Mi baile con los federales no fue totalmente en vano como había dejado que Peoples creyera. Cierto, mi persecución del pequeño terrorista podía haber sido una pista falsa, pero en todos los casos hay pistas falsas. Forman parte de la misión. Al final del día lo que tenía era el registro completo de la investigación y me contentaba con eso. Estaba jugando con la baraja completa -el expediente del caso-, lo cual me permitía olvidarme de todo lo que había ocurrido en los días que me habían conducido al punto en el que me hallaba, incluida mi estancia en la celda. Porque sabía que si iba a encontrar al asesino de Angella Benton, la respuesta, o al menos la clave para resolver el caso, estaría enterrada en esa carpeta de plástico negro.
Llegué a mi casa y entré como un hombre que piensa que tal vez ha ganado la lotería, pero que necesita comprobar los números en el periódico para estar seguro. Fui directamente a la mesa del comedor con mi caja de cartón y desplegué todo lo que llevaba en ella. Lo principal era el expediente del caso. El Santo Grial. Me senté y empecé a leer desde la primera página. No me levanté a buscar café, agua o cerveza. No puse música. Me concentré completamente en las páginas que iba pasando. Ocasionalmente tomaba notas en mi cuaderno, pero la mayor parte del tiempo me limitaba a leer y a empaparme de los detalles. Me metí en el coche con Lawton Cross y Jack Dorsey y los acompañé a lo largo de la investigación.
Cuatro horas más tarde pasé la última hoja de la carpeta. Había leído y estudiado cuidadosamente cada documento. Nada me parecía la clave, la pista obvia a seguir, pero no estaba desalentado. Seguía creyendo que estaba allí. Siempre lo estaba. Simplemente tendría que tamizar la información desde otro ángulo.
Lo que más me sorprendió de mi zambullida en la parte documental del caso era la diferencia de personalidad entre Cross y Dorsey. Dorsey era más de diez años mayor que Cross y había sido el mentor de la relación. Sin embargo, en la manera de escribir y manejarse con los informes percibía fuertes diferencias en sus personalidades. Cross era más descriptivo e interpretativo en sus informes. Dorsey era lo contrario. Si tres palabras resumían una entrevista o un informe de laboratorio, él usaba tres palabras. Cross tendía a escribir las tres palabras y luego añadir otras diez frases de interpretación de lo que el informe del laboratorio o la actitud del testigo significaban. Yo prefería el método de Cross. Siempre había seguido el principio de ponerlo todo en el expediente del caso, porque a veces los casos se extienden durante meses e incluso años y los matices pueden perderse con el paso del tiempo si no se establecen como parte del registro.
El expediente también me llevó a concluir que tal vez los dos compañeros no habían tenido una relación tan estrecha. Ahora la tenían, estaban inextricablemente unidos en la mitología del departamento como símbolos del colmo de la mala suerte. Pero tal vez si hubieran mantenido una relación más estrecha en aquel bar las cosas habrían ido de otra manera.
Pensar en eso me hizo recordar a Danny Cross cantándole a su marido. Finalmente me levanté para acercarme al reproductor de cedes y poner un recopilatorio de Louis Armstrong. Se había editado junto con el documental sobre el jazz de Ken Burns. La mayoría de los temas eran de la primera época, pero sabía que terminaba con What a Wonderful World, su último éxito.
De nuevo en la mesa, miré mi libreta. Había escrito sólo tres cosas durante mi primera lectura.
$100K
Sandor Szatmari
El dinero, idiota
Global Underwriters, la compañía que había asegurado el dinero para el rodaje, había ofrecido una recompensa de cien mil dólares por una detención y condena en el caso. No había tenido noticia de la recompensa, y me sorprendió que Lawton Cross no me lo hubiera contado. Supuse que era sólo otro detalle que se le había borrado debido al trauma y al paso del tiempo.
La existencia de una recompensa era de poca consecuencia personal para mí. Supuse que puesto que era un ex policía que en cierto momento había estado implicado en el caso, aunque fuera antes del golpe que propició la recompensa, no podría cobrarla si mis esfuerzos resultaban en una detención y condena. También sabía que era probable que la letra pequeña de la oferta de recompensa especificara que se requería la recuperación completa de los dos millones de dólares para cobrar los cien mil, y que la cantidad se prorrateaba en función de la suma recuperada. Y cuatro años después del delito las posibilidades de que quedara algo de dinero eran pequeñas. Aun así, estaba bien saber de la recompensa. Podía ser una buena herramienta de influencia o coerción. Quizá yo no pudiera cobrarla, pero podía encontrar a alguien útil que podría hacerlo.
