A mitad de camino de Westwood dejé de hablar con ellos. Era inútil y lo sabía, pero había pasado veinte minutos azuzándolos primero con preguntas y luego con amenazas veladas. Dijera lo que dijera no había respuesta. Cuando finalmente llegamos al edificio federal, aparcaron en el garaje subterráneo y a mí me sacaron del coche y me metieron en un ascensor en el que ponía «Exclusivo Transporte de Seguridad». Uno de los agentes puso una tarjeta en la ranura del panel de control y pulsó el botón número 9. Cuando el cubo de acero inoxidable se elevó, pensé en lo bajo que había caído desde el momento en que llevaba una placa. No tenía ningún derecho para esos hombres. Ellos eran agentes y yo no era nada. Podían hacer conmigo lo que quisieran y todos lo sabíamos.
– No siento los dedos -me quejé-. Las esposas están demasiado apretadas.
– ¡Qué bien! -dijo uno de los agentes, sus primeras palabras de la tarde para mí.
Las puertas se abrieron y cada uno de ellos me agarró por un brazo antes de empujarme por el pasillo. Llegamos a una puerta que un agente abrió con la tarjeta magnética, y después recorrimos un pasillo hasta otra puerta, ésta con una cerradura de combinación.
– Date la vuelta -dijo un agente.
– ¿Qué?
– De espaldas a la puerta.
Seguí las instrucciones y me dieron la vuelta mientras otro agente tecleaba la combinación. Pasamos y me condujeron a un pasillo escasamente iluminado lleno de puertas con pequeñas ventanas cuadradas a la altura de la cabeza. Primero pensé que eran salas de interrogatorios, pero entonces me di cuenta de que había demasiadas. Eran celdas. Volví la cabeza para mirar por algunas de esas ventanas mientras pasábamos y en dos de ellas vi a hombres que me devolvían la mirada. Tenían la piel oscura y parecían originarios de Oriente Próximo. Llevaban barbas descuidadas. En una tercera ventana vi a un hombre pequeño, cuyos ojos apenas llegaban a la parte inferior de la ventanilla. Tenía el pelo rubio decolorado con medio centímetro negro en las raíces. Lo reconocí por la foto que había visto en el ordenador de la biblioteca: Mousouwa Aziz.
Nos detuvimos delante de una puerta con el número 29 y alguien que quedaba fuera de mi campo de visión la abrió electrónicamente. Uno de los agentes entró detrás de mí y oí que movía una llave en las esposas. Ya no era capaz de sentirlo. Enseguida mis muñecas estuvieron libres y yo coloqué las manos delante para poder frotarlas y recuperar la circulación sanguínea. Estaban blancas como el jabón, y tenía una circunferencia de color rojo intenso en cada una de las muñecas. Siempre había creído que esposar a un sospechoso demasiado fuerte era una estupidez. Lo mismo que golpear la cabeza de un custodiado en el marco de la puerta del coche. Fácil de hacer, fácil de escapar impune, pero no dejaba de ser un movimiento estúpido, un acto de matón propio de un chico al que le complace meterse con los niños más pequeños en el patio de la escuela.
Mientras la sensación de cosquilleo empezaba a abrirse camino en mis manos, una sensación ardiente de ira se levantaba detrás de mis ojos, nublando mi visión con una negrura aterciopelada. En esa oscuridad había una voz que me urgía a vengarme. Conseguí no escucharla. Todo es una cuestión de poder y de cuándo usarlo. Esos tipos todavía no lo sabían.
Una mano me empujó al interior de la celda y yo involuntariamente me resistí. No quería entrar ahí. Entonces recibí una fuerte patada debajo de mi rodilla izquierda que me dobló la pierna y fui impulsado por un brazo rígido en mi espalda. Atravesé la pequeña celda cuadrada hasta la pared opuesta y tuve que poner las manos para frenarme.
– Ponte cómodo, gilipollas -dijo el agente a mi espalda.
La puerta se cerró antes de que yo pudiera decir nada. Me quedé allí de pie, mirando al cuadrado de cristal y dándome cuenta de que los otros prisioneros que había visto en el pasillo se estaban mirando a sí mismos. El cristal era de espejo.
