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Ya amanecía cuando llegué a mi casa. El lugar seguía siendo un enjambre de actividad policial y periodística. No me permitieron entrar. La casa y el cañón conformaban una gran escena del crimen y como tal habían ordenado custodiarla. Me dijeron que volviera a intentarlo al día siguiente, o al otro. Ni siquiera iban a dejarme pasar a buscar mi ropa ni ninguna otra pertenencia. Era estrictamente persona non grata y me pidieron que me mantuviera alejado. La única concesión que obtuve fue acceder a mi coche. Dos policías de uniforme -Hurwitz y Swanny, que habían conseguido quedarse con las preciadas horas extras- me abrieron paso a través de los policías y los vehículos de la prensa y yo salí marcha atrás de la cochera y me alejé en el Mercedes.

El subidón de adrenalina que había acompañado a mi experiencia cercana a la muerte de la noche ya había desaparecido hacía mucho. Estaba exhausto y no tenía ningún sitio adonde ir. Conduje sin rumbo fijo por Mulholland hasta que llegué a Laurel Canyon Boulevard y giré a la derecha para adentrarme en el valle de San Fernando.

Empezaba a tener una idea de adonde dirigirme, pero era demasiado temprano. Cuando llegué a Ventura volví a doblar a la derecha y aparqué en el estacionamiento de Dupar's. Decidí que necesitaba algo de alto octanaje. Café y crepés cumplirían con ese requisito. Antes de salir del coche, saqué el móvil y lo encendí. Llamé a los números de Janis Langwiser y Sandor Szatmari, pero no obtuve respuesta. Les dejé mensajes de que la reunión de la mañana se había cancelado por circunstancias que escapaban a mi control.

La pantalla del teléfono mostraba que tenía mensajes. Llamé para recogerlos y escuché cuatro mensajes dejados durante la noche por Keisha Russell, la periodista del Times. Empezaba muy tranquila y se interesaba por mi estado. Quería hablar conmigo en cuanto me fuera posible para asegurarse de que estaba bien. Al tercer mensaje, su voz había adquirido una urgencia muy aguda, y en el cuarto me exigía que cumpliera con mi promesa de hablar con ella si ocurría algo en lo que estaba trabajando.

«Ahora es obvio que algo ha ocurrido, Harry. Hay cuatro cadáveres en Woodrow Wilson. Llámame como me prometiste.»

– Sí, cielo -dije mientras borraba el mensaje.

El último mensaje era de Alexander Taylor, el rey de las taquillas. Había un tono autoritario en su voz. Quería saber que la historia era suya.

– Señor Bosch, le he visto en todos los telediarios. Supongo que este feo asunto de anoche en la colina está relacionado con el robo en el rodaje de mi película. Había cuatro atracadores y en las noticias han dicho que hay cuatro cadáveres en su propiedad. Quiero que sepa que la oferta sigue en pie. Pero la doblo. Cien mil por una opción por la historia. Estoy dispuesto a negociar en cuanto me devuelva la llamada. Le daré el número privado de mi asistente. Llámeme. Le estaré esperando.

Dijo el número, pero no me molesté en anotarlo. Pensé en el dinero durante cinco segundos antes de borrar el mensaje y cerrar el teléfono.

Mientras entraba en el restaurante pensé en lo que constituían circunstancias que escapaban a mi control y en lo que Lindell había dicho al final del interrogatorio de North Hollywood. Pensé en luchar contra monstruos y en lo que se había dicho de mí en el pasado y también en lo que yo le había dicho a Peoples en el restaurante sólo unas noches antes. Me pregunté si un sutil resbalón en el abismo era distinto de la zambullida de Milton.

Sabía que tendría que pensar en ello y en los motivos que se ocultaban tras mis acciones de las últimas diez horas. Pero enseguida decidí que eso tendría que esperar. Todavía quedaba un misterio por resolver y en cuanto recuperara fuerzas iba a ir tras él.

Me senté en la barra y pedí el especial número dos sin mirar el menú. Una camarera de caderas anchas me sirvió café y estaba a punto de llevar el pedido a la ventana de la cocina cuando alguien se sentó en el taburete de al lado y dijo:

– Yo también tomaré café.

Reconocí la voz y vi a Keisha Russell sonriéndome mientras dejaba el bolso en el suelo entre nosotros. Me había seguido desde la colina.

