39

De camino a casa me detuve en el Ralph's de Sunset que abría las veinticuatro horas y compré un paquete de café. No esperaba dormir mucho entre la noche y la reunión multidepartamental de la mañana siguiente.

En el ascenso por la colina hacia mi casa hay muchas curvas que permiten ver por el retrovisor si te están siguiendo. Pero hay una curva a mitad del ascenso que permite mirar por la ventana de tu derecha a la carretera por la que acabas de pasar. Siempre había tenido la costumbre de reducir la velocidad en ese punto y buscar un perseguidor.

Esa noche reduje más de lo habitual y me fijé especialmente. No esperaba que mi visita a Chet's fuera tomada como algo distinto a una amenaza, y no me equivocaba. Al mirar más allá del precipicio vi un coche que se acercaba con las luces apagadas. Pisé el acelerador y poco a poco fui aumentando de nuevo la velocidad. Después de la siguiente curva pisé más a fondo y aumenté la distancia entre nosotros. Me metí hasta el fondo de la cochera contigua a mi casa y salí rápidamente con la bolsa de la tienda. Me situé en la esquina más oscura de la cochera y esperé. Oí al coche que me seguía antes de verlo. Entonces observé cómo seguía adelante. Era un Jaguar largo. Alguien estaba encendiendo un cigarrillo en el asiento trasero y el brillo del mechero me permitió ver que el coche estaba lleno. Los cuatro reyes venían a por mí.

Después de que el Jaguar pasó de largo vi que los arbustos del otro lado de la calle se iluminaban de rojo y supe que se habían detenido justo después de mi casa. Me acerqué a la puerta que conducía a la cocina y me metí dentro, asegurándome de cerrar la puerta después.

Era el momento en que la gente que no tenía placa llamaba a la policía para pedir ayuda. Es cuando susurran desesperadamente: «¡Dense prisa, por favor! ¡Están aquí!» Pero con placa o sin ella sabía que ésa no era una opción para mí. Era mi turno y en ese momento no me importaba qué autoridad tenía o dejaba de tener.

No había llevado pistola desde la noche en que dejé mi placa y mi arma reglamentaria en un cajón de la comisaría de Hollywood para salir por la puerta. Pero tenía un arma. Me había comprado una Glock P7 para protección personal. Estaba envuelta en un trapo aceitado y metida en una caja del estante del vestidor. Dejé la bolsa del café en la encimera y recorrí el pasillo y el dormitorio sin encender ninguna luz.

En cuanto abrí la puerta del armario fui empujado violentamente por un hombre que me había estado esperando allí. Golpeé la pared opuesta y caí al suelo. Inmediatamente el hombre se colocó a horcajadas encima de mí y hundió el cañón de una pistola bajo mi mandíbula. Me las arreglé para mirar hacia arriba y en la pálida luz que entraba por la persiana que conducía a la terraza vi quién era.

– Milton, ¿qué…?

– Cállate, capullo. ¿Te sorprende verme? ¿Pensabas que iba a dejar que me tiraran por la alcantarilla sin hacer nada?

– No sé de qué estás hablando. Oye, hay gente…

– He dicho que cierres la puta boca. Quiero los discos, ¿entendido? Quiero el chip de datos original.

– ¡Escúchame! Hay gente que está a punto de entrar a por mí. Quieren…

Me clavó el cañón tan a fondo debajo de mi mentón que dejé de hablar. El dolor lanzó astillas de cristal rojo en mi campo de visión. Milton mantuvo la pistola apretada y se agachó hacia mí, echándome el aliento en la cara mientras hablaba.

– Tengo tu pistola aquí, Bosch. Y voy a sumarte a la estadística de suicidios si no…

Desde el pasillo llegó un estruendo repentino y supe que era la puerta de la calle que se salía de sus goznes. Después oí pasos. Milton saltó de encima de mí y atravesó el dormitorio para salir al pasillo. Casi inmediatamente, retumbó el estallido de una escopeta y Milton cayó contra la pared con los ojos abiertos por el terror de saber que estaba muriendo. Se deslizó por la pared, levantando con los talones la alfombra del pasillo y dejando al descubierto la trampilla que conducía a debajo de la casa.

Sabía que lo habían confundido conmigo, pero eso me daba a lo sumo unos segundos. Rodé sobre mí mismo y rápidamente llegué a la persiana. Al abrirla oí la voz de pánico de alguien desde el pasillo.

– No es él.