Instintivamente supe que el agente que me había dado una patada y me había empujado estaba en el otro lado, mirándome. Le saludé con la cabeza, enviándole el mensaje de que no lo olvidaría. Probablemente él se estaba riendo en el otro lado.
La luz de la habitación permanecía encendida. Finalmente me alejé de la puerta y miré en torno a mí. Había un colchón de dos centímetros de grosor en lo que parecía un estante que sobresalía de la pared. En la pared opuesta había una combinación de lavabo e inodoro. Nada más, salvo una caja de acero en una de las esquinas superiores con un cuadrado de cinco centímetros, detrás de la cual vi la lente de una cámara. Me estaban observando. Aunque usara el inodoro me iban a estar observando.
Miré mi reloj, pero no había reloj. De algún modo me lo habían quitado, probablemente cuando me quitaron las esposas, y tenía las muñecas tan entumecidas que no me di cuenta del robo.
Ocupé lo que creí que fue la primera hora de mi encarcelamiento paseando por el reducido espacio y tratando de mantener mi rabia aguda, pero bajo control. Caminaba sin seguir otra pauta que la de usar todo el espacio, y cuando llegaba a la esquina donde estaba la cámara levantaba el dedo corazón de la mano izquierda. Cada vez.
En la segunda hora me senté en el colchón, decidido a no agotarme con el paseo y tratando de no perder la noción del tiempo. Ocasionalmente todavía alzaba el dedo a la cámara, normalmente sin siquiera molestarme en mirar mientras lo hacía. Empecé a pensar en historias de salas de interrogatorios para pasar el rato. Recordé a un tipo al que habíamos llevado como sospechoso en un caso que incluía un robo de droga. Nuestro plan era que sudara un poco antes de entrar en la sala para tratar de que confesara. Pero al poco de que lo metimos en la sala se quitó los pantalones, se anudó las perneras en el cuello y trató de colgarse del aplique de luz del techo. Llegaron a tiempo de salvarlo. Protestó diciendo que prefería ahorcarse a quedarse una hora más en la sala. Sólo llevaba allí veinte minutos.
Empecé a reírme para mis adentros y entonces recordé otra historia que no tenía ninguna gracia. Un hombre que era un testigo periférico de un asalto a mano armada fue puesto en la sala e interrogado acerca de lo que había visto. Era un viernes muy tarde. El testigo era un ilegal y estaba aterrorizado, pero no era un sospechoso y enviarlo de vuelta a México habría supuesto demasiadas llamadas de teléfono y demasiada burocracia. Lo único que quería el detective era información. Sin embargo, antes de obtenerla llamaron al detective y éste salió de la sala. Le dijo al hombre que se quedara allí que enseguida volvía. Pero nunca volvió. Nuevos acontecimientos del caso lo llevaron a la calle y no tardó en olvidarse del testigo. El domingo por la mañana otro detective que había entrado para ponerse al día con la burocracia oyó un ruido y al abrir la sala de interrogatorios se encontró con que el testigo seguía allí. Había sacado vasos vacíos de plástico de la papelera y los había llenado con orina durante el fin de semana. Pero tal y como le habían dicho nunca salió de la sala de interrogatorios.
Recordarlo me deprimió. Al cabo de un rato, me quité la cazadora y me tendí en el colchón. Me tape la cara con la cazadora para tratar de bloquear la luz. Intenté dar la impresión de que estaba durmiendo, de que no me importaba lo que me estaban haciendo. Pero no estaba durmiendo y probablemente ellos lo sabían. Lo había visto todo antes, cuando estaba al otro lado del cristal.
Al final, traté de concentrarme en el caso, revisando mentalmente los últimos hechos y tratando de ver cómo encajaban. ¿Por qué había intervenido el FBI? ¿Porque me había hecho con una copia del expediente de Lawton Cross? Me parecía improbable. Decidí que había pinchado en hueso en la biblioteca al mirar los artículos de Mousouwa Aziz. Habían hablado con la bibliotecaria o revisado el ordenador; las nuevas leyes les autorizaban a hacerlo. Eso fue lo que los hizo saltar. Eso era lo que querían saber de mí.
