Angella Benton murió el día de su vigésimo cuarto cumpleaños. Su cuerpo sin vida se encontró sobre el suelo de baldosas del vestíbulo del edificio de apartamentos en el que residía, en Fountain, cerca de La Brea. Su llave estaba en el buzón. En éste se hallaron dos tarjetas de felicitación enviadas por separado desde Columbus por su madre y su padre. Resultó que no estaban divorciados, simplemente cada uno de ellos quería escribir por sí mismo sus mejores deseos de felicidad a su única hija.
Benton había sido estrangulada. Antes o después de su muerte, probablemente después, le habían rasgado la blusa y el sujetador para dejar sus pechos al descubierto. Su asesino aparentemente se había masturbado sobre el cadáver, eyaculando una pequeña cantidad de esperma que había sido recogida por los técnicos forenses para realizar comparaciones de ADN. Se habían llevado el bolso de la víctima y éste jamás se recuperó.
La hora de defunción se estableció entre las once y las doce de la noche. El cadáver fue descubierto por otro residente del edificio de apartamentos cuando salió a las doce y media para sacar a pasear al perro.
Fue entonces cuando entré en escena yo. En ese momento era detective de grado tres asignado a la División de Hollywood del Departamento de Policía de Los Ángeles. Tenía dos compañeros. En esa época trabajábamos en tríos, y no por parejas, como parte de una configuración experimental diseñada para cerrar los casos con rapidez. Kizmin Rider, Jerry Edgar y yo fuimos avisados al busca y se nos asignó el caso a la una de la mañana. Nos reunimos en la comisaría de Hollywood y nos desplazamos en dos Crown Vic hasta la escena del crimen. Vimos el cadáver de Angella Benton aproximadamente dos o tres horas después de que hubiera sido asesinada.
La víctima yacía de costado sobre las baldosas marrones que estaban teñidas del color de la sangre seca. Los ojos abiertos y casi fuera de sus órbitas distorsionaban lo que había sido un rostro bonito. Presentaba hemorragias en las córneas. Su busto, expuesto, era prácticamente plano. Parecía casi infantil y pensé que tal vez eso la había cohibido en una ciudad donde con frecuencia se concedía más importancia a los atributos físicos que al interior y convertía el hecho de abrirle la blusa y arrancarle el sujetador en una agresión añadida; como si no le bastara con arrebatarle la vida, el asesino también quiso exponer su vulnerabilidad más íntima.
Pero lo que más recordaba de ella eran las manos. De algún modo, cuando su cuerpo sin vida cayó al suelo, sus manos quedaron unidas en el lado izquierdo. Se dirigían hacia arriba desde la cabeza, como si trataran de alcanzar a alguien, suplicantes. Me recordaron las manos de un lienzo renacentista, las manos de los condenados que se estiraban hacia el cielo en demanda de perdón. En mi vida he trabajado en casi mil homicidios y nunca la posición de un cadáver me impresionó tanto.
Quizá interpretaba demasiado en el modo caprichoso en que había caído Angella Benton. Pero cada caso es una batalla de una guerra interminable. Y, créanme, siempre es preciso llevar algo cuando entras en combate, algo a lo que aferrarte, algo que te guía o te empuja. Y para mi ese algo eran sus manos. No podía olvidarlas. Creía que las había estirado hacia mí, y todavía lo creo.
La investigación experimentó un salto inmediato porque Kizmin Rider reconoció a la víctima. Rider la conocía por su nombre de pila del gimnasio de El Centro, donde ambas entrenaban. A causa del horario irregular que implicaba su trabajo en la brigada de homicidios, Rider no podía mantener un programa de entrenamiento uniforme. Hacía ejercicio en días y horas diferentes, según el tiempo de que disponía y el caso que estaba investigando. Se había encontrado con frecuencia a Benton en el gimnasio y habían trabado conversación mientras sudaban una al lado de la otra en la máquina de steps.
Rider sabía que Benton estaba tratando de labrarse una carrera en la industria del cine. Era ayudante de producción en Eidolon Productions, la empresa de Alexander Taylor. Allí se trabajaba las veinticuatro horas, en función de la disponibilidad de localizaciones y personal. Eso suponía que Benton, igual que Rider, acudía al gimnasio a distintas horas, y también suponía que tenía poco tiempo para establecer relaciones. La víctima le contó en una ocasión a Rider que sólo había tenido dos citas el año anterior y que no había ningún hombre en su vida.