Lo siguiente que había en la libreta era el nombre de Sandor Szatmari. Él o ella -no lo sabía- constaba como el investigador del caso para Global Underwriters. Él o ella era alguien con quien necesitaba hablar. Abrí el expediente del caso por la primera página, donde los investigadores suelen guardar una página con los teléfonos más útiles. No aparecía el nombre de Szatmari, pero sí el de Global. Fui a la cocina para coger el teléfono, bajé el volumen del equipo de música e hice la llamada. Me transfirieron dos veces hasta que finalmente hablé con una mujer de «investigaciones».
Tuve problemas con el apellido de Szatmari y ella me corrigió y me pidió que esperara. En menos de un minuto contestó Szatmari. El nombre era masculino. Le expliqué mi situación y le pregunté si podíamos reunimos. Él me pareció escéptico, pero tal vez fuera porque tenía un acento centroeuropeo que me costaba interpretar. Declinó discutir el caso por teléfono con un desconocido, pero en última instancia accedió a reunirse en persona conmigo en su oficina de Santa Mónica. Le dije que acudiría y colgué.
Miré a la última línea que había escrito en la libreta. Era sólo el recordatorio de un viejo adagio válido para casi cualquier investigación. Sigue el dinero, idiota. El dinero siempre te conduce a la verdad. En este caso el dinero se había ido y la pista -al margen de las señales en el radar en Phoenix y la que implicaba a Mousouwa Aziz y Martha Gessler- había desaparecido. Sabía que eso me dejaba una alternativa. Seguir el dinero hacia atrás y ver qué surgía.
Para ello necesitaba empezar en el banco. Volví a buscar en la página de números de teléfono del expediente del caso y llamé a Gordon Scaggs, el vicepresidente de BankL A que había preparado el préstamo de un día de dos millones de dólares a la productora cinematográfica de Alexander Taylor.
Scaggs era un hombre ocupado, según me dijo. Quería posponer su reunión conmigo hasta la semana siguiente, pero insistí y logré que me hiciera un hueco de quince minutos la tarde siguiente a las tres. Me pidió un número al que llamarme para que su secretaria pudiera confirmarlo por la mañana. Yo me inventé uno y se lo di. No iba a darle la oportunidad de que su secretaria me llamara y me dijera que la reunión se había cancelado.
Colgué y sopesé mis opciones. Era casi de noche y en ese momento estaba libre hasta la mañana siguiente a las diez. Quería echar otro vistazo al expediente del caso, pero sabía que no necesitaba estar sentado en casa para hacerlo. Podía hacerlo con la misma facilidad sentado en un avión.
Llamé a Southwest Airlines y reservé un vuelo de Burbank a Las Vegas que llegaba a las 19.15 y un vuelo de regreso para la mañana siguiente que llegaba a las 8.30 a Burbank.
Eleanor contestó en su móvil al segundo tono y me dio la sensación de que hablaba en susurros.
– Soy Harry, ¿pasa algo?
– No.
– ¿Por qué estás susurrando?
Subió el tono de voz.
– Lo siento, no me había dado cuenta. ¿Qué pasa?
– Estaba pensando en pasarme esta noche para recoger mi bolsa y mis tarjetas de crédito. -Al ver que no respondía enseguida, añadí-: ¿Vas a estar ahí?
– Bueno, voy a ir a jugar esta noche. Más tarde.
– Mi avión llega a las siete y cuarto. Podría pasarme a eso de las ocho. Quizá podríamos cenar juntos antes de que vayas a jugar.
Esperé y de nuevo me pareció que tardaba demasiado en responder.
– Sí, me apetece esa cena. ¿Te quedas a dormir?
– Sí, vuelvo mañana temprano. Tengo cosas que hacer aquí por la mañana.
– ¿Dónde vas a quedarte?
Era una señal tan clara como el agua.
– No lo sé, todavía no he reservado nada.
– Harry, no creo que sea bueno para ti quedarte aquí.
– Vale.
La línea quedó tan silenciosa como los quinientos kilómetros de desierto que nos separaban.
– Ya sé, puedo ponerte como un jugador en el Bellagio. Lo harán por mí.
– ¿Estás segura?
– Sí.
– Gracias, Eleanor. ¿Quieres que vaya a tu casa cuando llegue?
– No, te pasaré a recoger. ¿Vas a facturar equipaje?
– No, tú ya tienes mi bolsa.
– Entonces estaré enfrente de la terminal a las siete y cuarto. Te veo entonces.
Me di cuenta de que estaba susurrando otra vez, pero esta vez no le dije nada.
– Gracias, Eleanor.
– Vale, Harry, tengo que hacer algunos malabarismos para estar libre esta noche, así que he de colgar. Te veré en el aeropuerto. A las siete y cuarto. Chao.
Le dije adiós, pero ella ya había colgado. Sonó como si hubiera otra voz de fondo justo cuando desconectó la llamada.
Mientras pensaba en eso, Louis Armstrong empezó a cantar What a Wonderful World y subí el volumen.