Después de lo que supuse que eran cuatro horas en la jaula, la puerta se abrió con un zumbido electrónico. Me quité la cazadora de la cara y me incorporé justo cuando entraba un agente al que no había visto antes. Llevaba una carpeta y una taza de café. El agente al que conocía como Parenting Today estaba de pie detrás de él, con una silla de aluminio.
– No se levante -dijo el primer agente.
Me levanté de todos modos.
– ¿Qué coño es…?
– He dicho que no se levante. Siéntese o me voy y volvemos a intentarlo mañana.
Dudé un momento, sosteniendo mi pose de hombre enfadado, pero enseguida me senté en el colchón. Parenting Today dejó la silla justo en el interior de la celda y luego salió y cerró la puerta. El agente que quedaba se sentó y dejó su café humeante en el suelo. El aroma llenó la sala.
– Soy el agente especial John Peoples del FBI.
– Me alegro por usted. ¿Qué estoy haciendo aquí?
– Está aquí porque no escucha.
Me miró para asegurarse de que hacía precisamente lo que él decía que no hacía. Tenía mi edad, quizá un poco más. Conservaba todo el pelo y lo llevaba ligeramente largo para los criterios del FBI. Supuse que no era una elección de estilo, sino que estaba demasiado ocupado para cortárselo.
La clave eran sus ojos. Cada rostro tiene un rasgo magnético, algo que te atrae. Una nariz, una cicatriz, una barbilla partida. Con Peoples todo te atraía a aquellos ojos hundidos y oscuros. Eran ojos de preocupación, guardaban un pesado secreto.
– Le advirtieron que no se metiera, señor Bosch -dijo-. Le dijeron de manera muy explícita que se olvidara de este asunto y aun así aquí estamos.
– ¿Puede responderme a una pregunta?
– Puedo intentarlo. Si no está clasificada.
– ¿Mi reloj está clasificado? ¿Dónde está mi reloj? Me lo regalaron cuando me retiré y quiero recuperarlo.
– Señor Bosch, olvídese de su reloj por el momento. Estoy tratando de meterle algo en esa cabeza dura suya, pero usted se resiste, ¿no?
Extendió el brazo para coger el café y tomó un sorbo. Hizo una mueca cuando le quemó en la boca. Volvió a dejar la taza en el suelo.
– Aquí hay en juego cosas más importantes que su pequeña investigación y su reloj de cien dólares.
Puse cara de sorpresa.
– ¿De verdad cree que eso es todo lo que se gastaron después de tantos años?
Peoples puso ceño y negó con la cabeza.
– No nos está ayudando, señor Bosch. Está comprometiendo una investigación que es vitalmente significativa para este país y lo único que quiere es mostrar lo listo que es.
– Es la perorata de la seguridad nacional, ¿no? ¿Es eso? Bueno, agente especial Peoples, la próxima vez puede ahorrársela. Yo no considero que una investigación de asesinato no sea importante. Cuando se trata de un asesinato no hay compromisos.
Peoples se levantó y caminó hacia mí hasta que me estuvo mirando desde arriba. Se inclinó sobre la cama, y puso la mano en la pared para apoyarse.
– Hyeronimus Bosch -gritó, de hecho pronunciándolo correctamente-. ¡Se está entrometiendo! ¡Está conduciendo en dirección contraria! ¿Lo entiende?
Después se volvió y se sentó de nuevo en su silla. Casi me reí de la actuación y por un momento pensé que no se daba cuenta de que había pasado veinticinco años trabajando en salas como ésa.
– ¿Me está entendiendo? -dijo Peoples de nuevo con voz calmada-. Usted no es policía. No lleva placa. No tiene ningún respaldo, ningún caso. No tiene autoridad.
– Esto era un país libre. Antes era autoridad suficiente.
– Ya no es el mismo país. Las cosas han cambiado. -Presentó el expediente que tenía en la mano-. El asesinato de esta mujer es importante. Por supuesto que lo es. Pero hay otras cosas en juego. Cuestiones más importantes. Debe apartarse, señor Bosch. Esta es la última advertencia. Déjelo. O nos encargaremos nosotros. Y no le va a gustar.