La puerta chirrió cuando la abrí, sus goznes protestaron por la falta de uso. Rápidamente crucé la terraza y salté por encima de la barandilla como un vaquero que monta un caballo robado. Me descolgué por la barandilla hasta que quedé colgando seis metros por encima de un empinado terreno. A la pálida luz de la luna busqué uno de los pilares de hierro que sostienen la terraza en la ladera de la colina. Conocía a la perfección el diseño de la casa porque había supervisado su reconstrucción después del terremoto del noventa y cuatro.

Tuve que desplazarme dos metros por el filo de la terraza antes de poder asirme a uno de los pilares de soporte. Lo abracé con manos y piernas y me deslicé hasta el suelo. Mientras bajaba oí pasos en la terraza encima de mí.

– ¡Ha saltado! ¡Ha saltado!

– ¿Dónde? No veo…

– ¡Ha saltado ahí! Bajad vosotros dos. Nosotros vamos a la calle.

Yo estaba en el suelo, al abrigo de la terraza. Sabía que si salía e intentaba bajar la pendiente hasta una de las calles o casas del cañón quedaría expuesto a mis perseguidores armados. Preferí volverme y subir por la colina, adentrándome en el refugio que la estructura dejaba debajo de la casa. Sabía que había una trinchera cavada en el suelo allí debajo, donde la alcantarilla principal tuvo que ser sustituida después del terremoto. Encima de mí también estaba la trampilla que se abría en el pasillo. La había diseñado durante la reconstrucción de la casa como una vía de escape, y no como una ruta de entrada. Estaba cerrada desde dentro y en ese momento no me servía.

Subí por la colina, encontré la trinchera y rodé a su interior. Tanteé el suelo en busca de un arma, pero sólo había trozos rotos de la antigua alcantarilla. Encontré una astilla triangular que podría servir como arma. Tendría que servir.

Dos hombres descendieron como sombras por los pilares de soporte. La luz de la luna se reflejaba en el acero de sus pistolas. Los reflejos también me mostraron que uno llevaba gafas y me acordé de él por el artículo y la foto de la revista. Se llamaba Bernard Banks, conocido como B. B. King entre los noctámbulos. Lo había visto al irme de Chet's.

Las dos sombras intercambiaron susurros y después se separaron: uno bajó por la colina y el otro, Banks, se mantuvo en su posición. Supuse que sería algún tipo de estrategia táctica para que uno me condujera hacia la pistola del otro.

Desde mi posición Banks era un objetivo fácil iluminado por las luces del cañón. Estaba a cinco metros de mí, pero mi única arma era el trozo de cañería de hierro. Con eso bastaba. Había sobrevivido a más misiones en los túneles de Vietnam de las que podía recordar. En una ocasión había pasado toda la noche en la hierba con el enemigo moviéndose a mi alrededor. Y había trabajado durante más de veinticinco años en las calles de esta ciudad con una placa. Ese chico no era rival para mí. Sabía que ninguno de ellos lo sería.

Cuando Banks se volvió para mirar por la ladera del cañón, me levanté y lancé la astilla de cañería en los arbustos que había a su derecha. Mi improvisada arma hizo un sonido como el de un animal que se movía por la hierba alta. Cuando Banks se volvió y alzó el arma, yo salí de la trinchera y empecé a bajar por la pendiente hacia él, siempre manteniendo uno de los pilares de hierro entre nosotros como protección visual y sonora.

Llegué al pilar y él seguía mirando a los arbustos, en la dirección del sonido. Estaba empezando a comprender la trampa y volviéndose por fin cuando mi puño izquierdo le impactó entre ceja y ceja mientras mi mano de derecha se cerraba en torno a la pistola y ponía un dedo en el gatillo. De hecho había pretendido darle en la boca, pero de todos modos el puñetazo le partió las gafas por la mitad en el puente y lo hizo tambalearse. Yo pivote y le hice girar en un arco de ciento ochenta grados para coger impulso e incrustarle la cabeza en el pilar de soporte. Su cráneo sonó como una sandía al romperse y el pilar de hierro zumbó como un diapasón. Cayó al suelo como una bolsa de ropa mojada.

Me guardé la pistola en la cinturilla de mis pantalones y le di la vuelta. La sangre de su rostro se veía negra a la luz de la luna. Rápidamente le apoyé la espalda en el pilar, levanté sus rodillas y le doblé los brazos encima de ellas. Le hundí la cara en los brazos.

Enseguida oí que su compañero lo llamaba desde más abajo.

– B. B., ¿lo tienes? ¡Eh, Bib!

