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Tenía un rato libre antes de presentarme en la sucursal de BankLA en West Hollywood donde trabajaba Jocelyn Jones, así que me dirigí hacia el oeste por Hollywood Boulevard. Apenas había pasado por allí desde mi retiro y quería visitar mi antiguo territorio. Según el periódico estaba cambiando y quería verlo por mí mismo.

El asfalto del bulevar relucía al sol, pero las fachadas de las tiendas y los edificios de oficinas cerca de Vine Street dormitaban bajo la pátina de medio siglo de smog. No había allí ninguna diferencia. Pero una vez pasado Cahuenga y al meterme en Highland vi que cobraba vida el nuevo Hollywood: nuevos hoteles -y no estoy hablando de los que alquilaban habitaciones por horas-, cines, centros populares y sucursales de los principales restaurantes de categoría. Las calles y aceras estaban repletas; las estrellas incrustadas en las aceras, pulidas. Era más seguro y más limpio, pero menos genuino. Aun así, la palabra que reventó en mi mente fue «esperanza». Se respiraba una sensación de esperanza y buen ánimo. De la calle surgía una vibración definida y creo que me gustó. Sabía que la idea era que la vibración se expandiría desde su núcleo y recorrería el bulevar como una ola, llevando renovación y reinvención a su paso. Hacía unos pocos años habría sido el primero en opinar que el plan carecía de posibilidades. Pero tal vez estaba equivocado.

Todavía me sentía tocado por la suerte de Las Vegas y decidí dejar que la buena vibración me llevara por Fairfax hasta la Tercera y aparqué en el Farmer's Market para comprar algo de comer.

El lavado de cara del mercado era otra obra de la que había permanecido alejado. Había un nuevo aparcamiento y un edificio municipal abierto construido junto al viejo mercado de madera, caracterizado por su reconfortante combinación de comida buena y barata y su ambiente kitsch. Pese a que creo que me gustaba más cuando simplemente podías aparcar junto al puesto, debía admitir que lo habían hecho bien. Era lo viejo y lo nuevo puestos uno al lado del otro y con éxito. Caminé por la sección nueva, pasé por los almacenes y la librería más grande que jamás había visto, hasta llegar a la parte vieja. Bob's Donuts seguía allí, lo mismo que todos los otros lugares que recordaba. Estaba repleto. La gente era feliz. Era demasiado tarde para un donut, así que cogí un sandwich de beicon, lechuga y tomate y cambio de un dólar en el Kokomo Café y me comí el sandwich en una de las viejas cabinas de teléfonos que habían dejado en su sitio, junto a Dupar's. Llamé a Roy Lindell primero y lo pillé comiendo en su mesa.

– ¿Qué tienes?

– Sandwich de pan de centeno con atún y pickles.

– ¡Qué asco!

– Sí, ¿y tú?

– Beicon, lechuga y tomate. Con el beicon doble ahumado de Kokomo.

– Bueno, me ganas de calle. ¿Qué quieres, Bosch? La última vez que te vi no querías saber nada de mí. De hecho, creía que te habías ido a Las Vegas.

– Fui, pero he vuelto. Y el camino empieza a allanarse. Digamos que he llegado a un entendimiento con tus colegas de la novena planta. ¿Quieres volver a entrar en esto o prefieres seguir llorando?

– ¿Tienes algo?

– Tal vez. No mucho más que una corazonada, por el momento.

– ¿Qué quieres de mí?

Aparté el envoltorio del sandwich y abrí el expediente del caso para conseguir la información que necesitaba.

– Veamos, ¿qué puedes conseguir de un tío llamado Linus Simonson? Treinta y un años, varón blanco. Tiene un club en la ciudad.

– ¿Cómo se llama el club?

– Todavía no lo sé.

– Fantástico. ¿ Quieres que recoja de paso tu ropa seca?

– Sólo busca el nombre en el ordenador.

Le di la fecha de nacimiento de Simonson y la dirección que figuraba en el expediente del caso, aunque me daba la sensación de que no sería la misma.

– ¿Quién es?

Le hablé del antiguo trabajo de Simonson en BankLA y de que le dispararon durante el golpe.

– El tipo era una víctima. ¿Crees que lo montó todo y les dijo a sus colegas que le dispararan en el culo?

– No lo sé.

– ¿Y qué tiene que ver con Marty Gessler? -No lo sé, tal vez nada. Probablemente nada. Pero quiero investigarlo. Algo no me cuadra.

– Perfecto, tú sigue con tus corazonadas y yo me pego el curro, Bosch. ¿Algo más?

