8

Volví a Hollywood y cené tarde en Musso's. Empecé con un martini de vodka Ketel One y seguí con pastel de pollo con guarnición de espinacas a la crema. La combinación era buena, pero no lo bastante para que me olvidara de Lawton Cross y de su situación. Pedí un segundo martini y traté de concentrarme en otras cosas.

No había vuelto a Musso's desde mi fiesta de despedida y echaba de menos el sitio. Tenía la cabeza baja y estaba leyendo y escribiendo algunas notas cuando oí una voz que reconocí en el restaurante. Levanté la cabeza y vi a la capitana LeValley, a la que estaban sentando a una mesa junto con un hombre al que no reconocí. Ella era la responsable de la División de Hollywood, que se encontraba a sólo unas manzanas de allí. Tres días después de que dejé la placa en un cajón de mi escritorio y me fui, ella me llamó para pedirme que reconsiderara mi decisión. Casi me convenció, pero le dije que no. Le pedí que me enviara mis papeles y lo hizo. No vino a mi fiesta de despedida y no habíamos hablado desde entonces.

No me vio y se sentó dándome la espalda en un reservado lo bastante alejado para que yo no pudiera oír su conversación. Me fui por la puerta de atrás sin acabarme mi segundo martini. En el aparcamiento pagué al vigilante y me metí en mi coche, un Mercedes Benz ML55 que había comprado de segunda mano a un tipo que se mudó a Florida. Era la única gran extravagancia que me había permitido después de retirarme. Para mí el 55 significaba 55.000 dólares, porque eso era lo que había pagado por él. Era uno de los grandes todoterrenos más rápidos de la carretera. Aunque no lo había comprado por eso, ni tampoco por el hecho de que tuviera pocos kilómetros. Lo compré porque era negro y me permitía pasar desapercibido. Uno de cada cinco coches de Los Ángeles era un Mercedes, o daba esa impresión. Y uno de cada cinco de ellos era un SUV negro de clase M. Creo que tal vez ya sabía adónde me dirigiría mucho antes de empezar el viaje. Ocho meses antes de necesitarlo había comprado un vehículo que me serviría como detective privado. Tenía velocidad, comodidad, vidrios tintados…, y si mirabas por el retrovisor y veías un automóvil así en Los Ángeles no te llamaba la atención.

Costaba acostumbrarse al Mercedes, tanto en términos de comodidad, como de operaciones de rutina y mantenimiento. De hecho, ya me había quedado dos veces sin gasolina en la carretera. Era uno de los pequeños inconvenientes que conllevaba el hecho de entregar la placa. Durante muchos años fui detective de grado tres, un nivel de supervisor al que correspondía un coche para llevarse a casa. El vehículo era un Ford Crown Victoria modelo policial. Funcionaba como un tanque, tenía asientos de vinilo gastados, suspensión fuerte y un depósito de gasolina más grande que el de fábrica. Nunca necesité cargar combustible cuando estaba trabajando. Y en el garaje de la comisaría llenaban el depósito de manera sistemática. Como ciudadano tenía que aprender otra vez a vigilar la aguja del nivel del depósito. De lo contrario me encontraba sentado en la cuneta.

Cogí el teléfono móvil de la consola central y lo encendí. No es que necesitara demasiado un móvil, pero conservé el que llevaba en el departamento. No sé, tal vez pensaba que alguien de la división me llamaría para pedirme consejo sobre un caso. Durante cuatro meses lo mantuve permanentemente con la batería cargada y encendido a todas horas. Nadie me llamó nunca. Después de quedarme sin gasolina por segunda vez lo conecté al cargador de la consola central del Mercedes y lo dejé allí para la siguiente ocasión que necesitara asistencia en carretera.

En ese momento necesitaba asistencia, aunque no mecánica. Llamé a información y obtuve el número del FBI en Los Ángeles. Marqué el número y pregunté por el agente supervisor de la unidad de robos de bancos. Supuse que la agente que había contactado con Dorsey podría haber trabajado en la unidad que se ocupaba de robos de bancos, porque está era la que con más frecuencia trataba con números de serie de billetes.