Me aparté de Banks y retrocedí tres metros hasta los arbustos. Saqué la pistola de mis pantalones. A la luz de la luna no adiviné la marca. Era una pistola de acero negro sin seguro, probablemente una Glock. Entonces me di cuenta de que probablemente era mi propia arma. Debía de ser la que Milton me había colocado debajo del cuello. Banks la había recuperado del cadáver.

Oí que el otro se aproximaba por los arbustos. Venía de mi izquierda y pasaría a un metro y medio de mí cuando se aproximara a Banks. Esperé hasta que lo oí y supe que estaba cerca.

– Banks, ¿qué estás haciendo? Gallina, levántate y…

Se calló al sentir el cañón de la pistola en el cuello.

– Deja la pistola o eres hombre muerto.

Oí que el arma caía al suelo. Con mi mano libre lo agarré por la parte posterior del cuello de la camisa y lo giré para llevarlo debajo de la terraza, donde no podían vernos desde arriba. Ambos estábamos de cara a las luces del cañón y de la autovía que discurría por debajo. Era el cuarto rey, el que en la foto de la revista tenía el trapo al hombro. No recordaba su nombre con el nerviosismo. Había estado sentado en la barra de Chet's con Banks.

– ¿Cómo te llamas, capullo?

– Jimmy Fazio. Oye, yo…

– Cállate.

Se calló. Me acerqué y le susurré al oído.

– Mira las luces. Vas a morir aquí, Jimmy Fazio. Las luces serán la última cosa que veas.

– Por favor…

– ¿Por favor? ¿Eso fue lo que dijo Angella Benton? ¿Te suplicó a ti?

– No, por favor, no. Yo ni siquiera estaba allí.

– Convénceme.

No dijo nada.

– O morirás.

– Yo no fui. Créeme, por favor. Fueron Linus y Vaughn. Fue idea suya y lo hicieron sin discutirlo con los demás. No pudimos pararlo porque no lo sabíamos.

– ¿Sí? ¿Qué más? Estás vivo sólo porque estás hablando.

– Por eso disparamos a Vaughn. Linus dijo que teníamos que hacerlo porque iba a quedarse el dinero y cargarle la muerta a él.

– ¿ Y por qué dispararon a Linus? ¿ Era parte del plan?

Negó con la cabeza.

– Eso no tenía que suceder, pero se nos ocurrió una forma de que funcionara como tapadera para la compra de los clubes.

– Sí, funcionó bien. ¿Y Marty Gessler y Jack Dorsey?

– ¿Quiénes?

Apreté con más fuerza la boca del arma en su cuello.

– No me vengas con hostias. Quiero toda la historia.

– Yo no…

– ¡Faz! Cobarde cabrón.

La voz sonó por encima de nosotros, yo levanté la cabeza y vi el torso de un hombre asomando por encima del borde de la terraza. Tenía los brazos extendidos y sostenía una pistola con las dos manos. Solté a mi cautivo y me escondí a la izquierda cuando sonaron los disparos. Era Oliphant. Gritaba mientras disparaba. Simplemente gritaba como un loco. Toda la zona de refugio que estaba bajo la casa se encendió con los fogonazos de los disparos. Las balas rebotaron en los pilares de hierro. Yo aparecí por el lado de uno de los pilares y le disparé tres veces en rápida sucesión. Su grito cesó y supe que le había alcanzado. Observé mientras él soltaba la pistola, perdía el equilibrio y finalmente se desplomaba seis metros para caer como un fardo en los arbustos.

Busqué a Fazio y lo encontré en el suelo, cerca de Banks. Le habían dado en la parte superior del pecho, pero seguía con vida. Estaba demasiado oscuro para verle los ojos, no obstante, sabía que los tendría abiertos por el pánico, buscando mi ayuda. Le cogí la mandíbula y se la giré para que me mirara.

– ¿Puedes hablar?

– Ah…, duele.

– Sí, sí que duele. Háblame de la agente del FBI. ¿Dónde está? ¿Qué le pasó?

– Ah…

– ¿Quién mató al poli? ¿También fue Linus?

– Linus…

– ¿Eso es un sí? ¿Fue Linus?

No respondió. Lo estaba perdiendo. Le palmeé suavemente las mejillas y luego lo agité por el cuello de la en misa.

– Vamos, tío, no te vayas. ¿Era eso un sí? Fazio, ¿Linus Simonson mató al poli?

Nada. Se había ido. Entonces oí una voz detrás de mí.

– Creo que eso sería un sí.