– Apuesto a que terminaría aquí. ¿Sí? Con Mouse y los demás. Los otros combatientes enemigos. ¿No es así como los llaman? ¿Alguien sabe que existe este sitio, agente Peoples? ¿Alguien de fuera de su pequeña brigada TV?
Pareció momentáneamente desconcertado por el hecho de que conociera el término y lo usara.
– He reconocido a Mouse al entrar. Estaba mirando escaparates.
– ¿Y a partir de eso sabe lo que ocurre aquí?
– Usted es el jefe. Es obvio y está bien. Pero ¿qué pasa si fue él quien mató a Angella Benton? ¿Y si mató al vigilante de seguridad del banco? ¿Y si también mató a una agente del FBI? ¿No le preocupa lo que le ocurrió a Martha Gessler? Era una de los suyos. ¿Tanto ha cambiado el mundo? ¿Una agente especial ya no es especial con estas nuevas normas suyas? ¿O el argumento cambia según conviene? ¿Soy un combatiente enemigo, agente Peoples?
Vi que esto le dolió. Mis palabras abrieron una vieja herida, o un viejo debate. Pero enseguida puso cara de determinación. Abrió el expediente que tenía en las manos y sacó el texto que había imprimido en la biblioteca. Vi la cara de Aziz.
– ¿Cómo supo de esto? ¿Cómo hizo esta conexión?
– Por ustedes.
– ¿De qué está hablando? ¿Nadie de aquí le diría que…?
– No tuvieron que hacerlo. Vi a su hombre siguiéndome en la biblioteca. Tome nota, no es tan bueno. Dígale que la próxima vez pruebe con Sports Illustrated. Sabía que estaba pasando algo, así que busqué en los archivos del periódico y salió eso. Lo imprimí, porque sabía que les sonrojaría. Y lo hizo. Son muy previsibles.
»E1 caso es que después vi a Mouse cuando me estaban entrando aquí y até cabos. El dinero del robo estaba bajo el asiento de su coche cuando lo detuvieron. Pero no les importó eso, ni tampoco los dos o tal vez tres asesinatos relacionados con eso. Lo único que querían era saber adónde iba el dinero. Y no querían que se entrometiera algo tan insignificante como la justicia para los muertos.
Peoples poco a poco volvió a poner el artículo impreso en la carpeta. Vi que le cambiaba la cara, que se le ponía más oscura en torno a los ojos. Había pinchado el nervio.
– No tiene ni idea de cómo es el mundo ni de lo que estamos haciendo aquí -dijo-. Puede estar sentado y ser petulante y hablar de sus ideas de justicia, pero no tiene ni idea de lo que pasa en el mundo.
Respondí con una sonrisa. Mis palabras salieron después.
– Puede guardarse ese discurso para los políticos que cambian las reglas para ustedes hasta que ya no hay más reglas. Hasta que algo como la justicia para una mujer asesinada y violada no añade nada a la ecuación. Eso es lo que pasa en el mundo.
Peoples se inclinó hacia delante. Estaba a punto de sincerarse y quería asegurarse bien de que lo entendía.
– ¿Sabe adónde iba Aziz con ese dinero? No lo sabemos, pero puedo decirle adonde creo que iba. A un campo de entrenamiento. A un campo de entrenamiento terrorista. Y no estoy hablando de Afganistán. Estoy hablando de un lugar a menos de doscientos kilómetros de nuestra frontera. Un lugar donde entrenan a gente para que nos mate. En nuestros edificios, en nuestros aviones. Mientras dormimos. Los entrenan para cruzar esa frontera y matarnos con ciego desprecio por lo que somos y por lo que creemos. ¿Va a decirme que estoy equivocado, que no deberíamos hacer todo lo que podamos para descubrir un sitio así si existe? ¿Qué no deberíamos tomar las medidas necesarias con ese hombre para obtener la información que necesitamos de él?
Me recosté en el colchón hasta que tuve la espalda apoyada en la pared. Si yo hubiera tenido una taza de café no me habría olvidado de ella de la forma en que Peoples se olvidaba de la suya.