– Debería haberlo imaginado.

– Harry, si no quieres que te sigan lo único que has de hacer es devolver las llamadas.

– Hace sólo cinco minutos que he recibido tus cuatro mensajes, Keisha.

– Bueno, ahora ya no hace falta que me llames.

– No voy a hablar contigo todavía.

– Harry, tu casa parece un campo de batalla. Hay cadáveres por todas partes, ¿estás bien?

– Estoy aquí sentado, ¿no? Estoy bien, pero todavía no puedo hablar contigo. No sé cómo va a funcionar esto y no voy a decir nada que aparezca en el periódico y pueda contradecir la versión oficial. Eso sería un suicidio.

– ¿Insinúas que no quieres decirme la verdad por si acaso lo que ellos hacen público no lo es?

– Keisha, me conoces. Hablaré contigo cuando pueda. ¿Por qué ahora no me dejas que me tome el café y que desayune en paz?

– Contesta sólo una pregunta. Ni siquiera es una pregunta. Sólo confírmame que lo que ha ocurrido allí arriba está relacionado con la llamada que me hiciste. Con Martha Gessler.

Sacudí la cabeza con frustración. Sabía que no iba a poder sacármela de encima sin darle algo.

– De hecho, no puedo confirmarlo y es la verdad. Pero, mira, si te doy algo que te ayudará, ¿me dejarás en paz hasta que llegue el momento en que pueda hablarte?

Antes de que ella respondiera, la camarera deslizó una bandeja delante de mí. Miré una pequeña pila de crepés con mantequilla con un huevo frito y dos lonchas de beicon que formaban una equis en la parte superior. Después dejó una jarrita de jarabe de arce. La cogí y empecé a regar todo con el jarabe.

– ¡Dios mío! -exclamó Russell-. Si te comes eso no estoy segura de que podamos volver a hablar. Te vas a matar, Harry.

Miré a la camarera que estaba de pie delante de mí preparando la cuenta, le dediqué una sonrisa de «qué le vamos a hacer» y me encogí de hombros.

– ¿Va a pagar el café de la señorita? -preguntó.

– Por supuesto.

Dejó la nota en el mostrador y se alejó. Miré a Russell.

– ¿Por qué no lo dices más alto la próxima vez?

– Lo siento, Harry, pero no quiero que te pongas gordo y viejo y desagradable. Eres mi colega. No quiero que te mueras.

Veía a través de todo eso. Ocultaba sus motivos con la misma sutileza con que las camareras que había visto la noche anterior ocultaban sus pezones.

– Si te doy algo, ¿me dejarás en paz?

Ella tomó un sorbo de café y sonrió.

– Trato hecho.

– Saca los artículos del caso de Angella Benton.

Ella entrecerró los ojos. No lo recordaba.

– Al principio no hicisteis mucho caso, pero después explotó cuando se relacionó con el golpe en el rodaje de Selma. Eidolon Productions, ¿te suena?

Casi se cayó del taburete.

– ¿Estás de broma? -dijo en voz demasiado alta-. ¿Los cuatro del suelo son esos tipos?

– No exactamente. Tres son de esos tipos. Más el que se llevaron al hospital.

– Entonces ¿quién es el cuarto?

– Te estoy dando lo que te estoy dando, Keisha. Ahora voy a comer.

Me volví hacia mi bandeja y empecé a cortar mi comida.

– Esto es genial -dijo ella-. Esto va a ser gordo.

Como si cuatro cadáveres en el paso de Cahuenga no fuera importante de por sí. Di el primer mordisco y el jarabe me golpeó como una bala de azúcar.

– Fantástico -dije.

Ella se agachó a por su bolso y empezó a levantarse.

– Tengo que irme, Harry. Gracias por el café.

– Una última cosa.

Di otro mordisco y me volví hacia ella y empecé a hablar con la boca llena.

– Mira el Los Ángeles Magazine de hace siete semanas. Publicaron un artículo sobre esos cuatro tipos que son dueños de los bares más in de Hollywood. Los llamaban los noctámbulos. Échale un vistazo.

Sus ojos se abrieron como platos.

– Estás de broma.

– No, compruébalo.

Ella se inclinó y me besó en la mejilla. Nunca lo había hecho antes, cuando yo llevaba placa.

– Gracias, Harry. Te llamaré.

– No me cabe duda.