– Mira, si no quieres hacerlo, dímelo. Conseguiré a alguien que…

– Oye, te he dicho que lo haré, y lo haré. ¿Algo más?

Dudé un momento, pero no mucho.

– Sí, otra cosa. ¿Puedes comprobarme una matrícula?

– Dámela.

Le di el número de matrícula del coche que conducía Eleanor. Seguía recordándola y suponía que continuaría haciéndolo hasta que lo comprobara.

– ¿De Nevada? -preguntó Lindell con una sospecha obvia en la voz-. ¿Tiene que ver con tu viaje a Las Vegas o con el asunto de aquí?

Debería haberlo sabido. Lindell podía ser muchas cosas, pero desde luego no era estúpido. Ya había abierto la puerta. Tenía que entrar.

– No lo sé -mentí-. Pero ¿puedes conseguirme el registro?

Si el coche, como sospechaba, estaba registrado a un nombre distinto del de Eleanor, podría inventar una historia de que creía que me habían seguido y Lindell nunca se daría cuenta.

– Muy bien -dijo el agente del FBI-. Tengo que irme. Llámame más tarde.

Colgué y eso fue todo. La culpa me atizaba como las olas golpean los pilones que sostienen el muelle. Tal vez pudiera engañar a Lindell con la petición, pero no a mí mismo. Estaba investigando a mi ex mujer. Me pregunté si sería capaz de hacer algo más rastrero.

Tratando de no hurgar en la herida, cogí el auricular y eché más monedas en el teléfono. Llamé a Janis Langwiser y me di cuenta mientras esperaba a que contestara de que podría estar a punto de responder a la pregunta que acababa de plantearme.

La secretaria de Langwiser dijo que estaba hablando por la otra línea y que ella me llamaría. Le dije que no estaba localizable, pero que volvería a llamarla en quince minutos. Colgué y caminé por el mercado, pasando la mayor parte del tiempo en una pequeña tienda que sólo vendía salsas picantes, de centenares de marcas diferentes. No estaba seguro de cuándo la usaría porque apenas cocinaba en casa, pero me compré una botella de Gator Squeezins porque me gustaba el sitio y necesitaba más cambio para la siguiente llamada.

Mi siguiente parada fue la panadería. No para comprar, sólo para mirar. Cuando era niño y mi madre aún vivía, solía llevarme al Farmer's Market los sábados por la mañana. Lo que más recordaba era mirar por el escaparate de la panadería cuando el pastelero adornaba los pasteles que la gente encargaba para cumpleaños, fiestas y bodas. Hacía grandes dibujos encima de cada pastel, metiendo la nata por una manga, con sus gruesos antebrazos cubiertos de harina y azúcar.

Mi madre normalmente me decía que me esperara delante del escaparate para ver cómo decoraban la cobertura del pastel. A veces pensaba que estaba mirando al pastelero, pero en realidad la miraba a ella en el reflejo del cristal, tratando de entender qué era lo que fallaba.

Cuando se cansaba de tenerme en brazos, mi madre iba a buscar una silla del restaurante de al lado -lo que ahora llaman en los centros comerciales un patio de comida- y me ponía de pie en ella. Solía mirar los pasteles e imaginaba a qué fiesta iría cada uno y cuánta gente iba a asistir a ella. Parecía como si esos pasteles pudieran ir sólo a sitios felices. Pero sabía que cuando el pastelero decoraba un pastel de bodas, mi madre se entristecía.

La panadería y el escaparate seguían allí. Me quedé delante del cristal con mi bolsa de salsa picante, pero no había pastelero. Sabía que era muy tarde. Los pasteles los hacían temprano para que estuvieran listos para recogerlos o entregarlos en fiestas de cumpleaños, bodas, aniversarios y similares. En el estante de al lado del escaparate vi la selección de mangas de acero inoxidable que el pastelero usaba para hacer distintos diseños y flores de nata.

– No hace falta que espere. Ha terminado por hoy.

No necesitaba volverme. En el reflejo de la ventana, vi a una señora mayor que pasaba por detrás de mí. Me hizo pensar en mi madre otra vez.

– Sí-dije-. Creo que tiene razón.

La segunda vez que me metí en la cabina y llamé a Langwiser contestó enseguida.

– ¿Todo bien?

– Sí, bien.

– Bueno, me habías asustado.

– ¿De qué estás hablando?

– Le dijiste a Roxanne que estabas ilocalizable. Pensé que a lo mejor estabas en una celda o algo así.

– Oh, lo siento. No pensé en eso. Es sólo que todavía no uso el móvil.

– ¿Crees que todavía te escuchan?

– No lo sé. Sólo son precauciones.

– ¿Entonces esto es sólo para fichar?

