El FBI había estado en mi domicilio. Eso era de esperar. Pero los agentes habían actuado con sutileza. La casa no estaba patas arriba. Lo habían registrado metódicamente y la mayoría de las cosas las habían dejado exactamente en el mismo sitio. La mesa del comedor, donde había dejado los archivos del asesinato de Angella Benton, estaba limpia. Hasta me pareció que la habían abrillantado. No me habían dejado nada. Mis notas, mis archivos, mis informes, todo había desaparecido y con ello el caso. No me torturé demasiado con eso. Miré mi reflejo en la superficie pulida de la mesa durante unos segundos y decidí que necesitaba dormir antes de dar el siguiente paso.
Cogí una botella de agua de la nevera y salí a la terraza a través de la puerta corredera para observar el sol que se alzaba por encima de la colina. El cojín del sofá tenía rocío de la mañana, así que le di la vuelta y me senté. Puse las piernas en alto y me acomodé. El aire era frío, pero todavía llevaba la cazadora puesta. Dejé la botella de agua en el brazo del sofá y hundí las manos en los bolsillos. Era agradable sentirse en casa después de una noche en la jaula.
El sol empezaba a auparse por las colinas al otro lado del paso de Cahuenga y sus rayos, al refractarse en los millones de partículas microscópicas que flotaban en el aire, salpicaban el cielo de luces difusas. Pronto iba a necesitar gafas de sol, pero estaba demasiado atrincherado para levantarme a buscarlas. Cerré los ojos y no tardé en quedarme dormido. Soñé con Angella Benton, con sus manos, las manos de una mujer a la que nunca había conocido con vida pero que salía viva en mis sueños y me imploraba.
Me desperté al cabo de un par de horas, con el sol quemándome a través de las pestañas. Enseguida me di cuenta de que el latido que creía que estaba en mi cabeza en realidad provenía de la puerta de entrada. Al levantarme derribé la botella de agua sin abrir del brazo del sofá. Intenté cogerla al vuelo, pero fallé. Rodó por el suelo de la terraza y cayó a los matorrales que había debajo. Me acerqué a la barandilla y miré hacia abajo. Los pilares de hierro sostenían mi casa en voladizo sobre el cañón. No vi la botella.
Volvieron a golpear en la puerta y a continuación oí una versión amortiguada de mi nombre. Entré en la vivienda y llegué hasta el recibidor después de cruzar la sala. Estaban llamando a la puerta otra vez cuando finalmente abrí. Era Roy Lindell y no estaba sonriendo.
– ¡Vamos, a espabilarse, Bosch!
Empezó a meterse en el recibidor, pero yo le puse una mano en el pecho para detenerlo. Negué con la cabeza, y él captó la idea. Señaló hacia la casa y puso un signo de interrogación en la mirada. Yo asentí con un gesto. Salí y cerré la puerta.
– Vamos en mi coche -dijo en voz baja.
– Bien, porque el mío está en Woodland Hills.
Su coche del FBI estaba aparcado en zona prohibida. Subimos a él y ascendimos por Woodrow Wilson hasta que esta avenida gira hacia Mulholland. No creía que me estuviera llevando a ninguna parte. Simplemente conducía.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó-. He oído que anoche te pescaron.
– Eso es. Los de tu brigada TV. Son muy amables.
Lindell me miró y después volvió a concentrarse en la carretera.
– No tienes tan mal aspecto. Hasta te queda un poco de color en las mejillas.
– Gracias por fijarte, Roy. ¿Qué quieres ahora?
– ¿Crees que tienes la casa pinchada?
– Probablemente. No he tenido tiempo de comprobarlo. ¿Qué quieres? ¿Adónde vamos?
Aunque supuse que lo sabía. Mulholland se enrosca en torno a una colina con vistas que, según el nivel de contaminación, van desde la bahía de Santa Mónica hasta las torres del centro.
Como esperaba, Lindell se metió en el pequeño aparcamiento y se detuvo junto a una furgoneta Volkswagen de hace tres décadas. El smog era pesado. Apenas se distinguía nada más allá de la torre del edificio de Capital Records.
– Quieres que vaya al grano, ¿eh? -dijo Lindell, volviéndose en su asiento hacia mí-. Muy bien, allá voy. ¿Qué está pasando con la investigación?
Lo miré durante unos segundos, tratando de determinar si había aparecido por Marty Gessler o lo había enviado el agente especial Peoples para comprobar si lo había dejado. Sin duda Lindell y Peoples eran animales diferentes de plantas diferentes del edificio federal. Pero los dos llevaban la misma placa. Y no había forma de saber a qué tipo de presión habían sometido a Lindell.
– Lo que pasa es que no hay investigación.
– ¿Qué? ¿Me estás tomando el pelo?
– No, no te estoy tomando el pelo, podrías decir que he visto la luz. Me la han hecho ver.
– ¿Y qué vas a hacer? ¿Piensas dejarlo sin más?