– Yo no voy a decirle nada. Cada uno tiene que hacer lo que tiene que hacer.
– Maravilloso -dijo con sarcasmo-. Palabras de sabiduría. Voy a pedirme una placa para mi despacho y pediré que graben esas palabras.
– ¿Sabe? Una vez estaba en un juicio y la abogada de la parte contraria dijo algo que siempre trato de recordar. Citó a un filósofo cuyo nombre he olvidado ahora. Lo tengo escrito en casa. Pero este tipo dijo que quien combate a los monstruos de nuestra sociedad debería asegurarse de que no se convierte él mismo en un monstruo. Porque si es así entonces está todo perdido. Ya no tendríamos sociedad. Siempre pensé que era una buena frase.
– Nietzsche, y casi lo ha citado bien.
– Conocer bien la cita no es lo importante. Lo importe es recordar lo que significa.
Peoples buscó en el bolsillo de su abrigo. Sacó mi reloj. Me lo lanzó y yo empecé a ponérmelo. Miré la esfera. Las manecillas del reloj estaban sobre una placa dorada de detective con la imagen del ayuntamiento en ella. Me fijé en la hora y vi que había estado en la jaula más tiempo del que pensaba. No tardaría en amanecer.
– Salga de aquí, Bosch -dijo-. Si vuelve a cruzarse en nuestro camino, volverá aquí más deprisa de lo que cree posible. Y nadie sabrá que está aquí.
La amenaza era obvia.
– Entonces estaré entre los desaparecidos, ¿eh?
– Como quiera llamarlo.
Peoples levantó la mano por encima de la cabeza para que la cámara lo viera. Giró un dedo en el aire y el cierre electrónico hizo clac y la puerta se abrió unos centímetros. Me levanté.
– Vamos -dijo Peoples-. Alguien le verá fuera. Le estoy dando una oportunidad, Bosch. Recuérdelo.
Me dirigí a la puerta, pero dudé cuando la estaba cruzando. Lo miré a él y al expediente que todavía sostenía.
– Supongo que me ha desplumado, se lleva mis expedientes. Y los de Lawton Cross.
– No los recuperará.
– Sí, lo entiendo. Seguridad nacional. Lo que iba a decirle era que mirara las fotos. Busque una de las fotos de Angella Benton en el suelo. Mire sus manos.
Me dirigí a la puerta abierta.
– ¿ Qué pasa con sus manos? -dijo desde detrás de mí. -Sólo mírele las manos. Entonces sabrá de qué estoy hablando.
En el pasillo, Parenting Today me estaba esperando.
– Por ahí-dijo de manera cortante y supe que estaba decepcionado por el hecho de que me dejaran libre.
Por el pasillo busqué a Mousouwa Aziz en una de las ventanitas cuadradas, pero no lo vi. Me pregunté si por casualidad había mirado a la cara del asesino al que estaba buscando y si ése sería mi único atisbo, lo más cerca que estaría de él. Sabía que mientras permaneciera encerrado allí nunca llegaría hasta él, literal o legalmente. Había escapado de mí. Estaba entre los desaparecidos. El callejón sin salida definitivo.
Pasamos por dos puertas con dispositivo de cierre electrónico y después nos acercamos al ascensor. No había ningún botón que pulsar. Parenting Today miró a la cámara situada en la esquina del techo y giró un dedo extendido en el aire. Oí que el ascensor subía.
Cuando las puertas se abrieron, Parenting Today me escoltó al interior. Bajamos al sótano, pero no a un coche. Me hizo subir por la rampa después de gritarle a un empleado del garaje que abriera la puerta. Cuando ésta se abrió, el sol me dio en los ojos y me hizo bizquear.
– Supongo que no me va a acercar hasta mi coche.
– Suponga lo que quiera. Que pase un buen día.
Me dejó allí en lo alto de la rampa y se volvió para meterse por debajo de la puerta antes de que ésta volviera a cerrarse. Observé su desaparición mientras la cortina de acero caía. Traté de pensar en una pulla, pero estaba demasiado cansado y lo dejé estar.