– Más a menos, también quería hacerte una pregunta.

– Te escucho.

Tal vez fuera por la forma en que no le había dicho a Lindell toda la verdad o por la forma en que me hacía sentir investigar a Eleanor, pero decidí no engañar a Langwiser. Decidí sencillamente enseñar las cartas que tenía.

– Hace unos años tu bufete llevó un caso. El abogado era James Foreman y el cliente BankLA.

– Sí, el banco es un cliente. ¿Qué caso fue? Yo no estaba aquí hace unos años.

Cerré la puerta de la cabina aunque sabía que pronto haría demasiado calor en el pequeño cubículo.

– No sé cómo lo llamaron, pero la otra parte era Linus Simonson. Trabajaba en el banco como ayudante del vicepresidente. Lo hirieron de bala durante el golpe del rodaje.

– Vale. Recuerdo que hirieron a alguien y que mataron a alguien, pero no recuerdo los nombres.

– Él fue el herido. El muerto fue Ray Vaughn, jefe de seguridad del banco. Simonson sobrevivió. De hecho, sólo le dieron en el trasero. Probablemente una bala rebotada, si recuerdo la forma en que lo trabajó el equipo de tiroteos.

– ¿Y entonces demandó al banco?

– No estoy seguro de que llegara tan lejos. La cuestión es que él estuvo de baja durante un tiempo y al final decidió que no quería continuar. Se buscó un abogado y empezó a insistir en que el banco era responsable por colocarlo en una situación de potencial peligro.

– Suena razonable.

– Aunque se presentó voluntario para estar allí. Ayudó a preparar el dinero y después se ofreció voluntario para vigilarlo durante el rodaje.

– Bueno, sigue siendo ganable. Podía argumentar que se presentó voluntario porque recibió presiones o…

– Sí, todo eso ya lo sé. No me preocupaba si tenía posibilidades o no. Aparentemente las tenía porque el banco llegó a un acuerdo y lo manejó James Foreman.

– Muy bien, ¿entonces adonde quieres llegar? ¿Cuál es tu pregunta?

Volví a abrir la puerta de la cabina para recibir un poco de aire fresco.

– Quiero saber por cuánto llegó a un acuerdo. ¿ Cuánto se llevó?

– Llamaré a Jim Foreman ahora mismo, ¿quieres esperar en línea?

– Eh, no es tan sencillo. Creo que hay un acuerdo de confidencialidad.

Hubo un silencio en la línea y yo de hecho sonreí mientras esperaba. Me sentía bien de haber abordado el problema.

– Ya veo -dijo al fin Langwiser-. Así que quieres que viole ese acuerdo descubriendo cuánto se llevó.

– Bueno, si quieres mirarlo de esa manera…

– ¿De qué otra manera se puede mirar?

– Estoy investigando esto y ha surgido él. Simonson. Y simplemente me ayudaría mucho si supiera qué cantidad le dio el banco. Me ayudaría mucho, Janis.

De nuevo mis palabras fueron recibidas con una buena dosis de silencio.

– No voy a ir a fisgonear en los archivos de mi propio bufete -dijo al fin-. No voy a hacer nada que pueda costarme la carrera. Lo mejor que puedo hacer es ir a ver a Jim y preguntárselo.

– Vale.

No esperaba conseguir tanto.

– La cuña que tengo es que BankLA sigue siendo cliente. Si me estás diciendo que este tipo, Simonson, puede haber formado parte de este golpe que le costó al banco dos millones y su jefe de seguridad, entonces podría estar más dispuesto.

– Eh, eso está bien.

Había pensado en ese ángulo, pero quería que saliera de ella. Empecé a sentir una familiar taquicardia. Pensé que tal vez ella podría conseguir lo que necesitaba de Foreman.

– No te entusiasmes todavía, Harry.

– Vale.

– Veré lo que puedo hacer y después te llamaré. Y no te preocupes, si tengo que dejarte un mensaje en tu número de casa será en clave.

– Vale, Janis, gracias.

Colgué y salí de la cabina. En el camino de regreso a través del mercado en dirección al aparcamiento pasé el escaparate de la pastelería y me sorprendí al ver que el pastelero estaba allí. Me detuve un momento y observé. Debía de haber sido un pedido de última hora, porque parecía que acabaran de sacar el pastel de uno de los armaritos interiores de exposición. Ya llevaba la cobertura. El tipo que estaba al otro lado del cristal sólo estaba poniendo flores y letras.

Esperé hasta que escribió el mensaje. Era en letra rosa sobre un campo de chocolate. Decía: «Feliz cumpleaños, Callie.» Ojalá fuera otro pastel que iba a un lugar feliz.

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