, vi algo en lo que no había reparado antes. Era sólo una fotocopia del original, o quizá incluso una copia de otra copia, pero aun así, había gradaciones en la tinta de la firma de Jocelyn Jones. Era algo que ya había visto en otro caso.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jones.

La miré mientras volvía a guardar el documento en el expediente del caso.

– ¿Disculpe?

– Parecía que había visto algo importante.

– Oh, no. Sólo estoy comprobando todo. Tengo unas pocas preguntas más.

– Bien. Debería ir bajando. Cerramos enseguida.

– Entonces ya termino. ¿El señor Vaughn formaba parte de este proceso en el que se preparó el dinero y se documentaron los números de serie?

Ella sacudió la cabeza.

– En realidad no. El en cierto modo nos supervisaba. Venía mucho, especialmente cuando llegaba el dinero de las sucursales o de la Reserva Federal. Estaba a cargo de eso, supongo.

– ¿Entró cuando estaban dictando los números y escribiéndolos en el ordenador?

– No lo recuerdo. Creo que sí. Como le dije, venía mucho. Creo que le gustaba Linus.

– ¿Qué quiere decir con que le gustaba Linus?

– Bueno, ya sabe.

– ¿Quiere decir que el señor Vaughn era gay?

Se encogió de hombros.

– Creo que lo era, pero no abiertamente. Supongo que era un secreto.

– ¿Y Linus?

– No, él no es gay. Por eso creo que no le gustaba que el señor Vaughn viniera tanto.

– ¿Se lo dijo a usted o fue su percepción de ello?

– No, él lo comentó un día. Como si hiciera broma diciendo que iba a poner una demanda por acoso sexual si la cosa se mantenía. Algo así.

Asentí. No sabía si significaba algo para el caso o no.

– No ha contestado a mi pregunta de antes.

– ¿Cuál era?

– Que por qué se centra tanto en esto, en los números de serie. Y en Linus y el señor Vaughn.

– En realidad no lo hago. Se lo parece porque es la parte que usted conoce. Pero trato de ser concienzudo en todos los aspectos del caso. ¿Volvió a tener noticias de Linus?

Pareció sorprendida por la pregunta.

– ¿Yo? No. Lo visité una vez en el hospital, justo después del tiroteo. Nunca se reincorporó al banco, así que no volví a verle. Trabajábamos juntos, pero no éramos amigos. Supongo que estábamos en lados distintos de la vía. Siempre pensé que por eso nos eligió el señor Scaggs.

– ¿A qué se refiere?

– Bueno, no éramos amigos y Linus era, bueno, Linus. Creo que el señor Scaggs eligió a dos personas que eran diferentes y que no eran amigos para que no tuvieran ninguna idea acerca del dinero.

Asentí, pero no dije nada. Ella pareció sumergirse en una idea y después sacudió la cabeza en un gesto de autodesaprobación.

– ¿Qué?

– Nada. Es sólo que estaba pensando en ir a verlo a uno de los clubes, pero probablemente ni siquiera me dejarían entrar. Y si dijera que le conocía, podría resultar embarazoso, bueno, si lo llamaran y actuara como si no se acordara de mi.

– ¿Clubes? ¿Hay más de uno?

Ella cerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas desconfiadas.

– Me ha dicho que estaba siendo concienzudo, pero ni siquiera sabe quién es ahora, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

– ¿Quién es ahora?

– Es Linus. Ahora sólo usa el nombre. Es famoso. Él y sus socios son dueños de los mejores clubes de Hollywood. Es donde todos los famosos van a dejarse ver. Hay cola en la puerta y en los guardarropas.

– ¿Cuántos clubes?

– Creo que ahora son al menos cuatro o cinco. No llevo la cuenta. Empezaron con uno y han ido sumando. -¿Cuántos socios son?

– No lo sé. Había un artículo de una revista, espere un momento, creo que lo guardé.

Ella se agachó y abrió el cajón de debajo de su escritorio. Oí que revolvía su contenido y al final sacó un ejemplar del Los Ángeles Magazine, el mensual. Empezó a pasar páginas. Era una revista en color que enumeraba los restaurantes en la parte de atrás y que normalmente incluía dos o tres artículos largos sobre la vida y la muerte en Los Ángeles. Pero no era sólo información frívola. En dos ocasiones a lo largo de los años, escritores de la revista habían firmado reportajes de mis casos. Siempre pensé que eran los que más se habían acercado al describir cuáles son los efectos de un crimen en una familia o un barrio. Las repercusiones.

– No sé por qué lo guardo -dijo Jones, un poco avergonzada después de que acababa de decir que no le llevaba la cuenta a su antiguo compañero de trabajo-. Supongo que porque lo conocía. Sí, aquí está.

Giró la revista. El artículo titulado «Los reyes de la noche» ocupaba dos páginas e iba acompañado por la foto de cuatro hombres que posaban tras una barra de caoba oscura. Detrás de ellos había estantes con botellas de colores iluminadas desde abajo.

– ¿Puedo verlo?

Ella cerró la revista y me la pasó.

– Puede quedársela. Como le he dicho, no creo que vuelva a ver a Linus nunca más. No tiene tiempo para mí. Hizo lo que dijo que iba a hacer y eso es todo.

Levanté los ojos de la revista para mirarla.

– ¿A qué se refiere? ¿Qué le dijo que iba a hacer?

– Cuando lo vi en el hospital me dijo que el banco le debía mucho dinero por haber recibido un balazo en el…, bueno, ya sabe. Dijo que iba a cobrárselo, que dejaría el trabajo y abriría un bar. Dijo que no cometería los mismos errores que su padre.

– ¿Su padre?

– No sé a qué se refería, no se lo pregunté. Pero por alguna razón abrir un bar era la ambición de Linus. Ser el rey de la noche, supongo. Bueno, lo consiguió.

Su voz tenía un deje de añoranza y envidia. No le sentaba bien y sentí ganas de decirle lo que opinaba de su héroe. Pero no lo hice. Todavía no tenía todo lo que necesitaba.

Creyendo que ya había llevado la entrevista todo lo lejos que podía, me levanté con la revista en la mano.

– Gracias por su tiempo. ¿Está segura de que no le importa que me la lleve?

Ella me dijo que no con el dedo.

– No, adelante. Ya la he mirado bastante. Una de estas noches debería ponerme mis téjanos y una camiseta negra y salir a ver si puedo robarle un minuto a Linus. Podríamos hablar de los buenos viejos tiempos, pero no quiere oír hablar de ellos.

– Nadie quiere, Jocelyn. Porque los viejos tiempos no fueron tan buenos.

Me levanté. Quería ofrecerle unas palabras de ánimo. Quería decirle que no tuviera envidia, que lo que ella tenía y lo que había conseguido eran cosas de las que sentirse orgullosa. Pero el helicóptero del sheriff despegó y pasó por encima de la calle y del banco. El lugar tembló como en un terremoto y se llevó mis palabras. Dejé a Jocelyn Jones sentada allí, pensando en el otro lado de la vía.

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