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Lo último que esperaba era que Alexander Taylor abriera él mismo la puerta de su casa. Eso desdijo todo lo que sabía de Hollywood. Un hombre capaz de conseguir mil millones de dólares en las taquillas no le abría la puerta a nadie, sino que tenía a un vigilante de seguridad apostado en la entrada las veinticuatro horas. Y ese portero sólo me permitiría pasar después de verificar cuidadosamente mi identificación y que tenía una cita. Después me entregaría a un mayordomo, o a la sirvienta de la planta baja, para que me acompañara a lo largo del resto del camino con paso silencioso como los copos de nieve.

Pero no me encontré con nada de eso en la mansión de Bel-Air Crest Road. La verja del sendero de entrada estaba abierta y, después de que aparqué delante de la rotonda y llamé al timbre, fue el rey de la taquilla en persona quien abrió la puerta y me hizo señas para que entrara en una casa cuyas dimensiones parecían copiadas directamente de la terminal internacional del LAX.

Taylor era un hombre grande. Medía más de metro ochenta y pesaba ciento diez kilos, que no obstante llevaba bien. Tenía el pelo castaño y rizado, sin ninguna entrada, y unos ojos azules que contrastaban con el cabello. La perilla contribuía a darle una imagen de artista intelectual, aunque el arte poco tenía que ver con su trabajo.

Llevaba un chándal de color azul pálido, que probablemente costaba más que todo lo que yo llevaba encima, y en torno al cuello se había colocado una toalla blanca que se perdía de vista en la pechera. Tenía las mejillas sonrosadas y respiraba de manera laboriosa. Lo había pillado ocupado y parecía molesto.

Yo me había presentado con mi mejor traje, uno de color gris, de una fila de botones, por el que me había gastado mil doscientos dólares tres años antes. Hacía más de nueve meses que no me lo ponía y esa mañana había tenido que cepillarle los hombros después de sacarlo del armario. Acababa de afeitarme y por primera vez desde que había colgado el traje en la percha muchos meses antes sabía lo que quería.

– Entre -dijo Taylor-. Hoy todos tienen el día libre y yo estaba entrenando un poco. Suerte que el gimnasio está al otro lado del vestíbulo, porque si no probablemente ni siquiera le habría oído. Esto es muy grande.

– Sí, he tenido suerte.

Taylor se adentró en la casa. No me tendió la mano y recordé que había actuado de la misma forma cuando lo había conocido cuatro años antes. El se adelantó y dejó que yo cerrara la puerta.

– ¿Le importa que acabe con la bici mientras hablamos?

– No, no hay problema.

Atravesamos un pasillo de mármol, con Taylor siempre i res pasos por delante de mí, como si yo formara parir de su séquito. Probablemente así se sentía más cómodo. A mí no me importaba porque me daba la oportunidad de observar.

Los ventanales de la izquierda ofrecían una panorámica de los opulentos contornos: un rectángulo verde del tamaño de un campo de fútbol que conducía a lo que supuse que sería una casa de huéspedes o una piscina cubierta o ambas cosas. Había un cochecito de golf aparcado en el exterior de la distante estructura y alcancé a ver huellas de ida y vuelta por el bien cuidado césped que conducía a la casa principal. Había visto mucho en Los Ángeles, desde los guetos más pobres hasta mansiones en lo alto de las colinas, pero era la primera vez que veía dentro de los límites de la ciudad una casa tan grande que requería un cochecito de golf para moverse de una parte a otra de la propiedad.

A lo largo de la pared de la derecha había carteles enmarcados de varias de las películas que Alexander Taylor había producido. Había visto algunas de ellas en televisión y anuncios de las demás. En su mayor parte, eran el tipo de películas de acción que cabían en los confines de un anuncio de treinta segundos, de esas que no te dejan con la necesidad imperiosa de ir a verlas. Ninguna de ellas podía calificarse en modo alguno de arte. No obstante, en Hollywood eran mucho más importantes que el arte. Eran rentables. Y eso era lo único esencial.

Taylor se desvió hacia la derecha y yo lo seguí hasta el gimnasio. La sala daba un nuevo sentido a la idea del fitness personal. Toda clase de máquinas de musculación se alineaban ante las paredes de espejo, y el centro estaba ocupado por lo que parecía un cuadrilátero de boxeo. Taylor se subió a una bicicleta estática, pulsó algunos botones en la pantalla táctil y empezó a pedalear.