Mi llamada fue transferida.

– Núñez.

– ¿Agente Núñez?

– Sí, ¿en qué puedo ayudarle?

Sabía que tratar con un agente supervisor del FBI no sería tan fácil como hacerlo con la secretaria de un magnate del cine. Tenía que ser lo más directo posible con Núñez.

– Sí, me llamo Harry Bosch. Acabo de retirarme del Departamento de Policía de Los Ángeles después de casi treinta años y…

– Enhorabuena -dijo de manera cortante-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Bueno, eso es lo que estoy tratando de explicarle. Hace cuatro años trabajé en un caso de homicidio que estaba relacionado con el robo de una considerable suma de efectivo entre el que había billetes marcados.

– ¿Qué caso?

– Bueno, probablemente no lo reconozca por el nombre del caso, pero era el asesinato de Angella Benton. El asesinato precedió al robo, que se llevó a cabo en un escenario de cine de Hollywood. Tuvo mucha repercusión. Los tipos huyeron con dos millones de dólares. Ochocientos de los billetes de cien estaban marcados.

– Lo recuerdo, pero no lo trabajamos nosotros. No tuvimos nada que…

– Ya lo sé. Como le he dicho, yo trabajé el caso.

– Entonces, siga, ¿en qué puedo ayudarle?

– Después de varios meses de investigación una agente de su oficina contactó con el departamento para informar de una anomalía en los números de los billetes. Había recibido la lista de números de serie porque los enviamos a todas partes.

– ¿Una anomalía? ¿Y eso qué es?

– Una anomalía es una desviación, algo que no…

– Ya sé lo que significa la palabra. ¿De qué anomalía está hablando?

– Oh, disculpe. Esta agente llamó para decir que uno de los números tenía un error de transcripción o que se habían invertido dos cifras, algo así. Pero yo no estoy llamando por eso. Ella dijo que tenía un programa que cruzaba números de serie para este tipo de casos. Creo que era su propio programa, algo que llevaba por su cuenta. ¿Le suena? No el caso, la agente. ¿Recuerda a una agente que tenía ese programa?

– ¿Por qué?

– Bueno, porque he perdido su nombre. De hecho nunca lo tuve porque habló con otro de los investigadores del caso. Pero me gustaría hablar con ella si fuera posible.

– ¿Hablar con ella de qué? Ha dicho que está retirado.

Sabía que terminaríamos ahí, y ése era mi punto débil. No tenía ninguna representatividad. O tienes una placa que te abre todas las puertas o no la tienes. Yo no la tenía.

– Algunos casos no se olvidan, agente Núñez. Yo sigo trabajando en éste. Nadie más lo hace, así que supongo que me ha tocado. ¿Sabe cómo es?

– No, en realidad no. Yo no estoy retirado.

Un capullo de primera. Después de decir eso se quedó en silencio y yo me di cuenta de que estaba enfadándome con ese hombre sin rostro que probablemente trataba de equilibrar un enorme número de casos con una falta de efectivos y recursos. Los Ángeles era la capital mundial de los robos de bancos. Tres al día era la media y el FBI tenía que responder a todos y cada uno de ellos.

– Escuche -dije-. No quiero hacerle perder tiempo. Puede ayudarme o no. O sabe de quién estoy hablando o no.

– Sí, sé de quién está hablando.

Pero entonces se quedó callado. Traté de intentarlo desde otro ángulo. Me lo había reservado porque no estaba seguro de querer que se supiera en algunos círculos lo que estaba haciendo. Pero la visita de Kiz Rider me había dejado claro que eso no iba a lograrlo.

– Mire, ¿ quiere un nombre, alguien que responda por mí? Llame a los detectives de Hollywood y pregunte por la teniente. Se llama Billets y responderá por mí.

Aunque no sabe nada de esto. Por lo que a ella respecta yo estoy tumbado en una hamaca.

– Muy bien. Eso haré. ¿Por qué no vuelve a llamarme? Deme diez minutos.

– De acuerdo, lo haré.

