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Por la boca muere el pez. La teoría del caso que investigaron Cross y Dorsey cuatro años atrás era simple. Creían que Angella Benton, a través de su trabajo, tenía conocimiento de que iban a entregarse dos millones de dólares en el lugar de filmación y había puesto en marcha el atraco y su propia muerte al hablar del dinero de manera intencionada o por error. Su lengua larga había plantado la semilla del robo y, en consecuencia, la de su propia muerte. Por ser el vínculo interno con los atracadores, éstos debían eliminarla para cubrir sus huellas. Dado que su asesinato se produjo cuatro días antes del atraco los dos investigadores habían supuesto que su participación no había sido intencionada. De algún modo, había proporcionado la información que condujo al atraco y era preciso eliminarla antes de que se diera cuenta de lo que había hecho. También era preciso eliminarla de manera que no atrajera las sospechas sobre la inminente entrega de dos millones de dólares. Por consiguiente, los aspectos psicosexuales de la escena del crimen -las ropas rasgadas y los indicios de masturbación- formaban parte de una maniobra para despistar.

Si por el contrario hubiera sido una participante voluntaria en el plan del robo, su muerte se habría producido, a juicio de los detectives, después de que el atraco se hubiera llevado a cabo con éxito.

Me había parecido una teoría sólida cuando Lawton Cross me la explicó durante mi primera visita a su casa. Probablemente yo habría seguido el mismo camino si se me hubiera permitido continuar con el caso. Pero en última instancia la teoría no proporcionó resultados. Cross me explicó que él y su compañero habían llevado a cabo una investigación en profundidad de Benton, pero nunca hallaron la pista que permitiera desvelar el caso. Le habían dedicado cinco meses. Investigaron sus movimientos, sus hábitos y sus rutinas. Examinaron su tarjeta de crédito, sus cuentas bancarias y sus llamadas telefónicas. Entrevistaron y volvieron a entrevistar a todos los miembros de la familia y a los amigos y colegas conocidos. Sólo en Columbus se pasaron ocho días. Dorsey fue a Phoenix para investigar un único billete de cien dólares. Pasaron tanto tiempo en Eidolon Productions que durante un mes les asignaron una oficina en Archway Pictures para que llevaran a cabo sus entrevistas.

Y no sacaron nada.

Como solía ocurrir con los homicidios, Dorsey y Cross atesoraron una gran cantidad de conocimientos sobre la víctima, pero no el dato clave que conduce a la identificación del asesino. Acabaron sabiendo con quién se había acostado en la universidad, pero no dónde había pasado la última tarde de su vida. Sabían que su última comida había sido mexicana porque las tortillas de maíz y las alubias seguían en su tracto digestivo, pero no averiguaron en cuál de los miles de establecimientos de ese estilo que había en la ciudad se había servido.

Y después de seis meses en el caso no encontraron ningún vínculo en absoluto entre Angella Benton y el atraco, salvo la relación superficial entre su trabajo como asistente de producción para la compañía que estaba rodando el filme en el que el dinero iba a tener un papel protagonista.

Seis meses y estaban en un callejón sin salida. Los únicos indicios físicos eran cuarenta y seis balas y casquillos recuperados de la furgoneta que se dio a la fuga y el semen hallado en la escena del crimen. Todos ellos eran buenos indicios; los análisis balísticos y de ADN podían relacionar a un sospechoso con un crimen más allá de toda duda; a no ser que el abogado del sospechoso fuera Johnnie Cochran. Pero era la clase de pruebas que constituían la guinda del pastel; la clase de vínculos que relacionaban a un sospechoso y un arma ya identificados y normalmente bajo custodia. No ayudaban a definir a un sospechoso. Después de medio año tenían la guinda, pero les faltaba el pastel.

Cuando llegaron a este punto era el momento de examinar el caso al cumplirse los seis meses. Es el momento de tomar decisiones duras. La probabilidad de esclarecer el caso se sopesa frente a la necesidad de que la pareja de investigadores trabajen otros asuntos y colaboren con los numerosos casos de la división. Su superior puso fin a la dedicación a tiempo completo, y Dorsey y Cross volvieron a la rotación en robos y homicidios. Tenían libertad para trabajar el caso Benton con la máxima frecuencia posible, pero también les asignaron nuevas investigaciones. Como cabía esperar, el caso Benton se resintió. Cross había admitido que se había convertido en una investigación a tiempo parcial en la que Dorsey se encargaba de la mayor parte del seguimiento, mientras que Cross se concentraba en los nuevos casos.

Después todo se tornó en una cuestión puramente teórica cuando tirotearon a ambos detectives en el bar Nat's de Hollywood. El caso Benton pasó a los archivos ASR, Abierto Sin Resolver. Y quedó huérfano. A ningún detective le gusta un caso heredado. A nadie le agrada la idea de coger un expediente y demostrar que sus colegas estaban equivocados o desorientados o incluso que habían sido incompetentes o vagos. A ello se añadía el elemento disuasorio de que el caso Benton estaba maldito. Los polis son supersticiosos. El destino de los dos detectives originales -uno muerto y el otro condenado de por vida a una silla de ruedas- era algo que de algún modo quedaba inextricablemente unido a los casos que habían investigado, aunque no estuvieran relacionados directamente con el sino de los policías. Nadie, y digo nadie, iba a asumir el caso Benton.

Excepto yo. Ahora que estaba fuera del departamento.

Y cuatro años después tenía que confiar en que Cross y Dorsey habían hecho bien su trabajo en la investigación de la muerte de Angella Benton y su relación con el robo. En realidad no tenía alternativa. Recorrer de nuevo el camino hasta un callejón sin salida no parecía la forma de proceder. Por eso había ido a ver a Taylor. Mi plan era aceptar la investigación de Dorsey y Cross como una labor concienzuda, cuando no impecable, y aproximarme desde otra dirección. Estaba trabajando sobre la convicción de que Cross y Dorsey no habían encontrado nada que ligara a Benton con el robo porque no había nada que encontrar. Su muerte había sido parte de un concienzudo plan, una pista falsa dentro de otra pista falsa. Tenía en mi poder una lista de nueve nombres que había surgido de mi entrevista con Taylor. Eran los implicados en la entrega del dinero. Todos los que -por lo que yo sabía- tenían conocimiento de que iban a llegar dos millones de dólares, cuándo iban a llegar y quién iba a llevarlos. Partiría de ahí.

Pero acababan de lanzarme una bola endiablada. Lo que Cross me había dicho acerca de los números de serie y cómo al menos uno estaba equivocado. Dijo que le había dejado a Dorsey la investigación y que no sabía lo que había ocurrido. Poco después, Dorsey había muerto y el caso murió con él. Pero yo estaba interesado. Era una anomalía y había que estudiarla. Unido a la advertencia de Kiz Rider y a la oblicua referencia a «esta gente», sentí que algo se tensaba en mi interior, algo que había estado largo tiempo ausente. Un pequeño tirón hacia la oscuridad que tan bien había conocido.

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