La de las dos mujeres era sólo una amistad superficial y Rider nunca había visto a Benton fuera del gimnasio Ambas eran dos jóvenes negras que trataban de mantenerse en forma para que su cuerpo no las traicionase mientras sacaban adelante sus ajetreadas vidas profesionales y trataban de subir peldaños en sus diferentes mundos.
Sin embargo, el hecho de que Kiz la conociera nos dio una ventaja. Supimos de inmediato que estábamos tratando con una mujer joven, responsable y segura de sí misma, una mujer que se preocupaba tanto por su salud como por su carrera. Esta información eliminaba diversos estilos de vida que podríamos haber investigado erróneamente. El aspecto negativo era que, por primera vez, Rider se encontraba con una persona a la que conocía como la víctima de un homicidio cuya investigación le habían asignado. Desde el primer momento me di cuenta de que eso frenó su paso. Normalmente ella era muy expresiva para analizar la escena de un crimen y desarrollar una teoría de investigación. En aquella ocasión se quedó en silencio hasta que le pregunté.
No había testigos del asesinato. El vestíbulo no se veía desde la calle y ofrecía un escudo perfecto al asesino. Este habría podido entrar en el reducido espacio y atacar sin miedo a ser visto desde el exterior. Aun así, el crimen implicaba cierto riesgo. En cualquier momento un residente podía haber entrado o salido del edificio y encontrado a Benton y su asesino. Si el vecino que sacó a pasear a su perro lo hubiera hecho una hora antes probablemente se habría topado con el asalto. Podría haberla salvado o, posiblemente, se habría convertido a su vez en una víctima.
Anomalías. Gran parte del trabajo se basaba en el estudio de las anomalías. El crimen tenía la apariencia de una agresión oportunista. El asesino había seguido a Benton y aguardado el momento en que nadie los viera. Aun así había aspectos de la escena -su intimidad, por ejemplo- que sugerían que el asesino ya conocía el vestíbulo y podía haber estado esperándola, como un cazador que observa la trampa que ha tendido.
Anomalías. Angella Benton no medía más de metro sesenta y cinco, pero era una mujer fuerte. Rider había sido testigo de sus rutinas en el gimnasio y conocía su fuerza y vitalidad. Sin embargo, no había signos de lucha. No se halló piel ni sangre perteneciente a otra persona en el examen de las uñas de la víctima. ¿Conocía a su asesino? ¿Por qué no había peleado? La masturbación y el hecho de que le rasgaran la blusa apuntaban a un móvil psicosexual, a un crimen perpetrado en solitario. No obstante, la ausencia de todo signo de lucha indicaba que Benton había sido dominada rápidamente y de manera total. ¿Había más de un asesino?
En las primeras veinticuatro horas nos dedicamos a recopilar todas las pruebas, realizar las notificaciones y conducir los primeros interrogatorios de todos aquellos directamente relacionados con la escena del crimen. Fue en las siguientes veinticuatro horas cuando empezaron los cambios y nosotros comenzamos a examinar las anomalías, tratando de abrirlas como nueces. Y hacia el final de ese segundo día habíamos llegado a la conclusión de que se trataba de una escena del crimen falsa, es decir, un escenario preparado por el asesino para que llegáramos a conclusiones erradas acerca del asesinato. Nos enfrentábamos a un asesino que nos estaba guiando por la senda del depredador psicosexual cuando la naturaleza del crimen era completamente distinta.
Lo que nos orientó en esa dirección fue el semen hallado en el cadáver. Al examinar las fotografías de la escena del crimen, advertí gotas de semen que se extendían por el cuerpo de la víctima en una línea que insinuaba una trayectoria. En cambio, las gotas examinadas una a una eran circulares. Los investigadores saben, sobre todo a partir del examen de la sangre, que las gotas son redondas cuando caen en vertical a una superficie. Las gotas de forma elíptica se producen cuando la sangre salpica en una trayectoria o cae en ángulo sobre la superficie. Consultamos con el experto del departamento para saber si las normas aplicables a la sangre podían extenderse a otros fluidos corporales. Nos dijeron que, efectivamente, así era, y la explicación dejó al descubierto una anomalía. Cobró forma la hipótesis de que el asesino o asesinos habían puesto intencionadamente el semen en la escena del crimen. Probablemente lo habían llevado a la escena del crimen y después lo habían hecho gotear sobre el cadáver como parte de una maniobra destinada a desviar la atención.