Cerré el móvil y miré el reloj. Eran casi las tres. Arranqué el Mercedes y fui recto hasta Sunset y allí doblé hacia el este. Encendí la radio, pero no me gustaba la música fusión que estaban poniendo. Volví a apagarla. Al cabo de diez minutos aparqué delante de la residencia de jubilados Splendid Age. Cogí el teléfono para llamar a Núñez y sonó en mi mano. Pensé que tal vez Núñez tenía iden-tificador de llamada en su línea y me estaba llamando, pero entonces me acordé de que me habían pasado a su línea. No sabía si podía registrarse al que llamaba después de una transferencia.

– Harry Bosch.

– Harry, soy Jerry.

Jerry Edgar. Era una vuelta al pasado. Primero Kiz Rider y luego Jerry Edgar.

– Jed, ¿cómo estás?

– Estoy bien, tío. ¿Cómo va la vida del jubilado?

– Es muy relajada.

– No parece que estés en la playa, Harry.

Tenía razón. Splendid Age estaba a sólo unos metros de la autovía de Hollywood y el rugido del tráfico siempre estaba presente. Quentin McKinzie me dijo que colocan a los residentes de Splendid Age con pérdida auditiva en las habitaciones del lado oeste, porque están más cerca del ruido.

– La playa no me va. ¿Qué pasa? No me digas que ocho meses después de que me haya ido quieres pedirme consejo en algo.

– No, no es eso. Acabo de recibir una llamada de alguien que quería información sobre ti.

Me sentí inmediatamente avergonzado. Mi orgullo me había empujado a concluir que Edgar me necesitaba para un caso.

– Ah. ¿Era un agente del FBI llamado Núñez?

– Sí, aunque no me dijo de qué se trataba. ¿Estás empezando una nueva carrera, Harry?

– Lo estoy pensando.

– ¿Te sacaste la licencia de privado?

– Sí, hace seis meses, por si acaso. La tengo metida en algún cajón. ¿Qué le has dicho a Núñez? Espero que le hayas dicho que era un hombre de elevada moral y valor.

– Ni hablar. Le dije la verdad, que puede fiarse de Harry Bosch como de un tiburón. -La sonrisa se apreciaba en su voz.

– Gracias, tío. Eres un amigo.

– Sólo pensaba que deberías saberlo. ¿Quieres decirme qué está pasando?

Me quedé un momento en silencio mientras lo pensaba. No quería decirle a Edgar lo que estaba haciendo. No era que no me fiara de él, pero me gustaba ceñirme a la norma de que cuanta menos gente supiera lo que hacías mejor.

– Ahora no, Jed. Llego tarde a una cita y tengo que irme, pero podemos comer juntos un día de éstos. Te contaré toda mi emocionante vida de pensionista.

Casi me reí al decir la última frase y creo que funcionó. Aceptó la invitación, pero me dijo que me volvería a llamar. Sabía por experiencia que era difícil concertar un almuerzo con tiempo cuando trabajabas en homicidios. Lo que ocurriría sería que Jerry Edgar me llamaría el día que tuviera tiempo libre a mediodía. Nos prometimos que nos mantendríamos en contacto y ambos colgamos. Era agradable saber que aparentemente no tenía la misma rabia que Kiz Rider respecto a mi abrupta partida del departamento.

Volví a llamar al FBI y me pasaron con Núñez.

– ¿Ha tenido ocasión de hacer la llamada?

– Sí, pero no estaba. He hablado con su antiguo compañero.

– ¿Rider?

– No, se llamaba Edgar.

– Ah, sí, Jerry. ¿Cómo está?

– No lo sé. No se lo pregunté. Seguro que usted lo ha hecho ahora que acaba de llamarle.

– ¿Perdón?

Me había pillado.

– Ahórrese las tonterías, Bosch. Edgar me ha dicho que se sentía obligado a llamarle para decirle que alguien estaba controlándolo. Le dije que me parecía bien. Le pedí su número para saber que estaba tratando con el auténtico Harry Bosch. Él me lo dio y cuando traté de llamarlo hace un par de minutos comunicaba. Supuse que estaba hablando con Edgar, así que no me hace ninguna gracia su numerito.

