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En el vuelo de regreso a Los Ángeles traté de volver a concentrarme en el caso. Pero fue un esfuerzo vano. Había pasado buena parte de la noche observando a Eleanor ganando varios miles de dólares a cinco hombres en una mesa de la sala de póquer del Bellagio. Nunca la había visto jugar antes. Es justo decir que avergonzó a los otros jugadores, limpiando a todos menos a uno, e incluso a éste lo dejó con sólo una pila de fichas cuando ella cobró cinco columnas. Era una jugadora fría y dura, tan impresionante como misteriosa y bella. He pasado mi vida aprendiendo a interpretar a las personas, pero nunca leí nada en el rostro de Eleanor mientras jugaba. En su juego no había nada que la delatara.

Sin embargo, cuando terminó con aquellos hombres también había terminado conmigo. Fuera del casino me explicó que estaba cansada y que tenía que irse. Me dijo que no podía acompañarla. Ni siquiera se ofreció a acercarme al aeropuerto. Fue una despedida breve. Nos separamos con un beso carente de pasión, en el otro extremo de nuestros momentos en la suite, sin promesas de volver a vernos, ni siquiera de llamarnos. Sólo nos dijimos adiós y yo observé cómo se alejaba.

Fui al aeropuerto por mi cuenta. Pero una vez en el avión no podía olvidarla. Traté de abrir el expediente del caso, pero eso no me ayudó. No dejaba de pensar en los misterios. No en los buenos momentos, en las sonrisas y los recuerdos ni en cuando habíamos hecho el amor. Pensaba en nuestra abrupta despedida y en la habilidad con la que había eludido la pregunta cuando le había preguntado si estaba con alguien. Había dicho que no estaba enamorada, pero eso no respondía realmente la pregunta. ¿Por qué había querido que me quedara en el hotel? ¿Por qué no había abierto el maletero de su coche? En la primera página del expediente del caso anoté el número de la matrícula que había memorizado. Después de hacerlo sentí que de algún modo la había traicionado y entonces lo taché. Pero al hacerlo ya sabía que no iba a quedar tachado de mi memoria.

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