Cambiamos el foco de la investigación. Nos olvidamos de examinar a la víctima como alguien que vagaba por el área de acción del depredador. El área de acción era Angella Benton. Había algo en su vida o en sus circunstancias que habían atraído al asesino.
Nos concentramos en su vida y su trabajo, buscando algo oculto que hubiera puesto en marcha un plan para asesinarla. Alguien había deseado su muerte y pensado que era lo bastante listo para camuflar el asesinato como la obra de un psicópata. Mientras que públicamente desarrollamos la hipótesis del asesino violador ante los medios, de puertas adentro empezamos a mirar en otras direcciones.
Al tercer día de la investigación, Edgar se ocupó de la autopsia y del papeleo cada vez mayor, mientras que Rider y yo asumimos el trabajo de campo. Pasamos doce horas en las instalaciones que Eidolon Productions tenía en Archway Pictures, en Melrose. La máquina de producción de películas de Alexander Taylor ocupaba casi un tercio del local de Archway. Había allí más de cincuenta empleados. En virtud de su oficio como ayudante de producción, Angella Benton se relacionaba con todos ellos. Un ayudante de producción se sitúa en la base del tótem de Hollywood. Benton había sido una recadera y carecía de despacho: sólo disponía de un escritorio en una sala dedicada al correo y que carecía de ventanas. Claro que eso no importaba, porque siempre estaba fuera, corriendo por los despachos de Archway y de un set de filmación a otro. En ese momento Eidolon estaba rodando dos películas y una serie de televisión en distintos lugares de Los Ángeles y sus alrededores. Cada uno de. esos equipos de producción constituía una pequeña ciudad, un campamento itinerante que se desplazaba casi cada noche. Había al menos otro centenar de personas que podrían haberse relacionado con Angella Benton, personas a las que era preciso entrevistar.
La tarea que se nos planteaba era de enormes proporciones. Solicitamos ayuda, más personal que colaborara en las entrevistas. La teniente no podía cedernos a nadie. Rider y yo pasamos el día entero haciendo entrevistas en las oficinas de Archway. Y ésa fue la única vez que hablé con Alexander Taylor. Departimos con él durante media hora y la conversación fue superficial. Conocía a Benton, por supuesto, pero no mucho. Mientras que ella estaba en la base del tótem, Taylor se hallaba en lo más alto. Sus contactos habían sido infrecuentes y breves. La joven llevaba menos de seis meses en la empresa y él no la había contratado personalmente.
No recabamos datos valiosos en ese primer día de entrevistas. Es decir, ninguna entrevista proporcionó una nueva dirección o foco de investigación. Estábamos en un callejón sin salida. Ninguna de las personas con las que hablamos tenía idea de cuál podía ser el motivo por el que alguien habría querido matar a Angella Benton.
Al día siguiente nos separamos para que cada detective pudiera visitar un escenario de producción y llevar a cabo las entrevistas. Edgar se ocupó de la serie de televisión que se rodaba en Valencia. Se trataba de una comedia dirigida a las familias acerca de una pareja con un hijo que conspira para que sus padres no tengan más descendencia. Rider se ocupó de la producción de la película que se rodaba cerca de su casa, en Santa Mónica. Era una historia acerca de un hombre al que creen autor de una felicitación de San Valentín anónima enviada a una bella compañera de trabajo y cómo el subsiguiente idilio se construye sobre una mentira que crece en su interior como un cáncer. Yo me ocupé de la segunda producción cinematográfica, que estaba rodándose en Hollywood. Se trataba de una cinta de acción acerca de una ladrona que roba un maletín con dos millones de dólares en su interior sin saber que el dinero pertenece a la mafia.
