En las salas de las brigadas de detectives de las numerosas comisarías del Departamento de Policía de Los Ángeles el estado de Idaho se llama Cielo Azul. Es la meta, el destino final de un buen número de detectives que recorren su camino, cumplen con sus veinticinco años y se van. Oí que hay barrios enteros llenos de ex policías de Los Ángeles que viven puerta con puerta. Las inmobiliarias de Coeur d'Alene y Sandpoint ponen anuncios del tamaño de una tarjeta de visita en el boletín del sindicato de policías. En todos los números.
Por supuesto, muchos polis devuelven la placa y parten a Nevada para cocinarse en el desierto y buscar trabajos a tiempo parcial en los casinos. Otros desaparecen en el norte de California: hay más polis retirados en los campos del condado de Humboldt que cultivadores de marihuana, aunque éstos no lo saben. Y otros se dirigen a México, donde todavía quedan lugares en los que un rancho con aire acondicionado y vistas al Pacífico está al alcance de una pensión del departamento.
La cuestión es que son pocos los que se quedan en la ciudad. Pasan su vida adulta tratando de dar sentido a este lugar, tratando de darle una pequeña dosis de orden, y después no son capaces quedarse una vez que su trabajo está hecho. Es lo que la profesión hace contigo. Te roba la capacidad de disfrutar de tu logro. No hay recompensa por llegar al final del camino.
Uno de esos pocos hombres que entregan la placa pero se quedan en Los Ángeles se llamaba Burnett Biggar. Le dio a la ciudad veinticinco años -la última mitad de ellos en homicidios de South Bureau- y después se retiró para abrir un pequeño establecimiento con su hijo cerca del aeropuerto. Biggar & Biggar Professional Security estaba en Sepúlveda, cerca de La Tijera. El edificio era anodino y las oficinas sin pretensiones. El negocio de Biggar estaba consagrado a proporcionar sistemas de seguridad y patrullas a las industrias de almacenamiento próximas al aeropuerto. La última vez que había hablado con él -de lo cual probablemente hacía dos años- me había explicado que tenía más de cincuenta empleados y que el negocio le iba viento en popa.
Pero con la boca pequeña me dijo que echaba de menos lo que llamaba el trabajo de verdad. El trabajo vital, el trabajo con sentido. Proteger un almacén lleno de tejanos hechos en Taiwan podía ser rentable, pero no se parecía en nada a lo que obtenías al tirar al suelo a un asesino desalmado y colocarle las esposas. Ni siquiera se aproximaba, y eso era lo que Biggar echaba de menos. Por eso pensé que podía pedirle ayuda para lo que quería hacer por Lawton Cross.
Había una pequeña sala de espera con una cafetera, pero no me quedé allí mucho tiempo. Burnett Biggar llegó enseguida y me invitó a acompañarle a su despacho. Era un hombre grande. Tuve que seguirlo por el pasillo más que caminar a su lado. Llevaba la cabeza afeitada, lo que por lo que yo sabía era un new look.
– Bueno, Big, veo que has cambiado el look Julius por el Jordán, ¿eh?
Se pasó una mano por su cráneo pelado.
– Tenía que hacerlo, Harry. Es la moda. Y se me estaba poniendo gris.
– Nos pasa a todos.
Me invitó a pasar a su despacho. No era pequeño ni tampoco grande. Podría definirlo como funcional, con paneles de madera y cuadros que enmarcaban artículos de noticias y fotos de sus días en el departamento. Probablemente todo resultaba muy impresionante para los clientes.
Biggar se colocó detrás de un escritorio repleto y me señaló una silla situada enfrente. Se inclinó hacia adelante y plegó los brazos sobre la mesa.
– Bueno, Harry Bosch, no esperaba volver a verte. Me alegro de que estés aquí.
– Yo también me alegro de verte. Y tampoco lo esperaba.