Me volví. Era Simonson. Había encontrado la trampilla y había salido de la casa por detrás de mí, armado con una escopeta de cañones recortados. Yo me levanté lentamente, dejando mi pistola en el suelo junto al cadáver de Fazio y levantando las manos. Me aparté de Simonson, bajando por la colina.

– Tener polis en nómina siempre es un incordio -dijo-. Tenía que acabar con eso cuanto antes.

Retrocedí otro paso, pero por cada paso que daba, Simonson hacía lo mismo. La escopeta estaba a sólo un metro de distancia. Sabía que no escaparía vivo si intentaba arrebatársela. Lo único que me quedaba era ganar tiempo. Alguien del vecindario tenía que haber oído los disparos y hecho una llamada.

Simonson me apuntó al corazón.

– Me va a encantar hacer esto por Cozy.

– ¿Cozy? -pregunté, aunque ya lo había entendido- ¿Quién coño es Cozy?

– Tú le pegaste un balazo aquel día. Y no sobrevivió.

– ¿Qué le ocurrió?

– ¿Tú qué crees que le ocurrió? Murió en la parte de atrás de la furgoneta.

– ¿Lo enterrasteis? ¿Dónde?

– Yo no. Ese día estaba ocupado, ¿recuerdas? Ellos lo enterraron. A Cozy le gustaban los barcos. Digamos que fue un sepelio en el mar.

Di otro paso atrás, Simonson me siguió. Estaba saliendo de debajo de la terraza. Si los polis aparecían podrían alcanzarle desde arriba.

– ¿Y la agente del FBI? ¿ Qué le pasó a Marty Gessler?

– Verás, ésa es la cuestión. Cuando Dorsey me habló de ella y de cuál era el plan, entonces supe que tenía que morir. O sea que él…

De repente la escopeta apuntó al cielo cuando a Simonson le falló el pie en el que había apoyado su peso. Cayó de espaldas y yo me abalancé sobre él como un animal salvaje. Rodamos y luchamos por el control de la escopeta. El era más joven y más fuerte y rápidamente logró colocarse encima de mí. Pero era un luchador inexperto. Se había concentrado en la lucha más que en simplemente reducir a su oponente.

Yo tenía la mano izquierda en torno al cañón recortado mientras que la otra estaba en el gatillo. Me las arreglé para poner el pulgar en el gatillo detrás de su dedo. Cerré los ojos y me vino una imagen. Las manos de Angella Benton. La imagen de mi recuerdo y de mis sueños. Concentré toda mi fuerza en mi brazo izquierdo. El ángulo de la escopeta cambió. Cerré los ojos y apreté el gatillo con el pulgar. El sonido más ensordecedor que haya oído en mi vida retumbó en mi cabeza con la descarga. Me ardió la cara como si me hubiera quemado. Abrí los ojos y al mirar a Simonson vi que ya no tenía cara.

Rodó de debajo de mí y un sonido inhumano surgió de la pulpa de lo que había sido su rostro. Sus piernas patearon como si estuviera pedaleando en una bicicleta invisible. Rodó adelante y atrás y sus manos se cerraron en puños tan apretados como piedras y luego se detuvo y quedó inmóvil.

Lentamente, me incorporé y registré lo que había sucedido. Me palpé la cara y la descubrí intacta. Me quemaba por los gases de la descarga, pero por lo demás estaba bien. Me zumbaban los oídos y por una vez no escuchaba el omnipresente sonido de la autovía.

Vi un brillo en los arbustos y alcancé el objeto. Era una botella de agua. Estaba llena, cerrada. Me di cuenta de que Simonson había resbalado en la botella de agua que se me había caído unos días antes. Y me había salvado la vida. Abrí el tapón y me tiré agua por la cara, lavando la sangre y aliviando la quemazón.

– ¡No se mueva!

Levanté la mirada y vi a un hombre asomado a la barandilla apuntándome con otra pistola. La luna se reflejó en la placa de su uniforme. Los polis habían llegado por fin. Dejé caer la botella y extendí las manos.

– No se preocupe -dije-. No me voy a mover.

Me heché hacia atrás, con los brazos todavía extendidos. Mi cabeza descansaba en el suelo y metía grandes cantidades de aire en mis pulmones. El zumbido de mis oídos permanecía allí, pero ya podía oír el latido de mi corazón que iba recuperando su cadencia habitual, la cadencia de la vida. Miré a la noche oscura y sagrada, al lugar donde aquellos que no se habían salvado en la tierra esperaban al resto de nosotros allí arriba. Todavía no, pensé. Todavía no.

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