– Eso es. Voy a ir a buscar mi coche y me iré de vacaciones. A Las Vegas, creo. He empezado a ponerme moreno esta mañana, así que ahora puedo ir a perder mi dinero.
Lindell sonrió como si él fuera más listo.
– Vete a la mierda -dijo-. Sé lo que estás haciendo. Crees que me han enviado para ponerte a prueba, ¿verdad? Pues jódete.
– Muy bonito, Roy. ¿Puedes llevarme a casa? Necesito preparar una bolsa.
– No hasta que me digas qué es lo que de verdad está ocurriendo.
Abrí la puerta.
– Muy bien, iré andando. Me vendrá bien un poco de ejercicio.
Salí y empecé a caminar hacia Mulholland. Lindell abrió la puerta con fuerza y ésta golpeó el lateral de la vieja furgoneta. Salió corriendo tras de mí.
– Escucha, Bosch. Escúchame.
Me alcanzó y se plantó ante mí, muy cerca, obligándome a detenerme. Apretó los puños y los colocó delante del pecho, como si estuviera tratando de romper una cadena que lo estuviera aprisionando.
– Harry, he venido por mí. Nadie me ha enviado, ¿vale? No lo dejes. Esos tipos probablemente sólo querían asustarte, nada más.
– Díselo a la gente que tienen allí. No tengo ganas de desaparecer, Roy. ¿Sabes a qué me refiero?
– Mierda. No eres el tipo de tío que podría…
– ¡Eh! ¡Capullo!
Me volví al oír la voz y vi que dos tíos salían en tropel por la puerta corredera de la furgoneta Volkswagen. Ambos llevaban barba y el pelo largo, más al estilo del dueño de una Harley que del de una furgoneta hippy.
– Me has abollado la puerta -gritó el segundo.
– ¿Cómo cono lo sabes? -replicó Lindell.
Ya estamos, pensé. Miré más allá de los mastodontes que se aproximaban y vi una abolladura de diez centímetros en la puerta delantera derecha de la furgoneta Volkswagen. La puerta de Lindell seguía abierta y en contacto con ella, prueba innegable de culpabilidad.
– ¿Te hace gracia? -dijo el primer heavy-. ¿Y si te abollamos la cara?
Lindell se llevó la mano a la espalda y en un rápido movimiento ésta surgió de debajo de su chaqueta empuñando una pistola. Con su mano libre se abalanzó sobre el primer heavy, lo agarró por la pechera de la camisa y lo empujó, arrancándole una porción de barba en la maniobra. La pistola surgió con el cañón apretado en el cuello del hombre más alto.
– ¿Qué tal si tú y David Crosby os metéis en esa lata de mierda y os largáis con vuestro flower power a otra parte?
– Roy -dije-, tranquilo.
El olor a marihuana nos estaba empezando a llegar desde la furgoneta. Hubo un largo silencio mientras Lindell sostenía la mirada al primer heavy. El segundo estaba cerca, observando pero incapaz de hacer un movimiento a causa del arma.
– Vale, tío -dijo por fin el primero-. No pasa nada. Ya nos vamos.
Lindell lo empujó y bajó la pistola a un costado. -Sí, hazlo, enano. Lárgate. Vete a fumar la pipa de la paz lejos de aquí.
Observamos en silencio mientras volvían a meterse en la furgoneta. Para poder meterse en el asiento del pasajero de la furgoneta el segundo tipo cerró enfadado la puerta del coche de Lindell. Oí el sonido del motor y la furgoneta dio marcha atrás y se metió en Mulholland. Tanto el conductor como el pasajero nos hicieron el gesto de rigor con el dedo corazón levantado y se alejaron. Pensé en lo que había hecho yo unas horas antes, dedicando el mismo saludo a la cámara de la celda. Sabía lo impotentes que se sentían los dos hombres de la furgoneta.
Lindell volvió a centrar su atención en mí.
– Has estado bien, Roy -dije-. Con habilidades como éstas me sorprende que no te hayan llamado para trabajar en la novena planta.
– Que se jodan esos tíos.
– Sí, así me sentía yo hace unas horas.
– Entonces, ¿qué va a pasar, Bosch?
Acababa de desenfundar una pistola ante dos desconocidos en una colisión casi violenta de altos niveles de testosterona y el subidón ya había remitido. La superficie estaba en calma. El incidente había sido borrado de la pantalla de su radar de un plumazo. Era un rasgo que había visto sobre todo en psicópatas. Quería darle a Lindell el beneficio de la duda, así que lo achaqué al tipo de arrogancia federal que también había visto antes como rasgo distintivo de los agentes del FBI.
– ¿Te quedas o echas a correr? -preguntó.
La pregunta me enfadó, pero traté de que no se me notara. Esbocé una sonrisa.
– Ni una cosa ni otra -dije-. Me voy andando.
Le di la espalda y me alejé. Empecé a caminar cuesta arriba por Mulholland hacia Woodrow Wilson para regresar a casa. Me lanzó una andanada de maldiciones a mi espalda, pero eso no me frenó.