– ¿Has venido a buscar trabajo? Oí que lo dejaste el año pasado. Eras la última persona que pensé que podía dejarlo.
– Nadie llega hasta el final, Big. Y aprecio la oferta, pero ya tengo un trabajo. Sólo he venido a pedirte una pequeña ayuda.
Biggar sonrió y la piel se le tensó en las comisuras de los ojos. Estaba intrigado. Sabía que yo nunca iba a dedicarme a la seguridad industrial o corporativa.
– Joder, nunca te había oído pedir ayuda en nada. ¿ Qué necesitas?
– Necesito una instalación de vigilancia electrónica. Una habitación, nadie puede saber que la cámara está ahí.
– ¿Cómo de grande es la habitación?
– Un dormitorio, de unos cuatro por cuatro.
– Ah, tío, Harry. No te metas por ese camino. Empiezas con ese tipo de fisgoneo y acabas perdiéndote de vista a ti mismo. Ven a trabajar para mí. Puedo encontrar…
– No, no es nada de eso. De hecho es a consecuencia de un caso de homicidio en el que estoy trabajando. El tío está en silla de ruedas. Está sentado y ve la tele todo el día. Sólo quería asegurarme de que está bien, ¿sabes? Algo pasa con la mujer. Al menos eso creo.
– ¿Te refieres a abuso?
– Tal vez. No lo sé. Algo.
– ¿El tipo sabe que vas a hacer esto?
– No.
– ¿Pero tienes acceso a la habitación?
– Bastante. ¿Crees que puedes ayudarme?
– Bueno, tenemos cámaras. Pero has de entender que la mayor parte de nuestro trabajo tiene aplicaciones industriales. Es material pesado. Me suena que lo que necesitas es una nanocámara que podrías comprar en Radio Shack.
Negué con la cabeza.
– No quiero ser muy obvio. El tío era poli.
Biggar asintió. Asimiló la información y se levantó.
– Bueno, vamos al taller y echaremos un vistazo a lo que tenemos. Andre está allí y podrá ayudarte.
Me condujo de nuevo al pasillo y después hacia la parte posterior del edificio. Entramos en el taller, que era aproximadamente del tamaño de un garaje de dos plazas y estaba lleno de bancos de trabajo y estantes con todo tipo de equipamiento electrónico en ellos. En torno a una de las mesas de trabajo había tres hombres mirando una pequeña pantalla de televisión donde se reproducía una cinta de vigilancia con mucho grano y en blanco y negro. Reconocí a uno de los hombres, el más grande, como Andre Biggar, el hijo de Burnett. No lo había visto nunca, pero sabía que era él por su tamaño y por el parecido con Burnett. Incluida la cabeza rapada.
Una vez hechas las presentaciones, Andre comentó que estaba revisando una cinta que mostraba el robo al almacén de un cliente. El padre explicó lo que yo estaba buscando y el hijo me condujo a otro banco de trabajo, donde me mostró cámaras instaladas en un jarrón, en una lámpara, en un marco de fotos y finalmente en un reloj. Pensando en cómo se había quejado Lawton Cross de que no podía ver la hora en la televisión, detuve a Andre en ese momento.
– Esta me valdrá. ¿Cómo funciona?
Era un reloj circular de unos veinticinco centímetros de diámetro.
– Es un reloj de aula. ¿Quiere ponerlo en la pared de un dormitorio? Llamará la atención como las tetas de…
– Andre… -le interrumpió su padre.
– No lo usan como dormitorio -dije-. Es más bien una sala de televisión. Y el tipo me dijo que no podía ver la hora en la esquina de la pantalla en la CNN. Así que esto tendrá sentido cuando lo lleve.
Andre asintió con la cabeza.
– Vale. ¿Quiere sonido? ¿Color?
– Sonido sí. El color estaría bien, pero no es necesario.
– Muy bien. ¿Quiere transmitirlo o lo quiere auto-contenido?