Yo lideraba el equipo en mi calidad de detective de grado tres. Como tal, tomé la decisión de no informar a Taylor ni a ninguno de los directivos de su empresa de que íbamos a visitar los escenarios de rodaje. No quería que la noticia de nuestra visita nos precediera. Simplemente nos dividimos las localizaciones y a la mañana siguiente cada uno de nosotros llegó sin anunciarse y utilizó el poder que da una placa para abrir puertas.
Lo que ocurrió la mañana siguiente poco después de mi llegada al set está bien documentado. En ocasiones repaso los movimientos de la investigación y lamento no haberme presentado allí un día antes. Creo que habría oído a alguien mencionar el dinero y que habría atado cabos. Pero lo cierto es que llevamos a cabo la investigación de manera apropiada. Realizamos los movimientos adecuados en el momento oportuno. No me arrepiento de nada.
La cuestión es que, después de esa cuarta mañana, me retiraron la investigación. La División de Robos y Homicidios desembarcó y se quedó con el caso. Jack Dorsey y Lawton Cross se ocuparon de él. Era el guión preferido de robos y homicidios: películas, dinero y un asesinato. Pero no llegaron a ninguna parte, pasaron a otras investigaciones y un día entraron a Nat's a comerse un sandwich. Puede decirse que el caso murió con Dorsey. Cross sobrevivió, pero nunca llegó a recuperarse. Salió de un coma de seis semanas sin recordar nada del tiroteo y sin sensibilidad alguna del cuello para abajo. Una máquina respiraba por él y en el departamento fueron muchos los que consideraron que su suerte había sido peor que la de Dorsey, porque sobrevivió pero ya no estaba viviendo de verdad.
Entretanto, el caso de Angella Benton iba acumulando polvo. Todo lo que Dorsey y Cross habían tocado estaba contaminado por su desgracia. Maldito. Nadie volvió a investigar la muerte de Benton. Cada seis meses un detective de robos y homicidios sacaba el expediente, le quitaba el polvo y escribía «Sin novedad» y la fecha en el registro de la investigación. Después volvía a colocarlo en su sitio hasta la siguiente vez. Es lo que en el Departamento de Policía de Los Ángeles se llama diligencia debida.
Habían pasado cuatro años y yo me había retirado. Supuestamente estaba acomodado. Tenía una casa sin hipoteca y un coche que había pagado al contado. Cobraba una pensión que cubría más de lo que necesitaba cubrir. Era como estar de vacaciones. Sin trabajo, sin preocupaciones, sin problemas. Pero me faltaba algo y no podía negármelo a mí mismo. Vivía como un músico de jazz que espera su concierto. Me quedaba despierto hasta muy tarde, mirando las paredes y bebiendo demasiado vino tinto. Una de dos, o empeñaba mi instrumento o buscaba un lugar donde tocar.
Y entonces recibí la llamada de Lawton Cross. Al final, la noticia de que me había retirado había llegado hasta él. Le pidió a su mujer que me llamara y ella le sostuvo el auricular para que pudiera hablar conmigo.
– Harry, ¿piensas alguna vez en Angella Benton?
– Siempre -le dije.
– Yo también, Harry. Estoy recuperando la memoria, y pienso mucho en ese caso.
Y con eso bastó. Cuando me había ido por última vez de la comisaría de Hollywood, pensé que había tenido suficiente, que ya había caminado alrededor de mi último cadáver, que había conducido mi última entrevista con alguien que sabía que era un mentiroso. Pero de todos modos salí con una caja llena de archivos: copias de mis casos abiertos en los doce años que llevaba investigando los homicidios de Hollywood.
El expediente de Angella Benton estaba en esa caja. No tenía necesidad de abrirlo para recordar los detalles, para recordar el aspecto de su cuerpo en el suelo de baldosas, expuesto y violado. Todavía me subyugaba. Me laceraba el hecho de que ella se hubiera perdido en los fuegos artificiales que vinieron después, me dolía pensar que su vida no había tenido importancia hasta que se robaron dos millones de dólares.
Yo nunca había cerrado el caso. Los peces gordos me lo habían arrebatado antes de que pudiera hacerlo. Así era la vida en el departamento. Pero eso era entonces. La llamada de Lawton Cross lo cambió todo. Terminó con mis largas vacaciones y me dio un trabajo.