Mi vergüenza por haber sido descubierto se transformó en ira. Tal vez fuera el vodka que tenía en el estómago o el machacón recordatorio de que ahora era un simple ciudadano, pero estaba harto de tratar con ese tío.

– Es usted un gran investigador -dije al teléfono-. Una mente detectivesca brillante. Dígame, ¿la usa alguna vez en sus casos o se reserva el talento para tocar las pelotas de la gente que trata de hacer algo en este mundo?

– Tengo que tener cuidado de a quién le doy la información. Eso lo entiende.

– Sí, eso lo entiendo. También entiendo por qué las agencias del orden funcionan tan bien como el tráfico en esta ciudad.

– Eh, Bosch, vayase a la mierda.

Sacudí la cabeza frustrado. No sabía si la había cagado o si nunca iba a obtener información de ese tipo.

– Así que ése es su numerito, ¿eh? Le molesta que actúe, pero usted también ha estado actuando todo el tiempo. Nunca ha pensado darme el nombre, ¿verdad?

No respondió.

– Es sólo un nombre, Núñez. No hay para tanto.

El agente siguió sin decir nada.

– Bueno, le diré qué. Tiene mi nombre y mi número. Y creo que sabe de qué agente estoy hablando. Así que pregúntele a ella y deje que ella decida. Dele mi nombre y mi número. No me importa lo que opine de mí, Núñez. Le debe a su compañera dejar que lo decida ella. Como Edgar. Él estaba obligado y usted también.

Eso era todo. Era mi jugada. Esperé en silencio, esta vez decidido a no hablar hasta que lo hiciera Núñez.

– Mire, Bosch, le diría que ha llamado preguntando por ella. Se lo habría dicho antes incluso de hablar con Edgar, pero las obligaciones no van más allá. La agente por la que me ha preguntado ya no está por aquí.

– ¿Qué quiere decir con que no está por aquí? ¿Dónde está?

Núñez no dijo nada. Me senté más erguido y sin querer toqué el volante con el codo e hice sonar el claxon. Recordé algo acerca de una agente en las noticias. No era un recuerdo nítido.

– Núñez, ¿está muerta?

– Bosch, esto no me gusta. No me gusta tener una conversación por teléfono con alguien a quien no he visto nunca. ¿Por qué no viene y tal vez podamos hablar de esto?

– ¿Tal vez?

– No se preocupe, hablaremos. ¿Cuándo puede venir? En el reloj del salpicadero eran las tres y cinco. Miré a la puerta de entrada de la residencia de jubilados.

– A las cuatro.

– Aquí estaremos.

Cerré el teléfono y me quedé sentado sin moverme durante un buen rato, tratando de recordar. Estaba ahí mismo, pero no lograba alcanzarlo.

Volví a abrir el teléfono. No tenía mi agenda de teléfonos, y números que antes sabía de memoria se me habían borrado de la mente en los últimos ocho meses como si los hubiera escrito sobre la arena de la playa. Llamé a información y me dieron el teléfono de la sala de redacción del Times. A continuación me pasaron con Keisha Russell. Ella me recordaba como si no hubiera dejado nunca el departamento. Habíamos mantenido una buena relación. Yo le había proporcionado un buen número de exclusivas a lo largo de los años y ella me había devuelto el favor ayudándome con búsquedas de artículos y publicando algunas historias cuando podía. El caso de Angella Benton había sido uno en los que no había podido.

– Harry Bosch -dijo-. ¿Cómo estás?

Me fijé en que su acento de Jamaica casi había desaparecido por completo. No lo noté. Me pregunté si era un hecho intencionado o sólo el producto de vivir diez años en el llamado crisol de culturas.

– Estoy bien. ¿Sigues en la brecha?

– Claro, algunas cosas no cambian nunca.

Ella me había contado en una ocasión que los artículos de polis eran una puerta de entrada en el periodismo, pero ella nunca había querido dejarlo. Pensaba que ascender para cubrir el ayuntamiento o las elecciones o casi cualquier otra cosa sería terminalmente aburrido comparado con escribir historias acerca de la vida y la muerte y el crimen y sus consecuencias. Era buena, y también concienzuda y precisa. Tanto que la había invitado a mi fiesta de despedida del departamento. Era una rareza que un intruso de cualquier tipo, y menos un periodista, mereciera tal invitación.