Lo miré inexpresivo y se dio cuenta de que no le había entendido.
– Los construyo de dos maneras. En la primera, hay una cámara en el reloj que transmite imagen y sonido a un receptor que lo graba en vídeo. Tendría que encontrar un lugar seguro para la grabadora en un radio de menos de treinta metros, para que sea seguro. ¿Va a estar fuera de la casa en una furgoneta o algo así?
– No había planeado eso.
– Bueno, la segunda opción es pasar a digital y grabar en una cinta digital o una tarjeta de memoria que van en la misma cámara. El inconveniente es la capacidad. Con una cinta digital tiene aproximadamente dos horas de tiempo real, después hay que cambiarla. Con una tarjeta hay todavía menos tiempo.
– Eso no funcionará. Sólo pensaba comprobarlo cada varios días.
Empecé a pensar en cómo podría ocultar el receptor en la casa. Tal vez en el garaje. Podía buscar una excusa para ir al garaje y esconder el receptor en algún sitio donde Danny Cross no pudiera verlo.
– Bueno, podemos lentificar la grabación si es necesario.
– ¿Cómo?
– De varias maneras. En primer lugar ponemos la cámara en un reloj. La apagamos, digamos, de medianoche hasta las ocho. También podemos disminuir los FPS y alargar…
– ¿FPS?
– Los fotogramas que se graban por segundo. Aunque hace que la imagen salte.
– ¿Y el sonido? ¿También salta?
– No, el sonido va aparte. Tendrá buen sonido.
Asentí, aunque no estaba seguro de si quería perder parte de la imagen.
– También podemos instalar un sensor de movimiento. Ha dicho que este tipo va en silla de ruedas, ¿se mué ve mucho?
– No, no puede. Está paralizado. La mayor parte del tiempo simplemente está sentado y ve la tele. -¿Algún animal de compañía?
– Creo que no.
– Entonces el único momento en que hay movimiento real en la habitación es cuando entra la cuidadora, y eso es lo que quiere vigilar. ¿Me equivoco?
– No.
– Pues no hay problema. Esto funcionará. Pondremos un sensor de movimiento y una tarjeta de memoria de dos gigas y probablemente le alcanzará para un par de días.
– Con eso bastará.
Asentí y miré a Burnett. Estaba impresionado con su hijo. Andre tenía pinta de poder romper a un quarterback por la mitad, pero había encontrado una especialidad en la vida tratando con circuitos y microprocesadores. Vi el orgullo en los ojos de Burnett.
– Deme quince minutos para montarlo y después iré a enseñarle cómo instalarlo y cómo retirar la tarjeta de memoria.
– Perfecto.
Me senté con Burnett en su despacho y hablamos del departamento y de un par de los casos en los que habíamos trabajado juntos. En uno de ellos, un asesino a sueldo había matado a su objetivo en South L. A. y después a su cliente en Hollywood cuando éste no pudo pagar la segunda parte de la tarifa establecida. Habíamos trabajado juntos durante un mes, mi equipo y Biggar y su compañero, un detective llamado Miles Manley. Lo resolvimos cuando Big y Manley, como llamaban a la pareja, encontraron en el barrio de la víctima a un testigo que recordaba haber visto a un hombre blanco el día del crimen y fue capaz de describir su coche, un Corvette negro con tapicería de cuero. El vehículo coincidía con el que utilizaba el vecino de al lado de la segunda víctima. Confesó después de un largo interrogatorio que condujimos alternativamente Biggar y yo.
– La clave siempre está en algo insignificante como eso -dijo Biggar mientras se reclinaba detrás de su escritorio-. Eso es lo que más me gustaba. No saber de dónde podría salir ese detalle.
– Sé a lo que te refieres.
– ¿Entonces lo echas de menos?
– Sí. Pero lo voy a recuperar. Ahora estoy empezando.
– Te refieres a la sensación, no al trabajo.