En la pared opuesta había tres grandes televisores de pantalla plana instalados uno al lado del otro, dos estaban sintonizados en canales de noticias de veinticuatro horas y en el tercero comentaban el informe bursátil de Bloomberg. La del informe Bloomberg tenía volumen. Taylor cogió un mando a distancia y quitó el sonido. Fue otra gentileza inesperada. Cuando había hablado con su secretaria para concertar la cita, la mujer me había dado a entender que tendría suerte si podía hacerle unas cuantas preguntas al gran hombre mientras éste hablaba por el móvil.

– ¿Y su compañero? -preguntó Taylor-. Creía que ustedes trabajaban por parejas.

– Me gusta trabajar solo.

Lo dejé así por el momento. Me quedé en silencio mientras Taylor cogía el ritmo en la bicicleta. Le faltaba poco para cumplir cincuenta, aunque parecía mucho más joven. Tal vez la clave estaba en rodearse de máquinas para conservar la salud y la juventud. O a lo mejor ayudaban los liftings y las inyecciones de Botox.

– Puedo dedicarle cinco kilómetros -dijo mientras se sacaba la toalla que tenía en torno al cuello y la colocaba en el manillar-. Unos veinte minutos.

– Eso bastará.

Busqué la libreta que llevaba en el bolsillo interior de la americana. Era un cuaderno de espiral y el alambre de éste se enganchó en el forro cuando la saqué. Me sentí como un imbécil tratando de soltarla, y finalmente la arranqué. Oí que se rasgaba el forro, pero sonreí para evitar la vergüenza. Taylor me echó un cable mirando a una de las pantallas silenciosas.

Creo que son las pequeñas cosas lo que más echo de menos de mi vida anterior. Durante más de veinte años lleve una libretita pequeña en el bolsillo de la americana. Los cuadernos de espiral no estaban permitidos en el departamento, porque un abogado defensor listo podía argumentar que las páginas con notas exculpatorias habían sido arrancadas. Las libretas evitaban ese problema y además eran más benévolas con el forro de la americana.

– Me alegro de tener noticias suyas -dijo Taylor-. Siempre me preocupé por Angie. Hasta hoy. Era una buena chica, ¿sabe? Y todo este tiempo he pensado que se habían olvidado de ella, que ella no importaba.

Asentí. Había elegido cuidadosamente mis palabras al hablar con la secretaria por teléfono. Aunque no le había mentido, había sido culpable de guiarla y dejar que supusiera cosas. Era necesario. Si le hubiera dicho que era un ex policía que estaba trabajando por libre en un viejo caso, estoy convencido de que no me habría acercado al rey de la taquilla para la entrevista.

– Verá, antes de empezar, creo que ha habido un malentendido. No sé qué le ha dicho su secretaria, pero no soy policía. Ya no.

Taylor se dejó llevar sobre los pedales, pero recuperó el ritmo rápidamente. Tenía la cara colorada y sudaba profusamente. Se estiró hasta el tablero de control digital y cogió un par de gafas y una tarjeta con el logo de su compañía -un cuadrado con un motivo de rizos laberínticos- y varias anotaciones manuscritas debajo. Se puso las gafas, pero de todos modos entrecerró los ojos al leer la tarjeta.

– Eso no es lo que pone aquí -dijo-. Pone detective Harry Bosch del Departamento de Policía de Los Ángeles a las diez. Es letra de Audrey. Lleva dieciocho años conmigo, desde que yo hacía basura para vídeo en el valle de San Fernando. Es muy buena en su trabajo y normalmente muy precisa.

– Bueno, lo fui durante mucho tiempo. Pero me retiré hace un año. Puede que no lo haya dejado muy claro por teléfono. En su lugar no culparía a Audrey.

– No lo haré. -Me miró, bajando la cabeza para ver por encima de las gafas-. Entonces, ¿qué puedo hacer por usted, detective? (o supongo que debería llamarle señor Bosch). Me quedan cuatro kilómetros y hemos terminado.

Había un banco de pesas a la derecha de Taylor. Me acerqué y me senté. Saqué el boli del bolsillo de la camisa (esta vez sin inconvenientes) y me dispuse a escribir.

– No sé si se acuerda de mí, pero ya habíamos hablado antes, señor Taylor. Hace cuatro años, cuando se halló el cadáver de Angella Benton en el vestíbulo de su apartamento, me asignaron el caso a mí. Usted y yo hablamos en su despacho de Eidolon, en el Archway. Una de mis compañeras, Kiz Rider, estaba conmigo.

– Lo recuerdo. La mujer negra; dijo que conocía a Angie. Del gimnasio, creo. Recuerdo que en aquel momento ustedes dos me infundieron mucha confianza. Pero después desaparecieron. No volví a oír de…

– Nos quitaron el caso. Éramos de la División de Hollywood y después del robo y el tiroteo de al cabo de unos días, pasaron el caso a la División de Robos y Homicidios.