Observé cómo atravesaba rápidamente el restaurante hasta la salida. Volví a concentrarme en mi bandeja. El huevo estaba medio crudo y al cortarlo lo había destrozado, pero en ese momento sabía mejor que nada que hubiera comido antes.

Por fin a solas, consideré la pregunta que Kiz Rider había planteado durante el interrogatorio acerca de que el modus operandi de la desaparición de Marty Gessler era muy distinto al de la masacre de Nat's. Ya estaba seguro de que Kiz tenía razón. Los crímenes habían sido planeados, si no perpetrados, por personas diferentes.

– Dorsey -dije en voz alta.

Quizá demasiado alta. Un hombre situado a tres taburetes se volvió y se puso a observarme hasta que yo le sostuve la mirada y le obligué a que se fijara de nuevo en su taza de café.

La mayoría de mis registros y notas estaban en la casa y no tenía acceso a ellos. Tenía el expediente del caso de asesinato en el Mercedes, pero no contenía nada acerca de Gessler. Repasé en mi memoria los detalles de la desaparición de la agente del FBI. El coche dejado en el aeropuerto. El uso de su tarjeta de crédito cerca del desierto para comprar más gasolina que la que podía cargar el coche de la agente del FBI. Traté de encajar esos hechos bajo el nuevo titular de Dorsey. Era difícil hacerlo funcionar. Dorsey había estado trabajando en crímenes desde un lado de la ley durante casi treinta años. Era demasiado listo y había visto demasiado para dejar una pista así.

Pero cuando terminé mi bandeja pensé en algo. Algo que funcionaba. Miré en torno para asegurarme de que ni el hombre situado a tres taburetes de distancia ni nadie más me estaba mirando. Vertí un poco más de jarabe en mi bandeja y después hundí el tenedor y me lo comí. Estaba a punto de hundirlo otra vez cuando las anchas caderas de la camarera aparecieron delante de mí.

– ¿Ha terminado?

– Ah, sí, claro. Gracias.

– ¿Más café?

– ¿Puede darme uno para llevar?

– Por supuesto.

Ella se llevó mi bandeja y mi jarabe. Pensé en mis siguientes movimientos hasta que ella volvió con el café y corrigió mi cuenta. Dejé dos dólares sobre la barra y me llevé la factura a la caja, donde me fijé en que vendían frascos de jarabe del restaurante. La cajera reparó en mi mirada.

– ¿Quiere llevarse una botella de jarabe?

Estuve tentado, pero decidí conformarme con el café.

– No, creo que ya he tenido bastante dulzura por hoy. Gracias.

– Necesita dulzura. El mundo es muy amargo.

Coincidí con ella, y me fui con mi taza de café. De nuevo en el coche, abrí el teléfono y llamé al móvil de Roy Lindell.

– ¿Sí?

– Soy Bosch. ¿Todavía hablas conmigo?

– ¿Qué quieres? ¿Que me disculpe? Jódete porque no voy a hacerlo.

– No, puedo vivir sin que te disculpes conmigo, Roy. Así que jódete tú también. Quiero saber si todavía quieres encontrarla.

No había necesidad de usar un nombre.

– ¿Tú que crees, Bosch?

– Bien.

Pensé un momento en cuál sería la mejor forma de proceder.

– Bosch, ¿sigues ahí?

– Sí, escucha. Ahora voy a ver a alguien. ¿Puedes reunirte conmigo dentro de dos horas?

– Dos horas. ¿Dónde?

– ¿Sabes dónde está el cañón de Bronson?

– Encima de Hollywood, ¿no?

– Sí, en Griffith Park. Reúnete conmigo en la entrada del cañón. Dentro de dos horas. Si no estás, no te esperaré.

– ¿Qué pasa ahí? ¿Qué es lo que tienes?

– Ahora mismo sólo una corazonada. ¿Vas a venir conmigo?

Hubo una pausa.

– Allí estaré, Bosch. ¿Qué tengo que llevar?

Buena pregunta. Traté de pensar en qué necesitaríamos.

– Trae linternas y una cizalla. Supongo que también hará falta una pala, Roy.

Eso le hizo detenerse antes de que contestara.

– ¿Qué traerás tú?

– Creo que por ahora sólo mi corazonada.

– ¿Dónde iremos allí arriba?

– Te lo contaré cuando te vea. Te lo enseñaré.

Cerré el teléfono.

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