– No como tú, Harry Bosch. Pensaba que estarías siempre en la División de Hollywood. Ha pasado casi un año y todavía no puedo creerlo. ¿Sabes?, marqué tu número por costumbre hace unos meses y me contestó una voz extraña y tuve que colgar.

– ¿Quién era?

– Perkins. Lo trajeron de automóviles.

No me había mantenido al día. No sabía quién había ocupado mi lugar. Perkins era bueno, pero no lo suficiente. Eso no se le dije a Russell.

– ¿Entonces qué pasa contigo, moni

De cuando en cuando recuperaba el acento y la chachara. Era su forma de establecer una transición para llegar al motivo de la llamada.

– Parece que estás ocupada.

– Un poco.

– Entonces no te molestaré.

– No, no, no. No molestas. ¿Qué puedo hacer por ti, Harry? No estás trabajando en un caso, ¿verdad? ¿Estás de privado?

– Nada de eso. Sólo tenía curiosidad por algo, pero puede esperar. Ya te llamaré después, Keisha. -¡Espera, Harry!

– ¿Estás segura?

– No estoy tan ocupada para un viejo amigo. ¿Cuál es tu curiosidad?

– Me estaba preguntando… ¿Recuerdas que hace un tiempo hubo una mujer del FBI que desapareció en el valle? Creo que fue en el valle. La última vez que la vieron conducía hacia casa desde…

– Martha Gessler.

El nombre bastó para que lo recordara todo.

– Sí, eso es. ¿Qué pasó con ella, lo sabes?

– Por lo que yo sé sigue desaparecida en acción, supuestamente muerta.

– ¿No ha habido nada sobre ella últimamente? Me refiero a algún artículo.

– No, porque lo habría escrito yo, y no he escrito sobre ella en, eh…, dos años al menos.

– Dos años. ¿Fue entonces cuando ocurrió?

– No, más bien tres. Creo que hice un artículo de un año después. Una puesta al día. Ésa fue la última vez que escribí sobre ella. Pero gracias por recordármelo. Puede ser momento de echar otro vistazo.

– Eh, si lo haces, espera unos días, ¿vale?

– O sea que estás trabajando en algo, Harry.

– Más o menos. No sé si está relacionado con Martha Gessler o no. Pero dame la semana que viene, ¿vale?

– No hay problema si juegas limpio y vienes a hablar conmigo entonces.

– Vale, llámame. Mientras tanto, ¿puedes sacarme los recortes de aquel caso? Me gustaría leer lo que escribiste entonces.

Creo que todavía lo llamaban sacar los recortes, aunque ya todo estaba en el ordenador y los recortes de periódico eran cosa del pasado.

– Claro que puedo hacerlo. ¿Tienes fax o mail?.

No tenía ni una cosa ni la otra.

– Tal vez simplemente podrías mandármelos por correo. Por correo normal, quiero decir. La oí reír.

– Harry, así nunca serás un detective privado moderno. Apuesto a que lo único que tienes es una gabardina.

– Tengo un móvil.

– Bueno, ya es algo.

Sonreí y le di mi dirección. Ella dijo que los recortes saldrían en el correo de la tarde. Me pidió el número del móvil para poder llamarme la semana siguiente y también se lo dije.

Le di las gracias y cerré el teléfono. Me quedé sentado allí un momento, recapitulando. Me había interesado por el caso de Martha Gessler en su día. No la conocía, pero mi ex esposa sí. Habían trabajado juntas en la unidad de robos muchos años antes. Su desaparición fue noticia durante varios días, después los artículos se hicieron más esporádicos hasta que desaparecieron por completo. Me había olvidado de ella hasta ese momento.

Noté una quemazón en el pecho y sabía que no era por el martini del mediodía. Sentí que me estaba acercando a algo. Como cuando un niño no puede ver algo en la oscuridad, pero de todos modos está seguro de que está ahí.

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