Sonó un pequeño zumbido de la bicicleta estática y pensé que tal vez significaba que Taylor había cubierto su segundo kilómetro.

– Recuerdo a esos tipos -dijo Taylor con desdén-. Uno más estúpido que el otro. No me inspiraban nada. Recuerdo que uno estaba más interesado en asegurarse una posición como asistente técnico de mis películas que en el caso de Angie. ¿Qué les pasó?

– Uno está muerto y el otro retirado.

Dorsey y Cross. Los había conocido a los dos. A pesar de la descripción de Taylor, ambos habían sido investigadores capaces. No se llegaba a robos y homicidios sin esfuerzo. Lo que no le conté a Taylor era que Jack Dorsey y Lawton Cross llegaron a ser conocidos en el servicio de detectives como la pareja de compañeros con el colmo de la mala suerte. Cuando trabajaban en una investigación que se les asignó varios meses después del caso de Angella Benton, entraron en un bar de Hollywood para comer algo y echar un trago. Estaban sentados en un reservado con sus sandwiches de jamón y sus Bushmill cuando entró un ladrón armado. Al parecer, Dorsey, que estaba sentado de cara a la puerta, hizo un movimiento, pero fue demasiado lento. El atracador lo alcanzó antes de que llegara a quitarle el seguro a su pistola y murió antes de tocar el suelo. Un disparo rozó el cráneo de Cross y una segunda bala le alcanzó en el cuello y se alojó en su columna. Al camarero lo asesinaron a quemarropa.

– ¿Y qué sucedió entonces con el caso? -preguntó Taylor retóricamente, y sin un ápice de compasión en la voz por los policías caídos-. No ocurrió una puta mierda. Seguro que está acumulando polvo como ese traje barato que ha sacado usted del armario para venir a verme.

Me tragué el insulto porque no me quedaba más remedio. Me limité a asentir con la cabeza, como si estuviera de acuerdo con él. No sabía si su rabia era por el asesinato nunca vengado de Angella Benton o por lo que sucedió después: el robo, el posterior asesinato y la cancelación de su película.

– Esos tipos trabajaron a tiempo completo durante seis meses -dije-. Después llegaron otros casos. Siempre llegan casos, señor Taylor. No es como en sus películas. Ojalá fuera así.

– Sí, siempre hay otros casos -dijo Taylor-. Ésa siempre es la excusa fácil, ¿no? Echarle la culpa al exceso de trabajo. Mientras tanto, nadie le devuelve la vida a la chica, el dinero no aparece. ¡Lástima! Siguiente caso, hay que seguir adelante.

Esperé para asegurarme de que había terminado. No era así.

– Pero ahora han pasado cuatro años y se presenta usted. ¿Cuál es su enredo, Bosch? ¿Ha convencido a la familia para que le contrate? ¿Es eso?

– No, toda la familia de Angella Benton era de Ohio. No he contactado con ellos.

– ¿Y entonces?

– Está sin resolver, señor Taylor. Y a mí todavía me preocupa. No creo que se haya trabajado con ningún tipo de… dedicación.

– ¿Y eso es todo?

Asentí y Taylor repitió el gesto para sí mismo.

– Cincuenta mil -dijo.

– ¿Perdón?

– Le pagaré cincuenta mil si lo resuelve. No habrá película si no lo resuelve.

– Señor Taylor, se equivoca conmigo. No quiero su dinero, y esto no es ninguna película. Lo único que me interesa ahora mismo es su ayuda.

– Escúcheme. Sé reconocer una buena historia cuando la oigo. El detective atormentado por el asesino que salió impune. Es un tema universal y funciona. Cincuenta de entrada y podemos discutir el resto.

Recogí la libreta y el boli del banco, y me levanté. La entrevista no iba a ninguna parte, o al menos no iba en la dirección que yo deseaba.

– Gracias por su tiempo, señor Taylor. Si no encuentro la salida dispararé una bengala.

Al dar mi segundo paso hacia la puerta sonó el tercer pitido en la bicicleta estática. Taylor habló a mi espalda.

– Usted gana, Bosch. Vuelva y haga las preguntas. Y me quedaré los cincuenta mil si no los quiere.

Me volví hacia él, pero no me senté. Abrí de nuevo la libreta.

– Empecemos con el atraco -dije-. ¿Quién tenía conocimiento de los dos millones de dólares en su compañía? Me refiero a quién estaba al tanto de los datos específicos, de cuándo iba a llegar para el rodaje y cómo se iba a entregar. Cualquier cosa y a cualquier persona que pueda recordar. Estoy empezando de cero.

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