– Sí. Y tú, ¿todavía lo echas de menos?
– Gano más dinero del que necesito, pero sí, echo de menos la emoción. El trabajo me daba la emoción y ahora no la encuentro enviando a polis de alquiler de aquí para allá y preparando cámaras. Ten cuidado con lo que haces, Harry. Podrías terminar teniendo éxito como yo y sentado recordando los viejos tiempos, creyendo que eran mucho mejores de lo que eran en realidad.
– Tendré cuidado, Big.
Biggar asintió con la cabeza, agradecido de haber podido dispensar su dosis de consejos del día.
– No tienes que decírmelo si no quieres, Harry, pero diría que ese tipo de la silla es Lawton Cross, ¿eh?
Dudé, pero decidí que no importaba.
– Sí, es él. Estoy trabajando en otra cosa y la investigación se cruzó con él. Fui a verlo y me dijo algunas cosas. Sólo quiero asegurarme, ¿sabes?
– Buena suerte. Recuerdo a su mujer. La vi un par de veces. Era una buena señora.
Asentí. Sabía lo que quería decir, que esperaba que Cross no estuviera siendo maltratado por su mujer. -La gente cambia -dije-. Voy a averiguarlo.
Andre Biggar volvió al cabo de unos minutos con una caja de herramientas, un ordenador portátil y el reloj cámara en una caja. Me dio una clase de vigilancia electrónica. El reloj estaba preparado. Lo único que tenía que hacer yo era colocarlo en una pared y conectarlo. Cuando lo pusiera en hora, activaría el mecanismo de vigilancia al empujar la esfera hasta el fondo. Para sacar la tarjeta de memoria sólo tenía que retirar la tapa del reloj y extraerla. Fácil.
– Bueno, una vez que saco la tarjeta, ¿cómo miro lo que he grabado?
Andre me mostró cómo conectar la tarjeta de memoria en un lateral del ordenador portátil. Después me explicó cómo ejecutar el programa que mostraría el vídeo de vigilancia en la pantalla del ordenador.
– Es sencillo. Sólo cuide el equipo y vuelva a traerlo. Hemos invertido mucha pasta en él.
No quería decirle que no era lo bastante sencillo para mí. Me incliné por la parte económica de la ecuación como excusa para ocultar mis deficiencias técnicas.
– ¿Sabes qué? -dije-. Creo que dejaré aquí el portátil y volveré con la tarjeta de memoria cuando quiera verla. No quiero poner en riesgo todo vuestro equipo, y además me gusta viajar ligero.
– Lo que prefiera. Pero lo mejor de este montaje es su inmediatez. Puede coger la tarjeta y mirarla en el coche delante de la casa del tipo. ¿Para qué volver hasta aquí?
– No creo que haya tanta urgencia. Dejaré el portátil y te traeré la tarjeta, ¿vale?
– Como quiera.
Andre volvió a poner el reloj en la caja acolchada, después me estrechó la mano y salió del despacho. Se llevó el portátil, pero me dejó la caja de herramientas junto con el reloj. Miré a Burnett. Era hora de irse.
– Parece que hace algo más que ayudarte.
– Andre es el alma de este lugar. -Hizo un gesto hacia la pared llena de recuerdos enmarcados-. Yo traigo a los clientes y los impresiono, les hago firmar. Andre es el que lo soluciona todo. Se figura las necesidades y busca la solución.
Asentí y me levanté.
– ¿Quieres cobrarme algo por esto? -dije, levantando la caja que contenía el reloj. Biggar sonrió.
– No, siempre que lo devuelvas. -Entonces se puso serio-. Es lo mínimo que puedo hacer por Lawton Cross.
– Sí-dije, pues conocía la sensación.
Nos dimos la mano y salí con el reloj y la caja de herramientas, albergando la esperanza de que esa cámara oculta fuera el equipo tecnológico que me demostraría que el mundo no era tan malo como yo creía.